Pasaba la mayor parte del día en las galerías cavernosas de la mina. A veces se ensanchaban hasta los seis metros, otras se angostaban tanto que sólo había espacio para el carro con los desechos minerales. Estaba acostumbrado a los cielos despejados, al aire libre, al sol. No era fácil cambiar todo eso por la oscuridad, el espacio reducido. El aire era húmedo y flotaba en el ambiente el polvo de la roca. El wangni y el polvo se impregnaban en el bodi. Al principio percibía cómo lo afectaba, luego se iba acostumbrando a los cambios y sólo le llamaban la atención los pieloscuras del campamento que no trabajaban en interior mina. Eran los privilegiados.
Hablaba poco porque desgastaba las energías. Había que sacarse el casco o al menos abrir la máscara de fibreglass. Trataba de no hacerlo para reducir el peligro de los gases, aunque escuchaba la tos rasposa de algunos mineros y concluía que era imposible salir indemne de allí. Le impresionaba ver en las minas no sólo a los que estaban bien de salud como él. Los más débiles, aquejados de algún cáncer o faltos de un brazo o piernas, oficiaban de palliris, recolectando pedazos de minerales entre las piedras de los desmontes. Los ciegos y los sordomudos se encargaban de las casas de los pieloscuras, lavaban la ropa de los mineros, barrían y limpiaban los baños del campamento. Sólo la cercanía de la muerte o la fuga detenía su labor.
Tenía hambre/sed que no paliaba ni el kütt, pero luego aprendió que trabajaba mejor así. Era como si su falta de energía la supliera una fuerza desconocida en interior mina. Algunos mineros trabajaban en ayunas; eran los más admirados. Decían que no los ayudaba ninguna fuerza desconocida. Creer eso era lamiar. Se trataba de Xlött.
Lo que le sorprendió inicialmente del trabajo fue el estrépito continuo de las excavadoras y los carritos. Todo era ruidoso en la mina, y en las galerías retumbaban los pasos de un minero que se acercaba, el contacto de una perforadora contra la roca, la caída de una piedra. Se fue acostumbrando tanto a ese ruido que pronto dejó de escucharlo y lo que le llamó la atención era ese silencio que se formaba de tanto en tanto, como si todos a la vez hubieran recibido la orden de callarse. Incomodaba y había que llenarlo de alguna manera, con una broma o un relato.
Los primeros días sólo distinguía siluetas borrosas pero luego, ayudado por la linterna del casco, se fue adaptando a la noche interior y podía percibir con precisión los rasgos de la cara de sus brodis, el contorno de las paredes del socavón. Tenía ataques de claustrofobia cuando ingresaba a la jaula, el ascensor por el que se desplazaba de una galería a otra. Al término de la jornada el cansancio mordía todo su bodi, del que casi se había olvidado mientras trabajaba. Sólo quería bañarse con agua fría, comer, dormir. Su sueño era profundo pero intranquilo. Se soñaba bajando en la jaula hasta la galería más profunda, hablando con un capataz rubio y alto que se despedía de él. Cuando contó ese sueño, le dijeron que había estado hablando con Xlött. Tarde o temprano, todos en la mina tenían ese sueño. Era la bienvenida del Dios al corazón de sus dominios.