Consiguió que le asignaran un guía irisino que también oficiaría de traductor —no confiaba del todo en los lenslets— y un par de shanz como escoltas. El irisino se llamaba Manu, era robusto y no dejaba de pasarse la lengua por los dientes salidos, como si le importunaran. La piel de uno de los brazos era de un color más oscuro que el resto del bodi. Katja había visto irisinos así, en los que la decoloración no era homogénea, sistemática, completa. Quiso darle la mano pero él no se la recibió. Tenía curiosidad de ver si la piel era de textura rugosa como decían las leyendas urbanas en Munro. Se avergonzó de ese pensamiento. Al rato, sin embargo, cuando se sentó a su lado en el jipu, su cercanía le provocó ansiedad. Más allá de todas las explicaciones racionales y amables que se escuchaban en Munro, entendió por qué había una zona de exclusión en torno a Iris. Tuvo compasión de los irisinos que habían estado presentes en el momento de «los incidentes». No son muchos, dijeron quienes aprobaron el proyecto. Se les daría una oportunidad para ser relocalizados, y si no la tomaban el problema era de ellos. Serían sacrificados por el bien de Munro, el Reino y sus aliados; Munro siempre tan servil con los imperios. Las pruebas servirían para desarrollar bombas nucleares propias, perfeccionar componentes termonucleares de las bombas, ver cómo resistía el organismo del ser humano a la radiactividad. Los científicos podrían estudiar esos organismos, analizar cómo prepararse para un verdadero ataque. La radiación fue más letal de lo esperado, lo sentimos mucho.
Piedad también de los irisinos de hoy, los descendientes. Piedad de los shanz, de todos quienes vivían en Iris.
Estaba yendo más allá de ella. Todo un hallazgo. Quizás debía rechazar el danshen. No sólo la anulaba esos minutos. Esos minutos eran una metáfora de lo que había querido para toda su vida.
Quizás Iris comenzaba a actuar en ella.
Alguna vez la había conmovido pensar en «la década de los incidentes». En qué momento había perdido la pista. Se había dejado adoctrinar por Munro. Se había extraviado en angustias solipsistas. Ahora todo iba volviendo.
Una ciudad en ruinas esperaba a Katja fuera del Perímetro. Edificios abandonados, casas que no habían terminado de ser construidas, calles de tierra rojiza; en las esquinas se amontonaba la basura; sobre esos escombros pululaban pájaros de pico agresivo que se abría y cerraba como un alicate. Lánsès, dijo el shan que conducía, un inmigrante de una republiqueta mexicana. Carroñeros, están en todas partes.
Como los boxelders.
Chale. Al menos los lánsès mueren. Pisas a un boxelder y se divide en tres oies. Seguirán ki cuando ya nostemos.
La lengua de Katja, sus labios: un sabor mineral. El fengli sacudía los árboles; remolinos de sha se levantaban delante de ellos, envolvían al jipu, se pegaban a los ojos, penetraban el bodi por orificios nasales y orejas. Fengli, sha, jipu, bodi: el lenguaje irisino iba salpicándola.
Se viene una shastorm di, dijo el mexicano.
Mientras no sea el shabào todo estará bien, dijo el otro, las orejas tatuadas con ideogramas del alfabeto sangaì.
Es el secador, la repentina y trémula voz de Manu asustó a Katja.
Un fengli cálido que hace doler la cabeza, dijo el mexicano.
Estás mucho tiempo ki y te jartarás del shabào, dijo el de las orejas tatuadas.
Jamás hubiera hecho lo que hicieron ustedes.
La desesperación nunca tocó tu puerta oies.
Suena a canción.
Es una canción.
Los shanz se pusieron a cantar.
Soy un shan atrapado por la desesperación
Suéltame desesperación oh… oh oh… oh
No toques mi puerta desesperación
Suéltame desesperación oh… oh oh… oh.
