El vigilante de los muertos había salido esa noche. El oyente lo sabía porque sus sueños se lo dijeron. El vigilante se hallaba muy lejos; a qué distancia el oyente no lo sabía, pues los sueños sólo podían contarle ciertas cosas a un hombre sin orejas.
—¡Sadaluk! ¡Sadaluk! Tienes que entrar dentro. Se acerca una tormenta de hielo; Nolo lo ha dicho.
Al oyente no le gustó que lo despertaran, pues aunque sus sueños se habían ido, escuchaba los ecos que dejaban atrás. Abrió un ojo y luego el otro. Bila, la hermana célibe de Sila, estaba de pie frente a él, vestida con pantalones ceñidos de piel de foca y un abrigo de nutria, y con la capucha bordeaba con piel de la parte inferior del pelaje de un toro almizcleño, cálida y dorada como el sol al ponerse. Era una piel muy excepcional. Bila vestía siempre bien, y los jóvenes hacían cola desde el humeante tendedero a las estacas de atar los perros por obtener el privilegio de regalarle pieles.
—Sadaluk. Nolo dice que debes reunirte con nosotros en nuestra casa. Has estado sentado con la puerta abierta tanto tiempo que tu casa está demasiado fría para esperar en ella a que pase una tormenta.
La joven miró por encima del hombro del oyente mientras hablaba, echando una ojeada a la morada que tenía detrás.
El hombre sabía lo que buscaba.
—¿Me has traído una bebida caliente? —inquirió Sadaluk, si bien sabía que no era así, pues sus manos estaban vacías—. ¿Sopa de oso? ¿Cocido de las alcas que Sila atrapó y puso a fermentar?
—No, Sadaluk. —La joven bajó los ojos—. Lo siento. No se me ocurrió.
—Tu hermana, Sila, no se habría olvidado. —El anciano hizo chasquear la lengua—. Siempre que viene me trae sopa.
—Sí, Sadaluk.
Bila estaba tan bonita mirando al suelo que el oyente se sintió inclinado al perdón. La muchacha no tenía los labios regordetes y redondeados de Sila, pero su nariz era la más chata de la tribu, y un hombre podía pasar la mano de mejilla a mejilla y apenas detectar el bulto situado entre ambas. Y las manos de la joven eran pequeñas como las de un bebé, hechas para introducirse por los calzones de un hombre sin que este tuviera que desatarse ni una sola cinta. El oyente suspiró. El hombre que se casara con la joven sería realmente afortunado.
—Por favor, Sadaluk —insistió ella, tirando de su abrigo—. La tormenta estará aquí antes de que hayamos tenido tiempo de sellar las puertas.
El oyente conocía las tormentas mejor aún de lo que conocía los sueños, y aunque una estaba realmente en camino, no llegaría antes del amanecer.
—No pienso moverme de mi asiento —declaró—. Mis sueños me reclaman. Ahora vete y regresa a casa, y asegúrate de decirle a Nolo que no pensaste en traerme sopa.
—Sí, Sadaluk. —Una vez más, Bila miró por encima del hombro del anciano para examinar su morada, luego se mordió el labio—. Sadaluk, Nolo también me ha pedido que te preguntara si podías devolverle su horquilla para heridas. El cuerpo de la foca debe estar congelado ya.
El oyente volvió a chasquear la lengua. La negras cicatrices que ocupaban el lugar donde habían estado sus orejas le dolían con la clase de dolor hueco que sólo podían producir las orejas perdidas. La horquilla para heridas de Nolo era muy vieja; la habían hecho los Vieja Sangre allá en el este y era de una belleza inimaginable. Nolo estaba muy orgulloso de ella, tanto que se debatía entre su deseo de usarla para lo que estaba hecha —mantener cerradas las heridas, de modo que la sangre no abandonara los cuerpos antes de que los llevaran a casa— y tenerla simplemente para exhibirla. En las ocasiones en que sí la usaba, se mostraba siempre ansioso por recuperarla.
El oyente se puso en pie. Sus huesos crujieron al moverse, y el collar de picos de lechuza que llevaba colgado al cuello tintineó como hielo al romperse. Su botas necesitaban que se ocuparan de ellas, y la falta de grasa de ballena y saliva las volvía rígidas, por lo que chasqueaban y se desconchaban como la corteza de un árbol cuando andaba. Su morada estaba iluminada y calentada por dos lámparas de esteatita, pero como la puerta había permanecido abierta durante varias horas, en el interior hacía tanto frío como en el exterior. Cristales de escarcha brillaban en las paredes y el suelo cubiertos con pieles de caribú.
La joven foca que Nolo había traído esa mañana como tributo por la buena suerte que había tenido al ir de caza estaba realmente congelada, y su lustroso rostro felino había perdido el brillo grasiento. La horquilla estaba colocada justo por encima de la aleta posterior, por lo que su utilidad había sido cancelada por una carne que se había congelado rápidamente. Con unas manos que no se habían estirado por completo en veinte años y estaban tan ennegrecidas y llenas de marcas dejadas por los sabañones y el trabajo duro que parecían más de madera que de carne, el oyente desprendió el objeto. Tallado de algún hueso de animal que él no podía identificar, era duro y suave como un diamante, y pertenecía a un tiempo y un lugar mucho más antiguos. El hombre suspiró mientras se lo entregaba a Bila; habría sido un buen talismán que sostener en sus manos mientras escuchaba los sueños.
—Ahora regresa con Nolo —le dijo—. Dile que iré y llamaré a su puerta justo antes de que llegue la tormenta de hielo, y no antes.
