Raif Sevrance apuntó a su blanco y llamó a la liebre de los hielos. Siguió un momento de desorientación, en el que el mundo quedó desenfocado, como una enorme piedra oscura hundiéndose hasta el fondo del lago; luego, en el cortísimo espacio de tiempo que puede ser un momento, percibió el corazón del animal. La luz, los sonidos y los olores de las Tierras Yermas se esfumaron, sin dejar otra cosa que el peso de la sangre en el pecho de la liebre de los hielos y las palpitaciones de colibrí de su corazón. Despacio, de un modo deliberado, Raif dirigió el arco lejos del blanco. La flecha chasqueó en el aire helado como una palabra pronunciada con voz demasiado alta, y cuando la hoja de hierro pasó rauda junto a la liebre, la cabeza de la criatura se alzó violentamente, y el animal saltó para refugiarse en un almohadón de negras juncias.

—Vuelve a disparar —dijo Drey—. Has errado el tiro a propósito.

Raif bajó el arco y echó una veloz mirada por encima del hombro a su hermano mayor. El rostro de Drey estaba parcialmente oculto por la capucha de zorro, pero el rígido rictus de su boca resultaba muy claro. Raif se detuvo y consideró la posibilidad de discutir, pero luego se encogió de hombros y volvió a apuntalar los pies sobre la tundra. Nunca se sentía bien engañando a Drey.

Con los dedos acariciando el refuerzo de su arco de asta y tendón, el joven echó un vistazo a las llanuras barridas por el viento de los páramos. Gruesos cristales de hielo cubrían ya las charcas producto del deshielo, y en los aplastados tusilagos bajo sus pies la escarcha crecía tan silenciosa e insidiosa como el moho en el pan seco. Los pocos árboles que conseguían sobrevivir en aquel terreno de aluvión cubierto de grava eran pinos negros deformados por el viento y procumbente cicuta. Justo delante se extendía un arroyo poco profundo repleto de rocas sueltas y matorrales achaparrados, que parecían tan resistentes y óseos como la cornamenta de un alce. Raif bajó ligeramente la mirada en dirección a la maraña de líquenes pardos que rodeaba una pila de rocas húmedas. Incluso en una mañana tan fría como esa, la salina seguía manando.

Mientras Raif observaba, otra liebre de los hielos sacó inesperadamente la cabeza; con el hocico resoplando y las orejas temblando, la criatura se mantuvo inmóvil, atenta a cualquier señal de peligro. Quería la sal de la salina. Los animales venían desde leguas a la redonda para beber en el hilillo de agua salada que se derramaba por entre las rocas del arroyuelo. Tem decía que la salina brotaba de un río subterráneo.

Raif alzó su arco, sacó una flecha de la aljaba que llevaba a la cintura y, con suavidad, ajustó la punta de hierro de la flecha en la placa; después, tiró de la cuerda del arco hacia su pecho. La liebre giró la cabeza, y sus negros ojos miraron directamente al cazador. Era demasiado tarde, pues Raif tenía ya el corazón de la criatura en su punto de mira y, tras besar la cuerda, disparó la flecha. Dedos de helada neblina se separaron, se escuchó un tenue siseo y la punta de la flecha se clavó directamente en la caja torácica del animal. Si este emitió algún sonido, Raif no lo oyó. Impelida por la fuerza del golpe, la criatura se desplomó en la salina.

—Con esa, suman tres para ti y ninguna para mí. —La voz de Drey sonó apagada, resignada.

Raif fingió estudiar su arco en busca de pequeñas grietas.

—Vamos. Disparemos contra blancos de tiro. No van a aparecer más liebres ahora que has enviado una al interior de la salina. —Drey alargó la mano y tocó el arco del otro—. Podrías haber usado una cabeza más pequeña en esa flecha. Se supone que has de matar la liebre, no destriparla.

Raif alzó los ojos. Drey sonreía ligeramente. Aliviado, le devolvió la sonrisa. Drey tenía dos años más que él, y era mejor en todo lo que un hermano mayor debía ser mejor; justo hasta ese invierno también había sido mejor disparando, mucho mejor.

