Se acostaba con Biasi. Había sentido su acecho desde el heliavión. Cuando llegaba la oscuridad él se metía en su camastro; a manera de cortina ponían una sábana entre la cama de arriba y la de Yaz. A veces se acordaba de que en Megara había prometido acostarse sólo con quienes le interesaran de verdad y se le iba el deseo y le pedía que se fuera. En Iris no fue capaz de mantener su palabra porque al poco tiempo era ella la que buscaba a Reynolds y a Prith. La soledad y la costumbre la volvían incapaz de mantener su decisión.
Si quería podía acostarse con cualquiera de los shanz. Debían estar cansados de coger entre ellos, pero no le llamaban la atención.
Estuvo a punto de contarle a Biasi de las cosas que veía. Los tigres al acecho, sus ojos brillantes en la oscuridad, a las espaldas de él, cuando estaba sobre ella en la cama. La tierra que se abría para engullirla. Los dragones proliferantes de color rojo que daban vueltas sin cesar, mordiéndose la cola. El monstruo con el falo sangriento en torno a su cintura, devorando a gente mientras caminaba por el poblado. El ejército de shanz sin cabeza desfilando camino a un precipicio. No lo hizo porque no debía confundirse. Biasi no estaba interesado en ella, no daba para historias cándidas en la intimidad. Nada más quería desahogarse, ponerse al día con un rito animal. De modo que seguía enfrentándose sola al daño. Porque de eso se trataba, afirmaba convencida en sus momentos de lucidez, de un daño cerebral. Ver lo que no estaba ahí, sin drogas, era resultado de las drogas. De cuáles, no lo sabía. Perder el tiempo, tratar de seguirles la pista. Para qué, además. Tampoco las dejaría.
Biasi hablaba de cosas extrañas, como si estuviera buscando maneras de conectarse con ella y no supiera cómo hacerlo. Una mañana apareció con un sapo muerto en una bolsa. Grande, lleno de verrugas, la piel color barro. Los sapos se habían extinguido Afuera; en Iris existían algunas variedades.
Lo comes y mueres, dijo él. Sus huevos igual de tóxicos. Según el Instructor lo trajeron de América pal control de los insectos. Un sapo caníbal. Le gusta comer sus propios huevos, es inmune a sus toxinas. Una forma de explotar un recurso abundante que otros animales no tocan. O de eliminar rivales futuros ko. El valle está lleno de animales caníbales. Los machos de la zhizu colorada se entregan voluntariamente a ella pa que se los coma. Lo hacen después de procrear. Hay un gusano que tras tener a sus crías se entrega a ellas pa que se lo coman y así puedan sobrevivir. Monos que no pueden hacerse cargo de todas sus crías escogen cuáles comerse con sus crías mayores.
Yaz extrañaba los relatos de Reynolds. En los días del Perímetro iba a visitarla a su cubículo para que ella le proveyera de swits fuertes, incluso a veces polvodestrellas. Él no quería que nadie se enterara de que los usaba, eso socavaría su autoridad. Ella se reía, si todos lo hacen no es pecado, pero él insistía. Le gustaba hablar. Narraba hechos de su pasado, historias contradictorias entre sí, como si una sola vida no hubiera bastado, como si hubiera vivido muchas vidas. O quizás tenía memorias de gente diferente, algunos artificiales eran así, sus recuerdos se construían a base de una mezcla de pasados dispersos. La vez que había sido mercenario y participado en una guerra o cuando trabajó de jefe de prisiones en Nova Isa. Allí, entre los prisioneros, había descubierto el fervor que podía producir Xlött. Ella quería saber si era artificial y él se reía: algo peor. Kreol. Su padre había sido contratado por SaintRei para administrar la prisión de Nova Isa, así llegó a Iris. Él y Luk, su hermano menor, nacieron en Nova Isa. Sus padres habían muerto y Luk vivía en las afueras de Kondra y una vez cada seis meses lo iba a visitar. Su rostro se ensombreció: le hubiera gustado verlo más seguido, Luk era todo para Reynolds. Era capaz de dar su vida por él. De hecho, la estaba dando.
Me escuchas, Biasi dejó la bolsa con el sapo en una mesa, extrajo papeles arrugados de uno de sus bolsillos y se los dio a Yaz.