La muchacha abrió la boca para hablar; luego, la cerró y asintió. Sus pequeñas manos deslizaron la horquilla al interior de un pliegue del abrigo de nutria, y después se sujetó bien la capucha alrededor del rostro para protegerlo del viento cada vez más fuerte. De ese modo, atravesó el terreno despejado en dirección a la casa de Nolo y Sila.
El oyente regresó a su asiento. La nieve se arremolinaba como aguas lóbregas ante él, pero no era fría, no en realidad, ya que el invierno apenas había empezado. El abrigo de piel de oso era suficiente para mantener su cuerpo caliente, y el espeso pelaje protector que le rodeaba el cuello no dejaba penetrar las corrientes de aire. La cabeza prefería dejarla al descubierto. El Dios de los Hielos se había comido sus orejas hacía treinta años, y si le hubieran venido en gana la nariz y las mejillas, ya las habría devorado.
Introduciendo la mano en la bolsa de piel de lucio, el oyente buscó sus talismanes: el cuerno de narval, el cuchillo de plata, el pedazo de madera de naufragio. Mar, tierra y aquello que se dirigía hacia el cielo. «Ahora. ¿Dónde estaba yo?». Sadaluk cambió de posición los talismanes de su regazo, en un intento de volver a capturar las imágenes del último sueño. Las dos cicatrices del tamaño de un riñón a cada lado de su cabeza ardían bajo los tapones de sebo de oso, y por un instante pensó de nuevo en la horquilla de Nolo; le habría encantado sostenerla en sus manos. Los Vieja Sangre sabían muchas cosas sobre sueños… y mucho más aún sobre el vigilante de los muertos.
«Mostradme a aquel que soportará la Pérdida —pidió mentalmente el anciano por segunda vez aquella noche—, al llamado vigilante de los muertos».
Transcurrió el tiempo, y los talismanes se tornaron cálidos en sus manos. Luego, de repente, con brusquedad, el suelo se esfumó bajo sus pies y se sumió en sus sueños. Lootavek había dicho en una ocasión que los sueños eran un túnel que atravesar; para Sadaluk eran un pozo, y siempre sentía como si se lo hubieran tragado y cayera por la garganta de un oso gigantesco. Le hablaban voces mientras descendía, de modo que hacía lo que le habían enseñado: escuchaba.
El lugar del sueño estaba oscuro, y había cosas en su interior que lo conocían y no le temían, y a menos que escuchara con atención, podría perderse. Lootavek se había perdido sólo una vez; sin embargo, había sido suficiente para atraerlo fuera de su casa, hacia el hielo marino, hasta los blandos bordes goteantes, donde el témpano blanco y las oscuras aguas se encontraban. Fue suficiente para hacer que diera un paso hacia el incoloro hielo grasiento situado más allá.
El oyente apretó el puño sobre el cuerno de narval. Todos los que escuchaban los sueños acababan por ser conducidos a la muerte, y cada vez que escuchaba, Sadaluk se preguntaba: «¿Será esta vez la última para mí?».
En el mismo instante en que la carne de su pulgar apretaba el suave marfil del cuerno, el oyente vio al vigilante de los muertos. Cazaba igual que anteriormente, recorriendo un territorio lleno de caza, con la muerte corriendo como un podenco junto a sus talones; pero mientras el anciano observaba, la muerte se marchó. Había alguien no muy lejos de quien debía ocuparse esa noche.
• • •
La grupa de Alce estaba bañada en sangre. Un par de zorros, una comadreja, una marmota, unas cuantas liebres grandes, tres visones y un felino rebotaban sobre el lomo del caballo, y el calor del animal mantenía los cuerpos calientes. Raif rascó el cuello de su montura. El animal había trabajado duro esa noche, descendiendo al trote por laderas blancas de nieve recién caída y sobre estanques cubiertos por una dura capa de hielo, sin relinchar ni una sola vez cuando la pieza estaba a la vista, y manteniéndose siempre bien firme durante aquellos interminables segundos vitales en que el arco era tensado por encima de su cabeza.
—Orwin te puso un nombre muy adecuado —dijo el joven mientras conducía al caballo por el pastizal en dirección a la casa comunal—. Juro que una mañana vendré a los establos y me encontraré con que te están saliendo astas tras las orejas.
Alce volvió la cabeza hacia él y profirió un prolongado bufido de disgusto.
Raif sonrió. Le gustaba muchísimo el caballo que le habían prestado. Montarlo y cazar desde su lomo y a su lado habían ayudado a que la noche transcurriera veloz, y eso era todo lo que Raif había deseado. Le resultaba difícil conciliar el sueño esos días, y cada vez le era más necesario agotarse antes de dejarse caer sobre el banco o el saco de dormir para pasar la noche. En ocasiones, era mejor no dormir en absoluto, pues sus sueños nunca eran agradables. Tem aparecía a menudo en ellos, debatiéndose en su tienda de cuero, luchando contra un enemigo invisible, mientras llamaba a Raif para que fuera en su ayuda. La piel de Tem estaba carbonizada por el fuego, y los lobos le habían mordido los dedos. Raif se estremeció, y alzando la mirada por encima del talud de humo de escarcha, fijó los ojos en el cielo, que empezaba a anticipar la llegada del amanecer. Era una de esas noches en las que era mejor cazar que dormir.