Bruscamente, Raif introdujo el arco en el cinturón y corrió en dirección al arroyo. Tem jamás les dejaba disparar contra nada por simple deporte, y había que llevar las liebres de regreso al campamento, para despellejarlas y asarlas. Las pieles pertenecían a Raif. Otro par más y tendría suficientes para un abrigo de invierno para Effie; aunque, ciertamente, a Effie no le hacía mucha falta un abrigo. Era la única criatura de ocho años del clan Granizo Negro a quien no le gustaba corretear por la nieve. Frunciendo el entrecejo, Raif retorció la flecha para soltarla de los delgados huesos de la caja torácica de la liebre, teniendo buen cuidado de no romper el asta; luego, recuperó la flecha que había disparado primero. En las Tierras Yermas escaseaba la madera lo bastante recta con que hacer flechas.

Mientras encerraba el cuerpo en el morral, Raif comprobó la posición del sol. Era ya casi mediodía, y una tormenta que se dirigía a otra parte soplaba en dirección este allá en el norte. Nubes de un gris oscuro recorrían el horizonte como humo de un lejano incendio. El joven se estremeció. La Gran Penuria se hallaba al norte, y Tem decía que si una tormenta no se iniciaba en la Gran Penuria, lo que sí era seguro como una piedra era que terminaría allí.

—¡Eh! ¡Quijada Peluda! Trae tu arco aquí y destrocemos un poco de madera. —Drey lanzó con suma destreza una piedra que pasó rozando rocas y montículos para aterrizar con un brinco diabólico justo a los pies de su hermano—. ¿O temes que tu racha de suerte haya finalizado?

Casi contra su voluntad, la mano de Raif se alzó hacia la barbilla. Su piel tenía el mismo tacto áspero que una piña congelada. Desde luego, se merecía el nombre de Quijada Peluda; era indiscutible.

—Pinta el blanco, cachorro Sevrance. Luego, dejaré que realices un puñado de tiros de práctica mientras cambio la cuerda de mi arco.

Incluso a unos cien pasos de distancia, Raif vio cómo Drey se quedaba boquiabierto. «Cambio la cuerda de mi arco» era exactamente la clase de frase rimbombante que utilizaría un maestro arquero, y Raif apenas consiguió reprimir una sonora carcajada. Drey resopló en voz alta y empezó a arrancar puñados de hierba de la tundra. Cuando su hermano llegó, por fin, junto a él, ya había embadurnado con la hierba el tronco de un pino que la escarcha había matado, formando un tosco blanco circular, húmedo por la nieve derretida y la savia de la hierba.

Drey iba a ser el primero en disparar, así que, tras retroceder unos ciento cincuenta pasos, sostuvo el arco a prudente distancia. Su arma estaba curvada a la inversa, en sentido opuesto, y había sido construida con madera de tejo talada en invierno, puesta a secar durante dos años completos y retoñada a mano para reducir la sacudida. Raif le envidiaba por ello, pues su arco era propiedad del clan y estaba a disposición de cualquiera que tuviera la cuerda para tensarlo.

Drey se tomó su tiempo para apuntar el arco. Poseía una mano firme y certera, y la fuerza para sujetar la cuerda tanto tiempo como sus dedos desprovistos de guantes pudieran soportarlo. Justo cuando Raif iba a gritar «¡dispara!», su hermano soltó la cuerda, y la flecha aterrizó con un golpe sordo en el centro mismo del blanco dibujado. Volviéndose, el joven dedicó a su hermano menor una inclinación de cabeza. No sonrió esa vez.

Raif tenía ya el arco en la mano, y la flecha elegida. Con el proyectil de Drey temblando aún en el blanco, el muchacho apuntó el arma. El pino llevaba mucho tiempo muerto, y estaba helado, y cuando el joven intentó llamarlo como había hecho con la liebre de los hielos, este no acudió. La madera mantuvo su distancia, y Raif no sintió nada: ninguna aceleración del pulso, ningún dolor sordo tras los ojos, ningún regusto metálico en la boca. Nada. El blanco no era más que un blanco. Inquieto, el muchacho centró su arco y buscó la línea fija que conduciría su flecha al objetivo. Sin ver otra cosa que un árbol lejano, soltó la cuerda e inmediatamente supo que el disparo era malo. Había estado sujetando el mango con demasiada fuerza, y las yemas de los dedos habían rozado la cuerda al soltarla. El arco rebotó con un chasquido, y el hombro de Raif recibió un violento retroceso. El proyectil fue a clavarse a más de dos palmos por debajo del blanco.