Sí lo hizo, pensaba Katja. En sus últimos días Cari la llamaba llorando inconsolable desde picaderos y ella la derivaba a la policía y pedía que fueran a buscarla y luego iba a recogerla de una celda y la traía a su piso y trataba de reanimarla. Pero una noche no pudo encontrar a ningún agente que la ayudara y ella misma debió salir a recorrer picaderos. El estómago se le contraía al recordarse entrando a esos salones de velas parpadeantes en los que la gente se inyectaba de todo. Hombres tirados en las esquinas como si estuvieran muertos. Una mujer sacudida por convulsiones debajo de una mesa. No era Cari no era Cari. Olor a orín y dung en los pasillos. Un wakidog lamía una sustancia blanca que brillaba en el suelo como diamante molido y luego se quedaba tieso con una pata al aire, el hocico hacia adelante y la cola levantada, como paralizado en pleno movimiento, como embalsamado. Alguien le ofrecía una inyección de PDS. Alguien le tocaba el culo y se perdía entre los grupos diseminados en el patio, donde reinaba un árbol de kindlkindl al centro. La voz de un adolescente cantando una canción desolada que hablaba del miedo, la desesperación que significaba volver a la casa de la infancia al enterarse de la muerte de su madre. Cari no te pierdas, susurraba, si te salvas de ésta prometo cuidarte. No es tu culpa, sólo vinimos de un lugar que no nos merecía. Un lugar inmerecido, dijo, y tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Su padre tirado en el piso al lado de su vómito, su madre durmiendo la borrachera en un sofá, los ronquidos estremecedores, como si estuviera a punto de quedarse sin aire. Ella, su madre, su abnegada madre, era cómplice de su padre al no hacer nada, al socaparlo en esa cobarde pasividad. Quién merecía qué. Cari no. No se merecía eso. Pero ella no estaba en ese picadero. Su cadáver a dos cuadras, tirado en un lote baldío. Violada repetidas veces después de muerta.
Sí lo hizo, dijo Katja.
No lo suficiente como pa querer dejar todo oies. Y creer en la promesa duna nueva vida al menos por un tiempo.
Un pacto con el diablo.
Lo has dicho. Quién no, si esto provoca curiosidad. Mas no sabes del arpón que te pones en la garganta. El que sientes el momento en que te llega de verdad que no podrás volver a casa. Creíste que lo tenías asumido y no sabías nada. Pensaste q’era cuestión de hacer tu nueva casa ki. No es así. Iris nunca será tu jom. Pa irisinos y kreols oies, no pa nos ko.
Los irisinos se asomaban por las ventanas de los edificios, pululaban a los costados de las calles, les gritaban frases relampagueantes que sonaban a insultos. Manu estaba nervioso; Katja dedujo que algunas de las frases iban dirigidas a él. Le habían contado que los irisinos que trabajaban en el Perímetro eran vistos como traidores.
Leyó grafitis relacionados con Orlewen en las paredes. Dibujos de hombres suspendidos con los pies en el aire y la cabeza en el suelo, trazos siniestros como un mensaje a los pieloscuras de que algún día el mundo se daría vuelta.
Los rebeldes tardarían medio día en llegar a Iris, decían las noticias en el Qï. Jipus raudos patrullaban por las calles. En el aire flotaban drons que enviaban holos al Perímetro. La sensación de que algo inquietante estaba a punto de ocurrir.
Templos y más templos. Algunos modestos, con espacio apenas suficiente para un pequeño santuario, otros del tamaño de un manzano, con imponentes torres de arenisca y piedra con bajorrelieves de irisinos rezando o fundidos en un abrazo. Cada templo consagrado a una divinidad diferente. En algunos se adoraba a la Jerere, en otros a Malacosa, al Dios Boxelder, al Dios Dragón, al Dios Joli; y en todos a Xlött.
El jipu se detuvo a la entrada de una mansión con impactos de cohetes en el ala derecha. Les habían explicado cómo dar con algunos de los irisinos rechazados por el verweder. Comenzarían por el primero de la lista. El fengli los azotó al bajar. Katja sintió el trabajo del secador como mil termitas que caminaran incesantes por su cabeza, royendo todo lo que encontraban a su paso.
Maleza en los jardines, una pared con el hormigón despedazado dejando asomar varillas ennegrecidas de hierro retorcidas como enormes cordeles de zapatos; familias de irisinos se habían distribuido las habitaciones. En una de las salas cuadros de naturalezas muertas, lienzos imperiales llenos de rajaduras, como si alguien hubiera ejercitado su rabia con un cuchillo; colgada del techo, una oscilante araña de cristal. Retazos de alfombras persas, muebles de espaldares barrocos con las iniciales del dueño de la mansión bordadas en la tela. Espejos enmohecidos que devolvían imágenes distorsionadas. Leones furiosos de piedra agrietada, dibujos de pavos reales con los colores opacados por el paso de los años. Katja admiró la soberbia de los colonizadores que habían querido crear una vida refinada en un lugar malhadado. La impresionó la persistencia de los sobrevivientes a las explosiones, abandonados por Munro para que se murieran en silencio, olvidados del planeta.