Se veían pocas luces en el interior de la casa comunal. La mayoría de las ventanas estaban, o bien barradas con piedras, o con madera, o con ambas cosas, pues muchos hombres del clan creían que Vaylo Bludd aparecería cualquier día e intentaría apoderarse de la fortaleza de los Granizo del mismo modo que lo había hecho con la de los Dhoone. Raif no estaba muy seguro de eso, pues por lo que había visto y oído en el territorio Estridor, parecía que lord Perro tendría ya bastante trabajo conservando Dhoone. Aquel era un territorio enorme, con más de una docena de otros clanes en sus fronteras que habían jurado prestar ayuda a Dhoone en caso de guerra. Más de la mitad de los hombres del clan habían huido al clan Estridor y al clan Cuajomurado, y estaban más furiosos que ciervos en celo. Raif no veía cómo se podía asediar una casa comunal al mismo tiempo que se intentaba asegurar otra, aunque se tratase de lord Perro.
Frunciendo el entrecejo, el muchacho palmeó el cuello de Alce. Barro congelado se agrietó bajo sus botas al andar. No había vuelto a nevar durante la noche, pero la temperatura había descendido hasta tal extremo que Raif había tenido que untarse mejillas y nariz con grasa, y cada dos por tres se había visto obligado a sacudir los cristales de hielo de su capucha de piel de zorro en los puntos donde su aliento se había congelado sobre el pelaje.
Al penetrar en el patio de arcilla, distinguió un movimiento en un lateral de la casa comunal y, tirando de las riendas del caballo, cambió de rumbo y se dirigió hacia las figuras que surgían por la puerta que daba a los establos. Unos ruidos hendieron la neblina: el crujir de pieles de reno hervidas sobre la nieve, el tintineo de flechas en una aljaba y el chirrido del cuero recién curtido tensándose al sostener su primer peso. Alguien bostezó, y Raif vislumbró la cabeza deformada de Corbie Méese y luego el enorme pecho abombado de Ballic el Rojo. Eran hombres del clan, aproximadamente tres docenas de ellos, que se dirigían desde la casa comunal a los establos.
Tirando de Alce, Raif echó a correr, pero incluso antes de que alcanzara la media luz de la puerta abierta, Ballic el Rojo ya tenía su arco tensado y apuntando. Soltando las riendas, el joven levantó ambos brazos al aire.
—Ballic. Soy yo, Raif Sevrance. No dispares.
—¡Por todas las pelotas de piedra, chico! —rugió el otro, bajando el arco—. ¿En qué pensabas corriendo de ese modo? Ha faltado un pelo para que te arrancara los dientes de la mandíbula. —El arquero no sonreía, y sus palabras tenían un deje duro—. ¿Dónde has estado?
Raif palmeó el costado de Alce. La sangre seca y parcialmente congelada había manchado de rojo el lomo del animal, y los cuerpos atados sobre su grupa colgaban fláccidos como bolsas de forraje.
—He estado en la taiga meridional cazando.
Mientras hablaba, más hombres seguían saliendo de la casa comunal. Todos iban vestidos para un viaje duro, con impermeables de hule y gruesas pieles cubriendo los cuchillos. Armas y provisiones formaban irregulares bultos en espaldas, hombros y alrededor de las cinturas, y bolsas que contenían aceite de pata de vaca, piedra-guía pulverizada, cuerdas de arco extra y tasajo colgaban de sus cinturas sujetas con ganchos. Raif vio a Drey que cerraba la marcha; iba ataviado con el gabán encerado de Tem.
—¿Viste algo mientras estabas fuera, muchacho? —inquirió Corbie, y sus ojos castaños se dirigieron veloces hacia los terrenos situados más al sur de la casa comunal.
El otro negó con la cabeza. No le gustaba la expresión del rostro del guerrero.
—¿Qué sucede? ¿Adónde vais?
Corbie Méese y Ballic el Rojo intercambiaron miradas, y el primero hizo un gesto ondulante con el brazo para indicar a los otros miembros del clan que se adelantaran.
—Marchamos al este, más allá de Dhoone, a la calzada de Bludd. Maza se ha enterado de que un grupo de cuarenta guerreros con mazos y lanzas realizarán el viaje de Bludd a Dhoone dentro de tres días, y planeamos tenderles una emboscada y acabar con ellos.
—¿Cómo sabe eso Maza? —Raif contempló las filas de hombres sin ver ni rastro del aludido.
—Se enteró de la noticia en el cobijo de Gloon. —Corbie Méese se pasó una mano enguantada por el surco dejado por el mazo en su pelada cabeza—. Hace dos noches, justo antes de que regresáramos al clan, se separó del resto de nosotros. Dijo que quería comprobar lo que los viajeros y otras gentes por el estilo habían oído sobre el ataque a Dhoone.
—Menos mal que lo hizo —intervino Ballic el Rojo—; de lo contrario, no tendríamos otra cosa que hacer que tomar el aire.
—Eso —asintió su compañero—. Resulta que bastantes de los parroquianos de Gloon tenían la lengua muy suelta, y Maza oyó decir que lord Perro piensa convertir la casa Dhoone en su baluarte principal. Armas, mobiliario, animales, incluso mujeres y críos, todo tiene que ser trasladado de la casa Bludd a la Dhoone. Lord Perro piensa dejar a su hijo mayor, Quarro, al cuidado de la fortaleza Bludd en su lugar.
Raif asintió. Tenía sentido. La casa comunal Dhoone era la fortaleza más invulnerable de todas, con muros de casi cinco metros de grosor y un tejado construido con mineral de hierro. Por lo tanto, ¿cómo había conseguido conquistarla? En contra de su voluntad, el recuerdo del ataque en los páramos regresó a su mente…, aquel hedor a metal fundido y caliente en el aire.
