Sus primeras semanas como capataz fueron tranquilas. Disfrutaba de la autoridad de su nuevo rol y creía que podía ayudar a sus brodis a conseguir cosas concretas de los pieloscuras. A veces lograba que a un minero lo liberaran del trabajo un par de horas antes de las previstas, otras que no se culpara a uno si una máquina se atoraba. Sin embargo, no era fácil estar bien con ambos mundos. A veces había que optar, y a él le costaba. Su instinto apuntaba a buscar acuerdos con quienes detentaban el poder, pero no podía hacerlo sin sentir que estaba traicionando a sus brodis, por más que esos acuerdos fueran benéficos.
Un día, a la hora del lonche, un capataz se le anticipó y le ganó el asiento. Orlewen bromeó y le dijo que era tan maleducado que parecía un artificial.
Soy un artificial, fue la respuesta. Ven, siéntate. Hay espacio para dos.
Orlewen buscó otro sitio donde sentarse. Estar cerca de un artificial traía mala suerte. En la jerarquía irisina, los artificiales eran los más despreciables de la tierra. Eran los noseres.
Sin desalmarse plis, dijo el artificial. No muerdo.
Eres pariente de los chitas. Seguro debes morder.
Estoy más cerca de ustedes que de los chitas.
Orlewen no podía evitar el pavor. Entendía por qué los mineros irisinos no habían querido salir del campamento la primera vez que habían traído a esos seres mecánicos a trabajar en las minas, mucho antes de su llegada. Decían que había habido reuniones con las autoridades, mas SaintRei no quiso ceder y los irisinos debieron resignarse a convivir con los artificiales. En esos primeros días llegaron a un acuerdo por el cual no se les permitía el ingreso a interior mina. La violación de los dominios de Xlött podía terminar en castigo para todos.
Me llamo Thorndik, el artificial le extendió la mano.
Un nombre de leyenda. Orlewen sabía que el primer Thorndik había sido un artificial reasignado de Nova Isa a trabajar como capataz. Thorndik era respetuoso con las tradiciones irisinas, mas no toleraba que se le impidiera el paso a las entrañas del cerro. Decía que no podía hacer su trabajo adecuadamente. Su queja fue tan bien argumentada que SaintRei decidió cambiar las reglas sin previa consulta.
La primera vez que Thorndik ingresó al socavón los irisinos habían temido lo peor. Xlött no aceptaría a una máquina que se hacía pasar por lo que no era del mismo modo que no aceptaba a los irisinos que traicionaban su esencia. Ante la mirada expectante de algunos mineros, Thorndik se acercó a la primera estatua de Malacosa en la galería, la tocó y se hincó. Rezaba en un lenguaje extraño. Un irisino mal pronunciado. Se incorporó y dejó a los pies de la estatua koft y kütt. Recorrió la galería en silencio, y no sucedió nada.
Xlött nos ha dado permiso pa visitar su territorio, dijo Thorndik. Está dispuesto a aceptar a pieloscuras y artificiales siempre y cuando haya humildad en noso corazón. Ha enseñado a los irisinos que los artificiales tienen corazón tu. Mas ustedes no quieren aprender.
Orlewen pensó en la utopía de un mundo en el que todos vivieran en armonía. Era difícil. Más aún, imposible. Pese a eso, decidió que Thorndik le caía bien. Hizo esfuerzos por vencer su rechazo visceral y lo logró. Le dio la mano y se sentó junto a él.