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Sarolta y yo habíamos decidido ir a Londres. Yo había vivido con bastante sencillez en París. Era muy prudente en amor y jamás olvidaba emplear los preservativos de los que os hablé.

Antes de contaros mi estancia en Londres debo hablaros del hombre que me habría hecho desdichada sin vuestra ayuda, mi muy querido amigo. Ya os conté todo de palabra y es por eso inútil repetirlo aquí por escrito. Nunca he encontrado un hombre tan tozudo. Le conocí tres meses después de llegar a París. Tenía fama de ser el mayor libertino de la capital. A pesar de su frialdad, me persiguió por todas partes, e incluso vino a Londres, donde se alojó en la inmediata vecindad de mi casa. Primero creí que estaba loco, luego que me amaba desmesuradamente, hasta acabar reconociendo para mi desgracia que toda su conducta no era sino vanidad y venganza. Pero era demasiado tarde. No quiero hablar más de él; su recuerdo me es odioso. Yo le amaba, hasta que me traicionó doblemente; primero haciéndome descuidar mi habitual prudencia, y luego contaminándome. En Londres no osaba perseguirme abiertamente, porque yo hubiera pedido ayuda a la policía, y no osó atacarme como más tarde hizo en otro país y en otras circunstancias.

Sarolta y yo alquilamos un apartamento coqueto en Saint John’s Wood, en las inmediaciones del Regent’s Park. Era al comienzo de la temporada. El tiempo es magnífico en el mes de abril. Nuestro chalet estaba rodeado por un pequeño jardín con algunos frutales y caminos cuidadosamente limpios. Paseábamos por allí todas las mañanas después del almuerzo. A veces nos quedábamos en nuestro cuarto, que tenía una vista muy bonita sobre Regent’s Park.

Una mañana Sarolta estaba en mi cuarto y comíamos un dulce frente a la ventana abierta. Tirábamos las miguitas a los petirrojos, que venían a picotearlas a nuestras manos. Una brisa ligera agitaba los árboles, el perfume de las lilas nos embriagaba. Yo estaba en enaguas y me apoyaba sobre la espalda de Sarolta.

—Mira ahora —me dijo ella—. ¿No es extraño ver a un caballero tan elegantemente vestido en compañía de cinco o seis mendigos? —Y me mostró con el dedo un macizo de verdor en el Regent’s Park.

Miré y vi a un caballero que cogía la mano a dos niñas vestidas miserablemente y descalzas. Las llevó a un lugar que yo conocía bien, uno de los más retirados del parque. Comprendí inmediatamente que se trataba de un degenerado deseoso de seducir a esos pobres niños, cosa no infrecuente en Londres.

Hice gestos a un policía que pasaba justamente entonces, y cuando se acercó le conté lo que acababa de ver. El agente se precipitó hacia el lugar indicado y desapareció entre la espesura. Volvió pronto acompañado por el caballero, cuyo aseo personal mostraba signos manifiestos de desorden. Cogí mis gemelos de teatro y vi lo que pasaba en el parque. El agente discutía con el hombre; las pequeñas les rodeaban, niñas de cinco a nueve años, y hablaban ellas también acaloradamente. Una se fue hacia la más pequeña y señaló al caballero. Y habría llevado su demostración más lejos si el sargento de policía no la hubiese detenido. Se formó un grupo, oí que algunos paseantes gritaban: Take him in charge (deténgalo). Llegó un segundo agente, y el grupo se alejó en dirección al cuartelillo de Marylebone.

Algunas horas más tarde leímos el nombre del caballero en el periódico. El agente que le había arrestado y las niñas eran los testigos de cargo. El caso era bastante interesante. Asistimos a los debates. Lo que contaban las pequeñas era bastante picante. Él había pedido a las niñas que se descubriesen; luego les había acostado en la hierba y había lamido sus conchas; una tuvo incluso que orinarle en la boca, con lo cual recibió cuatro chelines, el doble que la otra. Pero el acusado no fue condenado. Era un rico comerciante. Se retiró tras haber sido acremente sermoneado por el juez.

Las leyes inglesas, la justicia y el público en general son bastante liberales en este campo. Recuerdo una buena cantidad de casos donde yo habría decidido de modo bien distinto al de los jueces ingleses. Uno de mis pasatiempos favoritos era leer los informes de la policía, y particularmente lo relacionado con delitos contra las costumbres. Los ingleses tienen su arte particular para excitar a las mujeres; se descubren sin más y exhiben su cetro. Un joven inglés se mostró completamente desnudo a la hija de la patrona cuando ella entró en su cuarto para hacer la cama. Un joven francés que estaba ligeramente ebrio robó un beso a la hija de su patrona. Fue condenado a seis semanas de arresto. Grave pena para un beso.

Los tribunales son indulgentes con los eclesiásticos. Un pastor tenía a dos muchachas en pensión. Les enseñó toda clase de cosas inmorales; las llevaba a su cama, jugaba con sus conchas, les ponía el miembro en la mano, etc., etc. Fue condenado por los jurados a trabajos forzados. Pero el obispo de Canterbury le tomó bajo su protección y el proceso fue revisado. Las dos niñas tuvieron que comparecer; una tenía doce años y la otra siete. Las cuestiones planteadas turbaron a esas pobrecillas, y fue fácil convencerlas de su culpabilidad. ¡Cómo si las dos niñas pudiesen seducir a un hombre maduro! Fueron enviadas al reformatorio de Holloway, mientras el verdadero culpable, el reverendo Hatdred, fue liberado. Sí, y porque había estado dos o tres semanas en la cárcel fue considerado un mártir. Se hizo una colecta en su favor y recibió además una buena parroquia.

