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Orlewen conoció una noche la historia de Miyum. Se la contó Chevew.

Miyum pertenecía a una de las primeras generaciones de irisinos que trabajaban en las minas. Veía a sus brodis abrumados y procuraba esperanzarlos. Le gustaba cantar y tenía una voz arrulladora y una capacidad admirable para componer himnos de alabanza a Xlött y a la Jerere. Lo hacía siguiendo la tradición, en estrofas simples de cuatro versos. Le preguntaban admirados cómo lo hacía y Miyum no se sentía responsable de nada. Según ella no componía, sólo recibía los himnos que Xlött le dictaba.

Chevew se puso a cantar uno de ellos.

Nosa madre de los dos cielos

La guardiana de los guardianes

Te pedimos madre de nos

No dejes de cuidarnos no.

Orlewen no sabía la letra, pero en ese instante sintió que cada frase le restallaba en el cerebro y se puso a cantar junto a Chevew. No sólo cantaba el himno, él también era Miyum en ese instante. Se vio en un cuarto de la servidumbre en una finca en las afueras de Kondra, durmiendo un sueño roto de vez en cuando por las voces chillonas de las hijas de los patrones y sus amigos, bañándose en la laguna. Se restregaba los ojos, se desperezaba porque sentía que una intuición la perseguía y debía abandonarse a ella. De pronto era como si las palabras resbalaran hacia su boca para luego ir armando frases entre ellas y luego estrofas y luego un himno. No, no podía decir que había compuesto nada. Ella, Miyum, sólo había recibido el himno enviado por Xlött.

Orlewen comprendió con terror lo que le ocurría. Él podía ser cualquier irisino en el tiempo. Sentir lo que había sentido cualquier irisino en el tiempo. Su bodi sería desbordado por las quemaduras de la lluvia amarilla. Recibiría todos los latigazos que los bodis irisinos habían recibido de los pieloscuras en los campamentos mineros, sería el brodi que él mismo había golpeado con el electrolápiz. Su corazón era la historia de Iris.

Cerró los ojos. Lo inundaba la gracia. No estaba seguro de ser capaz de vivir con esa verdad. Demasiado dolor para un solo ser. Pero también el gozo era demasiado, y eso quizás se encargaría de salvarlo.

Chevew siguió contando la historia de Miyum. Era parte fundamental del génesis de Iris la idea de que la lluvia había creado la región. Xlött había llorado y de esa lluvia nacieron los irisinos. Los irisinos entendían cada lluvia como un ritual de creación del mundo y la celebraban. En algunas teologías más recientes y desesperanzadas se decía que ese llanto no podía ser feliz, que los irisinos habían venido al mundo para sufrir. Una temible lluvia amarilla había devastado la región. Miyum prefería atenerse a los relatos sagrados de antes de la llegada de los pieloscuras, que hablaban del entusiasmo, del arrobo de ese llanto. Quería transformar el llanto sufriente de sus brodis de la mina en un llanto de júbilo. Sus himnos se habían convertido en parte vital de la ceremonia del jün.

Después de probar el jün Miyum y sus brodis se sentían renovados, pero ella igual percibía que algo fallaba. El jün no era tan terrestre, no pertenecía a las minas. Venía de Malhado, de las florestas en torno a Kondra y Megara. Era de bosques y selvas, su potencia no se realizaba en torno a las montañas.

Una noche Xlött le ofreció un himno que hablaba de una planta maravillosa que crecía al pie de los cerros. Por la madrugada se escapó del campamento y se perdió entre los cerros hasta toparse con arbustos de hojas amarillentas. Orlewen estaba sentado al lado de Chevew, pero sintió que recibía el himno de Xlött y se escapaba del campamento y se perdía entre los cerros hasta toparse con arbustos de hojas amarillentas.

Miyum arrancó un manojo de hojas, las molió en el campamento y las metió a un vaso de agua. Tomó el vaso. No sintió nada la primera media hora, pero luego su bodi se estremeció y vomitó. Abrió los ojos y tuvo el hemeldrak: vio en el cielo a los hurens de los clanes. Buscó a su guardián y lo encontró. El impacto la hizo vomitar.

Orlewen vomitó y cayó al suelo. Chevew lo miró sorprendido. Sigue, dijo Orlewen. Pero ya no necesitaba escucharlo. Él era Miyum y el terror iba desapareciendo para dar paso al arrobamiento, la compasión infinita, la comprensión de que los irisinos y los pieloscuras, los kreols y los artificiales, estaban en Iris para una misión maravillosa. Todo estaba desordenado, el desafío de cada uno era encontrar su lugar en el mundo. Ella provenía de un linaje imperial —todos en la tierra eran reyes y reinas—, su misión era recuperarlo, hacer que quienes la acompañaban también recuperaran el orgullo.

Se puso a cantar un himno y luego otro. No podía dejar de recibir himnos de alabanza a Xlött, a la Jerere, a Iris. No sabía cómo se llamaba el arbusto mágico y lo bautizó como paideluo. Sin cabeza. Eso era. La fe debía ingresar por cualquier parte, pero no por la cabeza.

La fe debe ingresar por cualquier parte mas no por la cabeza, dijo Orlewen.

Cómo sabías que Miyum dijo esa frase, dijo Chevew.

Yo soy Miyum, dijo Orlewen.

Cómo sabías que yo iba a terminar la historia así, dijo Chevew.

Yo soy Chevew, dijo Orlewen, y se levantó y dejó a Chevew pensativa, rumiando lo que acababa de ocurrir.