—¿Vienes con nosotros, muchacho? —preguntó Ballic, y la enorme escoba que tenía por barba atrapó su aliento para convertirlo a continuación en hielo—. Tem siempre me estaba diciendo lo bueno que eras con ese palo curvo tuyo. No nos iría mal un arquero más, ¿verdad, Corbie?
Corbie Méese vaciló antes de responder, tirando de sus guantes de piel de perro para que encajaran bien en sus manos.
—No estoy seguro de que deba venir, Bal. Maza dijo sólo miembros del clan y mesnaderos. Teniendo en cuenta los peligros que conlleva, es lo más correcto y justo.
—Sí, dices la verdad. —Ballic el Rojo posó los feroces ojos grises sobre el muchacho por un momento antes de volver la mirada hacia los cuerpos de animales colgados del lomo de Alce. Raif se dio cuenta de que contaba, y cuando habló, se dirigió a Corbie, no al joven—. Doce pieles en media noche, ¿eh? Todas con el corazón atravesado, además. Y una de ellas es de un felino. Todo un tesoro, y de eso no hay duda.
—El chico es problemático, Bal —manifestó Corbie, y luego dijo a Raif—. No es nada personal, muchacho. Simplemente has llegado a esa edad en que es más una molestia que una ayuda tenerte cerca. Y Maza Granizo Negro no te tiene el menor cariño, eso es seguro.
—¡Sí, pero por mucho que lo intenta no consigue mantener al chico fuera de sus reuniones! —Ballic lanzó una risita ahogada, y palmeó a Raif en la espalda con una mano que llevaba puesto un guante y luego un mitón; nadie cuidaba tanto de los dedos que manejaban el arco como Ballic el Rojo—. Así pues, dime la verdad: ¿eres tan buen tirador como Shor Gormalin y tu padre quisieron hacerme creer?
—Soy mejor en algunas cosas que en otras. —Raif miró al suelo; ¿cómo podía responder?—. No sirvo para acertar en blancos, pero con la caza… —Se encogió de hombros—. Salgo bien parado con los animales.
Mientras hablaba, algunos hombres empezaron a abandonar los establos con las monturas. Drey fue uno de los primeros en salir trotando con su caballo al patio. Orwin Shank le había dado un hermoso garañón negro, con fuertes patas y un ancho lomo. La luz del amanecer había empezado a brillar sobre la nieve, y Raif pudo ver con claridad la expresión del rostro de su hermano. Lo que vio hizo que el corazón le diera un vuelco: Drey no lo quería con ellos.
—¿Cuántos años tienes, chico? —La pregunta de Ballic el Rojo pareció venir de muy lejos.
—Dieciséis.
—¿Así que te corresponde cumplir un año esta primavera?
Raif asintió.
—Bien, yo propongo que llamemos a Inigar Corcovado aquí y ahora, y hagamos que te tome juramento en este lugar. Un par de meses no tiene la menor importancia.
Corbie Méese aspiró una buena bocanada de aire. El frío había vuelto grises sus labios, y su pecho en forma de cuña y sus enormes brazos se tensaron en el interior del abrigo de reno mientras pateaba la nieve con las botas.
—¡Por los Dioses de la Piedra, Bal! Maza sacará espumarajos por la boca si se entera de que planeas hacer jurar al muchacho. Pero si anoche…
—¿Dónde está Maza? —intervino Raif—. ¿Acompaña él al grupo que va a tender la emboscada?
—Permanecerá aquí un día más para velar antes de que Inigar lo consagre como jefe.
El joven mantuvo las facciones inmóviles, pero sintió cómo sus pupilas se encogían pues de improviso suprimieron una parte de la luz. Así pues, Maza Granizo Negro llevaría a cabo la guardia del caudillo en la casa-guía, atado a la cara que miraba al norte de la piedra-guía durante doce horas de oscuridad, solo, sin hablar, con los ojos abiertos para ver los rostros de los nueve dioses. Su columna vertebral tocaría granito por tres partes, y el manto de jefe que llevara se empaparía con aceite de grafito y los fluidos de la piedra-guía. Después, cuando Inigar lo liberara con la espada del clan, se derramaría sangre del jefe y se permitiría que nueve gotas de la sangre de Maza cayeran en el cuenco de los dioses, tallado dentro de la piedra. Más tarde, el caudillo pronunciaría juramentos y promesas terribles ante el clan, renunciaría a su clan de nacimiento y se entregaría por completo a los Granizo Negro de por vida. Más tarde aún, dibujaría un círculo-guía con su propia mano y se colocaría en el interior para pedir a los Dioses de la Piedra que lo aplastaran si lo consideraban indigno de ser jefe.
Consciente de que los ojos de Corbie Méese estaba fijos en él, Raif no permitió que su cólera saliera a la luz; pero estaba allí, ardiente y retorcida como un pedazo de hierro negro en su pecho. Deseó que los Dioses de la Piedra enviaran a Maza Granizo Negro al infierno.
—Maza partirá para alcanzarnos en cuanto pueda —indicó Corbie—. Pasó toda la noche supervisando las defensas del clan.
El hombre parecía impaciente por ponerse en marcha, y no dejaba de lanzar veloces miradas al cada vez más amplio círculo de guerreros que habían sacado a sus caballos de los establos y estaban atareados sujetando sacos de dormir y bolsas de forraje donde correspondía.
