Los heliaviones aterrizaron en un descampado al pie de una de las montañas y el capitán de la compañía que se marchaba se acercó a saludar a Jiang. Hubo órdenes de descender. Yaz agarró el pack con sus pertenencias y se lo puso a la espalda. Saltó a tierra seguida de Marteen. No podía dejar de pensar en él como un traidor.
Pisaba por primera vez el valle de Malhado. Los nervios le impedían aquietar las manos. El calor era una muralla que dificultaba el avance. Los uniformes de grafex habían sido fabricados para resistir el avasallamiento del fengli y el sol. Aun así, Yaz sintió que el material elástico se le pegaba al bodi, dificultaba los movimientos. El sudor se le escurría por la frente.
Gritos de júbilo del puesto de observación a unos doscientos metros. De allí fueron saliendo hombres de rostros macilentos, ojos consumidos, uniformes sucios. Llevaban riflarpones y packs y su tranco era inseguro, como si estuvieran haciendo esfuerzos por mantener la fila. Pasaron al lado de los recién venidos y cesó el alboroto; miraron al suelo como si tuvieran orden de ignorarlos. Yaz sintió un tufillo maloliente. Quiso hablar con alguno, detenerlo, preguntarle cómo había sido su experiencia. No se animó a interrumpir su marcha. Quizás no era necesario. El Instructor le había informado que ese puesto y uno relativamente cercano tenían un alto porcentaje de muertes: ataques saicos, accidentes ocasionados por los propios shanz para que se los evacuara. Malhado hacía honor a su nombre.
El puesto de observación era una construcción precaria, hecha de maderas de los árboles del valle y un techo de concreto sintético reforzado sobre el que se posaban lánsès como aves carroñeras. Las habitaciones eran estrechas y en cada una había espacio para cuatro shanz (dos literas en el suelo, otras dos suspendidas). Baños con duchas de agua fría, una sala principal, la cocina con una despensa. Yaz vio un nombre por todos lados: Alaniz. Un shan muerto en combate en el valle. El puesto había sido bautizado con ese nombre. Alaniz. Le gustó cómo sonaba.
Fueron a los cuartos para adueñarse de las literas. A Yaz le tocaba con otro médico, Biasi, que no había dejado de mirarla a lo largo del viaje. Llevaba una cam y la apuntaba sin disimulo; ella sonreía, burlona. No era su tipo: bajito, rasgos caballunos. Pero no podía ser exigente. Eran privilegiados, tenían un cuarto sólo para dos. Al lado, un recinto pequeño que haría las veces de enfermería.
Yaz se asombró al ver la rapidez con que los chitas se movían llevando cosas de un lado a otro. Su espalda se ondulaba como la de un guepardo al correr. Ante el trabajo de ellos se sentía prescindible. Ése era el problema de todos los modelos de robots que había visto Afuera. La hacían sentir prescindible. Había habido protestas cuando se quiso dar a los chitas un rostro más humano, como había ocurrido con los artificiales. También se impidió que se les dieran nombres, se los individualizara. Debía quedar claro que eran máquinas.
Picaduras en los brazos. Noejís/márìws/tabannes. No los había sentido llegar. Los márìws eran casi invisibles. El noejí transmitía una enfermedad que postraba en la cama y hacía tener alucinaciones pesadillescas; su picadura producía fiebre, dolores de cabeza persistentes, luego el coma y quizás la muerte. Antes de partir todos habían sido vacunados, pero una nunca estaba segura. La cinta repelente que llevaba en la muñeca no había servido de mucho.
Se acercó a una torre vigía desde la cual se podía ver el valle en su inmensidad. Una torre curiosa, que miraba la hondonada de abajo arriba: el promedio de muertes era alto porque las fuerzas de Orlewen atacaban desde las partes superiores de las montañas. Jiang decía que ese puesto era necesario porque había espacio suficiente para que los heliaviones aterrizaran, y que en los meses siguientes su labor sería expandirse, construir puestos a mayores altitudes, que sirvieran como puntos de enlace con puestos en otras partes del valle.
Yaz escuchó un silbido y pensó que era el fengli pero no había brisa. Aves de plumaje rojo cruzaron por sobre su cabeza; sus chillidos rebotaron en las laderas de las montañas. Recordó la leyenda irisina de los pájaros arcoíris: cada uno de ellos un color, de modo que sólo juntos pudieran formar la unidad del arcoíris. Creyó escuchar que decían notescondas escondas condas. Recordó una de las lecciones del Instructor: en el valle había eco por todas partes, no debía dejarse engañar por los sonidos.
