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A la mañana siguiente, Sanz despertó a Katja extático: a través de un pedido directo al Supremo había conseguido permiso para reunirse con Reynolds. Debía prepararse, saldrían en menos de una hora a verlo. Katja se restregó los ojos, encendió la lámpara flotante. Por la ventana ingresaba un rayo de luz.

Quería conocer a Reynolds y a la vez la asustaba hacerlo. Por la experiencia con su padre, sabía de esas personas capaces de llenar de ansiedad todos los espacios que ocupan, abrumar la atmósfera con su aura negativa, contagiar su mirada perversa a los demás. Terminaría contaminada por Reynolds. De hecho, ya lo estaba aun sin haberlo visto. Era imposible escapar de su presencia entre las murallas del Perímetro.

Se preguntó qué diría Elkam, si aprobaría la visita. Seguro lo hacía a disgusto, obligada por el Supremo.

Un jipu los esperaba en la puerta. Fueron con Sangottayan, un suboficial que trabajaba bajo las órdenes directas de Elkam. Llegaron a un edificio en los confines del Perímetro, con shanz apostados a la entrada. El primer piso era de oficinas luminosas, pero todo cambiaba apenas ingresaban a un viejo ascensor. El descenso se le hizo interminable a Katja. Una vez que se abrió la puerta, un pasillo oscuro y húmedo, al fondo el ruido como de una sierra eléctrica. Estremecida, Katja trataba de memorizar todo lo que veía.

Se detuvieron frente a una puerta de hierro al final del pasillo. Sangottayan abrió una ventanita de madera por la que se dejaba la comida. Adentro de la celda sólo había oscuridad y Katja intuyó por qué el confinamiento solitario era una invención siniestra. Veintitrés horas al día sin luz, el prisionero enfrentado a pensamientos, a espectros, a visiones sacadas del propio cerebro que helaban los huesos.

Un hombre admirable, dijo el oficial. Sólo equivocó el estilo. Hay otras formas de hacerlo.

Formas de hacerlo que no ofendan a Munro, se refiere a eso, dijo Sanz.

Formas de hacerlo que no llamen la atención de Munro, sí, dijo el oficial.

Sanz no dijo nada. Hubo un ruido detrás de la puerta y por la ventana asomó un rostro. Katja vio los ojos inquietos en la oscuridad, escuchó una voz profunda.

No me ganarás. Te beyondearé aunque sea lo último que haga.

Con quién habla, dijo Katja.

Con Xlött, supongo. No con nos.

Usted cree en Xlött.

Todo lo necesario por salvarnos. Incluso tener algo de fe en nosos enemigos.

Katja se tocó como un acto reflejo las marcas de las quemaduras en los dedos.

Te perseguí y te encontré, dijo Reynolds. Intentaste escaparte mas no pudiste. Te escondías nesos pobres dung, fokin qomkuat. Uno por uno los destrocé. Nau asomas. No podrás no.

Tanta noche lo tiene saico, dijo el oficial. Da pena.

Katja sintió que una mano helada acariciaba nuevamente su corazón, que la piel gelatinosa de una medusa se posaba en su rostro. No era necesaria la noche para el confinamiento solitario. Todo Iris una celda, sus habitantes en confinamiento solitario, volviéndose irremediablemente saicos. En esa oscuridad, no les quedaba otra que inclinar la cabeza ante el Dios de esos lugares.

De nada sirve intentar hablar con él, le dijo Sanz a Katja. Con razón Elkam no quería que nos reuniéramos con él. Que lo viéramos. Está saico pero desde esta celda se expande su mística. Es útil para SaintRei tenerlo encerrado aquí. Un símbolo de la lucha contra Orlewen.

