Una niebla roja los envolvía como una neblina elevándose de una cuba de sangre hirviendo. El aire era intensamente frío y estaba tan quieto que el sonido del hielo del lago crujiendo bajo tensión se podía oír a cinco leguas de distancia. Amanecía, y Raif supuso que el sol se hallaba en alguna parte, alzándose sobre las cumbres de las colinas de Cobre y proyectando su extraña y sangrienta luz sobre la calzada. El muchacho hizo una mueca. No podía ver nada aparte de los dos jinetes que estaban situados justo delante de él.
La escarcha había deformado su coraza de cuero hervido, aplastándola contra el cuello. No había dormido bien. Nadie había dormido bien. Un campamento helado montado en el borde nordeste del territorio Dhoone no era lugar adecuado para que descansara un miembro de los Granizo Negro.
—¡Deteneos todos!
El siseo de Corbie Méese voló por la bruma como una ráfaga de aire helado, y su voz, que había sido formaba por los Dioses de la Piedra para hacer lo que era imprescindible para todos los que esgrimían el mazo al luchar —rugir con toda la potencia de sus pulmones—, no sonó bien hablando en susurros. Era como oír maullar a un perro.
No obstante, todos obedecieron con rapidez, refrenando a los caballos en un espacio de veinte pasos. Se había vendado el metal de las bridas para evitar casos de congelación en los caballos, y por ese motivo no se escuchó demasiado ruido. Incluso los que empuñaban mazos habían frotado harina de avena sobre las cadenas para impedir que tintinearan y delataran la posición. Unos fuertes vientos dos noches antes habían amontonado la nieve en ventisqueros, y la potranca prestada de Raif estaba hundida hasta los corvejones en un seco polvo blanco.
El grupo de emboscados formó un holgado círculo sobre la ladera escasamente arbolada, con las monturas bien refrenadas, el aliento surgiendo en blancas humaredas y los ojos oscuros como carbones bajo sus capuchas de piel de zorro. Ballic el Rojo había soltado el arco de la funda y estaba ocupado calentando el encerado bramante entre sus dedos. Drey y varios otros guerreros con mazo ajustaron las correas de los soportes de las armas para sacarlas con más facilidad.
Corbie Méese se echó la capucha hacia atrás para que todos pudieran ver su rostro y apuntó con la barbilla al sudeste.
—La calzada está debajo de nosotros —indicó—, justo más allá de aquellos pinos. Debería haber muchos lugares donde ocultarse, pero con esta condenada neblina espesa a nuestro alrededor resulta difícil distinguir una topera de un alce. Lo sabremos mejor cuando Rory regrese. La última vez que cabalgué hasta aquí había árboles a ambos lados del camino, pero eso fue hace diez años, y los tiempos han cambiado desde entonces. Lord Perro no es ningún estúpido, haréis bien en recordarlo. —Una breve ojeada incluyó a Raif y a algunos de los mesnaderos más jóvenes—. Y reconoce un buen lugar para una emboscada cuando lo ve. Según Maza, ha ordenado talar los árboles a lo largo de la calzada de Bludd. Desde luego, a menos que tenga un ejército de leñadores oculto en sus calzones de piel de perro, no llegará aquí hasta dentro de bastante tiempo. Pero no es esa la cuestión: lord Perro conoce los peligros. Podéis apostar vuestros dedos de disparar arcos a que cualquier hombre suyo que viaje por esta calzada irá armado hasta los dientes, estará nervioso como una doncella acuclillada tras un arbusto y listo para atacar al primer sonido de una flecha golpeando contra madera.
»Ahora la niebla actúa en nuestro favor, pero no permitáis que eso os vuelva lentos. Habrá una avanzadilla de jinetes en el grupo Bludd, y cuando no puedan distinguir las cabezas de sus monturas delante de ellos, dejarán de mirar y se dedicarán a escuchar, así que mantened los caballos bien controlados, y no hay que moverse ni sacar armas una vez que estéis en posición. ¿De acuerdo?
Raif asintió junto con el resto. Tenía la boca tan seca que notaba las estrías de sus dientes. En algún punto mientras Corbie Méese hablaba, la realidad de lo que planeaban había calado en su mente, y él jamás había disparado contra un hombre, nunca había apuntado a nada que fuera más grande que un lince de las nieves. Pero sabía, según le decía aquella parte del interior de sí mismo de donde surgían los disparos y cruzaban las flechas en dirección a los blancos, que sería bueno disparando contra hombres.
—Desde luego tenéis que estar pendientes de la neblina. Si el viento sopla con más fuerza, desaparecerá antes de que tengáis la oportunidad de mover el trasero sobre la silla de montar. —Corbie Méese tenía un aspecto torvo, y la hendidura dejada por el mazo en su cabeza aparecía rellena por una cuña de niebla roja—. Lo más probable es que nos toque una buena espera. El grupo de hombres de Bludd podría pasar por aquí en cualquier momento entre el mediodía y el anochecer, y debemos estar preparados cuando lleguen. Por lo tanto, nadie va a abandonar su montura.
—De acuerdo —intervino Ballic el Rojo—, así que mead ahora u os lo guardáis.
Al ver que nadie del grupo se movía, Toady Trotamundos enarcó una ceja.
—Nada de mear por encima de los lomos de los caballos, caballeros —dijo—. Los saca de quicio una barbaridad.
Todos se echaron a reír de aquella manera veloz y reflexiva que se debía más a la tensión que al humor, y mientras la mayor parte del grupo estaba ocupado en realizar ajustes de último minuto en las fundas de sus armas, Drey hizo trotar su negro garañón hasta donde se hallaba Raif. Manteniendo la capucha subida de modo que sólo los que estuvieran justo enfrente de él pudieran ver su rostro, Drey se inclinó junto a su hermano.
—Cualquiera que sea la división, tú vienes conmigo —murmuró, y antes de que el otro pudiera responder, dio media vuelta y se alejó.
Raif contempló con fijeza la nuca de su hermano. ¿Una división? Era la primera vez que oía que el grupo de emboscada iba a dividirse. Inquieto, introdujo la mano en el interior de la tela de hule y palpó en busca de su amuleto. No lo había tocado en casi una semana, desde el día en que el caballo de Shor Gormalin había llevado a su amo a casa. El muchacho aspiró con fuerza y retuvo el aire. El dolor por la muerte de Shor no había pasado, y todavía recordaba la sombría mirada en los ojos del guerrero al abandonar la Gran Lumbre, todavía veía la mueca de desagrado que había hecho cuando Raina Granizo Negro admitió haber tenido relaciones con Maza. Raif dejó caer bruscamente el amuleto. Vigilante de los muertos, ¿cuántas muertes contemplaría ese día?
La nieve crujió más adelante, en algún punto en las profundidades de la cortina de niebla. Ballic apuntó su arco y Corbie Méese llamó en voz baja.
—¿Rory?
—¡Sí! Soy yo. No dispares, Ballic —fue la respuesta que les llegó.
Raif no pudo evitar sonreír. Desde su posición, muy por debajo de ellos, era imposible que Rory Cleet pudiera ver a Ballic el Rojo; sin embargo, sabía lo suficiente sobre el pelirrojo arquero como para adivinar que ya había tensado su arco.
Transcurrieron unos segundos, y entonces Rory Cleet, el de los ojos azules, apareció a caballo ante ellos, con la capucha echada hacia atrás, los mitones de piel de carnero cubiertos de savia y agujas de pino, y su tabardo de cuero hervido lastrado con terrones de nieve congelada. No malgastó ni aliento ni tiempo.