—Vuelve a disparar. —La voz de Drey sonó fría.

Raif se dio un masaje en el hombro, luego eligió una segunda flecha y, para que le diera suerte, frotó las plumas contra el amuleto de cuervo que le colgaba de un cordón alrededor del cuello. El segundo disparo fue mejor, pero todavía quedó a una pulgada del centro exacto, y Raif se volvió para mirar a su hermano. Le tocaba disparar.

—Otra vez —indicó este, haciendo un leve gesto con el arco.

—No. —Raif negó con la cabeza—. Es tu turno.

—Fallaste esos dos a propósito. —Drey sacudió a su vez la cabeza—. Ahora dispara.

—No, no lo hice. Fue un disparo auténtico. Yo…

—Nadie mata tres liebres en movimiento con un disparo al corazón, y luego falla un blanco tan grande como el pecho de un hombre. Nadie. —Drey se echó hacia atrás la capucha de zorro; sus ojos eran sombríos. Escupió el pedazo de cuajada negra que había estado masticando—. No necesito disparos misericordiosos. O disparas conmigo honradamente, o no lo hagas.

Al mirar a su hermano, al ver cómo sus enormes manos apretaban con fuerza la madera del arco y observar la blancura de los pulgares mientras estudiaban una imaginaria imperfección, Raif comprendió que las palabras no lo conducirían a ninguna parte. Drey Sevrance tenía dieciocho años, y era un mesnadero del clan. El último verano había empezado a trenzar sus cabellos con tiras de cuero negro y a lucir un pendiente de plata en la oreja. La noche anterior, cuando se hallaban alrededor del fuego, Dagro Granizo Negro había quemado la espuma de una cerveza de malta añeja y había introducido su pendiente en el transparente licor restante; Drey había hecho lo mismo, y también todos los miembros por derecho del clan. El metal en contacto con la piel atraía la congelación, y todos en el clan habían visto los trocitos negros de carne imposible de identificar que esa dejaba tras de sí. Había muchos dispuestos a contar la historia de cómo el miembro de Jon Marrow se había congelado por completo al ser atacado por hombres de Dhoone mientras hacía sus necesidades entre los matorrales. Cuando por fin se libró de sus atacantes y se levantó de la dura tundra, su virilidad se hallaba tan congelada como una reserva de carne para el invierno. Al decir de todos, no había sentido absolutamente nada hasta que lo condujeron al calor de la casa comunal y la tensada y brillante carne empezó a descongelarse. Sus alaridos habían mantenido despierto al clan durante toda la noche.

Raif pasó la mano por la cuerda del arco para calentar la cera. Si Drey necesitaba verlo efectuar un tercer disparo para demostrar que no fingía, entonces volvería a disparar. Había perdido el deseo de luchar.

Una vez más, el joven intentó llamar al árbol muerto, buscando la línea fija que guiaría su flecha hasta el centro. Aunque el pino negro había perecido hacía diez estaciones de caza, apenas si se había secado, y sólo le faltaban las agujas. La resina del tronco conservaba la corona, y la fría sequedad de los páramos impedía el crecimiento de hongos bajo la corteza. Tem decía que en la Gran Penuria los árboles tardaban cientos de años, a veces miles, en pudrirse.

Transcurrieron unos segundos mientras Raif se concentraba en el blanco; pero cuanto más apuntaba, más muerto parecía el árbol. Faltaba algo. Las liebres de los hielos eran auténticos seres vivos, y él percibía su calor en la zona situada entre los ojos; imaginaba la veta de palpitante sangre caliente en sus corazones y veía la línea fija que unía aquellos corazones a la punta de su flecha con la misma claridad con que un perro ve su traílla. Poco a poco, Raif empezaba a comprender que la línea fija significaba la muerte.

El desaliento se adueñó de él, y dejó de buscar el corazón interior del blanco y concentró su puntería en el corazón visible. Con la mirada puesta en las plumas de la flecha de Drey, disparó el proyectil.

En el mismo instante en que su pulgar se alzaba de la cuerda, se escuchó el graznido de un cuervo. Pareció que el grito del carroñero, potente y agudo, hendía la sustancia misma del tiempo, y Raif sintió el contacto de un dedo helado en su columna vertebral; su visión se enturbió, y la saliva le inundó la boca, espesa, caliente y con un sabor metálico. Tambaleándose hacia atrás, dejó escapar el arco de su mano, y este cayó al suelo de punta, emitiendo un crujido al chocar contra el terreno. La flecha se clavó en el árbol con un golpe sordo, rozando casi el proyectil de Drey, pero a Raif no le importó. Ante sus ojos habían aparecido una serie de puntos negros, que ardían como hollín vomitado por una hoguera.