Los shanz barrían el camino con sus riflarpones, intimidaban a los irisinos, que les abrían paso evitándolos como podían. Katja veía a los irisinos con esa curiosidad malsana que en Munro le impedía desprender la vista de los jóvenes que se llenaban la cara de piercings —tres ganchos de cobre en los lóbulos, anillos dorados en la nariz y la boca—, de esas anomalías con las que se topaba por las calles (la mujer en una de las entradas del metro, con la mitad del bodi paralizada; el enano que atendía en la florería de la estación de trenes; el funcionario de brazos mecánicos en las oficinas de SaintRei), de esos programas sensacionalistas en el Qï que hablaban de los mutantes que vivían entre ellos. Los ojos blancos sin iris eran agujeros hacia otra dimensión que en cualquier momento se la tragaban.
Un niño sentado en el pasillo jugaba con una esfera con punta de metal a la que hacía girar en el suelo. Katja le sonrió. El niño abrió la boca en un intento de sonrisa. Ella quiso levantarlo y abrazarlo; se reconocía en él. Fue un instante apenas; la identificación se transformó en empatía, y luego, a su pesar, en rechazo. El niño se levantó y se echó a correr en el mismo momento en que Katja daba dos pasos atrás.
Son como animales salvajes, dijo el tatuado.
Son animales salvajes, corrigió el mexicano.
Mejor irnos, dijo Katja. Dejarlos solos, felices con sus creencias, su forma de vida.
Yo los exterminaría, dijo el tatuado. No contribuyen a nada, no les interesa ser civilizados.
Katja refrenó su cólera, su impulso de callarlos. Fokin shanz. Reynolds no era la excepción sino el desarrollo explícito de la regla.
Los artificiales cualquier rato serán superiores a nos, dijo Katja. Quizás ellos tengan algún día esta discusión y decidan que más vale exterminarnos.
Ya lo son, dijo el mexicano. Al menos en Iris. Son la mayoría entre los cargos superiores de SaintRei. Por eso no envían a ningún artificial al frente.
Sin pena de lo inevitable, dijo el tatuado. Si llega ese día bienvenido, será por algo.
El fengli arreciaba. Un sendero hasta la piscina vacía, desplegada en forma de óvalo en el centro de un descampado, las paredes de azulejos resquebrajados. Katja imaginó tardes y noches mucho tiempo atrás, en las que hombres y mujeres discutían de política y cultura mientras los irisinos iban y venían con las bandejas pletóricas de refrescos, ensaladas, postres, cualquier cosa que se les antojara a los dueños de la fiesta. Imaginó a un hombre hermoso bronceándose bajo el sol ardiente, zambulléndose en la piscina, acercándose a besar a la hija del dueño de la mansión, que soñaba con viajar Afuera, a la vista de la servidumbre irisina.
Dejó de imaginar porque vio la casucha en un rincón de la piscina. Tablones de madera negruzca servían de techo, carcomidos por boxelders. Alguien echado en un camastro, al lado un cajón de plástico.
Los ojos le ardían y se los restregó. Quiso volver al Perímetro, encerrarse en la habitación, olvidarse de todo con el danshen. Le costaría dejarlo. Quiso que todo terminara pronto. Quiso regresar a Munro.
Se bajaba a la piscina por una precaria escalera de madera. Los shanz la siguieron. Se acercó al camastro. El irisino la miró. No hizo ademán de moverse; quizás no podía. Resollaba. Tenía el brazo derecho roto, marcas gangrenosas en la piel. Katja aclaró la garganta y dijo que quería hablar con él. Manu tradujo. El irisino intentó abrir la boca. Hacía esfuerzos pero le costaba.
Dijo algo; Manu: «Luz». Volvió a decir algo; la traducción: «Ciego». Katja preguntó si una luz lo había dejado ciego; si Xlött era una luz cegadora. No hubo respuesta.
Se sentó en el piso. Se estaba bien a la sombra. Un boxelder se posó en su antebrazo. Caminó hacia su mano moviendo las antenas de un lado a otro, como preguntándose por el animal extraño por el que se desplazaba. Al rato levantó vuelo.
Los minutos fueron pasando; Katja observaba los objetos sobre el cajón de plástico. Oxidados brazaletes de colores. Una figura antropomorfa de cerámica, reconocía el perfil de un hombre aunque a momentos se le aparecía un animal. Un alambre. Virutas de papel. Restos de velas. Una cruz invertida.
El irisino no volvió a abrir la boca.
Katja entendió que era suficiente y se levantó.
La irisina que fueron a ver después vivía en la sala de un viejo teatro en el centro. Estacionaron en una calle concurrida pese a la furia del fengli. En una tienda vendían holoseries y cómics sangaìs, en otra se ofrecía acupuntura; en la siguiente se injertaban adornos de metal colorido en los hombres, se colocaban aros en las mujeres; en la de la esquina se vendían viejos modelos de Qïs. Un irisino se acercó y agitó algo a la cara de Katja. Manu tradujo: quería venderle jün. Rechazó el ofrecimiento. Un grupo vino a cantarles algo, los rostros eufóricos. Manu tradujo: Ya llega ya llega el pájaro arcoíris. Los shanz los conminaron a abandonar el área. Uno de ellos escupió a Manu.