—La calzada está despejada. Ni rastro de caballos o paso de carretas desde la última nevada. Unas cinco docenas o más de pinos han sido taladas recientemente en el borde sur del camino, pero quienquiera que fuese el que recibió el encargo se cansó, sintió frío o lo enviaron a otra sección antes de que pudiera finalizar la tarea. Tal y como está la zona alrededor del lugar elegido en primer término la han dejado muy pelada, pero a trescientos pasos más allá hay un área de nuevos brotes por encima de la calzada. Las copas de los pinos tienen una altura suficiente para ocultar hombres a caballo, y justo al otro lado hay un bosquecillo de cornejos y fresnos. Entre ambas cosas, hay espacio suficiente para esconder a treinta hombres.
—Sí. Bien hecho, muchacho —asintió Corbie Méese.
Rory Cleet lo intentó, pero no consiguió por completo impedir que su rostro se sonrojase de satisfacción. No por vez primera, Raif se encontró lamentando el incidente en la puerta de la Gran Lumbre, cuando había obligado al joven a abandonar su puesto.
—Bien —dijo Corbie—. Ballic, tú encabezarás el grupo que irá al sur. Yo iré al norte. Contaremos con una docena de hombres cada uno, y los cinco restantes formarán una retaguardia a un cuarto de legua al este del lugar de la emboscada, para cortar la retirada a los hombres de Bludd y eliminar a los fugitivos. —El guerrero escudriñó al grupo de emboscada con los ojos castaños duros como el pedernal, y un músculo de su mejilla derecha se crispó con fuerza. Tras un corto espacio de tiempo, su mirada se posó en Drey—. ¿Crees que puedes encargarte del mando de la retaguardia?
El muchacho echó hacia atrás la capucha. Sus cabellos estaban aplastados sobre la cabeza, y el sudor y seis días de grasa hacían que parecieran más oscuros que el tono castaño que generalmente tenían. El rostro se le veía pálido, y Raif se sobresaltó al comprobar lo mucho mayor que parecía en comparación con el día en que habían estado disparando a las liebres en la salina. No era costumbre en Drey hablar sin pensar, y cuando se quitó el guante y se bajó el collar de piel de reno, Raif adivinó que su mano iba en busca de su amuleto de oso. El joven siempre le había envidiado el oso, pues Tem había sido un oso, al igual que su padre antes que él, y su tío antes de eso. Cada generación de Sevrances producía un oso.
Mientras contemplaba cómo sostenía la zarpa de oso en su puño, Raif comprendió por qué Corbie Méese lo había elegido. Drey era serio, fiable y carecía de la impetuosa presunción que muchos mesnaderos necesitaban cinco o más años para superar. El joven sintió una punzada en el pecho, producto de la envidia y el orgullo. «Un día —pensó—, un día Drey será un jefe magnífico».
—Puedo ocuparme de la retaguardia. —La voz del muchacho era tranquila, mientras volvía a deslizar el amuleto de oso bajo las pieles.
Corbie Méese y Ballic el Rojo intercambiaron una mirada, y Raif comprendió que su hermano había hecho lo correcto ante los ojos de los otros al tomarse un tiempo para sopesar el amuleto. Corbie le hizo una seña para que se acercara.
—Bien, chico. Si todo funciona según el plan, no tendréis mucho que hacer. El grupo de Bludd pasará junto a vosotros muy poco antes de llegar hasta nosotros, de modo que vuestro trabajo es permanecer apartados de la calzada, en lo alto, detrás de los árboles. No quiero escuchar ningún ingenioso canto de búho ni de somormujo. Nada. En el único momento en que os moveréis de vuestra posición será después de que nos oigáis atacar. Entonces vuestro trabajo consistirá en bajar a la calzada tan rápidamente como podáis y derribar a cualquier hombre de Bludd que intente la retirada. ¿Comprendido?
Escuchando hablar a Corbie, Raif empezó a entender por qué el guerrero del mazo había dado el mando a Drey cuando había miembros por derecho de la tribu disponibles para tomarlo. El auténtico peligro y el auténtico combate recaería sobre los dos grupos de ataque, y serían ellos quienes arriesgarían sus vidas, los que lucharían cuerpo a cuerpo; por ese motivo, Corbie Méese quería a todos los hombres aguerridos con él. Raif no podía criticarlo por ello. El grupo de retaguardia estaría allí como un sistema de protección para acabar con los que huyeran o se rezagaran.
—¿Cuántos seremos? —inquirió Drey, asintiendo despacio.
—Tú, otro que use mazo, dos arqueros y un espadachín. Recuerda que todos en el grupo Bludd serán guerreros expertos. Lo más probable es que sean lanceros y lleven mazos. Luchan con fiereza y sus armas están lastradas, de modo que a menos que queráis tener una marca de mazo como la mía, evitadlos. —Corbie Méese se dio un golpe en la marca con un dedo enguantado—. Mantén a tus arqueros por encima del sendero, y que disparen desde una zona a cubierto.
Corbie y Ballic eligieron a los miembros de los grupos, y cuando Ballic sugirió que Raif fuera con Corbie en el grupo del norte, Drey intervino.
—Lo quiero conmigo. Llevaos a Banron Lye en su lugar —dijo.
Corbie Méese miró a Drey durante un momento, tal vez esperando que el mesnadero se explicara, pero cuando este no añadió nada más, asintió una vez.
—Es tu grupo. Tú decides. El chico irá contigo.
Se pusieron en marcha a los pocos minutos, y rodeando abedules tan blanquecinos como velas de cera, se encaminaron al este siguiendo la ladera por encima de la calzada. Habían atado las bocas de los caballos con piel de cordero para impedir que resoplaran y relincharan al moverse. Raif llevaba preparado su arco, y este descansaba entonces en equilibrio sobre el arzón, mientras el joven cabalgaba con una flecha en la mano.
En lo alto, el cielo tenía el color de las ciruelas en descomposición. La niebla había empezado a clarear y, con gran disgusto por parte del joven había pasado del rojo al rosa, al mismo tiempo que, poco a poco, gradualmente, un árbol y un risco de arenisca cada vez, la taiga situada al nordeste del clan Dhoone empezaba a emerger de la niebla. El terreno era un pozo de extracción lleno de pendientes, terraplenes excavados y rocas que sobresalían del suelo. Las raíces de los pinos se hundían profundamente en la blanda arenisca azul, pulverizando el lecho de piedra a medida que crecían, lo que contribuía a hacer más traicionero el suelo. Pequeñas charcas, profundas y oscuras como pozos, adornaban los pliegues del terreno entre ladera y ladera. Todas ellas deberían estar congelados, pero no lo estaban, y Raif sólo podía imaginar que ello era debido a sales o aceites minerales.
Nadie hablaba, y el joven dudó que tuviera saliva suficiente en la boca para mover la lengua, y mucho menos para pronunciar una sola palabra. Los cinco eran todos mesnaderos: Granmazo, Bitty Shank, Craw Bannering, Drey y él mismo. Craw era el segundo arquero, y Raif apenas lo conocía; el joven era mayor que Drey, tenía la piel oscura, un rostro inteligente y dedos largos y tatuados. Podía ser que estuviera prometido a Lansa Curtidor, pero Raif no estaba seguro. Granmazo era Granmazo, un hombretón enorme, con cerdas en lugar de cejas y la sonrisa más aterradora que se había visto jamás en los territorios de los clanes. Todos le querían; era imposible no querer a un hombre que podía arrancar un pino cola de zorra de cinco años con un único y poderoso tirón.
Bitty Shank era el espadachín. Al igual que todos los Shank, tenía un rostro que parecía cocido, y aunque tenía la misma edad que Drey, sus rubios cabellos habían empezado ya a escasear. El muchacho fluctuaba entonces entre echarse brea en los cabellos para impedir más pérdidas, o tirar con fuerza de los pocos que le quedaban para demostrar lo poco que le importaba. En aquellos momentos pasaba por la fase de «a mí qué me importa», pero en cuanto llegara la primavera y la época de cortejar a las muchachas, volvería a haber brea en su bolsa de encerar.
