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El 17 de febrero se celebraba el año nuevo irisino. En las ciudades estallaban fuegos artificiales a lo largo del día —el más típico el lluviadelcielo, nel que un cohete zumbador ascendía al cielo hasta estallar y desparramarse sobre la tierra en forma duna lluvia de luces parpadeantes—, y se quemaban efigies que representaban a los clanes, fantoches satíricos que hacían alusión al Supremo/SaintRei/los pieloscuras.

En los campamentos mineros había la tradición de bailar ocho horas seguidas con un traje y una máscara que representaban a Malacosa. La procesión danzante partía del campamento y, gracias a un permiso especial, terminaba nun templo cristiano en Megara.

Galarza era un pieloscura que trabajaba en las oficinas de administración minera nel campamento y no entendía del todo las celebraciones del año nuevo irisino. Creía nel carácter masoquista de los irisinos, dotro modo no se justificaba la importancia del lluviadelcielo. Cuando el cohete explotaba en las alturas y caían las luces, imposible no pensar en la lluvia amarilla.

Galarza no entendía que pese a su pobreza los irisinos derrocharan geld en la confección de un traje y una máscara que serían usados una sola vez en la vida. Un disfraz tan pesado que había irisinos que no aguantaban las horas de baile bajo el sol y se desmayaban, deshidratados. Uno que otro se desencarnaba dun golpe de calor. Tampoco comprendía del todo que, con tantos templos en honor a Xlött, prefirieran que la procesión danzante desembocara nuno dedicado al Dios cristiano. Muestras de que lidiaban con una forma de ver el mundo radicalmente distinta.

Un 17 de febrero los cohetes no dejaron dormir a Galarza. Algo lo eludía y lo fascinaba desa celebración. Se puso a ver lo que podía sobre los irisinos. Por la madrugada, comprendió que el lluviadelcielo evidenciaba una capacidad admirable de apropiarse del momento más doloroso de su historia y celebrarlo como parte esencial de su identidad. Un gesto de madurez duna cultura confiada en sí misma. El derroche nuna cultura de la escasez podía verse tu como una forma de que las cosas se volvieran a igualar. Quien acumulaba a lo largo del año debía gastar pa ser de nuevo uno más del grupo, pa no distinguirse de los demás. En cuanto a la procesión danzante, que los mineros disfrazados de Malacosa visitaran la iglesia cristiana podía sugerir una admirable forma de entender las relaciones divinas. Una vez al año, la batalla nel cielo se detenía y un Dios visitaba al otro. Al día siguiente volvían a sonar los tambores de combate y Xlött lanzaba sus rayos contra el Dios pieloscura.

Mentira que los irisinos fueran tan radicalmente distintos. Nadie se había esforzado lo suficiente en entenderlos. Galarza resolvió q’el siguiente año nuevo participaría de la procesión danzante. A lo largo de los meses vivió como un minero irisino, ahorrando pa la confección de su traje. Compró una máscara nuna tienda en la calle de las brujas en Megara y la hizo bendecir por un qaradjün. Todo estaba listo salvo lo primordial. No tenía permiso de los dirigentes irisinos pa bailar junto a ellos. Sólo los irisinos podían disfrazarse de Malacosa. Un pieloscura disfrazado de Malacosa era una abominación, un sacrilegio.

No entiendo, dijo Galarza. Pensé q’en la fiesta ustedes eran capaces de hacer que Malacosa visitara a noso Dios. Una forma de mostrar la igualdad entre ustedes y nos.

Eso no es prueba de igualdad, dijo un irisino. Todos los días del año salvo el 17 de febrero el Dios de ustedes le rinde pleitesía a Xlött. Es justo q’ese día Xlött sea humilde y haga que Malacosa visite al Dios de ustedes.

Galarza comprendió que no había entendido del todo a los irisinos. Aun así quería bailar ese día y se disfrazó de Malacosa, logró burlar la vigilancia y formó parte de la procesión danzante.

No había terminado de bailar una hora cuando sintió que el traje lo sofocaba. Cómo hacían pa aguantar bailando durante ocho horas con ese disfraz bajo el sol de agobio. Una cuestión de fe. Una fe que no tenía.

Cayó desplomado. Fueron vanos los intentos de reanimarlo.

Ese año, ocho irisinos se desencarnaron durante la procesión danzante. Hubo celebraciones. Xlött había recibido su ofrenda.