Subieron por escalones desvencijados. Como en los otros edificios del centro, en el teatro pululaban multitud de irisinos; algunos dormían en el escenario, otros se habían apoderado de un sector de la platea principal, los balcones, la mezzanine. La ciudad se derrumbaba, pero eso no hacía que la gente huyera; al contrario, la estática milagrosa de sus viviendas parecía atraerlos más.
La irisina estaba recostada sobre unas sábanas. Era esquelética, sus ojos regados por venas. Katja le pidió a Manu que le preguntara por el verweder. La irisina dijo algo ininteligible para Katja y se puso a llorar. Le preguntó a Manu qué había dicho. Manu le hizo señas para que se callara. La irisina quería seguir hablando. Las palabras salían apresuradas.
Dice q’es una elegida, tradujo Manu cuando terminó. Una doncella de Xlött, que al rechazarla le dio la oportunidad de presenciar el Advenimiento, que ocurrirá antes del fin de la semana. Palabra de Xlött.
Pregúntele en qué consiste el Advenimiento para ella.
Manu tradujo. La irisina volvió a hablar.
Se desencarnará la juventud dorada, dice. Nada más.
Katja sabía de los cultos proliferantes en Iris, pensaba que la mujer no estaba bien de la cabeza, pero también creía que nadie lo estaba en Iris.
Quiso hablar con las otras dos, pero la rehuyeron. Había sido una tonta. Qué esperaba, después de todo. Alguna frase reveladora que le indicara qué había ocurrido con Xavier.
Ya estaba, tenía la frase reveladora.
Se desencarnará la juventud dorada. Xavier estaba muerto y debía asumirlo. Quizás lo sabía antes de partir, incluso cuando se ofreció como voluntaria para venir a Iris. Tenía la absurda esperanza de encontrar al menos su cadáver. Pero en Iris los cadáveres eran ceniza. Sha. Fengli. Shastorm.
Hizo un gesto a los shanz. Hora de volver al Perímetro.
Deténgase, le pidió al mexicano. Se bajó al lado de una iglesia, el pórtico flanqueado por columnas de piedra talladas con grabados diminutos; en cada uno se podía ver la cabeza de un animal parecido a un dragón de Megara, una llamarada de fuego a manera de lengua. Una de las representaciones de Xlött, pensó. Informó a los shanz que ingresaría. Le dijeron que podía hacerlo sola, ellos estaban prohibidos. Les pidió que la acompañaran, nadie se enteraría. El tatuado se animó, y al mexicano pareció no quedarle otra que seguir al tatuado. Manu se quedó en el jipu.
Avanzó por un pasillo y se hizo la oscuridad y comenzaron a descender. El tatuado encendió una linterna.
Quiere seguir.
Katja no dijo nada y continuó la marcha.
Tiene algo que ofrendar, gritó. Dicen que sin ofrenda no se puede ingresar.
El pasillo se fue angostando, las paredes se convirtieron en roca viva. La tocó y estaba húmeda. Terminó de bajar, caminaba en dirección a una luz parpadeante al fondo del recinto. Los shanz emitían risas nerviosas.
La iglesia replicaba la forma en que se ingresaba a una mina. Estaba en una mina, había entrado a los dominios de Xlött. Se fue acercando a la luz lejana. Varillas de mimbre ardían sobre un plato de cerámica, despedían un olor similar al del palosanto.
Descubrió que se trataba de una estatua; la luz parpadeante salía de su interior. Una estatua de piedra de Malacosa, el monstruo con el falo que le daba vueltas en torno a la cintura. Los ojos fosforecían en las tinieblas. A los pies de la estatua, en el suelo, desperdigados, una botella de ielou
Un manojo de kütt
Una bolsa de koft
Las vísceras de un animal, eso quiso creer,
Un frasco con una sustancia marrón que era como
La sangre de los irisinos.
Su garganta se cerró. Todavía podía darse la vuelta.
Estiró el brazo, tocó la estatua. La sintió líquida y quemante; sus dedos ardieron.
Es sólo una estatua, dijo en voz alta como para que los shanz la escucharan, pero en realidad se hablaba a sí misma, como queriendo despejar sus dudas como esperando que sus palabras le confirmaran lo que había visto.
Nestos templos mejor no entrar oies, dijo el mexicano. La desesperación tocará a nosa puerta.