Cuando la neblina se aclaró lo suficiente como para permitir intermitentes atisbos de la calzada de Bludd, Drey alzó un brazo, indicando a los que iban detrás que aminoraran el paso. La senda que eligió se tornó más complicada, y debieron trazar amplias curvas y dobles vueltas en círculo mientras Drey los conducía ladera abajo, fuera de la vista de la calzada. Los viejos abedules, con sus largos troncos sin ramas y elevadas copas, no facilitaban el mejor refugio, y los matorrales y abedules bajos escaseaban.
Mientras Drey los llevaba hacia un grupo de arbolillos a sesenta metros por encima del sendero, los músculos del estómago de Raif empezaron a agarrotarse. Los dos grupos principales estarían ya en sus puestos, aguardando justo junto a la calzada para tender una emboscada al clan Bludd. El joven había crecido escuchando historias sobre el clan Bludd —su ferocidad en el combate, sus espadas talladas con un surco central para canalizar la sangre de los adversarios, sus ensordecedores gritos de guerra y sus armas tan fuertemente emplomadas que nadie que no fuera un hombre de Bludd podía alzarlas—; sin embargo, jamás había visto a un miembro de aquel clan cara a cara, y para él eran material de leyenda, como las gentes que se decía que vivían en chozas de barbas de ballenas en el gélido norte, o los hombres lisiados, que deambulaban por la Penuria y estaban cubiertos de cicatrices ocasionadas por bestias terribles y mutilantes heladas.
Drey les indicó que se detuvieran en voz tan baja que era como escuchar un pensamiento. Raif frenó su caballo junto con los otros. Indicando a todos que se acercaran, el joven los colocó tras un espeso grupo de pinos añojos, con la calzada de Bludd extendiéndose a sus pies, oscura y recta como una falla en la tierra. Raif miró hacia el oeste, pero no vio señal alguna de los otros grupos. Ballic y sus hombres debían de haber vuelto atrás antes de cruzar, para evitar la presencia de huellas de cascos y de olor en el sendero.
Mientras el joven observaba, vislumbró por un instante el rostro de su hermano. Los ojos de Drey eran dos puntos congelados en su rostro, y al verlos, al reconocer la emoción que había tras ellos, Raif sintió que se le helaban los huesos. El guerrero no esperaba para enfrentarse a los hombres de Bludd; aguardaba para matar a los hombres que habían asesinado a su padre.
No había nada más que hacer, excepto esperar. Transcurrieron los minutos, y luego una hora, por lo que tuvieron que cortar los embozos de piel de cordero de los caballos para impedir que se pusieran nerviosos. Más tarde, en el instante en que Granmazo alargaba la mano a la parte posterior de la silla para coger una bolsa de forraje para su intranquilo garañón, se escuchó un retumbo sordo por el este.
Todos se pusieron alerta. Granmazo irguió la espalda y sujetó las riendas con ambas manos, y Bitty Shank se quitó el mitón de la mano con la que empuñaba la espada y mostró un guante sin dedos debajo; por su parte, Craw Bannering apretó los labios con fuerza y dirigió su fría mirada de arquero hacia la calzada. Drey no hizo intención de coger el mazo, y dirigiendo una veloz mirada a sus hombres por encima del hombro, les transmitió un mensaje con los ojos. «Tranquilos».
El sonido aumentó de volumen y empezó a dividirse en partes reconocibles. Cascos de caballos, demasiados para contarlos, golpeaban la dura superficie de la calzada, mientras que matorrales y ramas de árboles restallaban como látigos descargando sus cargamentos de nieve. Ladraban y gruñían perros, crujían las carretas, tintineaba el metal de los arneses y, por encima de todo, algo daba bandazos, traqueteaba y se estremecía como una enorme y terrible máquina de guerra. Raif y Drey intercambiaron miradas. La bruma era tan viscosa como una telaraña en descomposición y resultaba difícil conseguir una visión clara del sendero, y casi imposible ver la curva que el grupo de gente de Bludd doblaría en cualquier momento.
Una par de gansos de la nieve alzó el vuelo desde el lado más cercano de la curva, lanzando unos gritos tan estridentes como el frotar de sierras sobre metal. Raif se concentró por completo en controlar la montura; las orejas del animal se movían veloces, y la yegua había empezado a tirar de las riendas. El olor a perros desconocidos hacía que se sintiera nerviosa. Raif se encontró deseando estar montado en Alce, no en una potranca volátil que Cabezaluenga le había prestado en el último instante.
Todos los pensamientos se desvanecieron de su mente cuando una ráfaga de viento desplazó la neblina, permitiendo una visión nítida del grupo de gentes de Bludd cuando dobló la curva situada abajo. Diminutos garfios de temor taladraron el pecho de Raif. Siniestros y decididos, los Bludd tomaron el camino como si se tratara de un territorio que reclamar, como si fuera una costa extranjera o un campamento enemigo. Montando garañones de cuellos tan gruesos y musculosos como lobos, los jinetes que iban en cabeza sostenían lanzas de acero negro introducidas en fundas de asta que colgaban de sus sillas de montar junto a sus estribos, mientras enormes perros de presa corrían por delante de ellos, negros y anaranjados como animales salidos del infierno. Apareció luego una carreta de provisiones, y después una segunda cargada con barriles reforzados con bandas de hierro. Raif se esforzó por ver más, pero la neblina se derramó ladera abajo, volviendo a instalarse en las zonas más bajas. Por un instante consiguió vislumbrar un tronco de caballos flanqueado por un grupo de bien armados guerreros con mazos.
El sonido chirriante y estremecido se tornó ensordecedor, al mismo tiempo que un humo blanco goteaba en el aire por encima de la calzada. Con un grácil movimiento, Drey sacó su mazo del soporte, y Raif observó que el metal había sido escoriado con alambre de acero. Al alzar los ojos, estos se encontraron con los de su hermano, y Drey se pareció tanto a Tem por un momento que Raif sintió que su mano se soltaba del arco e iba hacia él.
«Tranquilo —dijo Drey sin hablar—. Tranquilo».
Sintiéndose ridículo y desconcertado, el muchacho se esforzó por ocultar sus emociones, devolviendo la mano al arco para sujetar una flecha en la placa de metal. «Somos el clan Granizo Negro, el primero de todos los clanes. Nosotros no nos acobardamos y no nos ocultamos, y obtendremos nuestra venganza». La versión más antigua de la declaración de principios de los Granizo Negro discurrió por la mente de Raif mientras apuntaba su flecha. Eran palabras de enojo. Y no por primera vez, se preguntó qué las había incitado.
El grupo Bludd se hallaba justo debajo de ellos entonces. El tronco de caballos tiraba de una especie de artefacto bamboleante que quedaba parcialmente oculto por la neblina. Raif contó los segundos. El chirrido de los ejes girando en sus engarces le ponía los nervios de punta, y el frío le afectaba la vejiga, haciendo que se sintiera dolorosamente consciente de lo llena que estaba. Al mirar al frente, le pareció ver un destello acerado en los árboles jóvenes situados al otro extremo de la calzada. El equipo de Ballic.
Los canes Bludd gañían y ladraban, describiendo círculos alrededor de los caballos al trote en su ansia por seguir adelante. Cuando el perro que iba en cabeza encontró algo que olfatear en el margen norte del camino, la envolvente bruma se revolvió como la cola de un caballo y permitió a Raif una buena visión del tronco de caballos y su carga.
El aire siseó suavemente en su garganta. Qué tamaño tenía aquello. Un tiro de caballos arrastraba un carro de guerra tan grande como una casa, con ruedas reforzadas con púas de hierro tan altas como un hombre y troncos enteros de olmo por costados. Las ruedas abrían surcos en el suelo, removiendo montones de tierra y nieve, y enormes vaharadas de humo surgían de una chimenea de cobre fijada en lo alto del techo de madera, mientras que toda la estructura resoplaba y se estremecía a cada bache del camino. Raif no había visto algo como eso en toda su vida. Era como contemplar toda una casa comunal en movimiento.