—¡Raif! ¡Raif!

El joven sintió los enormes y fornidos brazos de su hermano cerrándose alrededor de sus hombros; percibió su olor a aceite de pata de vaca, a cuero curtido, a caballos y a sudor, y al levantar la mirada, vio cómo los ojos castaños de Drey contemplaban los suyos con fijeza. Parecía preocupado, y su valioso arco de madera de tejo yacía plano sobre el suelo.

—Vamos, siéntate.

Sin esperar la conformidad de Raif, el otro obligó a su hermano menor a sentarse en el suelo de la tundra. La superficie helada se dejó notar a través de los pantalones de ante del muchacho, y dándole la espalda a Drey, Raif expulsó de su boca la saliva de sabor metálico. Los ojos le escocían, y un dolor nauseabundo en la frente le provocaba arcadas, por lo que cerró la mandíbula con tanta fuerza que escuchó el chasquido de los huesos.

Transcurrieron los segundos sin que Drey dijera nada; se limitaba a sujetar a su hermano tan fuertemente como le era posible. Una parte de Raif deseó sonreír; la última vez que Drey lo había abrazado de aquel modo había sido después de que él cayera seis metros desde lo alto de un pino hacía tres primaveras. La caída sólo le había roto un tobillo, pero el posterior abrazo de oso de su hermano había conseguido partirle dos costillas.

Por extraño que pudiera parecer, el recuerdo tuvo un efecto tranquilizador en el joven, y el dolor remitió poco a poco. La visión de Raif se difuminó repentinamente y luego se ajustó de nuevo. Una sensación de maldad empezó a crecer en su interior, y girando en los brazos de su hermano, el muchacho miró en dirección al campamento. El hedor a metal lo inundó, tan espeso como el humo grasiento que dejaban escapar las fogatas donde se hervía la grasa de los animales cazados.

—¿Qué sucede? —preguntó Drey con voz tensa y preocupada, siguiendo la dirección de la mirada de Raif.

—¿No lo notas?

Su hermano sacudió la cabeza.

El campamento se encontraba a cinco leguas en dirección sur, oculto al abrigo de la cuenca de aluvión, y todo lo que Raif podía distinguir con claridad era el cielo que oscurecía rápidamente, y las lomas bajas y las llanuras rocosas de las Tierras Yermas. Sin embargo, percibía algo; era algo inexpresable, como cuando las pesadillas lo arrancaban bruscamente de su sueño en plena noche, o cuando rememoraba el día en que Tem lo había encerrado en la casa del guía con el cadáver de su madre. Tenía ocho años entonces, lo bastante mayor como para presentar sus respetos a los muertos. La casa del guía estaba oscura y llena de humo, y el tronco de tilo vaciado donde yacía su madre olía a tierra húmeda y a cosas podridas, pues habían frotado la parte hueca del interior del tronco con azufre para mantener a los insectos y carroñeros lejos del cuerpo cuando lo colocaran sobre la tierra.

Raif percibía algo malo entonces. Olía a metal maloliente, a azufre y a muerte, y forcejeó para liberarse de los brazos de Drey.

—¡Tenemos que regresar! —gritó.

Su hermano lo soltó, se puso en pie y arrancó los guantes de piel de perro que llevaba sujetos al cinturón para colocárselos con dos violentos tirones.

—¿Por qué?

Raif meneó la cabeza. El dolor y las náuseas habían desaparecido, pero otra cosa los había reemplazado: un temor intenso.

—El campamento.

Drey asintió. Aspiró con fuerza y pareció dispuesto a hablar; luego se contuvo y, ofreciendo la mano a Raif, tiró del joven para alzarlo del suelo de un único estirón. Para cuando el muchacho se hubo sacudido la escarcha de los pantalones de ante, Drey ya había recogido los dos arcos y se dedicaba a arrancar las astas de flecha del árbol muerto. Cuando se apartó del pino negro, Raif observó que se estremecían las pequeñas plumas de las astas que el otro sujetaba, y esa pequeña señal del temor que sentía su hermano preocupó al joven más que cualquier otra cosa. Drey era dos años mayor que él y no temía a nada.

