Lo primero que hizo cuando despertó en ese diminuto cuarto de hospital fue preguntar por Song. Un responsable de SaintRei le advirtió que no debía declarar nada de lo ocurrido a los medios, demasiadas filtraciones en los últimos meses los obligaban a ser cuidadosos. Reconstruirían a Song, dijo. El responsable tenía las mejillas estiradas y la piel de la frente lisa, como si jamás hubiera fruncido el ceño.
Ha perdido las piernas y tiene el pecho destrozado. Necesitará implantes pa ver.
Vivirá den.
Más le hubiera valido morir.
Una enfermera entró al cuarto para ajustarle la morfina y el responsable aprovechó para escabullirse. Xavier se quedó rumiando sus palabras, repitiéndolas como si encerraran un significado secreto. Más le hubiera valido morir. Se producían conexiones en su cerebro pero le costaba reconocer lo que querían decir, si es que acaso querían decir algo. Oleadas de dolor le recorrían la espalda, como si lo punzaran con riflarpones siguiendo un ritmo predeterminado, una ola que se hundía en la piel para luego retraerse y esperar agazapada el siguiente golpe.
Descubrió que no podía escuchar nada por el oído derecho y que su vista había adquirido una cualidad brumosa, como si estuviera bajo el agua y tuviera empañados los lentes de la escafandra. A veces sus ojos se concentraban en un objeto —una cucharilla del desayuno, remedios en la mesa de noche—, para ver si la bruma se disipaba, pero esa mirada fija tenía efectos indeseables: se mareaba, y la náusea se encendía y reptaba por su garganta, presta a ahogar a los habitantes de ese cubículo en un mar de residuos pegajosos de los días anteriores (el engrudo que se disfrazaba de comida, la sopa de químicos que le daban para calmarlo). Debía meterse a la boca un chicle de jengibre para que se le pasara. No dejaba de mirar la muñeca vendada de su brazo derecho, que escondía una aguja intravenosa; de allí salía un tubo de plástico conectado a una bolsa en forma de mariposa suspendida sobre el respaldar de la cama.
Soji lo vino a visitar; vestía un gewad marrón que le llegaba a las rodillas. Resplandecía bajo la luz plateada del día que se filtraba a través de la ventana. Le trajo de regalo un goyot dorado, traía suerte. A Xavier le produjo ansiedad que el goyot moviera la cola sin cesar; quiso detenerla pero Soji se lo impidió. Dijo algo solemne en irisino y él se rio y le dolió el estómago.
Soji oscureció las ventanas y con la luz de una lámpara creó sombras chinescas en la pared y narró la historia de un irisino que se desplazaba de Kondra a Megara guiado por los árboles y promontorios que encontraba en el camino. Para traducir esos árboles y promontorios en una ruta inteligible tenía memorizada una leyenda que contaba a modo de clave todos los detalles del camino. Semuandalegenda, decía Soji. Todo es leyenda. Ella era una chûxie, una pieloscura identificada con la cultura irisina. En una ocasión Xavier debió defenderla de un shan que escupió a su paso y la llamó jirafa, como a las irisinas de cuello alargado que pululaban por los mercados, ofreciendo su peculiaridad para un holo de recuerdo a cambio de geld.
Tuvo que pedirle a Soji que se fuera. Se sentía cansado y la cabeza le explotaba. Los doctores le dijeron que no tenía ningún hueso roto y que se recuperaría rápidamente. Igual todo transcurría con lentitud.
Días después lo llevaron a la sala de fisioterapia. Por los pasillos de un pabellón vio figuras borrosas tiradas en literas o en sillas de ruedas. Algunas emitían gemidos lastimeros; otras tenían la mirada catatónica, como si estuvieran sedadas. Las bombas y las minas las destrozaban de la cintura para abajo; las esquirlas se les incrustaban en el pecho, en la cara. Brazos y caderas rotas, espinas dorsales paralizadas, cuellos que no se moverían más.
Había estado cerca de quedar como ellos, pero nada ni nadie impedía que la próxima vez que saliera de turno le fuera a tocar una explosión más devastadora que la que había vivido. Sus ojos se humedecían, asomaban las lágrimas. No quería tener miedo. No podía no tener miedo. Quiso volver a ser un niño y acurrucarse en el regazo de su madre. Pero ésa era una imagen inventada, porque su madre nunca lo había protegido. De su padre no, seguro.
El enfermero que lo acompañaba, de camisa celeste con lamparones violeta a la altura del pecho, movía los brazos con gestos ampulosos y se perdía en un discurso sobre las virtudes de SaintRei. Le dijo que SaintRei pensaba en todo, las prótesis eran de excelente calidad y se amoldaban sin problemas a los bodis destruidos. Los órganos sintéticos podían reemplazar pulmones y riñones. No costaba nada reconstruirlos. En poco tiempo volvían a ser ellos mismos. Incluso conocía a shanz que se olvidaban de sus brazos o piernas artificiales.
Si los reconstruyen ya no son los mismos den.
Nunca somos los mismos oies, más vale aceptarlo.