Los heliaviones se alzaron verticalmente y partieron. Yaz los observó hasta que desaparecieron tragados por el horizonte.
Jiang ordenó a los shanz y a los chitas acomodar las provisiones y el armamento. Creó un sistema de turnos para la cocina, pero advirtió que la mayor parte del tiempo comerían de los paquetes preparados en el Perímetro. Organizó los horarios para que hubiera guardia permanente. Llamó Sala de operaciones al recinto más espacioso de Alaniz, en el centro del puesto, y allí se puso a revisar en el Qï los mapas de la zona. En las cercanías, cruzando las Aguas del Fin, estaba Fonhal, con la que Alaniz mantenía contacto. Un villorrio que cooperaba con información y al que se le compraba comida, por lo que sorprendió descubrir que allí se guarecía Orlewen. Bien mirado, no debía haber sido una sorpresa: su cooperación sistemática había hecho que Alaniz bajara la guardia. Yaz pensó en la traición, en las formas en que se las ingeniaba para desplegarse, en el deseo que llevaba al odio, al rencor. Su madre, esa noche que no se esfumaba, perdida en un juego de cartas con sus amigas. Yaz estaba en su habitación, cerca del esposo de su madre, Pope, el doctor, cerca de la tentaciónlas ganas-los sueños de una niña que había dejado de ser niña. Los ojos del doctor eran de madera clara. Cuencos inexpresivos en los que ella podía proyectar sus deseos, incapaces de ser educados.
El valle era uno de los territorios que SaintRei no controlaba del todo; Orlewen y sus tropas se escondían allí, en cuevas entre la maraña de árboles en las montañas, en las comunidades que lo salpicaban a las orillas de arroyos y ríos de aguas verdiazules. Orlewen había sido audaz al refugiarse en una comunidad tan cercana a Alaniz. Los puestos de observación habían sido creados por SaintRei para intimidarlo, hacerle saber que no se le regalaría ningún palmo de terreno. Eran puntos de avanzada, cabezas de playa. No solían durar mucho y la experiencia de la lucha en un territorio tan agreste como el de Malhado desgastaba a los shanz, pero compensaba el que se pudiera infligir bajas a Orlewen y se le hiciera ver que SaintRei estaba dispuesta a todo por derrotarlo.
Yaz debía prestar atención. Habría disparos de riflarpones y ametralladoras, habría cohetes, granadas, bombas. Era necesario percatarse de la gravedad de la situación. No estar distraída cuando se iniciaran las explosiones.
Se sentía mejor. Un poco más fuerte, la respiración tranquila, el corazón de regreso a su ritmo normal. Debía mantenerse así.
Ayudó a organizar la enfermería y se fue a dormir.
Apenas se levantó por la madrugada se dirigió a la torre. La neblina que cubría el valle se movía con rapidez y sigilo, como un animal monstruoso y ubicuo; de vez en cuando se hacía un claro y asomaban árboles espectrales, perfiles recortados de montañas en la lejanía que brillaban con los rayos del sol. Chillidos esporádicos de pájaros que se multiplicaban con el eco. Una vez, con el jün, Yaz había sido un ave majestuosa, un águila. Pudo sentir cómo le iban saliendo las alas en la espalda, el momento en que emprendía vuelo. Veía las ciudades desde arriba, planeaba sobre montañas y bosques. Cuando contó su experiencia en la posta a un incrédulo brodi de trabajo, éste le preguntó si había agitado los brazos para hacer como que se movían las alas, si había corrido, si había volado de verdad. Al contrario, dijo ella. Pa que la experiencia sea más poderosa hay que inmovilizarse. Cerrar los ojos. Sobre todo eso. Ver con los ojos cerrados.
No había dormido mal. Los noejís y márìws se aquietaban dentro del puesto, como si hubieran decidido respetar el ínfimo territorio de los shanz mientras que el resto del valle les pertenecía. Los más molestos eran unos insectos anaranjados como hormigas de cabeza gigantesca, conocidos como niños-delvalle. Con sus pinzas excavaban en la piel, entre los dedos de los pies, y anidaban dentro del bodi. Un par de shanz despertaron gritando por la noche. Biasi curó sus heridas con rapidez. Tenía las manos ágiles, eso había que reconocerle.
