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Las leyendas tampoco dicen que, fascinado por sus proyectos revolucionarios, Orlewen ingresó a una etapa distraída en la que hacía el trabajo a desgano, la cabeza abrumada por planes, tácticas y estrategias. Absi notó errores en el minero otrora infalible. No agarraba el explosivo a tiempo, escogía mal el lugar donde debía colocarse. Buscaba cualquier excusa para utilizar los pulpobots. Absi debía estar muy atenta para subsanar los errores.

Un día Orlewen preparó una carga de explosivos para abrir una veta. La dejó al pie de la roca y retrocedió junto a Absi. Hubo un mal cálculo y las ondas de la explosión los alcanzaron. La galería se llenó de humo. Un pieloscura gritó si estaban bien. Orlewen tardó en decir algo. Había sangre entre sus labios.

La cabeza de Absi había golpeado contra una piedra filosa. Agonizaba. Orlewen la vio y fue élcuando-otro y se convirtió en Absi y sintió la sangre agolpándose en la boca y un dolor intenso en la nuca. No podía moverse. Quiso decir unas palabras pero no pudo articular ninguna frase. El organismo no le respondía y se desesperó. La vista comenzó a nublársele.

Se le cerraba

Se le cerraba

Se le cerró.

De modo que eso era la muerte. Muy diferente al verweder. La muerte sin verweder era la angustia, la opresión, la desesperanza. El verweder la hacía tolerable. Le permitía creer que alguien lo esperaba del otro lado.

Orlewen lloró la muerte de Absi. Asumió la culpa y pasó varios días sin dormir en el hospital. Todo había ocurrido por su orgullo y arrogancia. Había sido egoísta y abusado de su poder. Se había distraído de su trabajo porque tenía la cabeza puesta en otro mundo. En el del futuro, en el del Advenimiento.

Debía dejar la mina e iniciar la lucha. Hacerlo en nombre de Absi. Que su muerte no fuera en vano.

Salió del hospital con una marca ceniza en la nuca. Una marca como de residuos de explosivo, con la figura del mapa de Iris. Una marca extraña, porque la explosión lo había agarrado de frente y no de espaldas. Algo más que confirmó a todos su destino especial.