El responsable de SaintRei le había dicho a Xavier que a Song más le hubiera valido morir. El proceso de reconstrucción no era como lo pintaba el enfermero. O quizás eso se debía a que Song estaba muy destruido. Si le reconstruían más de la mitad del bodi seguiría siendo humano, o tal vez eso lo acercaría a los artificiales. Todo dependía de las partes que fueran reconstruidas. Un organismo de SaintRei se encargaba de decidir si los shanz reconstruidos seguían siendo seres humanos o si debían ser reclasificados como artificiales.
Xavier tenía lenslets implantados en los ojos, útiles para cosas prácticas como traducir el lenguaje irisino o enterarse de la historia de un lugar —los datos del Instructor aparecían proyectados en las retinas, la realidad aumentada por la información—; SaintRei se los había ofrecido antes de venir a Munro. Casi todos los shanz los tenían, lo cual producía discusiones acaloradas entre ellos: algunos decían que ya no había seres humanos en Iris, que sólo se trataba de diferentes gradaciones de artificiales. No faltaban las reacciones furiosas de quienes no querían ser llamados artificiales, por más que la vida en los últimos años se hubiera tornado más ventajosa para ellos que para los humanos.
Xavier sabía que los insurgentes no tenían posibilidades de ganar en Iris; las fuerzas de SaintRei eran muy superiores a las de Orlewen. Sin embargo, podían producir daños significativos. Sabotajes a la máquina que impidieran que funcionara a la perfección. Problemas continuos en el engranaje.
Imaginó un ejército de shanz con prótesis artificiales.
Se despertó por la madrugada. Quedaba la bruma en las retinas y eso hacía que viera todo borroso. Extrañaba la morfina, que se instalaba en las piernas y luego subía por la espalda lentamente hasta llegar al cuello, conminándolo a relajar sus músculos, a olvidarse de sí mismo, como si estuviera en el mar y ahogarse fuera vital. De pronto, las sinapsis se retorcían y el pánico se activaba. Se cubría la cara con una sábana, incapaz de asomarse porque creía que la muerte había ingresado a la habitación y lo buscaba disfrazada de enfermera para matarlo con una aguja de platino. Luego volvía la delicia de ahogarse, el pánico se iba y la muerte se quedaba rondando. No era difícil creer que la sangre había dejado de circular por sus arterias y él bien podía no haberse dado cuenta.
Quiso llamar al enfermero de turno para que le administrara morfina. Lo envolvió el silencio del hospital. Tuvo la visión de las tardes en que salía al campo con Luann, antes de que naciera Fer; ella no cesaba de azuzarlo, de provocar resquebrajamientos en su forma de entender la vida. Trabajaba en un bufete de abogados en Munro y en sus ratos libres veía holos sobre aprendices de brujos y rituales mágicos y un día decía que quería irse a vivir al desierto de Sonora y otro a una comunidad gnóstica en el Amazonas. Era pequeñita y morena y se veía a sí misma como un gnomo travieso, un ser curioso que abría puertas para que otros las traspasaran y descubrieran bosques encantados y también las grutas que habitaba el demonio. Él rogaba que esas excursiones al campo fueran suficientes, que no estuviera hablando en serio, porque sabía que si ella llegaba a renunciar a su trabajo y partía, él la seguiría. Tomaban la carretera y a veces se perdían en una planicie propicia a los espejismos y otras en un camino de tierra al borde de una laguna rosada. Colocaban una frazada sobre la maleza, abrían una botella de vino y preparaban sándwiches de jamón y queso y se besaban, y cuando llegaba la noche ella veía estrellas fugaces y decía que quería viajar donde esas estrellas y él, sí, viajarían. Quiero irme del mundo, decía Luann. Y Xavier, nos vamos. Hablo en serio, quiero irme de este mundo. Adónde. Iris. Estás loca, dicen que la gente se muere rápido allá. Y qué. No quiero morir. Dicen que las mejores drogas están ahí, insistía Luann. Las drogas de Iris también se consiguen aquí. No es tan fácil. Podríamos intentarlo. Quiero el ultimate high, decía ella agitando la cabeza.
Un grito lo sacó de la ensoñación. Otro. Ruidos pavorosos. Luego el silencio.
Debía llamar a los enfermeros.
Bajó de la cama con esfuerzo y se instaló en la silla de ruedas. Avanzó por un pasillo vacío. El hospital parecía abandonado. Quizás lo estaba. Quizás el planeta había estallado y todos se fugaban y ellos yacían olvidados en ese edificio.
El pabellón contiguo estaba en penumbras. Ingresó por la puerta principal. Filas y filas de camas. Había shanz que dormían, otros lo observaban pasar en silencio, quizás creyendo que era parte de un sueño. Algunos roncaban, la respiración de otros se asemejaba a un silbido. Siguió su marcha guiándose por los quejidos que salían de una cama al fondo del pabellón.
Se detuvo al lado de la cama. El shan tenía cara de niño. Creyó ver —o quizás era un efecto de esa bruma en sus ojos capaz de desvanecer contornos— tajos en los brazos, una cicatriz que asomaba debajo del cuello y que iba en zigzag de un lado a otro del pecho, como si le hubiera temblado la mano a quien lo operaba. Imaginó que lo habían descabezado, que encontraron su cabeza tirada en el suelo y la cosieron al bodi a las apuradas mientras se desangraba.