Sanz se perdía desde temprano en reuniones en el Palacio. Katja asistió a una de ellas, con dirigentes irisinos que pedían justicia por las muertes de civiles. Aparte de su insistencia en que el Supremo cumpliera con sus promesas —entre ellas la de acelerar la transición para que el poder en Iris incluyera a representantes irisinos—, le llamaba la atención que ellos hicieran todo por distanciarse de Orlewen. No nos representa, decían. Somos gente de paz, la violencia no es nosa. Pero Katja estaba segura de que algunos de ellos apoyaban secretamente la insurgencia. Era lo normal.

Ayudada por sus lenslets, Katja hablaba con irisinos que trabajaban dentro del Perímetro. Les preguntaba sobre Reynolds y movían la cabeza, temerosos. Inquiría sobre Xlött y señalaban el cielo y susurraban algo que ella entendía como ya llega ya llega. Les mencionaba el verweder y se tocaban el pecho, orgullosos: Es noso destino. Les pedía que le hablaran del danshen, natural de Iris y prohibido en Munro por una avalancha de casos fatales relacionados con su consumo, y para entrar en confianza les contaba que lo había descubierto después de la muerte de Cari, cuando, avasallada por la depresión, pidió licencia de su trabajo y se quedó en casa.

Un castigo, dijo Uz, una irisina que trabajaba en la cocina de un restaurante. Una planta del lado oscuro de Xlött. Los qaradjün lo usan pa convocar a los malos espíritus del cielo de abajo.

Las voces eran unánimes: debía apartarse del danshen. Había plantas mucho más luminosas. El jün, el paideluo. Katja se interesó. Dos compañeras de trabajo asistían a un culto en el que se administraba jün como forma de entrar en contacto con la divinidad. Munro lo había declarado ilegal después de que un miembro del culto incendiara una sala de holojuegos y ocasionara la muerte de siete personas. Todo lo que llegaba de Iris tendía a ser ilegal en Munro; eso acrecentaba su misterio.

Podían tentarla con otras sustancias, y ella escuchaba y asentía, pero luego volvía al danshen. Una liberación que era un castigo. Borrar su yo, despersonalizarse como vía para purgar su culpa. Estaba agotada de sí misma; sus mezquindades le habían impedido ver. Así había sido desde niña. Una de sus parejas le dijo que no podía culparse de nada; lo suyo podía entenderse como una estrategia de supervivencia. Todavía escuchaba, como un zumbido molesto, los pasos inquietantes de su padre por el piso de baldosas cuarteadas, el vozarrón explotando indiscriminadamente, haciendo muaytai contra su sombra en la cocina, quejándose de su trabajo en el asilo, viejos de mierda orinan y se cagan todo el tiempo, mientras Xavier se le acercaba y le pedía, la voz temblorosa, jugar skyball con él en el patio, Cari insistía en mostrarle sus dibujos y Katja trataba de pasar desapercibida leyendo en un sofá de resortes hundidos. Había que defenderse con la indiferencia. No hacerlo acarreaba consecuencias nefastas. La única ocasión en que mamá echó a papá de la casa Xavier estuvo deambulando perdido durante dos días por la ciudad. A los once años, Cari iniciaba su travesía con las drogas.

Una vez Xavier había roto una ventana de la sala por jugar con una pelota. Sin decir una palabra, su padre lo agarró del cuello y le hizo una llave que lo estrelló contra la pared. Terminó en el hospital con dos costillas rotas, y su madre les pidió a Cari y a ella que mintieran a los servicios sociales: debían decir que Xavier había perdido el equilibrio y rodado las gradas. Hubo más incidentes como ése.

Aislarse. Dejar a sus hermanos a la intemperie. Sus padres también estaban en esa intemperie. Antes de que se lo llevaran al hospital, su padre le dijo mirándose sus uñas sucias y mal cortadas que veía elefantes rosados y estaba metido en una lata de sardinas y siete iguanas caminaban por su pecho. Luego se desplomó. Estuvo dos días extraviado en el delírium trémens.

El desafío era tener piedad de su padre. Tratar de entender que, en sus frustraciones, él sufría tanto o más que ellos. Le costaba. Ella era su preferida, la llevaba al Hologramón a escondidas, pero cuando uno de sus hermanos cometía una travesura lo metía en la ducha con ropa y todo hasta que se disculpara entre sollozos, humillado. Cuando dejó el muaytai se perdió dilapidando su fortuna en viajes, inversiones quiméricas y putas; terminó trabajando en un asilo de ancianos y, a pesar de que cada vez se mostraba más abusivo con su esposa y sus hijos, era incapaz de levantarle la voz a su jefe aunque se quejara de él todo el tiempo (una vez Katja había ido a buscarlo y lo encontró recibiendo una letanía insultante de su jefe, dedicada a mostrar su ineptitud, y se le encogió el corazón: ése no era su padre). Xavier, que tenía afiches de su padre campeón en el cuarto, preguntaba con insistencia por qué había renunciado en lo mejor, y por respuesta recibía un grito que lo obligaba a callarse; nunca sabría que su padre fue tentado por ochenta de los grandes para perder el campeonato, y que aceptó el dinero y luego se arrepintió pero ya era tarde, los investigadores lo sabían, y si bien no llegó a la cárcel su carrera se vino abajo tan rápido como comenzó.

