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Se inició un período especial en el campamento, en el que Orlewen consiguió todo tipo de concesiones para los trabajadores. Se suavizaron las reglas. Los oficiales de SaintRei veían las minas de esa zona como excepciones a la regla y se molestaban cuando Orlewen sugería que se extendieran esas leyes a todo Iris.

Entre los mineros se había olvidado la desconfianza inicial hacia Orlewen, aclamado mientras caminaba entre ellos mostrando las huellas de los golpes recibidos en prisión. Quizás no debía haber hecho un pacto secreto con Xlött, decían algunos, pero ese pacto parecía tener consecuencias positivas para ellos y había que aprobarlo. Quiénes eran ellos para desconfiar de los protegidos del Dios.

Orlewen pidió que se lo transfiriera. Quería ser uno de los encargados de los explosivos. Un trabajo para los más experimentados. Muchos habían muerto cuando las cargas explosivas detonaron entre sus manos. Los administradores accedieron al pedido de Orlewen. Hubieran preferido no hacerlo, pero estaban asustados de su poder y no querían provocarlo. Alguno quiso intentar una línea dura y sugirió arrestar a Orlewen, llevarlo a una cárcel del Perímetro y torturarlo, quizás incluso matarlo. Se quedó en la minoría.

Orlewen aprendió a manejar explosivos y hubo kreols y pieloscuras que le enseñaron a fabricar bombas. Estaba rodeado de expertos cuyo objetivo era lograr la mayor cantidad de poder de detonación en el menor espacio posible. Dicen que era un aprendiz rápido y su osadía maravillaba a sus superiores. No le temblaba el pulso al entrar a la mina y colocar los explosivos en el lugar indicado. Acordándose de Jain, ponía nombres a cada tipo de explosión, desde avalanchaimparable, gemido-de-Malacosa y llanto-de-Xlött hasta, burlón, sonido-de-la-palma-de-la-mano-repetido-nueve-veces. Disfrutaba de ese momento en que la galería era oscurecida por el humo después de la explosión. No podía ver nada, y el olor acre de la dinamita penetraba en sus fosas nasales a pesar de que se cubría la cara con una máscara. A veces se quitaba el casco o abría la máscara para sentir toda la fuerza de ese olor. Aspiraba mientras el humo se iba disipando y aparecían los contornos transformados de la pared rocosa y la veta buscada brillaba como una promesa.

Los pulpobots eran usados para llegar a las zonas inaccesibles. Sus tentáculos de silicona con memoria podían ser capaces de movimientos muy precisos. Robots totalmente blandos, eficientes en el trabajo. A veces, sin embargo, era necesario un especialista. O quizás los técnicos pieloscuras sentían que necesitaban un especialista para no dejar todo el trabajo a los pulpobots. Quienes llevaban a cabo las misiones arriesgadas eran irisinos. Los administradores se arrepentirían luego de esa decisión, que economizaba vidas de pieloscuras a la vez que daba a Orlewen la práctica necesaria para iniciar su rebelión.

Orlewen se convirtió en un especialista en explosivos tan respetado que hasta los pieloscuras se le acercaban para pedirle consejos. Se le asignó una ayudante joven llamada Absi. Absi era rápida, llevaba los explosivos y estaba pendiente de él. Lo admiraba. Orlewen fue alguna vez ella y supo de esa admiración y una noche se acostó con ella.

Dicen las leyendas que ésos fueron los días en que Orlewen comenzó a elucubrar sus planes revolucionarios. Estaba llamado a un destino especial desde su nacimiento. Era por eso que lo habían bautizado así. Sobreviviente. Había estado a punto de morir y Xlött lo había protegido. Xlött lo quería vivo para liderar a su pueblo. Lo que no dicen las leyendas es que cuando pensaba en la totalidad del pacto aborrecía que parte de éste incluyera su fin. No quería el fin, ni ahora ni cuando le tocara. Injusto y todo, éste era su reino.