Habían abandonado el campamento antes del amanecer, antes incluso de que los rescoldos de la hoguera se hubieran enfriado. Nadie excepto Tem sabía que se habían marchado. Era su última oportunidad de cazar antes de que levantaran el campamento y regresaran a la casa comunal a pasar el invierno. La noche anterior Tem les había advertido sobre el riesgo de ir por su cuenta a los páramos, aunque sabía perfectamente que nada que dijera los detendría.

—¡Hijos! —había dicho sacudiendo la enorme barba entrecana—, me resultaría más provechoso dedicar mi vida a quitar las garrapatas a los perros que a deciros qué debéis y qué no debéis hacer. Al menos cuando llegara la noche tendría un cachorro espulgado como recompensa a mis molestias.

Tem acostumbraba a lanzarles miradas furiosas mientras hablaba, y la piel por encima de las cejas se arrugaba formando frunces, pero a pesar de ello sus ojos siempre lo delataban.

Justo esa mañana, al echar hacia atrás la fijación de cuero de la tienda que compartía con su padre y su hermano, Raif había descubierto un pequeño fardo dispuesto sobre las piedras de la fogata. Era comida, comida para cazadores. Tem había empaquetado dos perdices blancas ahumadas, un par de huevos duros y suficientes tiras reblandecidas de cordero para remendar una tienda con un agujero del tamaño de un alce; todo eso para que sus hijos se lo comieran durante una excursión de caza que él les había prohibido expresamente efectuar.

Raif sonrió. Tem Sevrance conocía bien a sus hijos.

—Ponte los guantes —dijo Drey, actuando exactamente como un hermano mayor—. Y súbete la capucha. La temperatura desciende deprisa.

El otro hizo lo que le indicaban, forcejeando para ponerse los guantes con unas manos que parecían enormes y lentas. Drey tenía razón: cada vez hacía más frío. Otro escalofrío ascendió por la columna de Raif y provocó que sus hombros se estremecieran desgarbadamente.

—Marchémonos.

La minuciosidad de Drey empezaba a irritarlo. Debían regresar al campamento sin dilación. Algo no iba bien.

A pesar de que Tem les advertía continuamente sobre el peligro de consumir todas sus energías corriendo en medio del frío, Raif no pudo contenerse. No obstante escupir profusamente, no conseguía eliminar el sabor metálico de la boca. El aire olía mal y las nubes sobre sus cabezas parecían más oscuras, más bajas, más próximas. Al sur se extendía una hilera de peladas colinas sin rasgos característicos, y al oeste de ellas se encontraban las Cordilleras Costeras. Tem decía que las cordilleras eran el motivo de que la Gran Penuria y las Tierras Yermas estuvieran tan secas; aseguraba que sus picos chupaban hasta la última gota de lluvia de las tormentas que pasaban sobre ellas.

Las tres liebres que Raif había cazado golpeaban de un lado a otro en su bolsa mientras corría, y el joven odió sentir el contacto de su calor contra su muslo; le enfermó el olor a caza reciente. Cuando los dos hermanos encontraron el lago del Viejo Tonelero, Raif se arrancó el morral del cinto y lo arrojó al centro de las opacas aguas negras. El Viejo Tonelero no estaba congelado todavía y, como lo alimentaba un río, necesitaría toda una semana de heladas antes de que sus aguas arrastradas por la corriente se tornaran plateadas. Aun así, el lago tenía el aspecto grasiento de la inminencia del hielo sobre él, y cuando la bolsa del joven se hundió hasta el fondo, remolinos de aceites vegetales y mechones de pelo de alce afloraron a la superficie.

Drey lanzó una maldición. Raif no captó lo que había dicho, pero en su lugar imaginó las palabras: «Desperdicio de unas buenas piezas».

Mientras los hermanos corrían en dirección sur, el paisaje fue cambiando de modo gradual. Los árboles se tornaron más tiesos y altos, y se hicieron más numerosos; los lechos de líquenes se vieron reemplazados por altos pastos, matorrales y juncias. Las huellas de caballos y caza creaban sendas por entre el helado follaje, y rollizos urogallos alzaban el vuelo desde la maleza, en medio de un revuelo de plumas y chirridos.