Katja quiso saber qué había ocurrido para que Reynolds se hubiera vuelto una máquina despiadada de matar inocentes. Como si escuchara sus pensamientos, Sangottayan dijo:

Los shanz decían q’era un artificial. Una máquina construida por SaintRei pa matar irisinos. Mas no. Eso es quitarle el mérito a Reynolds. Como si fuera difícil de creer que aparezca alguien así de manera natural. Dicen que todo es culpa de su hermano. El padre de Reynolds vino de Munro a dirigir la prisión de Nova Isa. Llegó con su esposa. Al poco tiempo nacieron sus dos hijos, Jon y Luk. Luk tenía siete años cuando comenzó a manifestar signos duna enfermedad rara. Fue mutando, sus músculos se fueron atrofiando, su cara se contrajo sobre sí misma. Luk, dicen, perdió la razón. O quizás nunca la tuvo. Un retardado, que fue mostrando señales de ese retraso a medida que pasaban los meses.

En el holo que nos enviaron con los datos de Reynolds no dice eso, dijo Sanz. De hecho, lo que se dice es que no se sabe mucho de su pasado. Que hay informes contradictorios. Leyendas muy diversas. De ahí salió eso de que era un artificial.

Usted vio lo que quisimos que viera, dijo Sangottayan. Es cierto que hay diez años en la vida de Reynolds de los que no sabemos nada. Un día, desapareció de Nova Isa. Una década después reapareció ki pidiendo enrolarse al ejército. Mas de su infancia sabemos todo ko. Su padre trabajaba pa nos, tenemos los datos desde que lo contratamos.

Apártate, gritó Reynolds. Dung dung… dung mil veces dung. Te retorceré el cuello una vez más. Nadie me detendrá. Poca cosa. Fokin creepshow. Así intimidas a todos. Mas a mí no. No a mí mas. No no… no. No podrás. Silencio, dung.

Katja se estremeció. Era como si el fengli soplara en su cara. Pero el aire estaba quieto en ese pasillo oscuro. No podía alejar la mirada mucho tiempo de ese rostro detrás de la ventanita. Luk, pensó. Algo de humanidad, entonces.

Dostá Luk, dijo Sanz.

Un monasterio pa defectuosos. En las afueras de Kondra. El hecho es que cuando Luk comenzó a transformarse Jon le echó la culpa a Iris. A Xlött. No era difícil. Muchos como Luk en la isla. Sobre todo irisinos. Víctimas de la radiación. Nova Isa está lejos del epicentro mas quién sabe. Quizás los padres ya tenían el mal en Munro mas quién sabe. El hecho es que Reynolds prometió vengarse de Xlött. Pasaron los años hasta que decidió q’era hora de iniciar su cruzada. Ha hecho todo lo que ha hecho con la esperanza de que Xlött se le aparezca. Quería verlo, enfrentarse a él, derrotarlo. Por la forma en que habla nau, se le aparece todo el tiempo y vive con él en su celda.

Sanz le hizo un gesto a Katja: era hora de partir. Katja veía a Reynolds luchando con la oscuridad, desasosegado, anhelante de una victoria final, y sintió que quería prolongar ese momento, darle unos minutos más antes de retornar al confinamiento solitario. Se detuvo. Debía recordar quiénes eran las víctimas. Reynolds no lo era. Reynolds era el que había apretado el gatillo.

Una pena, dijo Sangottayan, cerrando la ventanita de la puerta. No debieron haberlo visto. Necesitamos hombres como él pa enviarlos a Megara. Si no, tendremos a Orlewen nel Perímetro ya.

Apártate Malacosa, alcanzó a escuchar Katja mientras se marchaban. Mas a mí no. No a mí mas. Apártate.

Katja volvió a tocarse las quemaduras y sintió que Xlött había ingresado un poco más en ella.

Encerrada en una sala junto a Sanz, Katja vio de nuevo las declaraciones tomadas a los hombres de Reynolds apenas fueron arrestados. Estaba distraída, todavía quedaba en ella la impresión que le había causado el encuentro con Reynolds. Esos ojos idos, esa alma torturada. Necesitaba danshen. Perderse de todo lo que la rodeaba.

Obra de arte lo que hicieron, dijo Sanz. Para el museo de la infamia.

Qué lograban, dijo ella. Un pueblo humillado, para qué humillarlos más.

Se los humilla más porque son un pueblo humillado. Lo difícil sería hacerlo con gente orgullosa.

Son gente orgullosa. De verdad cree que Munro hará algo.