—Raif, saca tu pedernal. —La voz de Drey era baja y áspera como la neblina—. Granmazo, entrégale ese fuerte licor que tienes en tu morral. Con cuidado ahora. Todos vosotros.
Raif comprendió al momento. Nadie había esperado esa cosa, esa carreta tan grande como un edificio, y nadie sabía qué horrores albergaba en el interior. Lo único que se podía hacer era prenderle fuego. Ballic el Rojo y Corbie Méese probablemente estaban pensando lo mismo, pero por si acaso no era así, o por si fallaban, Drey hacía sus planes. El muchacho arrancó el pulgar de su mitón izquierdo y lo usó como capucha para su flecha, y Granmazo le entregó el frasco de plata, calentando el metal con sus carnosas manos allí donde lo tocaban.
Mientras Raif empapaba el trozo de mitón con el licor ambarino, el perro que iba delante captó el olor del grupo emboscado, y sus alegres ladridos se transformaron en un sordo y amenazador gruñido. El joven sintió cómo el sonido resonaba en el suave tejido interno de sus huesos; luego, se desató un infierno en la calzada.
Una salva de flechas en vuelo bajo surgió de la neblina, dirigida a las monturas de los jinetes que iban en cabeza. Los animales chillaron, aterrorizados, cuando las amplias cabezas de metal, aserradas para que fueran más ligeras y desgarraran la carne, se les clavaron en las carnes. Alzándose sobre los cuartos traseros, patearon y corcovearon, agitando violentamente las cabezas de un lado a otro al mismo tiempo que relinchaban. Su miedo se extendió al resto de animales Bludd como fuego griego; sin embargo, a la vez que los otros caballos empezaban a patear y piafar, los jinetes y acarreadores se dedicaron a tranquilizarlos. Una palabra pronunciada con suavidad pero con firmeza, una mano tranquilizadora sobre un cuello o un lomo, un apretoncito con los muslos, y los hombres de Bludd salvaron sus monturas del pánico.
Los jinetes de vanguardia se apresuraron a abandonar los caballos heridos, desmontando con torpe gracia, y tras caer sobre la nieve con un golpe sordo, tomaron las lanzas de los soportes. Todos salieron ilesos, aunque con cuatro caballos enormes pateando y relinchando en el reducido espacio de la calzada, apenas parecía posible. Raif ni siquiera había empezado a pensar en ello cuando Corbie Méese, Toady Trotamundos y otros ocho guerreros con mazos se precipitaron al camino. Chillando a pleno pulmón, cabalgaron manteniéndose fuera del alcance de los lanceros que aguardaban pie a tierra, y se dirigieron a los guerreros con mazos situados detrás. En cuanto dejaron atrás a los lanceros, una segunda salva de flechas cayó en dirección norte desde el otro lado de la calzada. La mayor parte hirió a los aterrorizados caballos, lanzando surtidores de sangre de caballo en amplios arcos, pero un lancero recibió una flecha en el hombro, y otro perdió una parte del rostro. Las heridas no consiguieron que ninguno de los dos rompieran la formación, y como una única unidad los cuatro lanceros giraron para perseguir a Corbie y a sus hombres en el momento en que estos hacían chocar su acero con los guerreros armados con mazos de Bludd. Era, según comprendió Raif, lo único que podían hacer. Permaneciendo de ese modo, sin hacer nada, eran la respuesta a la plegaria de cualquier arquero, pero ningún arquero de los territorios dispararía una flecha en una refriega en la que estuvieran luchando sus propios camaradas.
Raif se dedicó al mitón empapado en alcohol, bajándolo de modo que la punta de metal de la cabeza de flecha sobresaliera a través de la punta. Los gritos de los caballos eran terribles para el oído, y Raif intentó eliminarlos de su mente; desde el principio había sabido que Ballic y sus hombres tendrían como primer objetivo a los caballos.
—Raif, dispara.
Era la voz de Drey. No hubo mención de a qué tenía que disparar o por qué, ni ninguna advertencia respecto a efectuar tal disparo a tal distancia. Tan sólo una orden. No —Raif colocó el pedernal y el percutor en su mano—, era más que eso, pues al decir lo poco que había dicho, Drey daba por supuesto que su hermano menor no únicamente sabía lo que quería, sino también que era capaz de realizar tal disparo sin herir ni a Corbie ni a ninguno de sus hombres.
Era una idea tranquilizadora. El joven inclinó la encapuchada flecha en un ángulo tal que prendieran las chispas y golpeó el pedernal. El alcohol del dedo del guante se encendió con un sordo sonido desgarrador que angustió a la potranca. Pero Raif no tuvo que preocuparse por tranquilizarla, puesto que Drey se hallaba ya a su lado, inclinándose para calmarla con palabras dulces y suaves caricias.
Alzando la llameante flecha hacia el arco, Raif concentró su mente en la batalla que se desarrollaba abajo. El resto de guerreros armados con mazos y espadachines, tanto del grupo de Corbie como del de Ballic, luchaban en aquel momento en terreno llano. Corbie Méese aulló con todas sus energías mientras hacía girar su mazo en un fluido círculo por encima de su cabeza, con el rostro morado de ira, y los guanteletes de cuero rojos de sangre como los de un carnicero. Era, como se dio cuenta Raif con una punzada de íntima envidia, una visión realmente aterradora, y la marca dejada por el golpe de mazo en su cabeza era la principal culpable. Los hombres de Bludd danzaban a su alrededor, reacios a enfrentarse mazo contra mazo con un hombre que había recibido tal golpe y había sobrevivido.
Con una leve sonrisa en el rostro, Raif Sevrance apuntó su arco. El carro de guerra era un blanco grande y que apenas se movía, por lo que de no haber sido por la neblina y los hombres combatiendo a su alrededor, habría resultado un disparo fácil. El muchacho tomó aire, relajó la tensión sobre el arco, se decidió por la mitad superior de la pared del carro como blanco, y luego buscó la línea fija que conduciría la flecha a su destino. No intentó penetrar en aquella cosa, pues el carro era madera sin vida, y no había ninguna posibilidad de invocarlo a él; tras aquel día en la salina, lo sabía y lo aceptaba entonces. Intentar hallar su corazón sería un error que podría costarle tanto precisión como tiempo.
Todo se esfumó. La cuerda chasqueó por la tensión, un sonido agradable que llevó saliva a la boca de Raif, y las llamas del trozo de mitón ardiendo lamieron su mejilla. Transcurrió un larguísimo segundo, y luego, de improviso, la neblina se aclaró, los jinetes se separaron y la línea entre el blanco y el arco se tornó tan amplia y atractiva como una calzada vacía. Raif alzó los dedos de la cuerda, y la flecha salió disparada hacia su objetivo.
Al escuchar el sordo chasquido de la cuerda del arco, al sentir cómo la áspera palmada del retroceso le golpeaba los dedos, el muchacho supo que había estado equivocado. Había vida en el carro, en el interior, y por un brevísimo instante mientras la cuerda del arco azotaba el aire y su ojo se mantenía fijo en el blanco, percibió corazones que latían allí dentro. Había docenas de ellos; palpitaban y saltaban atemorizados.
«No puedes hacer regresar una flecha». Eso era lo primero que Tem le había enseñado acerca de disparar, y Raif supo, por fin, lo que significaba. Un arquero lanzaba su disparo en el momento en que sus dedos abandonaban la cuerda, no segundos después, cuando la flecha hundía sus lengüetas en carne enemiga. Aquella pequeña distinción no había significado nunca nada para él; hasta entonces.
El sonido del impacto no le llegó, pero las llamas cubrieron por completo la pared del carro, cambiando su color del azul al amarillo a medida que se extendían. El impacto había tenido lugar en el mejor lugar posible, el fuego del alcohol estaba lo bastante caliente como para encender madera dura, y la punta de la flecha había quedado bien clavada entre dos troncos de olmo, hundiendo profundamente las llamas. Incluso el viento ayudó, soplando junto al carro como aire procedente de un fuelle. En un minuto toda la parte superior del carro se incendió, y cortinas de llamas amarillas recorrieron ondulantes la madera, introduciéndose por las rendijas como metal fundido al mismo tiempo que vomitaban negro humo grasiento.