Son varias páginas y quién escribe todavía a mano.
Calla y lee.
Una noche Kass tuvo una pesadilla. Un meteoro caía del cielo cerca della. La piel se decoloraba, perdía la vista, un cáncer se desarrollaba en los pulmones y se desencarnaba a los pocos días.
No era difícil interpretar la pesadilla. El meteoro correspondía a lo que sus brodis llamaban de manera poética la lluvia amarilla. Entendía los mitos mas quería saber la verdad. Aprendió el lenguaje de los pieloscuras y se puso a investigar. En Nova Isa se hizo amiga de pieloscuras que trabajaban en organizaciones protectoras de derechos irisinos. Le relataron diferentes versiones de la historia, mas los elementos centrales coincidían. Habló con los mayores de Nova Isa y de los pueblos de las cercanías. Fue paciente al escuchar sus relatos. Tradujo las metáforas en hechos.
Así descubrió que a mediados del siglo pasado el Reino había pedido permiso a Munro pa desarrollar pruebas nucleares nun sitio desierto en Iris. Munro aceptó, y escogió un lugar en las cercanías de Joanta. Se ordenó la relocalización de los irisinos a otras islas, mas muchos se negaron a abandonar Iris porq’era un lugar sagrado pa ellos. Munro autorizó que las pruebas se llevaran a cabo una vez que las familias de pieloscuras que vivían allí hubieran partido.
La lluvia amarilla fue lanzada desde bombarderos del Reino. La explosión fue en principio silenciosa, más veloz que su propio sonido estremecedor. Al contacto con el suelo se levantó una nube radiactiva que impidió la visibilidad durante varios días. No hubo sobrevivientes entre los irisinos que se quedaron en Joanta.
Hubo varias pruebas a lo largo duna década.
En las pesadillas de Kass, una lluvia de meteoros destrozaba el cráneo de todos sus conocidos. Trataba de imaginar ese momento. Los irisinos que habían estado presentes cuando se inició la gran Transformación. Los que vieron cómo la piel se les caía a jirones, los brazos se les chamuscaban, el tórax se les disolvía. Un soplo de ácido que les quitaba la vida. Un asesino letal, casi invisible.
Los irisinos dotros pueblos en la isla sufrieron problemas desde la llegada de la primera lluvia. Su piel se fue decolorando, con los años adquirió su característico color claro. Muchos se quedaron ciegos, otros perdieron la pigmentación del iris. Hubo a quienes la cara se les llenó de pústulas. Nacían niños con defectos físicos, se hizo habitual el cáncer de la piel, el de la médula ósea, el de la sangre.
Por las noches, Kass sentía el latir trepidante de su corazón y se mareaba tratando de adivinar qué enfermedad había anidado ya en sus órganos. Suficiente despertar con los ojos legañosos pa creer que se quedaría ciega ese mismo día. La punzada dun músculo cuando hacía un movimiento brusco la desalmaba. Su vida era esa sangre que brincaba en sus arterias, esa sangre quizás infectada que bullía bajo la piel. Sólo quería que no se detuviera hasta q’ella pudiera concluir sus investigaciones.
Inicialmente Munro se negó a reconocer que las pruebas habían afectado a los irisinos. Con el tiempo aparecieron soldados veteranos del Reino que hicieron público que tenían cáncer y sospechaban que se debía a que fueron obligados por sus superiores a permanecer cerca de donde se habían realizado las pruebas. El Reino debió aceptar que había usado a sus propios soldados para probar los efectos de la radiación nuclear en seres humanos. Treinta años después de las pruebas pagó una indemnización a los soldados que seguían vivos y a sus familias. Munro también tuvo que pagar una indemnización a los irisinos, mas decretó una zona de exclusión en torno a la isla. A partir dese momento ningún irisino afectado por la radiación podía abandonar Iris. La contaminación no debía extenderse Afuera.
Poco después llegó la gran ironía: se descubrieron minas de X503 cerca del lugar de las pruebas. Llegó SaintRei y con ésta aventureros de toda laya. Pa explotar las minas casi todos los irisinos jóvenes fueron forzados a trabajar allí y así acercarse al Lugar (Joanta se convirtió en Megara, palabra irisina que significa lugar). Supuestamente todo esto era de dominio público, mas Munro no hacía mucho por q’esa historia se enseñara. En Iris esa información casi no circulaba.