Esto va más allá de un simple caso aislado. Fácil entender que se levanten. Por más que haya toda esa charlatanería del Advenimiento. En todo caso, no sé si importará. Quizás ya sea tarde.

Un oficial de SaintRei tocó a la puerta. Pidió hablar con Sanz. Sanz salió de la sala y volvió al rato, el semblante grave.

Ha ocurrido algo muy serio y extraño, dijo. Tenemos que suspender esto.

Una unidad entera de un puesto de observación en el valle de Malhado había sido encontrada muerta. La mayoría descabezados. Cuarenta shanz. El Supremo había decretado duelo. Los bodis, trasladados a una cámara frigorífica en el Perímetro. Lo normal era que se los cremara de inmediato, pero antes se investigaría lo ocurrido. La primera reacción había sido pensar en una venganza de Orlewen, pero se dudaba de su capacidad logística para infligir semejante daño.

El oficial insinuó una explicación sobrenatural. No es la primera vez en Malhado, dijo.

Sanz iría a ver los bodis. Pidió que Katja lo acompañara.

En el camino se enteraron de que una mujer del puesto de observación había sido encontrada viva en Malhado. Los muertos eran treinta y nueve.

Un olor a amoníaco envenenaba el recinto. Los bodis yacían sobre mesas de cemento, uno al lado de otro, casi tocándose. Una brillante luz blanca los iluminaba. Parecían haberse desinflado, como si les hubieran extraído todo lo que llevaban dentro. Katja pensó en la dimetiltriptamina, un alucinógeno prohibido en Munro porque un buen porcentaje de sus consumidores terminaba en la sala de urgencias, víctima de una experiencia psicótica. Los consumidores reportaban que durante el trip muchas veces se veían en un cuarto oscuro operados por alienígenas con extraños instrumentos quirúrgicos, sierras con dientes punzantes, fórceps retorcidos. El efecto no terminaba de pasar del todo: muchos de ellos se quedaban para siempre con la sensación de que les faltaban los pulmones o el intestino, de que vivían sin riñones, de que en el silencio de la noche no podían escuchar los latidos de su corazón.

Bodis altos, delgados, robustos. Algunos estaban destrozados, como si una bomba los hubiera alcanzado. Otros tenían impactos de bala en el pecho, en el rostro. En la mayoría, sin embargo, no había heridas recientes en la piel; sólo tatuajes, cicatrices. El corte en el cuello sugería que la cabeza había sido seccionada de un solo tajo.

Katja tuvo una intuición y revisó en sus lenslets la lista de los muertos. Leyó: Rakitic, Chalmers, Gajani, Colás, Marteen… Xavier no estaba. No, no lo enviarían allá. Otro había sido su destino final.

No sabemos dostán algunas cabezas, dijo el shan que los acompañaba. Estoy acostumbrado a la maldad, espero cosas terribles desta gente y sus rituales primitivos, mas nunca tanto. Pensándolo bien, qué es nunca tanto. Si creen nun Dios que pa mí es el diablo todo es posible den.

Katja observó a un hombrón junto a una de las paredes. Sangre seca en su pecho, una perforación a la altura del abdomen, como si algo hubiera estallado dentro del bodi y perforado los huesos y los órganos y la piel que se le ponían por delante.

Algunos han recibido disparos, dijo Katja. Luchaban den.

Tenían órdenes de tomar Fonhal, dijo el shan. Un villorrio en el que se creía q’estaba Orlewen. Hubo un enfrentamiento.

Orlewen en Malhado, dijo Sanz. Tampoco es múltiple. Todos sabemos que está en Megara o viene hacia Iris.

Y dostán los irisinos muertos si es que hubo combate, dijo Katja.

Ya fueron cremados, dijo el shan. Es la regla.

No sabremos qué pasó con ellos, dijo Sanz. No se podrá reconstruir toda la historia.

Lo q’escuché fue que las cabezas estaban intactas, pegadas al bodi. Y que las chozas fueron quemadas y los sobrevivientes se quedaron sin un lugar do vivir.

Katja dijo a Sanz que quería salir. Estaba indispuesta.

Quizás Iris no necesita de expertos como nos, dijo. Poca fe en nuestra capacidad para entender lo que pasa ki.