El carromato de guerra en llamas tuvo un profundo efecto sobre los hombres de Bludd, y el carretero que conducía el tronco de caballos se esforzaba frenéticamente para hacer girar a los animales, soltando latigazos y gritos, de pie en su plancha mientras golpeaba las grupas de los caballos. Los guerreros armados con mazas y los lanceros de Bludd fueron a ocupar posiciones alrededor del carro, defendiendo a su tiro y a su conductor con reconcentrada energía. Toady Trotamundos cayó de su caballo al recibir un golpe de mazo en la columna, y en cuestión de segundos, un lancero Bludd llegó a su lado y le atravesó el vientre.
—Raif, Craw, cubridnos mientras descendemos. Una vez que estemos allí, acercaos más y disparad según juzguéis seguro. —La voz de Drey era ronca, y sus manos enguantadas apretaban con fuerza el soporte de cuero de su arma—. No os dejéis ver. Granmazo, Bitty, venid conmigo.
Raif apenas tuvo tiempo de asentir antes de que su hermano hiciera girar la montura y la lanzara a un medio galope ladera abajo. Granmazo y Bitty Shank lo flanqueaban. Granmazo se arrancó el impermeable de hule de la espalda mientras descendía, dejando al descubierto su peto reforzado con bandas de hierro y liberando los brazos para que pudiera asestar los formidables golpes de mazo a los que debía su nombre.
Raif sacó una segunda flecha de la aljaba. Abajo, el carro de guerra se bamboleó hacia atrás cuando una de las ruedas traseras rodó fuera de la calzada. Jóvenes árboles se partieron como respaldos de sillas cuando el carromato se inclinó entre las plantas nuevas, enviando una cuña de llamas y chispas a las ramas. El carretero luchó con el tiro, azotando a los caballos con el látigo, pero el carro estaba atrapado en la cuneta. Raif distinguió el contorno de la puerta del vehículo y la enorme barra de metal que la mantenía cerrada, y mientras observaba, vio cómo la puerta se estremecía, como si alguien desde dentro la empujara.
La cuerda de un arco zumbó a la izquierda del joven cuando Craw Bannering lanzó una flecha contra el espadachín que se había adelantado para interceptar a Drey y sus hombres. El disparo fue certero, alcanzó al otro en la parte superior del cuello y lo derribó allí mismo. Guerreros Bludd armados con mazos luchaban a su alrededor, con sus capas de marta cibelina ondulando como aceite líquido y sus mazos destrozando los últimos vestigios de bruma. Raif preparó el arco y aguardó a tener a uno de ellos a tiro; pero su concentración no era buena. Rojo y negro, las violentas llamaradas del carro de guerra no dejaban de captar su atención. La puerta no dejaba de estremecerse, pero todavía no había conseguido salir nadie.
Casi sin pensar, Raif bajó el arco y apuntó la flecha a la puerta del vehículo; luego, imaginando que estaba cazando, invocó a la carreta para que fuera hacia él. Un haz de ardiente dolor cruzó entre sus ojos mientras obligaba a su punto de mira a concentrarse más allá de la puerta. Fue como volver a clavar la mirada en la niebla. Sintió un fuerte dolor en los ojos, y transcurrieron unos segundos en blanco; luego, justo cuando estaba a punto de soltar el arco, percibió el violento latir de muchos corazones. El terror inundó su boca como si fuera sangre.
Atrapados. Estaban atrapados en el interior del vehículo porque el calor había sellado el pestillo de hierro, impidiendo que se moviera.
Temblando con la fuerza del terror de aquellas gentes, Raif dejó que su arma colgara inerte a un costado. Un amargo regusto metálico rodeaba su boca. Echando una veloz mirada a Craw, vio que el moreno arquero se preparaba para efectuar un segundo disparo, y pegando el brazo al cuerpo con un furtivo movimiento, el joven cambió de flecha, eligiendo un proyectil de caza de gruesa hoja moldeada con la idea de que pudiera derribar a un caballo de un solo tiro. El peso no era el adecuado para un arco del tamaño y la forma del de Raif —este guardaba la flecha para utilizarla sólo con el arco largo de Drey—; sin embargo, la colocó igualmente en posición. Si tenía cuidado y daba fuerza suficiente al arco, tal vez llegaría a donde planeaba.
Tardó menos de un instante en apuntar el arma. Las últimas ristras de niebla se le antojaron un dogal alrededor del cuello mientras buscaba la línea entre la punta de la flecha y el cerrojo de hierro del carro de guerra. La curva del arco se estremecía igual que sus manos, y no se atrevía a pensar, no se atrevía a interrogarse sobre lo que estaba haciendo y el porqué. El recuerdo del infierno del interior del vehículo era demasiado poderoso. La línea lo tranquilizó, y una vez que quedó fija en su mente, sus manos dejaron de temblar. Con la suavidad de la respiración de un durmiente, soltó la cuerda.
La flecha partió volutas de fuego y humo mientras corría hacia el objetivo, e incluso desde donde se encontraba, Raif escuchó el discordante chasquido metálico del metal contra el metal. La flecha golpeó y luego cayó al suelo. Todo quedó envuelto en humo por un instante, y cuando el joven volvió a distinguir la puerta, alguien desde el interior la aporreaba con fuerza. Tras tres golpes, el cerrojo de hierro cedió y la puerta se abrió de golpe. Una nube de humo salió al exterior.
Raif se llevó una mano al rostro. No tenía forma de saber si su flecha había sido la causante, pero curiosamente no le importaba. La puerta estaba abierta, y mientras miraba, empezó a ver gente que gateaba al exterior; cubriéndose el rostro con las manos y las espaldas dobladas, tosían, chillaban y huían corriendo.
El joven tardó unos instantes en darse cuenta de que se trataba de mujeres y niños.
No lo podía creer al principio. Se suponía que aquello era un grupo de combate; Maza Granizo Negro así lo había dicho. ¿Qué tenían que ver los niños con la guerra? No obstante, mientras buscaba a tientas una explicación razonable, empezó a comprender que se trataba de un error. El grupo de bien armados guerreros expertos en la lucha con mazos, los jinetes de vanguardia con sus resistentes lanzas y los hombres armados con espadas de azulado acero estaban allí únicamente para custodiar el carro. Lord Perro no trasladaba tropas a la casa Dhoone, trasladaba mujeres y niños.
Y Maza Granizo Negro lo sabía.
La idea se adueñó de su mente con tal rapidez que fue casi como si alguien se la hubiera transmitido en voz alta. Nadie se había preguntado cómo había conseguido Maza Granizo Negro la información para esa emboscada. Corbie Méese dijo que la había reunido a partir de conversaciones de figón; sin embargo, ¿cómo podía alguien que no fuera un hombre de Bludd conocer los planes de lord Perro, sobre todo cuando tales planes tenían que ver con trasladar a parientes? Raif sacudió la cabeza. Todas las respuestas posibles le dejaban frío.
—¡Raif! ¡Niños! —Craw Bannering le dio un codazo en el brazo que sostenía el arco.
El joven asintió, sintiendo una cierta deslealtad al fingir que veía la puerta abierta del carro por primera vez.
—Será mejor que bajemos ahí.
La nieve del camino estaba roja y rosa por efecto de la sangre derramada. Cuatro caballos habían caído, otros dos habían huido y el cadáver de Toady Trotamundos había sido pisoteado boca abajo en la nieve. Banron Lye yacía en una cuneta, justo a un lado de la calzada, sin moverse. Los perros hundían sus dientes en el cuello y las mangas del abrigo, arrancando grandes tiras de piel de reno en un intento de alcanzar la carne. Todos los hombres del clan Granizo Negro, incluido Ballic y sus arqueros, combatían entonces cuerpo a cuerpo en medio del camino. De la boca de Corbie Méese brotaban espumarajos de sangre negra y babas, pero a juzgar por el volumen de sus gritos y los veloces círculos que describía su mazo, no estaba gravemente herido.