No dejes que me abrace, dijo el shan.
Quién.
No dejes que, volvió a gemir.
Escuchó pasos. En la semipenumbra del pabellón, la persona que se le acercaba por entre las hileras de camas le pareció un enviado de otro mundo. Volvió a ver al shan niño y se sintió un tonto por haber creído, cuando crecía, en el heroísmo de la guerra, en el coraje, en el valor; en todos esos mitos que hacían que jóvenes como él se enrolaran en ejércitos y fueran al frente sin miedo a morir.
El enfermero de lamparones violeta apareció delante de él y le preguntó qué hacía lejos de su cama.
Atiéndalo primero, respondió.
El enfermero no le hizo caso y, sin decir nada, se puso a empujar su silla de ruedas. Debía estar acostumbrado a lidiar con pacientes caprichosos para quienes todo era urgente.
Salieron del pabellón. Los aullidos de dolor seguían rebotando por las paredes del pasillo.
Había desaparecido esa película brumosa que le cubría los ojos. Pestañeaba más que antes. Un zumbido persistente en el oído derecho. Le dolía la parte inferior de la espalda. Respiraba y a ratos se sentía bajo el agua. Intentaba salir a la superficie y lo ganaba el nerviosismo: no iba a llegar.
Imaginaba una bomba explotando delante de él, sacudiéndolo con las esquirlas. Sentía que había perdido las piernas y se las tocaba: estaban ahí. Su pecho se contraía, y apretaba un botón para llamar a los enfermeros y pedir que le dieran cualquier cosa que le permitiera apaciguar la ansiedad y el dolor. Decían que no podían hacerlo.
No más morfina, reían. Sabían de su poder y se burlaban.
Había días en que despertaba con náuseas. Para eso tenía a mano los chicles de jengibre. Todo lo que le daban en el hospital para calmar el dolor y los ataques de ansiedad producía efectos secundarios. Estuvo un par de días sin poder echarse o sentarse, aquejado por un síndrome que le hacía mover sus piernas sin descanso. Era cómico y hasta pudo reírse un poco.
Había ingresado a un ciclo perverso por el cual un swit para la ansiedad le producía ciertas reacciones que sólo podían tratarse con otro swit, que a la vez tenía efectos que debían calmarse con otro swit. Se le cruzaba por la cabeza dejar todo de golpe, buscar soluciones naturales para sus dolores y ataques de pánico, pero había internalizado desde niño que era imposible enfrentarse a la vida sin alguna forma de ayuda química —para solucionar sus males, para escapar del agobio de lo real— y la sola idea de no tener a mano swits le producía ansiedad (que debía tratarse con otro swit). Se consolaba concluyendo que al menos los chicles de jengibre eran una solución natural.
Llegaba la noche y tenía miedo.
No quería ir a la sala de fisioterapia. Estaba cansado de ver shanz sin manos o piernas, shanz incompletos. Le hacían pensar en uno de sus posibles futuros. O quizás eso ya había ocurrido. Sí, la bomba había volado su cabeza, destruido su memoria. Le habían puesto implantes, vivía la vida de otro. La de un shan que había sobrevivido intacto a la explosión.
Decía intacto y pensaba en su bodi —el dolor en la espalda, el zumbido en el oído—, pero sabía que el problema principal estaba en su cabeza.
SaintRei se abocaba a recuperar bodis. Quién recuperaba lo demás.
No tenía ningún deseo de salir del hospital. Si de él dependiera, estaría bien que dictaminaran que era un inválido o un demente. Cualquier cosa que lo mantuviera en una de esas camas reconfortantes, incluso en uno de esos pabellones de escalofrío en los que no había nadie que quisiera dispararle o ponerle una bomba. O al menos eso pensaba.
Preguntó por Song, aunque no estaba seguro de querer verlo. Agradeció que le dijeran que no podía recibir visitas. Había visto en el Hologramón esas fantasías de hombres reconstruidos a los que nada les hacía daño —las balas les rebotaban, sus brazos y piernas biónicas tenían una fuerza descomunal—; hombres que eran como los artificiales, hombres que eran artificiales. Quizás Song se convertiría en uno de ellos.
No volvió a oír los gemidos del shan con cara de niño. Se preguntó si habría muerto. A qué abrazo se habría referido.
Los últimos días en el hospital fueron los mejores gracias a Yaz, una enfermera que estaba de turno y le daba más morfina de la necesaria, más swits de los recetados.
Eres como un ángel, le dijo él, obnubilado por tanta atención. Había conocido una bartender así en Munro. Una pelirroja que le servía el equivalente a dos shots cuando pedía uno. Tanta generosidad había motivado su despido, pero al menos se fue en olor de santidad: los parroquianos del bar se acordaban de ella con el cariño que se reserva a los amigos de toda la vida.
Soy un ángel, decía Yaz tocándose la cabeza calva. Cuando cerraba la puerta y desaparecía, dejaba tras de sí una estela de tristeza de la que costaba sacudirse.