Raif apenas si se daba cuenta. Se hallaban ya cerca del perímetro del campamento, así que ya deberían haber visto humo y haber escuchado el sonido del metal restregando sobre metal, voces sonoras, risas. El hijo adoptivo de Dagro Granizo Negro, Maza, debería haber estado cabalgando a su encuentro sobre la jaca de rechoncho cuello.

Drey volvió a maldecir; en voz baja, para sí mismo.

Raif resistió el impulso de echar un vistazo al rostro de su hermano, pues le asustaba lo que pudiera ver.

Poderoso jinete, arquero y esgrimidor de mazo, Drey se adelantó al otro en su carrera ladera abajo en dirección al campamento. Raif apretó aún más el paso, cerrando los puños y alzando la barbilla, ya que no quería perder de vista a su hermano y odiaba la idea de que este llegara al círculo de tiendas solo.

El temor se extendió por el cuerpo del joven como una piel puesta a secar, tensando su carne y tripas. Habían dejado a trece hombres en el campamento: Dagro Granizo Negro y su hijo, Maza; Tem; Chad y Jorry Shank; Mallon Cuerno Arcilloso y su hijo, Darri, a quien todos llamaban Media Asta

Raif meneó la cabeza despacio. Trece hombres solos en las planicies de los páramos parecían de pronto una presa increíblemente fácil, pues por la zona vagaban hombres de Dhoone, hombres de Bludd y hombres lisiados. El muchacho sintió un nudo en el estómago. Y los sull; los sull también andaban por allí.

Las oscuras tiendas manchadas por la intemperie aparecieron ante ellos, todo estaba en silencio y no se veían ni caballos ni perros. La fogata era un oscuro agujero abierto en el centro del espacio desbrozado, y algunos faldones sueltos de tiendas ondeaban violentamente al viento, como estandartes al final de la batalla. Drey se había adelantado, pero entonces se detuvo y aguardó a que Raif se reuniera con él; respiraba con fuerza y a toda velocidad, y el aire expulsado surgía por su nariz y boca en grandes bocanadas blancas. No volvió la cabeza cuando su hermano se acercó.

—Desenvaina tu arma —siseó.

Raif ya lo había hecho, pero golpeó la hoja de la espada corta contra la vaina de cuero curtido, imitando el ruido del arma al ser desenvainada. Drey avanzó al escucharlo.

El cuerpo de Jorry Shank fue el primero que encontraron; estaba tumbado en una zanja de alimentación cerca de los postes para los caballos, y Drey tuvo que darle la vuelta para localizar la herida que le había causado la muerte. La parte del rostro de Jorry que había estado en contacto con el suelo había adquirido el rubor amarillento de la carne congelada, y la herida era tan grande como un puño, profunda hasta alcanzar el corazón; había sido realizada con una gran espada, pero, por algún motivo, apenas si había sangre.

—A lo mejor la sangre se heló a medida que surgía de él —murmuró Drey, volviendo a depositar el cuerpo donde había estado. Las palabras sonaron como una plegaria.

—No tuvo ni la oportunidad de desenvainar su espada. Mira. —Raif se sorprendió ante lo sosegada que sonaba su voz.

Su hermano asintió; palmeó el hombro de Jorry y se apartó.

—Hay huellas de caballos. Fíjate.

Raif pateó el suelo cerca del primer poste. Le resultaba más fácil concentrarse en lo que podía ver allí, en el perímetro del campamento, que dirigir su punto de mira en dirección al círculo de tiendas, y especialmente a la andrajosa, y muy remendada, tienda de cuero y fieltro de ante que pertenecía a Tem Sevrance.

—Estas huellas de herraduras no las hicieron caballos Granizo Negro —añadió Raif.

—Los hombres de Bludd utilizan una herradura estriada.

También lo hacían otros clanes e incluso algunos hombres de ciudad, sin embargo, Raif no sentía ningún deseo de contradecir a su hermano. Las filas del clan Bludd aumentaban, y los ataques a la frontera y al ganado se habían vuelto más frecuentes. Vaylo Bludd tenía siete hijos, y se rumoreaba que deseaba un clan propio para cada uno de ellos. Maza Granizo Negro decía que Vaylo Bludd mataba y se comía a sus propios perros, incluso cuando tenía carne de alce y oso girando en el asador sobre el fuego. Raif no creía en absoluto esa historia —que un miembro de un clan se comiera uno de sus perros era considerado una especie de canibalismo, que se justificaba tan sólo en caso de inanición por culpa del hielo y de una posible muerte inminente—, pero otros, incluido Drey, sí lo hacían. Maza Granizo Negro era tres años mayor que Drey: cuando hablaba, el otro escuchaba.