Kass se convirtió nuna activista. Todas las mañanas iba a los templos irisinos a distribuir información sobre las pruebas. A veces la dejaban dirigirse a toda la congregación. Visitaba las iglesias cristianas tu. Confiaba en que había pieloscuras dispuestos a escucharla, a enterarse de cómo su gobierno estaba manchado de sangre inocente. Más duna vez se apostó frente al palacio del gobernador de Megara, y sus declaraciones incendiarias fueron reproducidas en los medios. Decía q’era una vergüenza el servilismo de Munro con las grandes potencias. Decía que los papeles podían insistir en su estatus de protectorado, mas era más importante saber que en espíritu los irisinos eran orgullosos e independientes. Insistía en lo fundamental de abolir el servicio en las minas en las afueras de Megara, uno de los sitios más tóxicos. No sólo eso, había que evacuar la isla y proceder a un trabajo de descontaminación. Con los iris de sus ojos translúcidos, las frecuentes apariciones de Kass conmovían a pieloscuras e irisinos.
En eso estaba cuando le llegó la orden de ir a trabajar a las minas. Vendrían por ella al día siguiente. Se quedó tiesa. Cuatro años de su vida. La idea era intolerable. Había pensado que sus contactos y su visibilidad permitirían un trato privilegiado. Que la dejarían continuar con sus investigaciones. Era necesario que alguien se dedicara a desentrañar los detalles más perversos de lo ocurrido.
Fueron meses duros en las minas. Al llegar al segundo año Kass se sintió desfallecer —estaba débil, había perdido peso, dormía poco—, y pese a su espíritu racional decidió entregarse a Xlött. Quería q’el Dios la ayudara a terminar su servicio y volver a los estudios, al activismo. Den le llegó nun sueño, como una broma de mal gusto, la orden del verweder.
No tuvo mucho tiempo pa pensar en todo lo que le faltaba por hacer. El abrazo del Dios le llegó días más tarde, mientras dormía.
De dó sacaste esto.
No interesa. Dicen que lo escribió la que hizo volar el café nel Perímetro. Es la historia desta isla. Nosa historia. La gente ki sufre. Quiero que Xlött despierte y el Advenimiento ocurra duna vez.
El tono, la convicción hicieron que Yaz se estremeciera. Eran del mismo bando entonces. Pero ella prefería quedarse callada. Tampoco estaba segura de los motivos de Biasi.
Te puedo reportar por traición.
Todo Alaniz puede ser reportado. Ninguno está ki como premio a sus servicios. Todos han hecho algo que merece un castigo de los peores.
Biasi estaba en lo cierto. Qué era lo que había hecho ella para ser enviada a Alaniz. Proveer de drogas a los shanz. Pero eso no era una transgresión mayor, los oficiales querían que los shanz estuvieran bien provistos de swits. Entonces qué. Una junki. Tampoco pa tanto. Se acostó con muchos oficiales y shanz. Después de Reynolds, Prith y luego los demás. Tampoco justificaba un castigo. O sí. Quizás SaintRei la había elegido al azar. Se necesitaban médicos y ella estaba disponible. Quizás quizás. Lo otro, lo más complicado, era que simplemente supieran que ella tenía fe en Xlött. Antes de que terminara de formular el pensamiento se dio cuenta de que ésa era la razón. Pero cómo. Había tratado de mantenerlo en secreto. En el Perímetro no había hablado con nadie sobre ese tema. Igual no importaba. SaintRei tenía redes de informantes. Quizás Mayn, quizás Aquino.
Biasi metió los papeles arrugados en el bolsillo y salió del cuarto. Yaz agarró la bolsa con el sapo y la tiró a la basura.
Jiang anunció en el desayuno que esa mañana saldrían de patrulla a explorar. Habían enviado drons para conseguir información, pero resultaban inútiles por las interferencias magnéticas. Uno de ellos no había vuelto a Alaniz. Yaz imaginó a un dron que sobrevolaba los árboles/ríos/villorrios de Malhado hasta que alguien lo hacía explotar en el aire. Un dron que manchaba el cielo del valle con la estela plomiza de la explosión.