Drey y Granmazo no habían tardado nada en introducirse en el centro de la refriega, y ambos combatían bien juntos, con sus mazos mates y cenicientos como troncos carbonizados, mientras avanzaban para rebasar a un espadachín que acababa de perder la montura. Los lanceros eran el mayor peligro, pues luchando en formación cerrada, espalda con espalda, impedían que nadie se acercara lo suficiente para golpearlos.
Deteniendo la montura a unos nueve metros por encima de la calzada, Raif sacó una flecha de la funda. Los perros que atacaban a Banron Lye fueron los primeros en desaparecer, pues eran blancos fáciles; una vez que tuvo sus corazones en su punto de mira no le preocupó poder herir a Banron o a cualquier otro miembro del clan por equivocación. Los perros cayeron todos, uno tras otro, con las piernas doblándose bajo ellos, tal y como lo hacen todas las bestias a las que se ha atravesado el corazón. Los lanceros Bludd representaban un problema mayor. Protegiendo al carretero y a su tiro de caballos, formaban un núcleo de grisáceo acero en el centro del camino, y el joven no conseguía tener a tiro a ninguno de ellos. Corbie Méese y Rory Cleet estaban demasiado cerca.
El sudor corría por el cuello de Raif. El carro de guerra ardía con virulencia; fundía la nieve circundante en medio de un siseo parecido al de las serpientes, dejaba caer llamas amarillentas sobre la maleza y encendía hileras enteras de pinos. El fuego se derramó sobre los arneses del tiro de caballos, y el carretero empezó a golpear los tirantes de cuero con su espada para liberar a los animales. Raif ya no podía ver lo que sucedía en la parte trasera del vehículo, pero por el rabillo del ojo distinguía gente que corría hacia terreno alto por entre los árboles.
Resultaba difícil concentrarse en los lanceros, más difícil aún llamarlos durante las fracciones de segundo en que el camino quedaba libre. Lanzó una flecha, y esta erró el blanco y rebotó en el guardamano del mazo de un hombre de Bludd. Maldiciendo, intentó controlar los violentos latidos de su corazón. Rory Cleet aulló cuando una lanza le desgarró el muslo, y por un instante Raif vio blancas líneas de tendón y hueso, luego la sangre corrió por la carne del herido y todo se tornó rojo. Con el rostro pálido y brillante por el sudor, y la mano apretada contra la herida, Rory hizo girar su caballo.
Raif preparó el arco, listo para disparar una flecha en cuanto Rory se apartara y dejara el camino despejado. El lancero que había infligido la herida se adelantó para asestar un segundo lanzazo. Iba armado para largas caminatas, no para el combate, y llevaba un peto de piel de alce hervida en cera. Su parte superior forrada de cuero se balanceó como un cabestrillo cuando Raif atrapó el corazón en su punto de mira. Unos fuertes latidos azotaron su mente, sacudiéndolo como un golpe físico y arrojando muy lejos todos sus pensamientos; aunque el joven no los necesitaba: sus ojos sabían cómo retener el blanco, y sus dedos, cuándo soltar la cuerda, y todo terminó en menos de un instante.
Una sensación de náusea lo obligó a doblarse al frente cuando el lancero cayó. Su visión se enturbió, y amargos ácidos procedentes del estómago le abrasaron la garganta; sus dedos aflojaron la presión sobre el arco y lo dejó caer sobre la nieve bajo él, no viéndose con fuerzas suficientes para balancearse a un lado y atraparlo mientras caía.
Sacudió la cabeza y se concentró con energía en mantenerse sentado. Matar gente no era lo mismo que matar animales; podía hacerlo, pero no era lo mismo.
—¡Sevrance! ¡Recoge tu arco y alcanza a los supervivientes! ¡Ahora!
Raif se encogió ante la aspereza de la voz. Sonó como si proviniera de detrás de él, pero sabía que aquel no era un buen momento para volverse sobre la silla y mirar; ya tenía bastante con seguir montado en su caballo.
Un corcel y su jinete se acercaron por entre los pinos. El muchacho vio una lluvia de nieve levantada del suelo por los cascos; luego sintió que algo se clavaba en la parte baja de su espalda.
—He dicho ve y alcanza a los supervivientes.
Era Maza Granizo Negro, el recién nombrado jefe del clan. ¿Allí? Los pensamientos de Raif llegaron a trompicones. ¿Cómo había conseguido alcanzarlos?
—Craw, baja y saca a Drey y a Bitty de la calzada. Necesito que los tres cabalguéis al este a través del bosque y eliminéis a los supervivientes. No quiero que escapen vivos de esta emboscada ni sementales ni zorras Bludd. Ahora márchate.
Raif escupió para eliminar el regusto metálico de la boca mientras Craw Bannering partía ladera abajo; luego, irguiéndose en toda su estatura sobre la silla, se volvió para mirar al Lobo. Los ojos de Maza Granizo Negro tenían el color de orines helados, y sus labios parecían un gancho de piel lívida. Cubierto con una capa de piel de marta color gris pizarra sobre una cota de malla que llevaba insertados colmillos de lobo, permaneció muy tieso sobre el ruano azul contemplando a Raif, hasta que, tras unos instantes, sus mandíbulas se abrieron.
—Soy tu caudillo. Has hecho el primer juramento. Cumple mis órdenes.
Raif pestañeó, deseando que sus pensamientos fueran más claros, y cuando alargó el brazo para recoger el arco, Maza Granizo Negro espoleó la montura al frente, haciendo que embistiera el vientre de la potranca al mismo tiempo que pisoteaba el arma del joven. El extremo afilado de una espuela se hundió en el hombro de la yegua, y esta se encabritó, relinchando de dolor. Raif forcejeó para mantenerse en la silla, tirando con fuerza del bocado del animal, pero cuando consiguió calmarlo, el ruano ya había hecho astillas su arco con los cascos.
—He cambiado de idea —indicó Maza, iniciando el descenso por la ladera—. En su lugar, utiliza tu espada corta con los fugitivos.
Raif observó cómo se alejaba, aunque los bordes de su campo de visión estaban borrosos y todavía percibía el latir del corazón del lancero castañeteando en su cabeza.
En cuanto llegó a la calzada, Maza Granizo Negro empezó a tomar el control de la batalla. Se movía con rapidez, y a pesar de que no era un luchador fuerte como Corbie Méese, Granmazo o Drey, era hábil con la espada, y en un minuto ya había acabado con uno de los tres lanceros restantes.
Drey y Bitty tardaron en abandonar el sendero, los dos claramente disgustados ante la orden de acabar con los fugitivos. Al ver que se introducían entre los árboles, Raif espoleó la montura para ir tras ellos, y se alejó sin dedicar siquiera una ojeada a su destrozado arco. Se sentía aliviado por haberlo perdido.
El carro de guerra se desplomó hacia dentro cuando el joven pasó junto a él, aspirando el aire de sus pulmones. El calor era terrible. Trozos de material en llamas flotaban por entre los árboles como avispas y se estremecían a su paso. Uno de los perros Bludd se cruzó en el camino de la potranca, aullando y vertiendo espumarajos por la boca, con el pelaje negro y anaranjado envuelto en llamas. Raif encontró sorprendentemente fácil hacer caso omiso del dolor del animal. El muchacho apenas era consciente de lo que hacía; los pensamientos aparecían y luego se desvanecían de su mente, y no importaba cuántas veces tragara saliva y escupiera, el regusto a cobre de la sangre seguía presente en su boca.