Katja prefería, entonces, la negación como castigo. Ensimismarse, perderse. Así había sido en Munro, así sería en Iris. Cumplir su trabajo y nada más. No saber nada de Reynolds, no dejar que le nacieran simpatías por esos pobres irisinos. Que sonaran los disparos y las bombas y que ella, neutral, prefiriera perderse en el arrullo rítmico de las cigarras cuando caía la noche.

El danshen podía ser mentiroso en los segundos previos a la pérdida de conciencia. Le ofrecía imágenes de un pasado idílico en el que su padre era cariñoso y su madre era capaz de defender a sus hijos de cualquier abuso, en el que ella y Cari vivían fascinadas por Xavier, persiguiéndolo por toda la casa, tratando de que no se escapara al mundo de las chicas que comenzaba a interesarle. Luego el danshen era cruel. Luego no era nada.

A esa nada aspiraba. A romper el velo de la realidad, traspasarse al otro lado. A convertirse en una planta, sentirse una planta. Estaría bien si le llegaba la fatalidad y no volvía.

Un par de veces subió al techo del edificio donde se alojaban y fumó koft esperando el crepúsculo con Sanz. El espectáculo los dejaba indefensos y vulnerables. Las nubes se movían violentas e inquietantes, asumían formas fugaces de objetos y paisajes que creían reconocer. Un anciano que los miraba compasivo, una figura animada que perseguía a otra, un barco de metal oxidado, un huevo que era como el inicio del universo, el instante del big bang antes de que se supiera que algún día habría gente como ella que, desde el techo de un edificio, sería capaz de ver en formaciones gaseosas en el cielo el inicio del universo, el instante del big bang.

Los shanz que subían con ellos al techo decían que era mejor ver el crepúsculo con la ayuda de swits. Se reían, estamos jodidos di. Decían que habían perdido su oportunidad de pasarse al otro bando. Orlewen estaba llegando a las puertas de la ciudad, las tropas de avanzada y reconocimiento lo habían visto. Columnas de irisinos que no terminaban nunca. De ki no salimos vivos, decían, hay sangaìs ahí, y se deslizaban de la angustia a la carcajada sin transiciones. Abrazados, se sacaban holos y bebían un licor intenso que les ardía en la garganta, un quemapecho di, y querían ver visiones entre las nubes e intercambiaban swits y se los ofrecían a Katja.

Katja no necesitaba swits para ver cosas. Esas nubes le hablaban. Pero eso no era nada. Había que esperar a que el sol comenzara a desaparecer. En el horizonte escondido era como si hubiera estallado un incendio. Las llamas se subían a las nubes, las manchaban con una estremecedora tonalidad sangrienta. Katja inevitablemente se empequeñecía: un universo capaz de producir ese efecto sublime la hacía sentir prescindible. O quizás los trabajos y los días no importaban y sólo valía la vida para presenciar esas llamaradas antes de que cayera la noche. Y se relajaba y no quería tener miedo. Estaba segura de que Munro la sacaría de Iris sana y salva.

Xavier había estado solo, indefenso, llevando consigo el duelo. Había venido a expiar una culpa y ni siquiera se había enterado de la muerte de Cari. Él le había hablado de la belleza de esos crepúsculos, a veces todo se justifica di ves eso antes de que llegue la noche yastá nohaymás este lugar te agarró forever, pero también había sentido el terror de estar en un territorio regido por un Dios impredecible y dominante que acostumbra manifestarse y no es todo amor.

Uno de los shanz le dijo si podía sacarse un holo con él. Posar con el paisaje en llamas detrás de ellos como quemando sus cabezas. Una conflagración de escándalo. Ella asintió y lo abrazó.

Notra vida estuvimos juntos, dijo él moviendo la mandíbula sin cesar.

Notra vida, repitió ella.

Nesta nos jodimos, dijo él y pidió a un shan que se apurara con el holo. Veremos el holo y yo no estaré ahí. Otro está ki y yo ya no estoy, ni siquiera en los holos. Los veo y me dicen, ése eres tú, mas yo no me veo, yo ya me fui. Sólo falta que mi bodi se entere.

