A veces Orlewen se quedaba sentado en su camastro y miraba a sus compañeros entrar y salir del recinto y el don lo visitaba. El bodi era anegado por una fuerza devastadora y de pronto él era Samu, preocupado por jukear para hacerse de posesiones antes de que su tiempo en la mina se agotara, y Pik, que se tocaba los aros en el cuello y concluía que una inflamación la hacía atorarse y le raspaba la garganta cuando comía, y Vaalm, que odiaba la vida que le había tocado y quería ser pieloscura. Orlewen no sabía cómo era que de pronto él recibía a otra persona en su bodi, y esa persona podía quedarse visitándolo algunos minutos o toda una tarde e incluso días. Un proceso agotador, aunque había momentos en que nadie lo visitaba y él podía ser sólo él. Así comenzó a distinguir entre sus identidades, sobre todo entre élcuando-él y él-cuando-otro.
Los peores momentos ocurrían cuando dos o tres irisinos visitaban su bodi al mismo tiempo (élcuando-muchos). Estallaba una conflagración. Ondas que se cruzaban, una cacofonía de ideas, voces y sentimientos pugnando por salir. Dolores en el pecho y en la cabeza. Orlewen caía al suelo, lloraba, se sacudía en convulsiones, se desvanecía. Lo llevaban a la enfermería. No tardaron en diagnosticarle epilepsia. Se equivocaban, pero tampoco quería intentar explicarles lo que tenía.
Cuando Orlewen era otros, se enteraba de las grandezas y mezquindades de sus compañeros. Las lealtades y las traiciones. Muchos de ellos deseaban el Advenimiento y a la vez tenían miedo de los pieloscuras y no querían enfrentárseles. Su misión era darles la fuerza para hacerlo.
Pensaba en su misión y la magnitud lo abrumaba. Se entendía como un elegido, pero a ratos quería escapar de tanta trascendencia. Entonces le gustaba ser élcuando-otro y mirarse a sí mismo desde afuera y aprovecharse de ello. Se acostaba con sus brodis después de saber que estaban interesados en él. Si Xlött se enteraba no estaría orgulloso de su bajeza. De su pequeñez. Seguro ya lo sabía. Y compensaba avisando a sus brodis que tenían una enfermedad apenas la descubría. Se sorprendían al ver que era infalible y le preguntaban cómo lo había sabido.
Yo soy tú, decía, enigmático, y tú eres yo. Sólo recibo las instrucciones de Xlött.
Algunos se alejaban de él, temerosos. Era verdad que su tiempo como capataz lo había trastocado. Un grupo de irisinos laikus lo rechazaba. Los laikus no creían que algo de Xlött se posara en las estatuas. No había que orar a las estatuas, decían, lo cual les complicaba la vida en las minas, tan inundadas de imágenes. Ellos tenían su templo en Megara, un edificio de arenisca roja dominado por el santuario de Adena, uno de los veinticuatro Grandes Laikus de su religión. Adoraban a los Grandes Laikus porque habían mostrado el camino de la salvación, pero, a diferencia del resto de las deidades irisinas, no se encarnaban en las estatuas e imágenes en los templos. Los laikus les rezaban sabiendo que sus dioses no escuchaban sus plegarias. El laikismo era casi una religión atea, y las imágenes veneradas de los Grandes Laikus representaban sobre todo la ausencia del Dios.
Orlewen se transformaba en un laiku y cuando se veía a sí mismo se rechazaba con fuerza. Lo tentaba quedarse así, ser un laiku, terminar sus años en la mina y luego salir desnudo a predicar la buena nueva por los caminos de Iris, con la boca tapada para no matar por accidente a ningún insecto, ninguna parte viva de la creación.
Al rato, agotado, con un dolor punzante en las sienes y náuseas en el estómago, volvía a ser Orlewen. Entendía mejor a los laikus y aceptaba su rechazo. Dicen las leyendas que asumía la magnitud de su misión. Lo cierto es que a veces él hubiera querido volver a los días anteriores a su pacto, cuando la vida era difícil pero al menos no tenía que hacerse cargo de nadie.