Estuvo a punto de dejar atrás a la primera mujer. Esta se hallaba apretada contra el tronco de un viejo pino, y se mantuvo allí inmóvil hasta casi el último instante; entonces se amilanó y echó a correr. Si no se hubiera movido, él no la habría visto. Una larga trenza de pelo dorado golpeó contra su espalda mientras corría velozmente para alejarse de la calzada. La capa era de un oscuro tono rojo, con bordados dorados en el repulgo, y las blandas botas de cuero habían sido cosidas y teñidas para hacer juego con ella. La mujer corría deprisa, pero en línea recta, sin sacar partido a los árboles, y la yegua no tardó en dejarla atrás. En ese momento, Raif desenvainó la espada corta de Tem.
—Quédatela —le había dicho Drey la tarde en que regresaron a la casa comunal—. Yo tengo su abrigo y su amuleto. Es justo que tú tengas su espada.
Raif dio alcance a la mujer. La emoción de la caza despertó algo en su interior, y hendió el aire con su arma, acostumbrándose a su peso y alcance. Una acumulación de nieve virgen se desplomó bajo el peso de la fugitiva cuando esta pasó sobre un arroyo poco profundo, lo que provocó que se hundiera y perdiera el equilibrio. Escuchando cómo la potranca acortaba distancias, la mujer se volvió para mirar al hombre y al caballo; largos mechones de dorados cabello se habían soltado de la trenza y enmarcaban un rostro enrojecido por el miedo y el esfuerzo.
Al verla, Raif se dio cuenta de que no era en absoluto una mujer, sino sólo una jovencita, un año o dos más joven que él. Los claros ojos de la muchacha se abrieron de par en par cuando él levantó la espada, y estremeciéndose en medio de pequeñas convulsiones, se llevó una mano a la garganta mientras su perseguidor se aproximaba. Llevaba un amuleto de ciervo sujeto al cuello sobre una tira de corteza de abedul, y los nudillos de la joven aparecieron ennegrecidos por el hollín y el humo.
La espada de Tem se tornó pesada en la mano de Raif. Las jovencitas de su clan utilizaban corteza de abedul para sus amuletos, pues se decía que traía suerte en la búsqueda de esposo.
La muchacha se encogió hacia atrás y cerró la mano sobre el amuleto. Tenía una diminuta cicatriz en forma de depresión por encima del labio, la clase de señal que deja la mordedura de un perro, y cuando detectó la mirada de Raif sobre ella, su mano se movió para cubrirla.
El muchacho comprendió que no la mataría, pues se parecía demasiado a las muchachas de su clan, que pensaban siempre que cuando alguien las miraba era para buscar algún defecto. Por absurdo que pareciera, la cicatriz hizo que sintiera deseos de besarla.
Incapaz de seguir mirando a la fugitiva a los ojos, giró la montura y se alejó. «Sementales y zorras Bludd» los había llamado Maza. ¿Qué nombres utilizaría para los niños?
Una serie de agudos chillidos condujo a Raif a un claro donde Drey, Bitty Shank y Craw Bannering habían reunido a dos docenas de mujeres y niños. Todos iban vestidos con elegancia, con gruesas capas de lana, capuchas de piel de marta y botas de piel suave. Algunas mujeres llevaban bebés en brazos, otras ocultaban a niños pequeños tras sus faldas, y una mujer, una matrona de elevada estatura, con una trenza que le llegaba hasta las caderas y los ojos tan azules como el hielo, se erguía orgullosa y miraba con expresión de desafío a sus atacantes.
Al comprender que Drey no pensaba hacer daño a las mujeres, sino simplemente capturarlas, Raif soltó un suspiro, incluso se sintió mareado por la sensación de alivio. La locura de aquel día finalmente empezaba a tocar a su fin, y todo lo que él quería era enroscarse en su manta y dormir. No deseaba pensar en el lancero Bludd, o en la joven con la cicatriz de mordedura de perro, ni en el cuerpo pisoteado por los caballos de Toady Trotamundos.
Con el pecho temblando de cansancio y un martilleo en la cabeza que se correspondía con los latidos de un hombre muerto, el joven trotó a reunirse con su hermano. Las mujeres Bludd lo observaron, con los rostros recubiertos de hollín y nieve, y las manos apretadas sobre las faldas.
—Levanta la espada que sostienes. —El rostro de Drey era sombrío.
Antes de que Raif pudiera obedecer la orden, Maza Granizo Negro apareció por entre los árboles con el ruano. El espadón reposaba sobre sus pantalones de piel de perro, y una fina línea de oscuro color rojo corría por la hoja. Miró primero a Raif; luego, a Drey.
—¿A qué esperáis? Dije que los matarais.
No se movió ni un solo músculo del rostro de Drey, y desde el lado derecho del claro, Bitty miró en su dirección, aguardando la reacción del joven.
—Mataron a nuestro jefe a sangre fría —dijo Maza Granizo Negro, haciendo avanzar al ruano, y con los amarillos y negros ojos fijos exclusivamente en Drey—. Mataron a vuestro padre en su tienda. A los hermanos de Bitty los liquidaron donde estaban. Y hace apenas cinco días, enviaron encapuchados a nuestros bosques para matar a nuestras mujeres y niños en nuestro propio territorio. Sí, acabaron con Shor Gormalin, pero no te equivoques: si Raina o Effie hubieran pasado por aquel sendero, habrían sido ellas quienes habrían llegado a casa muertas.
»Los Bludd fueron los primeros en faltar a su palabra, Drey, no nosotros. Si permitimos que estas zorras y sus crías se vayan, entonces las muertes de nuestros padres quedarán sin vengar. —Maza limpió la hoja del arma en los pantalones mientras hablaba—. Somos Granizo Negro, los primeros de entre los clanes, y la vida de nuestro caudillo vale un centenar de las de sus mujeres.
El hombre miró al joven con tal fuerza que fue como si lo empujara físicamente. Drey no pestañeó ni se movió, pero algo en su rostro cambió. Raif no podía decir en qué estaba pensando su hermano, ni sabía el significado de la repentina falta de brillo en sus ojos, pero las palabras que había pronunciado durante el viaje de vuelta a casa desde los páramos se deslizaron en la mente del muchacho como un gélido veneno. «Haremos que el clan Bludd pague por lo que hizo, Raif. Lo juro».
Raif no tenía modo de saber si Maza Granizo Negro vio o no la respuesta que esperaba en el rostro de Drey, pero algo hizo que el caudillo actuara, y hundiendo las espuelas de bronce en el vientre del ruano, inició la carga. La luz corrió por la espada recién limpiada como si fuera agua, reluciendo con todas las frías coloraciones que van del blanco al azul, y el jinete aulló mientras cabalgaba, dejando al descubierto los dientes, al mismo tiempo que se inclinaba profundamente sobre la silla como algo no del todo humano. Las mujeres y los niños Bludd empezaron a correr, avanzando torpemente con la nieve hasta la altura de las rodillas.
Más tarde, al recordarlo, Raif se dio cuenta de que al obligarlos a correr, Maza Granizo Negro los había transformado de esposas y niños en simple caza. Drey Sevrance, Bitty Shank y Craw Bannering no habrían asesinado a mujeres y niños allí parados; de eso, Raif estaba totalmente seguro. Tenía que estarlo. Pero Maza Granizo Negro poseía toda la innata astucia del animal que representaba su amuleto, y puesto que un lobo no persigue nada que no se mueva, al fallarle las palabras, echó mano de su instinto, cambiando carnicería por cacería.
Raif sintió la atracción. Agotado y mareado como estaba, una parte de él quería ir tras ellos, alcanzarlos, cortarles las piernas a la altura de las rodillas con su espada y derribarlos. Lo deseaba tanto que la saliva empezó a correr por su boca. Los niños chillaban y lloraban, agrupándose junto a sus madres como si estas pudieran de algún modo salvarlos. Eran unas criaturas torpes, que se introducían estúpidamente entre montones de nieve más espesos, y carecían incluso del sentido común animal de salir de la nieve y dirigirse hacia el refugio que ofrecían los árboles. Las mujeres eran peores aún, pues se detenían para tirar unas de otras cuando tropezaban o se rezagaban, o llevaban a cuestas criaturas demasiado pesadas para transportarlas en brazos. Se comportaban como un rebaño de ovejas estúpidas, y cubiertos como estaban de nieve, incluso parecían ovejas.