Seguro que sí, dijo ella, incómoda, y él antes de irse le dio un beso en la mejilla.

Nos vemos notra vida, dijo el shan.

Ella se sintió estúpida porque sólo atinó a decir nos vemos.

Fue al ver esos crepúsculos que Sanz concluyó que debían saber más de Xlött y su culto. Un camino para entender lo ocurrido con Reynolds y su unidad. A través de charlas con shanz e irisinos Sanz y Katja se habían enterado de algunos detalles de la tradición del verweder, de cómo ésta, que solía llevarse a cabo en los pueblos, había llegado en los últimos meses a las ciudades, de forma paralela al levantamiento de Orlewen, y de cómo había habido una epidemia de casos de pieloscuras, irisinos y kreols muertos gracias a ella. Muertos mientras caminaban por la calle o estaban sentados en el banco de una plaza, recibiendo de improviso el abrazo de Xlött. Pero también había habido irisinos sobrevivientes al verweder, irisinos que quisieron la experiencia del verweder pero fueron rechazados por Xlött.

Reynolds quería desafiar a Xlött, dijo Sanz. Hay un levantamiento en su nombre. Todos los caminos conducen a Xlött. Por lo pronto, voy a pedir los holos de la sala de monitoreo.

Katja se preguntó hasta cuándo seguirían actuando con aparente normalidad. Acaso debían llegar los rebeldes a dinamitar las murallas del Perímetro para abortar su misión. Ella hacía el trabajo porque era responsable. Sanz era diferente: tenía pasión, convicciones.

Elkam accedió de mala gana a llevarlos a la sala. Se encontraba en el subsuelo de uno de los principales edificios de la administración. Katja había pensado en una torre panóptica, un lugar privilegiado desde el que se pudiera ver todo lo que rodeaba al Perímetro, como en las cárceles antiguas. Pero la torre como vigía del derredor había sido reemplazada por una sala aséptica con asientos y un espacio para proyectar los holos. Más de veinte personas trabajaban observando holos, yendo de un lado a otro, llenando datos en los Qïs.

Elkam les presentó a Heller, un técnico a cargo de los archivos. Heller los saludó sin voltear la vista y sin levantarse de su asiento. A Katja le sorprendió la pelusa rojiza que le cubría el cráneo. Debía haber llegado hacía poco.

Quieren los holos del verweder, dijo Elkam. Muéstrales uno.

Heller tecleó números y letras en un tablero. Apareció un holo de una estación de trenes. Una mujer irisina deambulaba por una sala de paredes desconchadas por la humedad, los ojos en el piso.

Se detenía.

Levantaba la mirada, abría los ojos con desmesura, como si algo sorprendente estuviera ocurriendo delante de ella. En el holo no se veía nada. La mujer se estremecía y, de pronto, levitaba unos setenta centímetros. Los pies colgaban en línea recta con las piernas, como si estuviera ahorcada. Se quedaba suspendida un buen rato.

Caía al suelo.

En los antebrazos de la mujer marcas como de quemaduras.

Esa mujer vio algo que le causó la muerte, dijo Sanz. Y las marcas en los antebrazos.

La creencia es q’el Dios dellos abrazó a la mujer y le causó la muerte, dijo Elkam. Mas pueden ver que Xlött no aparece ahí.

Como en los holos de la fuga de Orlewen, dijo Katja. Que no esté en el holo no significa que no haya estado ahí.

Hay otras teorías pa explicar esto, Elkam elevó la voz. Los irisinos beben cosas raras, se drogan con plantas, son muy sugestionables. La mujer pudo haberse autosugestionado tanto que la fuerza de su pensamiento le causó las quemaduras, la muerte.

Esa fuerza de su pensamiento la hizo flotar den, dijo Sanz.

No lo voy a negar, igual es raro ko. Mas es más raro pensar nun ser sobrenatural que vaya por ahí matando a su propia gente.

Cuando salieron de la sala, Sanz le preguntó a Katja qué pensaba de lo que había visto.

Debemos salir del Perímetro, dijo. Ver qué hay en la ciudad. Hablar con irisinos no controlados por nadie. No confío ni en sus dirigentes.

Sanz asintió. Dijo que no era el mejor momento para salir, podía ser peligroso. Quizás no los dejarían. Pero le interesaban los irisinos rechazados por Xlött. Los que habían sobrevivido al verweder. Si se podía, había que hablar con ellos.

Xavier y su pareja también estaban relacionados con Xlött, pensó Katja. Debía aprovechar la oportunidad que le daba Sanz.