Jiang pronunció los nombres de quienes lo acompañarían. Yaz iría en el grupo. Para mostrar que iban en son de paz, los chitas se quedarían en el puesto.
Destellos rojizos del sol golpeaban las paredes de Alaniz. Todos los días iguales en Malhado, una luz cegadora que inicialmente hacía felices a todos y luego exasperaba. Cinco horas de verdadera oscuridad en las que intentaba dormir como los irisinos, extraviada de la realidad, pero nunca terminaba de acostumbrarse: quedaban las huellas del lugar de donde provenía, que estaba tan lejos pero todavía marcaba, un virus, un tatuaje con el que debía aprender a convivir.
Emprendieron la marcha por un sendero entre jolis de ramas punzantes y troncos recubiertos de liquen y moho, en la parte baja de la corteza inquietantes heridas negras como secuelas de relámpagos. Algunos jolis se elevaban al cielo sin descanso, escudados por una compleja corona de ramas. El follaje espeso impedía el paso de los rayos del sol, creaba un ecosistema frío y húmedo del que se habían adueñado helechos gigantes y hongos de sombreros acampanados. Yaz escuchaba nerviosa ruidos entre los árboles, a veces distinguía la rauda silueta de un mono o la de un pájaro que levantaba vuelo, una nube anaranjada de mariposas alas-depájaro. La fragancia de los jolis cosquilleaba en las fosas nasales; tres o cuatro juntos se le antojaban un gigante contemplativo a la vera del camino.
Se dirigían cuesta arriba a paso lento. La sed les atenazaba la garganta. Entre los que venían con Yaz estaban Menezez, un gigante musculoso capaz de cargar un lanzamisil en la espalda sin un solo gesto de molestia, y Rakitic, delgado y de cráneo aplastado.
Se detuvieron al borde del río conocido como las Aguas del Fin, fueron acribillados por noejís y márìws. Yaz trató de espantarlos pero no sirvió de mucho. Flotaban sobre el agua fangosa y quieta insectos que brillaban y que le recordaron a las luciérnagas. Dónde estaban los arroyos verdiazules que había visto en el Qï. Éste era un río tenebroso y maloliente.
Dos dragones de Megara salieron del agua y se acercaron a la orilla. Uno de ellos se puso a comer los hongos semienterrados entre las piedras de la costa. Miraba de reojo a los shanz. Yaz observó que tenía las pupilas dilatadas. Mayn decía que los dragones de Megara vivían solos en el mundo, incomprendidos por su tamaño y por ser animales rastreros, incapaces de subir a las estrellas. Comían hongos porque andaban en la búsqueda constante del Gran Dragón allá en el cielo, uno de los guardianes principales. En la mitología irisina había historias de dragones de Megara que después de ingerir hongos podían volar y ponerse en contacto con el Gran Dragón. Y esa postura del dragón que después de comer hongos tenía la mirada perdida en el vacío había inspirado el concepto del hemeldrak o tirarse-alcielo que ocurría después de la ingestión del jün. A Yaz le gustaba estar hemeldrak. Como muchos irisinos, vivía para el hemeldrak.
Yaz sólo podía pertenecer al clan del dragón de Megara. Un animal con las pupilas dilatadas tenía que ser uno de los suyos.
Escuchó gritos. El río de las Aguas del Fin era la línea divisoria entre el territorio que podía controlarse desde la torre de observación de Alaniz y la zona en la que era posible que estuvieran Orlewen y su gente. Se relajó al ver a Jiang moviendo las manos con displicencia. Ordenaba cruzar el río. Había aparecido un anciano que les dio la bienvenida inclinando la cabeza. Tenía un rostro de pájaro, los ojos muy juntos, una nariz alargada y bulbosa. Una nariz deforme: con un poco de esfuerzo, Yaz podía reconocer contornos familiares en los irisinos. Era como si al bodi básico le alargaran el cuello, le explotaran la nariz, le estrecharan los ojos, le quitaran la coloración. Bodis mutantes. Nos deben ver igual son la norma nos el defecto nosa perfección es imperfecta pa ellos la simetría la armonía sus errores genéticos.