Cuando Bitty Shank cabalgó junto a un delgado niño gimoteante cuyas mejillas mostraban el primer rubor amarillento de la congelación e hincó la espada en el hombro de la criatura, derribándola bajo su caballo, Raif sintió cómo una fuerte oleada de excitación se apoderaba de su pecho. El martilleo de la cabeza cambió para convertirse en un tamborileo, y el cansancio de los huesos se transformó en algo distinto. Deseó unirse a Bitty y disfrutar de su parte del juego.
La visión de su hermano lo detuvo en seco: Drey giraba el mazo sobre su cabeza, con los ojos hundidos profundamente en las cuencas y los labios estirados hasta dejar al descubierto las encías. Drey. El joven perseguía a una joven madre y a sus dos pequeñas criaturas, y cada músculo de su rostro y cuello se recortaba contra la piel como si fuera hueso. Raif se sintió conmocionado en lo más profundo. Su amuleto de cuervo se enfrió contra su piel con la velocidad del metal al rojo vivo sumergido en la nieve.
Serenado igual que si le hubieran abofeteado el rostro, Raif sacó una flecha de la aljaba y alargó la mano hacia la alforja para coger el arco, decidido a abatir la montura de su hermano, la mataría de un disparo al corazón y haría que se desplomara bajo él.
No estaba; el arco no estaba allí. El muchacho lanzó un juramento al recordar lo que Maza Granizo Negro había hecho, y no consiguió comprender cómo podía haberse quedado tan tranquilo y dejar que lo hiciera. ¿Qué le sucedía? ¿Por qué no se había enojado? Sacudió la cabeza. No importaba; entonces estaba furioso.
Espoleando a la potranca al galope, atravesó el claro. Una carnicería de sonidos inundó sus oídos: terribles quejidos, alaridos y jadeos, el chasquido de huesos partidos, y el espeso borboteo líquido de las armas al ser arrancadas de la carne. Ante él pasaron corriendo criaturas, con las manos desnudas aferradas a sus cabellos y rostros, capuchas y mitones perdidos en la persecución. Por entre ellos cabalgaba Maza Granizo Negro como la sombra de un Dios de Piedra, obligándolos a moverse, a huir, a correr. Todo aquel que no lo hacía era abatido y luego pisoteado, y los cuerpos, hundidos profundamente en la nieve.
—¡Drey! —chilló Raif a pleno pulmón mientras se acercaba al inclinado terraplén donde su hermano había acorralado a la joven madre y a sus hijos—. ¡Detente!
Drey volvió la mirada, y por un momento el mazo perdió velocidad en su mano. Miró a Raif durante un largo instante, con un hilillo de saliva corriendo por la barbilla, y luego se giró y descargó su arma contra el costado de la cara de la mujer. Un nauseabundo chasquido hendió el aire al mismo tiempo que el cuello de la mujer se partía y su cabeza se torcía hasta un punto al que ningún número de miradas de reojo la hubiera llevado jamás.
Los dos niños chillaron, apretándose y sujetándose mutuamente, con cabezas y hombros entrechocando mientras intentaban convertirse en uno solo. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Raif, haciendo que sus huesos castañetearan como guijarros en un tarro, y envolviendo las riendas alrededor de los dedos, se lanzó sobre su hermano, dirigiendo a la potranca de modo que chocara contra el caballo de Drey. El animal se desvió en el último instante para esquivar el impacto, y el hombro de Raif chocó contra el costado de Drey. Este se vio lanzado al frente sobre la silla, y su mazo, perdiendo impulso, fue a chocar contra su muslo. Enfurecido, Drey apartó a su hermano menor con todas sus fuerzas.
—¡Apártate de mí! Ya oíste a Maza Granizo Negro. Nosotros no fuimos los primeros en faltar a la palabra dada.
Raif aplastó la parte inferior de la palma de la mano contra el brazo con el que Drey empuñaba el mazo.
—¡Corred! —gritó a los niños—. ¡Corred!
El niño de más edad se limitó a contemplarlo con fijeza, y el más pequeño se sentó en la nieve y empezó a sacudir el brazo de su madre como si esta estuviera dormida y hubiera que despertarla. Raif hizo girar su montura, preparándose para asustar a los pequeños y conseguir que huyeran, pero al mismo tiempo que hundía los tacones en la carne del caballo, un martillazo de dolor estalló en la parte inferior de la espalda. Sus pulmones expulsaron todo el aire en una violenta bocanada, dejando un vacío insoportable en su pecho; su visión se redujo a dos puntos brillantes, y sus manos se aferraron al aire y al cuero de las riendas a la vez que se hundía en un túnel de arremolinada oscuridad, donde la nieve era dura como el cristal.
Recobró el conocimiento. Una contracción de dolor recorrió toda su columna; era tan aguda como si alguien le hubiera clavado un clavo oxidado. Rodando sobre sí mismo, esputó sangre sobre la nieve. Algo cálido le rozó detrás de la oreja, obligándolo a retorcerse y enfrentarse a lo que fuera que hubiera allí: era la potranca, cuyos enormes ollares húmedos absorbían su aliento para comprobar si seguía con vida. Raif alzó una mano y le apartó el hocico, pero pagó un alto precio por el esfuerzo. Perdió segundos mientras luchaba con el dolor. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando al resplandor de la nieve. Tres figuras oscuras, incrustadas en el ventisquero como rocas, rompían la línea de inmaculada blancura, mientras que una lamentablemente reducida cantidad de sangre manchaba la nieve circundante.
El joven cerró los ojos, y su corazón se tornó insoportablemente liviano en su pecho. Los dos niños eran más pequeños que Effie.
Unos sonidos lejanos le indicaron que la cacería todavía continuaba, pero a los que seguían con vida les quedaba poco aliento para chillar, y los gritos roncos y los sollozos quedaban casi ahogados por el ruido de los cascos removiendo la nieve. Incorporándose sobre los codos, Raif distinguió a Corbie Méese y a Ballic el Rojo entrando en el calvero desde el oeste. La sangre había teñido de negro a sus caballos y a sus armaduras, y al ver lo que sucedía intercambiaron una mirada preocupada. La esperanza brotó en el pecho del muchacho. Corbie y Ballic eran hombres buenos; harían lo correcto.
—¡Detenedla! ¡Se escapa!
El grito procedía de Maza Granizo Negro, que cabalgó desde el otro extremo del claro hacia los dos hombres, dando caza ante él a una rechoncha mujer Bludd. El caudillo podría haber acabado con la mujer él mismo, pues avanzaba pesadamente por la nieve a menos de treinta pasos por delante de él, pero no era eso lo que Maza quería. Raif lo comprendió enseguida. El Lobo necesitaba compartir la responsabilidad de la matanza y necesitaba que los dos miembros del clan de mayor rango se unieran a su jauría.
El muchacho observó durante un rato, el suficiente para ver cómo Corbie y Ballic sucumbían a la atracción de la caza y se adelantaban velozmente para cortar el paso al enemigo que su caudillo estaba resuelto a conducir hacia ellos: luego, se dio la vuelta. Llamó a su montura en voz baja, y apoyándose pesadamente en ella, se puso en pie y se sacudió la nieve. La espalda le ardía, y cuando la palpó con los dedos, las lágrimas lo inundaron los ojos. En el mejor de los casos, tendría allí un cardenal del tamaño de un mazo al día siguiente.
No viéndose con fuerzas para montar, tomó a la potranca por las riendas y la condujo al noroeste, fuera del claro. Tenía que huir de allí. De repente, no reconocía ni a su hermano ni a su clan.