A medida que Drey y Raif se fueron aproximando al círculo de tiendas, su paso se hizo más lento. Había perros muertos tumbados en el polvo, con la saliva congelada alrededor de los despuntados colmillos y el pelaje desgreñado por el hielo. Ojos fijos y amarillos los miraban desde las enormes cabezas grises, mientras que los vientos glaciales habían dejado erizados los pelos de los lomos, lo que daba a los cadáveres de los perros el aspecto de búfalos de cuello arracimado. Al igual que en el caso del cuerpo de Jorry Shank, había muy poca sangre.

Raif olía a metal fétido y apestoso por todas partes. El aire que rodeaba el campamento parecía diferente; aunque él carecía de palabras para describirlo, le recordaba la superficie en proceso de lenta congelación de las aguas del lago del Viejo Tonelero. Algo había provocado que el aire mismo se enrareciera y cambiara, algo con la fuerza del invierno.

—¡Raif! ¡Aquí!

Drey había entrado en el interior del círculo de tiendas y estaba arrodillado cerca de la fogata. Raif vio la acostumbrada hilera de cacharros y pieles puestas a secar suspendidas de ramas de pícea sobre la hoguera y el montón de leños aguardando a ser cortados para el fuego. Incluso distinguió el cuerpo medio despedazado del oso negro que Dagro Granizo Negro había derribado el día anterior en el prado de juncias situado al este. La piel, de la que se había mostrado tan orgulloso, había sido colocada a secar en una percha cercana, y el cazador había planeado entregársela como regalo a su esposa, Raina, cuando la partida de caza regresara a la casa comunal.

Pero Dagro Granizo Negro, jefe del clan Granizo Negro, jamás regresaría a casa.

El muchacho estaba arrodillado junto al cuerpo de Dagro, parcialmente congelado. El caudillo había recibido un impresionante golpe de sable por detrás. Tenía las manos salpicadas de sangre, y la cuchilla de hoja gruesa que todavía sostenía en la mano aparecía igualmente manchada; pero la sangre no era ni suya ni de sus atacantes: procedía del cuerpo desollado y destripado del oso que yacía a sus pies. Dagro, sin duda, estaba dando fin al descuartizamiento cuando lo atacaron por la espalda.

Raif tomó aire con una inspiración veloz y vacilante, y se dejó caer junto a su hermano. Sentía un nudo en la garganta. El enorme rostro de oso de Dagro Granizo Negro lo contemplaba, y el jefe del clan no parecía en paz. Había furia congelada en su mirada, y el hielo de la barba y el bigote enmarcaba una boca crispada en una expresión colérica. Raif dio gracias a los Dioses de la Piedra de que su hermano no fuera la clase de persona que hablaba sin necesidad, y los dos permanecieron sentados en silencio, con los hombros rozándose, mientras presentaban sus respetos al hombre que había mandado el clan Granizo Negro durante veintinueve años y era amado y honrado por todos sus miembros.

—Es un hombre justo —había dicho Tem en una ocasión, refiriéndose al jefe del clan en un raro momento en que se sintió inclinado a hablar sobre otros asuntos que no fueran la caza y los perros—. Puede parecer poca cosa, y encontraréis a otros en el clan dispuestos a amontonar toda clase de alabanzas sobre la cabeza de Dagro Granizo Negro, pero la imparcialidad es lo más difícil de poner en práctica día tras día. Un jefe puede encontrarse con que tiene que hablar en contra de aquellos que le han jurado lealtad y contra su propia gente. Y eso no resulta fácil para nadie.

Raif se dijo que ese había sido uno de los discursos más largos que había escuchado jamás de labios de su padre.

—No es lógico, Raif —se limitó a decir Drey mientras se alzaba para apartarse del cuerpo de Dagro Granizo Negro, pero su hermano comprendió lo que quería decir. No era lógico.