—Ha oído decir que lord Perro ha enviado encapuchados a nuestras fronteras, así que ninguno de nosotros puede confiar en su sombra a partir de ahora. Maza nos atrapará dentro de un día.
«Encapuchados». Todo pensamiento de Maza Granizo Negro se esfumó de la mente del muchacho. Entonces comprendía lo que había puesto tan nerviosos a Corbie y a Ballic cuando él se había acercado anteriormente al patio. Los encapuchados eran lo más parecido dentro de los clanes a los asesinos. Llamados así debido a las largas capas con capucha que llevaban, de las que se decía que cambiaban de color según las estaciones, viajaban a territorio enemigo, tomando posiciones cerca de rastros dejados por animales y en zonas de trampas, donde se ocultaban durante días, esperando el momento en que pasara alguien que pudieran matar. Las bajas que provocaban eran pocas con respecto a las que hacían los grupos de ataque y de emboscada —cazadores solitarios por lo general o, si tenían suerte, pequeñas partidas de caza—, pero aquello no era lo importante. Provocaban temor. Cuando se creía que había encapuchados deambulando por el territorio de un clan, nadie podía abandonar la casa comunal estando seguro de que podría regresar. Un encapuchado podía disparar contra una mujer ocupada con sus trampas sin dejarse ver, y podían estar en cualquier sitio: en lo alto de la copa de una cicuta azul púrpura, ocultos en el lodo de aspecto fecal de una ciénaga o agazapados tras la roja cresta de un cerro de arenisca. Durante el invierno, se decía que algunos encapuchados llegaban incluso a enterrarse en la nieve y permanecían tumbados durante horas con las armas cruzadas sobre el pecho, preparados para dejar tras de sí helados cadáveres.
—Bien, pues Maza Granizo Negro tendrá que tragar quina, porque el muchacho viene conmigo. —La mirada de Ballic el Rojo resultaba casi melancólica mientras estudiaba las capturas atadas al lomo de Alce—. Ya sabes lo valioso que es un buen tirador cuando se prepara una emboscada, Corbie. Disparos certeros al corazón como estos fulminarían a los hombres de Bludd. —Luego, dirigiéndose a Raif, siguió—: Quédate ahí, chico, mientras voy en busca de Inigar Corcovado. —Y sin esperar una respuesta, el guerrero se encaminó de vuelta a la casa comunal.
Raif se quedó mirando cómo se alejaba. No sabía si deseaba marcharse con el grupo de emboscados o no, y además Alce tendría que quedarse allí; el animal había cabalgado mucho durante los últimos tres días y necesitaba dormir. Por otra parte, quedaba muy claro que Drey no quería que fuera, y el joven podía ver a su hermano en ese momento, montado sobre el corcel negro, manteniéndose cautelosamente cerca para seguir lo que sucedía entre dos miembros superiores del clan y su hermano menor. Luego estaban también las cosas que no dejaban de importunarle en el fondo de su cerebro, cosas sobre Maza Granizo Negro. No era corriente que el jefe de un grupo armado se separara de su hombres en la última etapa del viaje, y por si fuera poco, de una breve visita a un cobijo, había sacado una enorme cantidad de información, suficiente para extender el temor por todo el clan y enviar a un grupo al este a tender una emboscada a los Bludd.
No encajaba.
Raif dirigió una veloz mirada a Corbie Méese, preguntándose si debería mencionar tales cosas en voz alta. Aquel guerrero se había apresurado a ofrecer sus armas a Maza Granizo Negro; no obstante, lo sucedido la noche anterior en la Gran Lumbre no había sentado bien a nadie, y tanto Corbie como Ballic parecían menos inclinados a mantener su buena opinión sobre Maza Granizo Negro de lo que habían estado el día antes. De todos modos, todo quedaría olvidado cuando él y Raina se casaran. El joven se echó hacia atrás la capucha, sintiéndose de repente acalorado y atrapado en su interior. No le gustaba pensar en Raina Granizo Negro al lado de Maza, pues era otra de las cosas que no encajaban.
—¡Vamos! ¡Formad un círculo ahora! —La atronadora voz de Ballic el Rojo rompió el silencio del patio mientras el arquero abandonaba la casa comunal, arrastrando al pequeño y canoso guía tras de él—. Raif Sevrance está a punto de prestar el primer juramento.
Un murmullo recorrió todo el grupo de ataque.
—Pues lo ha hecho —farfulló el calvo Toady Trotamundos.
A su espalda, Raif escuchó como Drey maldecía en voz baja, no exactamente para sí mismo.
Inigar Corcovado no parecía contento. Se cubría con un abrigo de piel de cerdo teñida de negro como era la costumbre en el clan, y llevaba unos discos de pizarra, cortados tan finos que parecían escamas, sujetos al cuello y al dobladillo. Los puños habían sido chamuscados en la Gran Lumbre para marcar el inicio de la guerra, y a juzgar por lo lisos que aparecían los cabellos del guía del clan y el número de cordones desatados de sus ropas, Ballic el Rojo acababa de arrancarlo de la cama. Algunos pedazos de pizarra chasquearon al compás de sus movimientos.
—Acabemos con esto de una vez —indicó contemplando el cielo que alboreaba con expresión enfurruñada—. Aunque os advierto, que estos no son ni lugar ni hora apropiados.