El Qï no funcionaba, ni tampoco los lenslets. Les habían advertido que en el valle rodeado por montañas no era extraño perder la conexión con la localnet y no recibir nada del Perímetro. Se preocupó; no habría Instructor y toda la información necesaria para situarse. Ni siquiera sabía en qué parte del valle estaba porque no podía acceder al holomapa. Nadie sabía cómo hacer muchas cosas sin el Qï o la información proporcionada por los lenslets. Y cómo se entenderían con los irisinos con los que se toparan. Los lenslets no eran perfectos pero al menos traducían algo, el sentido general de las frases.
Tuvo una imagen de los primeros días en Megara, cuando llegó a hacerse cargo de una posta. Las paredes estaban llenas de boxelders y en los árboles del patio abundaban serpientes finísimas y de relampagueante piel amarilla llamadas dushes. Trabajaba con otros médicos jóvenes y atendía desde la madrugada a enfermos que no hablaban mucho pero hacían gestos agradecidos cuando se marchaban de la consulta. A veces era difícil saber qué los aquejaba y debía adivinar a partir de la información proporcionada por el Instructor. La posta estaba en las afueras y buena parte del día se perdía la conexión con la localnet. Se sentía aislada y se preguntaba por qué había aceptado la oferta de SaintRei. Pregunta retórica: sabía la respuesta.
Más obstáculos para su liberación. Algún día debía ser capaz de internarse cuarenta días en el desierto, sola, sin Qï ni lenslets. Bueno, no sola. Con el jün. Dejar que las visiones le hablaran.
Esa primera mañana, Jiang ordenó reforzar las paredes con alambres eléctricos y pidió que se construyera una torre más para que Alaniz estuviera verdaderamente protegido. Los shanz y los chitas trabajaron todo el día con material traído en uno de los heliaviones; al final de la tarde concluyeron la obra. También ampliaron los baños, que estaban al aire libre en una parte posterior de Alaniz. Los shanz hacían bromas, se empujaban con aire travieso, escondían el arma del brodi. Zazzu imitaba sus voces, y también los ruidos del valle, gruñidossilbidos-aullidos que provenían de algún lugar entre la floresta y en las montañas. Había quienes jugaban tirándose una granada a pesar de que Jiang había pedido cautela.
Yaz salió del puesto con Gajani y Colás, a buscar ramas de árboles; el tronco de los jolis era grueso y duro y podía medir de setenta a noventa metros de altura; las bolitas rojas de las ramas despedían una sustancia viscosa con una fragancia picante que hacía llorar. Tardó en darse cuenta de que el tronco estaba tomado por esos niños-delvalle de cabeza enorme y translúcida. Alzó uno con dos dedos y dejó que caminara por la palma de su mano mientras los shanz se reían de su entusiasmada contemplación.
Nos tocó una naturalista, dijo Gajani.
Una fokin exploradora, dijo Colás.
Gajani apretó la cabeza del insecto y chorreó un líquido azul que quemó la mano de Yaz. La naturaleza rebelde, dijo Gajani, tatatachán, y Yaz contuvo las ganas de gritar. Dolía.
La cara que has puesto, dijo Gajani.
Yaz se fijó en la quemadura y sintió que se convertía en un hoyo que la tragaba. Las paredes eran membranosas y la tierra comenzaba a caer sobre ella. La enterrarían viva. La respiración se le entrecortaba.
Sáquenme.
La miraron pero ella no los miraba.
Sáquenme plis.
Gajani la abofeteó.
Despierta di.
Al borde del hoyo estaban su madre y el doctor.
Pope, la voz angustiada. Sácame de ki.
Ningún Pope ki.
Las paredes membranosas latían. Yaz quiso apoyarse en ellas y se desvanecieron. Estaba tirada de bruces en el suelo, dos personas se inclinaban sobre ella, movían su bodi, le humedecían el rostro.
Logró recuperarse, pero aun así le quedaron secuelas durante el resto del día. Puntos rojos y verdes que orbitaban delante de ella. Puntos que a veces intentaban succionarla. Pidió a Gajani y Colás que no contaran nada. Hacía días que tenía visiones. Había estado trabajando mucho, necesitaba descansar.
Nostás nel mejor lugar, Gajani la miraba con los ojos bien abiertos. Todavía no se había repuesto de la sorpresa.
De regreso a Alaniz Yaz se puso una pomada para las quemaduras y el dolor desapareció, pero no la mancha azul en el centro de la palma. Fokin niños-delvalle. Acarició su cráneo pelado, se acordó de las paredes membranosas del hoyo, se preguntó de cuántas formas más Iris la cambiaría.
Sus labios sabían a tierra.