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Esa noche comenzaron los combates en los alrededores de Iris. Los rebeldes habían iniciado el sitio de la ciudad; no había paso en las carreteras que unían Iris con Malhado y el Gran Lago. La imagen temblorosa del Supremo en el Qï, la voz corroída por la estática: se anunciaba la suspensión de las garantías constitucionales. Un discurso militarista en el que prometía no descansar hasta que sus tropas aplastaran la insurgencia. En la terraza del edificio en el que se encontraban, Sanz completó la información: desde Munro se decía que los rebeldes habían tomado la base aérea.

Explosiones en la distancia. Columnas de humo que se levantaban en el horizonte. La guerra marchaba con pasos firmes junto a Katja, sus dedos fríos le acariciaban la espalda. Era como si un fengli huracanado la envolviera y se la llevara por delante. Su bodi terminaría a las puertas de un templo dedicado a Xlött, o en el segundo piso de una casa irisina a medio construir.

No necesito decirte que, dijo Sanz.

Qué, dijo Katja.

No. No necesito decírtelo. He pedido que nos envacúen, mas.

Sabía en qué pensaba. Serían arrestados y desaparecerían en una celda, como Xavier. The fog-ofwar, the fokin-war. Les tocaría a ellos. Munro había impedido que SaintRei se enfrentara a Orlewen con todas sus armas. Pero cuáles. Munro llevaba un control riguroso del armamento de SaintRei. Y eso qué. Debía dejarse de burlas, nada era riguroso en Iris. Había formas de violar embargos.

Sanz se había enfrentado a otros peligros sin vacilación, pero ahora el temor ensombrecía su rostro. Las aletas de la nariz no cesaban de moverse. Como un conejo arrinconado. Ella hacía rato que tenía la piel erizada por el miedo, pero sintió que debía ponerse a la altura de la situación, por lo menos para consolar a Sanz, y se armó de valor para decir un par de frases tranquilizadoras sobre la imposibilidad de que los líderes de SaintRei tuvieran tiempo para lidiar con ellos, con Orlewen a las puertas de la ciudad. Las frases no ayudaron mucho, lo podía ver.

SaintRei tiene un stockpile de armas químicas, dijo Sanz. Hace unos días el Supremo pidió permiso para usarlas contra Orlewen. No lo podíamos creer, que después de todo lo ocurrido estuvieran dispuestos a volver a lo mismo. Munro dijo no, por supuesto.

Sería un suicidio, dijo Katja. Los sangaìs.

Sería también la mejor manera de vengarse contra Munro. Porque para Sangaì, el culpable no sólo será SaintRei.

No serán capaces. Los irisinos.

Hay una lucha interna entre dos facciones de SaintRei. En el poder está la línea dura. Pero muchos oficiales y shanz creen en Xlött. Y eso significa estar a favor de Orlewen.

Igual duele, dijo Katja. Moriremos si somos zonzos, decía la letra de una canción popular en Munro. Pues sí, somos zonzos.

Dejó a un Sanz pensativo en la terraza y regresó a su habitación. No quiso ver las noticias, encender la luz. Se recostó en la cama. Los músculos estaban tensos y trató de sacarlos de su rigidez. Estiró las piernas, las cruzó y las descruzó. Puso los brazos detrás del cuello y los extendió, dejando que su pecho se abriera, llenando de aire los pulmones. La oscuridad era total. Algo de paz. Como si detrás de esas paredes invisibles no hubiera un mundo despeñándose al abismo.

Hubiera sido ideal perderse en el danshen.

No debía escaparse, cerrar los ojos.

Los dedos le ardían. La quemadura palpitaba.

Un ligero temblor en el piso. Las explosiones arreciaban. Los combates parecían estar ocurriendo en las calles aledañas al edificio.

Pero el temblor no se debía a las explosiones. Eran pasos. Alguien caminaba en la habitación. Se incorporó y quiso encender la lámpara flotante pero no pudo.

Distinguió una silueta frente a ella.

Malacosa.

Sólido y frágil a la vez, un ser de sha y también de roca, con un falo enorme que le daba vueltas en torno a la cintura. Sus ojos fosforecían, corales luminosos en la profundidad del océano.

Dio un paso hacia ella. Debía quedarse quieta.

La atrajo hacia su bodi y la abrazó.