Casi sin pensar, Raif alzó la mano para tocar el amuleto de cuervo, que en aquellos momentos tenía un tacto tan frío y suave como un guijarro sacado del hielo. El muchacho no sabía si deseaba hacer eso entonces, ante tres docenas de miembros del clan; pero mientras dejaba caer el amuleto de nuevo sobre el pecho, Inigar Corcovado sacaba ya una piedra de jura de la bolsa de tela que le colgaba de la cintura. Tras calentar la piedra en su puño, el hombre invocó a los Dioses de la Piedra. Su voz era fina y temblorosa, y los nombres de los dioses poseían una nitidez que Raif no había detectado antes. La neblina del suelo retrocedió, y los rayos del sol, que se alzaba, se reflejaron en las zonas inferiores de las nubes, bañando el patio con una pálida luz plateada. El viento hacía rato que había parado, y el sonido de la voz de Inigar podía escucharse mucho más allá del recinto.
Cuando hubo nombrado a todos los nueve dioses, el hombre abrió el puño y extendió la mano; mantuvo los negros ojos fijos en todo momento en Raif mientras aguardaba a que tomara la piedra. A pesar de que el amuleto de cuervo se encontraba fuera del abrigo, descansando sobre cuero engrasado y lana encerada, el joven lo sentía como si se hallara dentro de su piel, y le invadió un fuerte deseo de huir, de hacer saltar la piedra de jura de la mano de Inigar, hundirla profundamente en la nieve con el tacón de su bota y salir huyendo por los helados promontorios para no regresar jamás. Las cosas se movían demasiado deprisa.
—Toma la piedra, Raif Sevrance. —Los ojos de Inigar Corcovado eran oscuros como obsidiana—. Tómala y póntela en la boca.
Raif no se movió, no podía moverse, y el anciano levantó el brazo una fracción, y adelantó la mano con energía.
—¡Tómala!
Por encima del hombro del guía, Ballic el Rojo asintió con fuerza, mirando al joven. Había sacado una flecha de la aljaba y la sostenía en la mano cerrada, con la punta hacia el suelo, mientras que Corbie Méese había soltado el mazo de la correa y lo tenía apoyado sobre el pecho. Una ojeada lateral le mostró que los otros hombres del grupo habían desenvainado las armas, sacándolas de lechos de asta, soportes de cuero y fundas forradas de lana. Todos los presentes habían prestado el primer juramento, y desenvainar las armas era una señal de respeto.
Raif sintió que se le secaba la boca. El anciano rostro tostado de Inigar Corcovado, con la nariz aguileña y mejillas hundidas, se endureció. Una fina brisa cruzó el patio e hizo tintinear sus medallones.
—¡Tómala!
El joven alzó la mano en dirección a la piedra, y en el momento en que su sombra caía sobre la palma abierta del otro, un cuervo graznó. Un pájaro oscuro y grasiento como un pedazo de carne ennegrecido en el fuego, se abalanzó sobre el patio. Descendiendo transportado por una corriente fría, hizo girar el cuerpo, zambulléndose y chirriando, hasta que una columna de aire caliente lo elevó. Batiendo las afiladas alas una sola vez, el ave fue a posarse en la veleta situada en lo más alto del tejado del establo.
El cuervo contempló con ojos amarillos cómo la mano de Raif se cerraba alrededor de la piedra de jura. Diminutas motas de metal blanco que salpicaban la superficie de la piedra atraparon y reflejaron la luz mientras Raif se la llevaba a los labios y la introducía bajo la lengua, donde le dejó un sabor a creta, tierra y sudor. Una vez allí, pequeños granos de arena se desprendieron de ella y se filtraron al fondo de la boca.
Inigar Corcovado dirigió una ojeada al cuervo.
—¿Juras servir al clan, Raif Sevrance, hijo de Tem? —dijo luego—. ¿Le entregas tus habilidades, tus armas, tu sangre y tus huesos? ¿Te comprometes a permanecer con nosotros, entre nosotros, por un año y un día? ¿Combatirás para defendernos y no te detendrás ante nada para salvarnos y darás tu último aliento al Corazón del Clan? ¿Seguirás a nuestro caudillo y cuidarás de nuestros hijos y te entregarás totalmente durante cuatro estaciones?
Raif asintió.
—¡Caá!
—¿Y haces esto libremente, por tu propia voluntad? ¿Estás libre de cualquier otro juramento, atadura y vínculo?
—¡Caa!
La piedra de jura era como plomo en la boca de Raif, y exudaba minerales que contaminaban su saliva con un asqueroso sabor metálico. «Esto no está bien —deseaba gritar—. ¿No os dais cuenta?». Sin embargo, hacer tal cosa parecía una locura de la peor clase, y ya se había ganado un nombre por armar jaleos; incluso su propio hermano lo había dicho. Si detenía el primer juramento en ese momento ya podía echar a correr al sur hacia la taiga y no regresar jamás; nunca más podría aparecer de nuevo por la casa comunal. No, tenía que hacer el juramento. Durante tanto tiempo como podía recordar había vivido esperando hacerlo, y entonces Inigar Corcovado se encontraba ante él, con los puños de su abrigo de piel de cerdo chamuscados de negro en señal de guerra y con el aliento elevándose en un línea azul de sus labios, a la espera de la señal que lo sellaría.
Raif sacó fuerzas de flaqueza, y asintió por segunda vez.
—¡Caaaa! ¡Caaaa!