Jiang extendió la mano al anciano. Era el barquero que los llevaría a Fonhal. La barca era una suerte de isla flotante construida de manera rudimentaria, tablones de madera alineados uno al lado del otro, unidos y reforzados por lianas. Yaz vio madera carcomida al subir a la barca e imaginó que ése podría ser el último viaje. Tuvo una visión: los tablones se transformaban en brazos de seres poderosos sin rostro, seres surgidos de las profundidades que agarraban de los pies a los shanz y a ella y se los llevaban consigo de regreso a ese hueco de donde habían salido. Se contuvo de gritar. Cerró los ojos.
La barca se deslizó silenciosa por las Aguas del Fin. Los shanz trataban de no moverse, quizás también preocupados por la precariedad de la embarcación. A medida que avanzaban, Yaz se fue tranquilizando. La costa se acercaba, y ella se sintió cumpliendo un rito iniciático del cual sobreviviría.
Habían llegado a Fonhal, el villorrio con el que Alaniz mantenía relaciones cordiales; les aprovisionaba de víveres a cambio de ropa y medicinas. Yaz y sus brodis estaban ansiosos: Orlewen podía estar muy cerca de ellos. Yaz trató de calmarse imaginando si alguna vez en Megara atendió sin saberlo a Orlewen. Tantos jóvenes habían pasado por la posta, casi todos amables con ella y a la vez hostiles a SaintRei; no le habría extrañado que uno de ellos hubiera sido el futuro líder de la insurgencia. Veía la cara de Orlewen en las paredes de los edificios de Iris y recordaba a un joven al que había salvado de la picadura de una dushe. Cuando se echó en la camilla y estiró la mano ella sintió que eran gestos de alguien que la miraba en menos. Estaba acostumbrada a la humildad, a la venia solícita, pero no había nada de eso en ese joven. Sí, aquél podía haber sido. Qué habría sido de él. No lo había vuelto a ver.
Siguieron al anciano y a Jiang y cruzaron por una explanada antes de ingresar al poblado. Las chozas estaban construidas sin respetar ningún tipo de ordenamiento, con entusiasmada anarquía, y las rodeaban árboles de troncos que concluían en un penacho de ramas del que colgaban cápsulas espinosas. Los dragones de Megara se desplazaban con pesadez por entre las chozas, junto a otros animales que Yaz no conocía y que parecían castores gigantes. Mujeres y ancianos se asomaron a verlos. Un pueblo sin jóvenes, se asustó Yaz. Todos en las minas o nel valle apuntándonos a punto de destrozarnos con sus balas explosivas.
Mientras Jiang se reunía con los ancianos en un templo en el centro de Fonhal, Yaz se quedó afuera con otros oficiales y shanz. Las mujeres y los ancianos los observaban sin pronunciar palabra. Casi todas las mujeres eran de cuello alargado. Una de las tantas paradojas de Iris, que al principio esos aros que se colocaban en torno al cuello fueran un símbolo de belleza o de adoración a Xlött —una sana competencia: más aros, mayor entrega al Dios—, pero que ahora se hubieran convertido sobre todo en una forma propicia de subsistencia (las mujeres de los pueblos se hacían colocar aros y luego iban a las ciudades a dejarse sacar holos con shanz y pieloscuras a cambio de geld).
Yaz sintió que nada de eso ocurría. Estaba en un valle de espectros, la rodeaba un espejismo. Los aros desaparecían del cuello de las mujeres, la piel se hacía transparente y ella descubría los músculos palpitantes de la garganta, los huesos que sostenían la cabeza para que no se fuera del bodi; se caía el disfraz de los ancianos y aparecían jóvenes campesinos, armados y vengativos. A ratos la realidad se reconstruía y asomaba el miedo, la tímida sensación de que estaban en Fonhal. Luego todo volvía a quebrarse y ella era devorada por el vacío.
Hizo esfuerzos por volver. Debía acordarse en todo momento de las lecciones del jün. Xlött estaba con ella, todo saldría bien.
Rakitic le hacía gestos obscenos con la lengua; tuvo que hacer un ruido con la boca para que Yaz comprendiera que él estaba a su lado. Él dijo que si quería podía dejar que jugara con su verga. Yaz insinuó que era cuestión de que le indicara dónde y ella lo seguiría. Rakitic le señaló detrás de una choza. Ella lo acompañó; lo miró bajarse los pantalones, le tocó la verga y esperó. No se le paraba. Se dio la vuelta y se fue. Era con esos gestos que se ganaba el respeto de los shanz.