Te rindes.

No. Sólo necesito abandonar a la que era. Dar un salto entre portales.

Camino a su cubículo, la imagen de los bodis alineados sobre mesas de cemento mantuvo intranquila a Katja y se mezcló con el rostro de Reynolds a través de la ventanita, su voz profunda pidiéndole a alguien que se apartara. Quiso ahuyentar con danshen esas imágenes, esa voz. No fue una buena idea. Segundos antes de que menguara su yo, se vio echada en una mesa, sin cabeza, rodeada de humanoides con riflarpones.

Un día después, Sanz y Katja fueron al hospital a hablar con la única mujer sobreviviente. A ella se la encontró perdida en el bosque, delirando a la vera de las Aguas del Fin, como si estuviera a punto de tirarse a ellas. Tuvieron que ponerle una camisa de fuerza para subirla al heliavión. Repetía una palabra en medio de su delirio: Malacosa. Mostraba sus brazos y pecho llenos de quemaduras, gesticulaba como abrazándose a sí misma. Los que la habían descubierto entendieron: Malacosa la había abrazado. Una vez en el hospital se tranquilizó. A Sanz y a Katja les dijeron en el Perímetro que no sacarían gran cosa de sus intentos de hablar con ella; estaba catatónica, las horas discurrían en su habitación mientras miraba por la ventana hacia los árboles nimbados por la niebla. Cuestión de encontrar cómo hablarle, dijo Katja. Habla, dijo una doctora de aire beatífico que hacía pensar en la conexión entre las iglesias y los hospitales, mas no dice nada coherente. Poca actividad en su cerebro. Como la de tantos otros casos similares ko. Cuáles, preguntó Sanz. Tardamos en entender que ocurría algo raro, dijo la doctora. Acostumbrados a que la realidad funcione de determinada manera, cuando no es así ahuyentamos los ejemplos que no encajan. La doctora se detuvo como si le costara ordenar sus ideas. En Munro Katja se topaba diariamente con ejemplos que no encajaban con el acostumbrado funcionamiento de la realidad; era cuestión de explorar un poco para darse cuenta de que todos vivían en lugares así, lo que cambiaba era el estilo de la extrañeza, la intensidad, la magnitud. Creía en Dios y nunca había dado muestras de su existencia, al menos muestras concretas no, milagros, todo era cuestión de ese salto al vacío llamado fe, y ella lo había dado, había dado ese salto, ese salto al vacío, quería creer que sí, y también otros, lo daban todos los días, la ley de la gravedad era un misterio, la forma en que evolucionaban las máquinas un misterio, eran extraños para ellos mismos, ocurrían cosas extrañas dentro de ellos, cómo funcionaba el corazón, por ejemplo, cómo, y ni que decir del corazón de los artificiales.

Qué casos.

Esos, dijo la doctora, de los que hablan los medios, de los que se rumorea en los bares, nel cuartel. Esos de la aparición de Xlött. Xlött les da un abrazo y los mata. Es parte duna tradición, una leyenda irisina. O mejor, un ritual.

El verweder, dijo Sanz.

Lo conoce, dijo ella.

Nos han hablado de él.

Está conectado al uso del jün. Una droga natural. Te permite limpiarte de impurezas, te hace sentir q’estás libre de pecados, que has sido perdonada por Xlött. La purga del bodi. Mas pa eso tienes q’estar dispuesta a entregarte a Xlött.

Me han dicho que no es una droga, que es una planta.

Una droga disfrazada de planta.

El danshen era popular en Munro porque no pedía sacrificios ni renuncias. Katja sólo debía estar dispuesta a abandonar la conciencia por unos minutos, disolverse, lista para viajar al pasado en esos instantes angustiosos de paso de un estado a otro, convertirse en una plantaun animal-una nada, aparecer en algún territorio desconocido. Había riesgos, gente que no había regresado del viaje, que había muerto o entrado en un coma profundo. A ella la atraían esos riesgos. Si se quedaba allá se lo merecía.