Inigar Corcovado dio una violenta sacudida hacia atrás cuando el cuervo volvió a graznar, doblándose por la cintura como si le hubieran asestado un puñetazo en el vientre. Sus ojos se cerraron por un instante, y cuando los volvió a abrir, Raif vio de inmediato que había conocimiento en su interior, como el núcleo de hielo azul que dormía todo el verano muy por debajo de la corteza de los páramos. Rápidamente, el joven desvió la mirada. Inigar sabía; sabía.
—Has hecho el primer juramento, Raif Sevrance —manifestó el guía, y las palabras cayeron como piedras de su boca—. Rómpelo, y te convertirás en un traidor a este clan.
Raif no podía devolverle la mirada. Nadie se movió ni habló. El viento arreció, y el cuervo se arrojó desde la veleta y a su merced, desplegando las alas como las velas de una nave pirata, negras para navegar por aguas enemigas durante la noche.
—¡Caá! ¡Caá! ¡Caá!
«¡Traidor! —fue lo que oyó Raif—. ¡Traidor! ¡Traidor!».
Se estremeció. Su amuleto descansaba como un peso muerto sobre el pecho y ejercía tanta fuerza que apenas le dejaba respirar. De modo espontáneo, una visión del menudo y rubio encargado de las antorchas Wennil Drook apareció en su mente: Dagro Granizo Negro y Gat Murdock, con el rostro cubierto de manchas amarillentas, empujaban las estacas de madera roja a través de la piel rosa y sin pelo de la espalda de Wennil. Más tarde, cuando todo hubo terminado y el cadáver del hombre yacía azul y congelado sobre la tierra de los eriales, Inigar Corcovado había aplicado un cincel sobre la piedra-guía y había arrancado su corazón del clan.
—¿Quién apadrinará a este mesnadero? —inquirió el guía, volviéndose para mirar al grupo de guerreros—. ¿Quién responderá por él, y lo guiará, y estará a su lado durante un año y un día? ¿Quién de entre vosotros se adelantará y compartirá su juramento?
«Shor Gormalin». Raif luchó por tomar aire y lo retuvo. En el viaje de regreso de Estridor, el rubio espadachín había insinuado que estaría dispuesto a apadrinar el juramento del muchacho; pero Shor no estaba allí. Raif no sabía dónde estaba, ni siquiera podía estar seguro de si había regresado de su excursión de la noche anterior. E incluso aunque hubiera regresado y estuviera sentado en la cocina bebiendo cerveza calentada en el hogar y masticando tocino, no estaría precisamente de humor para preocuparse del año de servidumbre de un joven que no había sido puesto a prueba. El asunto de Raina Granizo Negro había sido un duro golpe para él.
Inigar Corcovado esperó a que alguien hablara mientras su nariz aguileña proyectaba una larga sombra sobre la mejilla. Raif se dijo que se sentiría muy complacido si nadie se adelantaba para respaldar el juramento. El cuervo describió círculos sobre el patio, en silencio, a excepción del tenue silbido del aire que pasaba a través de las plumas de las alas. Corbie Méese y Ballic el Rojo intercambiaron miradas, y Raif vio que el segundo meditaba con intensidad, mientras una mano cubierta con mitones acariciaba las plumas de la flecha que sostenía en la otra. El joven casi pudo adivinar lo que pensaba: «El muchacho es un arquero, como yo…».
—Yo apadrinaré su juramento. —Era Drey, que espoleaba el negro corcel de Orwin Shank para que se adelantara; trotando por la nieve, se detuvo junto a Raif—. Ya sé que sólo soy un mesnadero yo también, pero ya he hecho dos de esos juramentos por mi propia voluntad y pronto juraré un tercero, y me considero un hombre leal que no se toma las responsabilidades a la ligera. Si los hombres del clan por derecho me lo permiten, me gustaría respaldar la palabra de mi hermano.
Una oleada de alivio recorrió a todo el grupo de guerreros, pues por un momento había parecido como si nadie estuviera dispuesto a adelantarse. Inigar Corcovado no parecía contento, pero entonces estaba fuera de sus manos; eran los hombres del clan a los que se debía mayor respeto quienes debían decir si aquel joven, un simple mesnadero también, podía apadrinar el juramento de su hermano. Raif dirigió una veloz mirada a Drey, y este realizó un leve encogimiento de hombros. El abrigo de piel de alce de Tem le sentaba bien y parecía tener más edad que sus dieciocho años.
Corbie Méese se aclaró la garganta y se golpeó la palma de la mano con la cabeza de hierro del mazo.
—Eres un buen miembro del clan, Drey Sevrance —declaró—. No hay nadie aquí que pueda decir lo contrario. Las últimas semanas han sido duras para todos, pero tú no has perdido la cabeza, has cumplido con tu deber y has demostrado ser muy útil a este clan. Yo por mi parte no veo motivo para que no puedas respaldar el juramento de tu hermano. Tienes el ánimo para ello y también firmeza en tus propósitos, y si estás dispuesto a presentarte ante este grupo y jurar que cuidarás bien y con atención a tu pupilo, entonces eso es suficiente para mí.
Ballic el Rojo y los otros asintieron, y el cuervo siguió describiendo círculos lenta y perezosamente como una libélula en verano.
—¿Harás lo que Corbie dice, Drey Sevrance? —preguntó Inigar Corcovado sin que su rostro mostrara la menor emoción.
Drey saltó de su caballo, y sus ojos castaños buscaron los de Raif.
—Lo juro.