Salgamos, dijo el tatuado, y Katja vio una marca como de una quemadura en las puntas de sus dedos. Una ráfaga de fengli helado la sacudió; sí, era mejor salir.
Tuvo la visión de Xavier junto a su pareja, en una ceremonia en honor a Xlött en las catacumbas del Perímetro. Xavier decía no creer en el Dios de Iris, pero era muy difícil que no hubiera caído en el culto. Conocía su fragilidad.
Xavier sabía más de lo que le había dicho. Quizás era cierto lo que decía el informe: había colaborado con Soji en el atentado y soñaba con la liberación de los irisinos.
Quiso tener fe en algún Dios capaz de combatir a Xlött. Tembló, sintiendo las termitas en su cabeza. Vio la quemadura en sus dedos y ya no estuvo segura de esa fe. Imaginó a Xlött delante de ella, en un recinto iluminado por las velas, e intuitivamente bajó la cabeza, como rindiéndole pleitesía.
Se asustó de esa imagen, se dijo que no caería y se refugió en las ganas de danshen. Algo, cualquier cosa que la hiciera huir de Iris, al menos por algunas horas, mientras cumplía con su trabajo.
Se dirigió a su habitación. Las marcas en los dedos dolían. Pruebas de Xlött en el bodi. Quizás no era tan difícil creer en él. No, no lo son, se dijo, dejando que su lado racional se impusiera, como solía ocurrir. La estatua estaba construida con un material que quemaba al contacto. Sí, eso. Un material de esos raros que abundan aquí.
Atisbó el parque desde la ventana. El follaje exuberante de los árboles le hizo imaginar un bosque en el corazón del Perímetro. Qué animales vivirían ahí, qué dioses reinarían ahí. El Perímetro había querido en vano aislarse de Iris. Un puñado de Iris respiraba en su organismo. El bosque aparentaba haber sido domesticado, pero tal vez desde ese espacio verde Iris controlaba el Perímetro de la misma manera que desde la sala de monitoreo se intentaba controlar la ciudad.
Aspiró el danshen. Antes de que la golpeara alcanzó a ver una nave que avanzaba en medio de una sustancia viscosa azulina rumbo a un planeta ardiente como compuesto de lava volcánica. La nave tenía la forma de un ojo, el ojo de un gigante que avanzaba en medio de una selva el ojo de un monstruo ese ojo era ella no era ella. Estrujaba con sus manos las sábanas de la cama y de pronto ya no vio más.
Al día siguiente, Elkam la llamó a su oficina.
Me sorprendió descubrir nel reporte de ayer que visitó un templo irisino. Los shanz que la acompañaron han sido castigados.
Fue mi culpa. Injusto que los castiguen. No entiendo la prohibición.
Quisimos congraciarnos con ellos, dejamos su religión en paz. Un error. Los aplastaremos. Mas no deja de ser un problema. El levantamiento de Orlewen ha llegado lejos no sólo por él o por Sangaì. Es esa fe en sus dioses tu.
No les hubiera sido fácil suprimirla. Habría continuado como un culto secreto, como los primeros cristianos.
Esa religión ha avanzado en nosa gente tu. No queremos que los shanz se acostumbren a visitar iglesias.
Algunos dicen que ustedes no habrían podido gobernar si no hubieran sido tolerantes. En el fondo necesitan la religión irisina.
He escuchado esos argumentos oies. Hay traidores en todas partes mas es culpa de ustedes. Si nos dejaran poner orden como queremos otra sería la historia.
Cuál sería la historia.
Estamos haciendo un buen trabajo. Nosa guerra con Orlewen es justa, acorde a los dictados de Afuera. Nos esforzamos por cumplir con las leyes. Los que no las cumplen son castigados. Mas sin esas leyes nos iría mejor.
Elkam había dicho Afuera como si se tratara de un insulto. Había en SaintRei un orgullo cerril con respecto a Iris. Sus oficiales odiaban que a pesar de tanto tiempo transcurrido todavía tuvieran que depender de Munro. Les costaba admitirlo, pero ellos también eran irisinos. Hubieran querido ser libres para emprenderla contra Orlewen sin miramientos. Para borrar a Orlewen y a su gente de la faz de Iris. Para destruir sus iglesias. Porque era cierto que SaintRei no había hecho nada contra la religión de Iris por órdenes que habían venido de Afuera. Era diferente lidiar con oficiales de SaintRei en Munro a hacerlo con sus representantes en Iris.
Está haciendo una sugerencia o dictando lo que hará.
Sólo no diga que no se lo advertí.
Elkam dio la reunión por concluida.