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Cuentan las leyendas que de niño lo llevaron a conocer las minas en las afueras de Megara. Para llegar a ellas se debían sortear varios puestos de seguridad. El camino de tierra flanqueado por maelaglaias frondosos y fragantes. Desmontes creados por las rocas de las excavaciones. Cerros artificiales que no se comparaban a los verdaderos. Elevadas estructuras de metal.

Los pieloscuras llevaban armas. Uno le tocó la cabeza. Retrocedió como si se tratara de una lamia.

La montaña lo abrumó. Su pico tenía ambiciones de golpear el cielo. Se ingresaba al interior por diferentes niveles. Los mineros entraban y salían por las bocaminas y él tuvo la imagen de un monstruo que se los comía y los expulsaba. La llamaban la montaña Comeirisinos. Pero ella no tenía la culpa, dicen que pensó o al menos creyó haberlo pensado. Los culpables eran los pieloscuras, que habían obligado a la montaña a trabajar para ellos.

Estaba en el terraplén junto a un socavón cuando trajeron a siete dragones de Megara, unidos entre sí por una soga amarrada en torno al cuello. La piel escamosa, los ojos húmedos, la cola tan larga como el bodi. De un camión descendieron mineros. Se acercaron a los dragones cuchillo en mano. Rodaron las cabezas por el suelo. Los bodis de piel lustrosa se movieron con estrépito, como si no se hubieran enterado de lo ocurrido. Se dispuso de baldes para recoger la sangre que manaba incesante. Él quiso apartar la vista, pero se lo impidieron. Arrojaron la sangre a la entrada de la mina. Cargaron a los dragones. Los mineros reanudaron el trabajo, los pieloscuras volvieron al terraplén.

Él entró a la mina. Dio pasos en la oscuridad de la mano de un minero con un casco que emitía luz intermitente. Las paredes de roca viva húmedas, goteaba wangni desde el techo; se escuchaban explosiones a la distancia. Debía agacharse al caminar. Algún día le tocaría a él. Un estremecimiento.

El pasillo se fue ampliando, los techos se hicieron más altos. El minero dejó de inclinarse. El camino se dividía en tres. En el lugar de las bifurcaciones una estatua de Malacosa pintada de rojo. Aparecía y desaparecía al temblor de unas velas. No debía asustarse. Llevaba sangre de dragón en un recipiente minúsculo, una ofrenda a la estatua.

A los pies de la estatua alcohol, hojas de joli, uáuás, pedazos de koft y kütt, vasos con sangre reseca de dushes y dragones. El minero abrió su máscara y se puso a rezar una invocación a Xlött; dicen que él hizo lo mismo después de bañar con sangre los pies de la estatua. Que las palabras salían por su cuenta, limpias y sin atolondramiento. Un rezo en el que prometía luchar para que ningún irisino trabajara en las minas. Al menos no a las órdenes de quienes no creían en Xlött.

Debía liberar a la montaña de su servicio forzado a los pieloscuras.

El niño que salió de la mina no era el mismo que ingresó a ella, dicen las leyendas.