Se sintió entera y a la vez sintió que sus huesos eran triturados y se convertían en sha.

Se vio de niña con sus hermanos en la casa en la que vivían en las afueras de Munro. Una casa sucia, llena de botellas de alcohol entre los muebles. Xavier le preguntaba dónde estaban sus padres. No sabía. Xavier se acercaba a la ventana y señalaba hacia afuera. Están allá, decía, y no quieren volver. El mundo nos distrajo, niños, decía su padre. No lo veía pero escuchaba su voz.

Se vio en el primer día de trabajo en la administración en Munro, ilusionada. Se vio llegando a Iris. Vio su primer recuerdo: estaba echada sobre el regazo cálido y feliz de su madre.

Malacosa seguía frente a ella.

El piso se abrió a sus pies y se convirtió en un acuario.

Sha en vez de agua, imágenes en vez de peces.

Rostros de guerreros irisinos. Una lluvia amarilla caía sobre ellos, disolvía sus contornos.

Estaba en una región abonada por cadáveres de irisinos.

Sus huesos se habían convertido en sha; caminaba sobre esos irisinos muertos y cuando el fengli le lastimaba la cara, cuando sentía el sabor mineral en su boca, ingresaba en comunión con ellos.

Xavier había muerto y se había transformado en sha. Nunca podría estar tranquila cuando volviera a Munro: transformada en una mujer de sha, se desharía todas las mañanas para tratar de volverse a armar a lo largo del día.

Xlött era su guardián. Si debía entender ese abrazo como el verweder, lo aceptaba.

Apenas cristalizó ese pensamiento en su cerebro, Malacosa se desvaneció.

El abrazo había terminado y ella seguía viva.

Trataba de recuperarse de lo ocurrido cuando los cristales de la habitación estallaron. Un pedazo de vidrio le hizo un corte en uno de los muslos. Escuchó gritos en las habitaciones contiguas, pasos ansiosos cerca de su puerta. Se acercó a las ventanas y vio el incendio en el edificio de al lado. Las furiosas llamaradas tomaban los pisos, el humo escondía las paredes.

Salió de la habitación junto a oficiales que lanzaban órdenes y hablaban en sus Qïs con voces destempladas, y bajó con ellos por las escaleras rumbo al lobby central del edificio en penumbras. Un tracer iluminaba el cielo, se escuchaban explosiones y ráfagas de riflarpones. Salió a la calle. Las sombras de las construcciones a los costados se abalanzaban sobre ella.

Uno de los oficiales le ordenó que volviera a su habitación. Ella levantó las manos.

Sé quién eres dung, dijo el oficial.

El tableteo de los riflarpones la hizo tirarse al piso. Estallido de morteros. Dos chitas pasaron corriendo rumbo al edificio incendiado. El oficial dudó, pero luego se dio la vuelta y corrió detrás de ellos. La calle se llenó de shanz.

Los disparos y las bombas no provenían de fuera. Era como si el Perímetro se hubiera dividido en dos territorios. Pronto se combatiría bodi a bodi, palmo a palmo.

Volvió al edificio en busca de Sanz. Lo encontró en la puerta de su cubículo con un arpón clavado en el pecho. Estaba muerto. Muerto no: desencarnado.

Escuchó voces. Era como un arrullo que llevaba el fengli, palabras extrañas que adquirían materialidad y aparecían flotando delante de sus ojos.

Se dio la vuelta y vio a Orlewen atado a un poste, escuchó los disparos y sintió que esa figura se desataba las manos y se escabullía sin que sus captores pudieran hacer nada.

Levantaba vuelo, y de pronto explotaba en el aire.

Una lluvia de sha caía sobre ella. Orlewen, gritó. No hubo respuesta.

Sha en una de sus manos. Se la llevó a la boca.

Había aceptado a Xlött. No debía temer nada.

Bajó por las escaleras, salió a la calle. Otro edificio incendiado, el humo que se enroscaba entre los muros. Las bombas seguían explotando a su alrededor. Shanz y oficiales tirados en el piso. Gritos lastimeros.

Se puso a correr rumbo a un sector del Perímetro que, en la confusión de la noche, le parecía el lugar donde se habían hecho fuertes los shanz y oficiales rebeldes.

Nadie la detuvo.