A veces, continuó la doctora, los que se entregan al jün sienten el llamado del verweder. No está claro si su Dios los llama o ellos sienten que les llegó la hora mas ocurre, dicen, y les viene la muerte den. Muchos casos en los últimos meses. Antes en pueblos lejanos, nau en Iris. Les ha ocurrido a kreols y a pieloscuras tu, mas suponemos que son los que se han entregado a Xlött. Que no son pocos. Dicen que todo esto tiene que ver con el Advenimiento. La llegada del fin del mundo. Dun fin q’es un principio.

Escucho una vez más eso de que el Advenimiento adviene, dijo Sanz, y tiraré un krazikat por la ventana.

No es fin del mundo, dijo Katja. Es fin dun mundo. Ruptura deste orden, llegada duno nuevo, en el que ellos, los irisinos, pasarán a gobernar.

Iba perdiendo el hilo. La mujer catatónica había aparecido en Malhado, decían que abrazada por Xlött, pero eso qué tenía que ver con el verweder.

Malhado es dominio de Malacosa, dijo la doctora, y ella tenía jün en su sistema. Ella puede ser la única sobreviviente dun ritual masivo de verweder. Todos los miembros de su compañía habrían formado parte dese ritual, habrían muerto entregándose a Xlött. Ella sería una rara sobreviviente. Hay casos así. Lo que arruina el argumento es que en los cadáveres de los shanz descabezados no había rastros de jün. Jiang, el líder de la unidad, tenía muchas drogas en su sistema y nau entendemos por qué era tan valiente, por qué no tenía miedo a nada, mas no, nada de jün. Todos con swits en su sistema, mas eso es diferente, es un compuesto químico y el jün es natural.

Los swits son populares en Munro, dijo Katja, no tanto como ki.

Quédense a vivir, dijo la doctora, despertarán una mañana y lo único que querrán es un buen swit pa sobrevivir el día.

Katja tuvo la sensación de que la doctora sabía demasiado. Quizás era del culto a Xlött. No era una idea paranoica, conspiratoria, descabellada.

Al darle la espalda a la doctora pensó que no debía intentar engañarse a sí misma. No había dado ningún salto al vacío. Su fe en Dios había sido más bien tímida, marcada por la costumbre y no por una entrega verdadera. Era muy difícil para ella creer en lo que no veía.

Se tocó las puntas de los dedos. Las quemaduras palpitaban y le seguían doliendo.