Regresó a donde estaba el grupo. Podía ver en los rostros de los shanz el desdén hacia los irisinos y también el terror, unido a la esperanza de que pronto terminara su servicio en el valle. Algunos contaban los días, otros las horas. El pánico no era difícil de entender, se lo aceptaba como parte de la vida cotidiana. Lo intolerable era la cobardía. Sólo la había visto de cerca una noche en Megara, cuando debía participar en una ceremonia del jün. Fue con Aquino, el filipino que trabajaba con ella en la posta y con quien había vivido pocos días antes su experiencia con Mayn y el qaradjün, tan impactante que quisieron repetirla. Se reunieron en casa de Mayn. Caía la noche. El irisino que los guiaba se metió bosque adentro por un sendero; los chillidos de los lánsès los pusieron nerviosos. No recordaba cuánto habían caminado. El irisino se detuvo en un claro al lado de una choza. La puerta se abrió y apareció un hombre que llevaba una máscara con el rostro de una dushe. El qaradjün. Aquino se puso a temblar y Yaz le pidió que se calmara. El guía dijo algo que ella entendió como una advertencia: no podían entrar en la choza si había miedo en sus corazones. Pero lo de Aquino iba más allá del miedo. Tranquilo, le dijo Yaz. Estamos en buenas manos. No puedo no puedo. Aquino se dio la vuelta y corrió por el sendero por donde habían venido. Yaz lo persiguió. Esa misma noche, Aquino se fue de Megara. Nunca más supo de él.
Yaz atendió a dos mujeres de la comunidad. Una tenía las encías infectadas, la otra picaduras de zhizu. Mucho de lo que sabía lo había aprendido de los irisinos. Los meses en Megara habían sido fundamentales para ella. Los primeros días fueron de asombro, al ver cómo los dragones circulaban libremente por las calles de la ciudad y a veces incluso entraban en las casas, moles de hasta tres metros de longitud con una cola del tamaño de su bodi, dientes afilados y sangrientos, una lengua bifurcada. Lagartos enormes, talcual. Aprendió a no moverse cuando ingresaban a la posta, dejar que la olisquearan, porque decían que su mordedura era tóxica y letal. Se alimentaban de lánsès/goyots/monos/venados, atacaban a los seres humanos sólo si éstos se movían. Megara, la ciudad de los dragones y del jün. Tan borboteante de actividad, y de pronto quieta cuando aparecían los dragones, como si un demiurgo travieso la hubiera congelado con un hechizo.
En Megara no sólo se había convertido en doctora de verdad; también había descubierto el poder del jün. Se entretenía con los swits y le gustaba que los shanz se iniciaran en las drogas, pero con el jün era diferente. No la consideraba una droga; más bien una planta consagrada a Xlött. Había que respetarla; era el viaje. Le tomó tiempo descubrir que viajar no significaba necesariamente desplazarse. Había viajado más sin moverse de Iris y Megara que cuando era una adolescente y después de lo ocurrido con Pope se lanzó a los caminos. Fue pescadora en un pueblito colombiano, se cambió de nombre cuando ingresó a una secta ovni andina en Ecuador, dizque se convirtió en enfermera para combatir la plaga que diezmaba a las republiquetas mexicanas. Nada se comparaba a la travesía en jün.
Jiang salió de la reunión. Era hora de volver al puesto. Yaz agradeció que el camino de regreso fuera de bajada.
Colás marchaba a su lado. Yaz dijo que le habían llamado la atención los dragones.
No sabía que su hábitat era Malhado tu. Esta región no deja de sorprenderme.
Colás la miró como si ella hubiera cometido una transgresión.
Pasa algo, dijo Yaz.
Sí, dijo él. Yo no vi ningún dragón.
Ella se detuvo.
Estás bien, dijo él.
Lo estaré, dijo ella. Colás continuó la marcha.
Se preguntó qué era real. Quizás ni siquiera estaba en Malhado. Quizás seguía en el Perímetro. O mejor aún, en la posta sanitaria en Megara.
Tal vez ni siquiera había llegado a Iris.