Allí había habido gente a caballo; se habían usado sables y espadones; los caballos del clan habían desaparecido, robados, y los perros habían sido eliminados brutalmente. El campamento se encontraba en campo abierto, y Maza Granizo Negro montaba guardia: un grupo de ataque no podría haberse acercado sin ser visto. Los hombres a caballo hacían ruido, en especial allí, en las Tierras Yermas, donde la pétrea tundra trataba con crueldad a todo lo que viajaba sobre ella. Y luego estaba la falta de sangre…

Raif se echó hacia atrás la capucha y se pasó una mano enguantada por la enmarañada cabellera negra. Drey se encaminaba hacia la tienda de Tem, y su hermano quiso llamarle para que regresara, para decirle que debían comprobar primero las otras tiendas, los hoyos donde se extraía la grasa, la orilla del río, el perímetro más exterior, cualquier sitio excepto esa tienda. Como si percibiera una pequeña parte de lo que pensaba su hermano menor, el otro se volvió, le dedicó una leve señal con la mano para que se acercara y luego aguardó. Dos brillantes puntas de dolor aguijonearon la parte posterior de los ojos del muchacho. Drey siempre esperaba.

Juntos, los hijos de Tem Sevrance penetraron en la tienda de su padre. El cuerpo se encontraba justo a unos pocos pasos de la entrada, y parecía como si el caído hubiera estado a punto de salir cuando el sable le había partido el esternón y la clavícula, enviando pedazos de hueso al interior de la tráquea, los pulmones y el corazón. Se había desplomado con la espada corta en la mano, pero al igual que en el caso de Jorry Shank, el arma no estaba manchada de sangre.

—Otra vez un sable —indicó Drey con voz aguda, que luego se tornó ronca cuando intentó controlarla—. A los Bludd les gusta usarlos.

Raif no dio muestras de haber escuchado las palabras de Drey. Bastante tenía con permanecer allí y contemplar el cadáver de su padre. De repente, se encontró con un vacío demasiado grande en el pecho. Tem no parecía tan rígido como los otros, y el joven se quitó el guante derecho y se inclinó para tocar lo que resultaba visible de la mejilla paterna. Carne fría, sin vida; no congelada, pero totalmente fría, ausente.

Apartándose como si hubiera tocado algo abrasador en lugar de simplemente frío, Raif se frotó la mano en los pantalones de ante para limpiarse lo que fuera que imaginaba que había en ella.

Tem se había ido.

Ido.

Sin esperar a Drey, apartó el faldón de la tienda y salió al campamento, que empezaba a quedarse rápidamente sin luz. El corazón le latía con violentos golpes irregulares, y hacer algo parecía el único modo de detenerlo.

• • •

Cuando Drey lo encontró un cuarto de hora más tarde, el brazo derecho de Raif estaba desnudo hasta la altura del hombro y corría sangre procedente de tres cortes distintos, desde el antebrazo hasta la muñeca. Drey comprendió al momento y, rasgando su propia manga, se unió a su hermano mientras este paseaba por entre los hombres asesinados. Todos habían muerto sin sangre en sus armas, y como para un miembro de un clan no había honor si se moría con la espada inmaculada, Raif iba tomando las armas una por una, y pasaba las hojas por la propia carne, utilizando su sangre como sustituto. Era lo único que los dos hermanos podían dar a su clan. Cuando regresaran a la casa comunal y alguien preguntara, como siempre sucedía, si los hombres habían muerto luchando, Raif y Drey podrían responder entonces que «sus armas estaban tintadas de sangre».

Para un miembro de un clan esas palabras poseían un gran valor.

Así pues, los dos hermanos recorrieron el campamento y fueron descubriendo cuerpos dentro y fuera de las tiendas: algunos, con pálidos carámbanos de orina congelados entre las piernas, otros, con los cabellos en erizadas marañas allí donde los habían sorprendido bañándose; unos pocos, con helados pedazos de cuajada negra todavía en las bocas, y un hombre Meth Ganlow, con los rechonchos brazos cerrados alrededor de su perro favorito, protegiendo al lobezno incluso en la muerte. Un único mandoble había matado tanto al hombre como al animal.

No fue hasta más tarde, cuando la luz de la luna formaba estanques plateados sobre el duro terreno y el cuerpo de Tem descansaba junto a la hoguera, cerca de los otros pero colocado aparte, que Raif se detuvo en seco.

—No hemos encontrado a Maza Granizo Negro —dijo.