La mujer alguna vez había sido guapa. Estaba pálida, ojerosa, los ojos hundidos en sus cuencas. Tenía la mirada extraviada, pero, a diferencia de lo que les habían dicho, no miraba siempre a través de la ventana de su habitación. Podía pasarse un buen rato contemplando sus pies descalzos, los dedos de sus manos, sus antebrazos marcados. Eso llamaba la atención: la piel era blanca pero tenía marcas moradas en los antebrazos. Como quemaduras. Como las de los dedos de Katja. Luego descubrieron que ella tenía las mismas marcas en la espalda. No era difícil imaginar que podía haber recibido el supuesto abrazo de Malacosa o Xlött. También había milagros en Munro. Mujeres con estigmas en las manos y espaldas que sangraban, siluetas de Cristo en las paredes de una fábrica y en la masa del pan. En eso Munro y otros lugares del mundo no eran diferentes a Iris. La diferencia era, quizás, la naturaleza ambivalente de Xlött, su capacidad de encarnar a Dios y al diablo a la vez, y también, al menos para Katja, el hecho concreto de que estaba viendo esas marcas en persona, de que no las observaba en holos que podían descartarse como ficción, simulacro. Marcas como las que había recibido ella en su visita al templo. Eso, sin embargo, no probaba la existencia de Xlött, a menos, claro, que una tuviera fe en él. Ella no descreía de su propia experiencia, sólo que había estado muy segura al principio de que era cuestión de tiempo encontrar una explicación científica. Así funcionaba el universo. Ahora no lo estaba tanto. Los doctores les habían dicho que en esas marcas moradas había una sustancia extraña. Al comienzo creyeron que se trataba de sangre irisina, luego descubrieron que era diferente. Qué, den. No lo sabían. Los miraban con algo de susto. Como si estuvieran enfrente del misterio. Katja lo sentía así. Qué sustancia tendría ella en las marcas en su propio bodi. Veía a la mujer mirándose las uñas de las manos, la escuchaba canturrear una canción en la que repetía una y otra vez el nombre de Malacosa, y sentía que estaba enfrente del misterio. Sentía que podía tener pesadillas. Mejor no probar el danshen con su inconsciente alborotado. Creía en la realidad y ahora estaba resquebrajada. Por ahí ingresaban Xlött, Malacosa, la Jerere y muchos otros. Deidades proliferantes, suficiente levantar una piedra. O excavar en la tierra. Adentrarse en los socavones. Un doctor joven con un electroscopio en la mano les dijo que nunca debían haber explorado en los socavones. Habían despertado a Xlött y lo estaban pagando. La oscuridad de las minas había contaminado la superficie, también oscura ahora a pesar de esa luz tan blanca. Se rio cuando le dijeron cuál era su misión. Así que investigar, así que tratar de entender qué le pasó a esta pobre mujer, así que preparar un informe. No necesitamos una investigadora, dijo, necesitamos un exorcista, y Katja se rio pero también tuvo un escalofrío. Éste es el momento, pensó, en que en el Hologramón se apagarían las luces, soplaría el fengli en las ventanas, aparecería en el umbral la cara desencajada del asesino. No sé si tienen fe, dijo el doctor delante de la mujer. Le dijeron que sí, claro que sí, y él qué bien, la van a necesitar, y Katja volvió a pensar en frases del Hologramón y se dijo que sólo faltaba que ese hospital fuera un psiquiátrico, pero quizás todos los hospitales de Iris eran a su manera psiquiátricos. La mujer la miró como si la escuchara, y susurró: Xlött. Pero el doctor no sabía todos los detalles, porque el Instructor no lo decía, y el Instructor era la historia oficial, que Munro había decidido que a los sobrevivientes contaminados durante la «década de los incidentes» se los dejaría morir ahí o vivir a su manera o sobrevivir en la isla, separada del resto por una zona de exclusión de modo que ni siquiera aparecía en algunos mapas, el doctor no sabía que la versión que se conocía hoy de Xlött había sido creada a partir de ese momento. Y aquí estaban, en un cuarto de hospital, esa mujer llamada Yaz, que seguro tenía una familia que la esperaba Afuera, que estaba creando una nueva identidad en Iris, se estaba convirtiendo en irisina a pesar de que no lo parecía, no era albina, no tenía el cuello largo, esa mujer llamada Yaz y el doctor con el electroscopio que trataba de entender lo que le ocurría y no podía, y ellos que trataban de entender lo que ocurría en Iris y no podían. Porque esa mujer no hablaría, no diría más que Malacosa, y ellos tendrían que imaginar qué había pasado ese momento en que los shanz que la acompañaban habían muerto descabezados. Habría sido al mismo instante o quizás uno tras otro, como para que algunos shanz vieran el descabezamiento de sus brodis. Katja estaba en eso, tratando de que su imaginación fuera capaz de trascender todo lo que conocía y que le alcanzara para abarcar a tantos shanz descabezados al mismo tiempo. Y no podría del todo, porque no tenía para investigar los bodis de los irisinos muertos en el enfrentamiento en Malhado. Una comunidad llamada Fonhal que supuestamente tenía buenas relaciones con los puestos de observación en el valle. Que pese a esas buenas relaciones había sido arrasada por la compañía. La compañía había procedido así porque tenía razones para creer que Fonhal era uno de los escondites de Orlewen. Luego se enteraría de que las órdenes para arrasar Fonhal llegaron como represalia de oficiales desesperados ante la caída de Megara. Que esos oficiales sabían de la presencia de Orlewen en Megara y se inventaron que se refugiaba en Fonhal. Katja veía el bodi tembloroso de la mujer que se llamaba Yaz pero que ya no respondía cuando se la llamaba por ese nombre, veía las manchas moradas en los antebrazos y en la espalda, veía su mirada perdida en los dedos de las manos y de los pies, veía las quemaduras en sus propios dedos, y reconocía que su fe en una explicación racional se tambaleaba y tenía miedo.