Raif sintió un nudo en la garganta. Drey no lo había querido en ese viaje, le había advertido justo la noche anterior sobre el daño que se hacía a sí mismo y a su familia, y sin embargo allí estaba, de pie ante tres docenas de hombres del clan, respondiendo por su hermano. La vergüenza encendió las mejillas del joven y deseó tener la posibilidad de retirar lo que se habían dicho ambos la noche anterior en el vestíbulo. Sin embargo, las palabras no podían desdecirse, y él lo sabía.
—Qué así sea. —Inigar lo dijo como si a un enfermo lo proclamara cadáver; luego se volvió para mirar a Raif—. Tu juramento ha sido hecho, Raif Sevrance. Ahora eres un mesnadero ante los ojos del clan y de los dioses. No falles a ninguno de los dos.
El viento cambió mientras el guía hablaba y sopló con fuerza contra su rostro. Inigar debería haber dicho más cosas —Raif había estado presente en suficientes ceremonias como para saber que el guía debía dar su bendición y ofrecer consejo al hombre que acababa de jurar—, pero se limitó a apretar los labios y volvió el rostro totalmente de cara al viento.
En el incómodo silencio que dejó, el muchacho escupió la piedra de jura, y la secó con energía contra la piel de zorro de su capucha, esperando a que Drey se la cogiera de la mano. Por lo general, era Inigar Corcovado quien transfería la piedra de un miembro del clan a otro; sin embargó, Raif se dio cuenta, por la expresión del perfil del guía, que este no quería saber nada más de la ceremonia. Para él ya había finalizado.
Todos los reunidos permanecieron en silencio mientras Drey tomaba la oscura y pequeña piedra de jura y la introducía en una de las muchas bolsitas que colgaban de su cintura. El grupo de guerreros estaba ansioso por ponerse en marcha. Drey alargó el brazo y dio un amistoso puñetazo a su hermano en el hombro.
—Será mejor que te des prisa y prepares tus cosas para el viaje… —dijo, e hizo una mueca divertida—, miembro del clan.
Raif asintió porque era incapaz de hablar. Mientras se daba la vuelta para entrar en la casa comunal, el cuervo empezó a graznar con todas sus fuerza. «¡Cadáver!, ¡cadáver!, ¡cadáver!», fue lo que el muchacho escuchó.
—¡Se acerca un jinete! —Rory Cleet, el de las mejillas de terciopelo, fue quien gritó la advertencia.
Justo en el mismo instante en que Raif giraba en redondo, Ballic el Rojo se llevaba ya el arco al pecho y rugía a todos que se apartaran para tener la ocasión de asegurar un disparo certero si era necesario. Raif miró hacia el pastizal en la dirección que Rory Cleet indicaba. Un caballo blanco avanzaba sobre la nieve, pisando con sumo cuidado, y con el lomo artificialmente recto. El jinete yacía desplomado sobre la silla de montar, y el pecho y la cabeza del hombre descansaban sobre el cuello del animal; un brazo arrastraba sobre los cuartos delanteros del corcel, con los dedos enguantados enredados aún en las riendas.
Un músculo en el cuello de Raif empezó a latir con fuerza. El caballo pertenecía a Shor Gormalin.
Despacio, durante unos segundos que parecieron minutos, Ballic deslizó la flecha fuera del arco, y al mismo tiempo, el mazo de Corbie Méese se estrelló contra el suelo, sonando como una campana rota. Los labios de Inigar Corcovado empezaron a moverse, e incluso a pesar de que el viento seguía soplando con fuerza y Raif no podía oír lo que decía, el joven supo que se estaban nombrando a los Dioses de la Piedra por segunda vez aquel día.
El caballo, de largo cuello y finas mejillas, y con grandes ojos transparentes, se abrió camino con tiento hasta el patio. Todo en él estaba concentrado en un único propósito: conducir a su jinete a casa. Un pequeño error, una leve sacudida del cuello, y el jinete resbalaría de la silla y caería a la nieve. Shor Gormalin estaba muerto. A medida que los miembros del clan avanzaban despacio, en silencio, para no sobresaltar al magnífico corcel blanco, pudieron distinguir la rubia melena de Shor con claridad. La mitad de un lado de la cabeza estaba destrozada por dos saetas del tamaño de un puño disparadas a corta distancia; una de las astas de flecha se había roto y la otra sobresalía por entre una masa de sangre, tejido y hueso levantado como si creciera de la cabeza del muerto.
Sin intercambiar una palabra, los hombres se detuvieron formando un semicírculo y permitieron al caballo finalizar su viaje a casa. Se le debía respeto a un animal así, y veintinueve hombres lo sabían. Shor se había desplomado ligeramente hacia la izquierda, y cada uno de los músculos del cuello y lomo del corcel estaba tirante por el trabajo de mantener a su jinete en su puesto. Sangre seca y parcialmente congelada manchaba las crines del caballo de rosa y negro, y cuando animal y jinete estuvieron más cerca, Raif observó que la pequeña y modesta medio espada de Shor seguía bien guardada en su vaina. Al mejor espadachín del clan no se le había permitido la oportunidad de desenvainar el arma.
—Un encapuchado —musitó alguien, tal vez Corbie Méese.
El caballo se detuvo ante los hombres, se giró, y luego mantuvo su posición, ofreciendo a su jinete al clan. «Nube». El nombre del caballo acudió a la mente de Raif como un regalo. Shor lo había montado durante ocho años.
Un suave sonido desgarrador hendió el aire cuando el cuervo eligió aquel momento para remontar el vuelo. «Vigilante de los muertos», se dijo Raif con un sordo aguijonazo de odio hacia sí mismo. El cuervo lo había sabido desde el principio.