Vos conocéis mis opiniones sobre ese punto, sobre aquello que se llama obscenidad y degeneración; sabéis que no coincido con la opinión de la mayoría. Creo que cada uno, hombre o mujer, es libre de hacer lo que quiera con su cuerpo mientras no amenace la libertad de otro. Es punible emplear violencia, seducir con promesas, mediante la excitación de los sentidos o utilizando narcóticos que alienen la voluntad. Aunque yo haya disfrutado tanto del amor y haya practicado todo tipo de voluptuosidades, nunca he obligado a nadie a someterse a mi arbitrio. Ya os conté cómo se hizo Rosa amiga mía; lo sigue siendo.

Me quedé tres años en Londres. Mi contrato era por dos años solamente, pero lo renové porque me divertía mucho. Durante mi estancia leí asiduamente los periódicos. Vi que los hombres eran iguales en todas partes, que los deseos y las pasiones empujaban a vicios y excusaban tanto el acto sexual normal como las relaciones insanas y perversas entre personas del mismo sexo.

En Francia, en Italia y probablemente en Alemania se cometen crímenes por voluptuosidad como en Londres.

El caso más terrible es el de un joven italiano llamado Lani con una prostituta francesa. Había estrangulado a la muchacha en el momento de la eyaculación recíproca, durante el éxtasis. Luego había continuado sobre el cadáver. Juristas ingleses me dijeron que si Lani no hubiese saqueado a su víctima —pues le robó las joyas, el reloj y el dinero, habiéndose comprado un billete para escapar a Rotterdam, lo cuál hizo presumir que el crimen estaba premeditado— no habría sido perseguido por asesinato y condenado a muerte. El estrangulamiento de la prostituta en el momento del éxtasis es asimilado a los homicidios por imprudencia, y no está castigado con la muerte.

Como la pena de muerte no está graduada, es terrible que se aplique tan a menudo. No es justa. Ese Lani era mucho más culpable que uno de sus compatriotas, que en un acceso de rabia y celos mató a su rival cuando este salía del lecho de su adorada. Intentó dispararse un tiro de revólver en la cabeza, pero sólo se destrozó la mandíbula. Fue cuidado con el mayor esmero para que no perdiese la vida, y luego ahorcado. Esto es cruel y bárbaro.

Cierro esta lista demasiado larga ya de crímenes londinenses para contaros mis aventuras personales.

Encontré en Londres a la hermana de esa Jenny de la cual os hablé en mi carta precedente. Formaba parte del cuerpo de ballet del teatro de Drury–Lane, y era bastante bella. Laure R… tuvo también mucha suerte; uno de los caballeros más ricos de Alemania, el conde prusiano H…, se enamoró de ella, la hizo su amante y luego la hizo su esposa. H… ya no era muy joven, y al morir la dejó una de las propiedades más grandes de Hungría, cerca de Presburgo.

Sarolta no tuvo el éxito con el que contaba. Abandonó Londres en el mes de agosto. Así pues, me quedé sola con Rosa. Se me invitaba a los círculos más en boga, pero me aburría allí. Deseaba conocer la bohemia dorada de Londres, y por suerte encontré una carta de presentación de mi difunto amigo para una de sus primas, que vivía en el distrito de Brompton. Le envié la carta de sir Ethelred y mi tarjeta de visita, y recibí una invitación ese mismo día.

La señorita Meredith —pues ese era su nombre— tendría entre cuarenta y cinco y cuarenta y ocho años. Debió haber sido muy bella y gozar a fondo de la vida, porque estaba bastante ajada, su cabello era gris y su rostro estaba surcado de arrugas. Se empolvaba mucho. Era filósofa, de la secta de los epicúreos. Se la recibía muy bien en todas partes, porque tenía mucho esprit y un buen humor inagotable. Además, era muy amable y lo bastante rica para celebrar veladas en su casa. Sus invitados eran personas del mismo esprit, y bastantes damas tenían una fama equívoca aunque perteneciesen todas a la aristocracia. A pesar de la libertad de espíritu y de conducta que reinaba en ese círculo, las veladas nunca terminaban en orgías.

No obstante la diferencia de edad, pronto nos hicimos buenas amigas. Le confesé qué relaciones había tenido con su primo. Ella me alabó mucho el hecho de haberle favorecido con mi amor. Me dio a entender que sir Ethelred le había hablado de nuestra relación, pero sin decirle mi nombre, porque era muy discreto. La señorita Meredith hablaba libremente de todas las cosas. Me dijo que no había renunciado todavía al amor, pero que la cosa le costaba mucho dinero. «Dios mío», decía ella, «hago como los viejos, que compran el amor de las muchachas. Eso no deshonra jamás al adquirente sino, en el peor de los casos, al que cambia el bien mayor por el menor».

Como ella iba a todas partes tuve una buena ocasión de ver lo que había de notable en Londres. Los ingleses son muy tolerantes con las gentes del teatro y la bohemia. O no las reciben en su círculo o las invitan y las tratan como autómatas; son muy educados, pero cuando el concierto termina ya no nos conocen. Sin embargo, si un caballero se casa con una mujer de la calle, se olvida en seguida su pasado y es tratada como gran dama; y si se ha casado con un lord puede asistir a la coronación de la reina. Conozco a tres de esas damas: lady F…, la marquesa de W… y lady O…

La señorita Meredith me contó sus aventuras en ciertos bailes londinenses, y me preguntó si desearía visitar algunos en su compañía. Acepté inmediatamente, y los visitamos todos. Tuve ocasión de observar el carácter de las jóvenes; las inglesas de esa casta son mucho más dignas que las de ningún otro país. Hay mujeres tan degeneradas en París como en otros sitios, prestas a hacer todo por dinero; hay también mujeres de mármol que explotan a los hombres, sin sentimiento alguno de sensibilidad; pero las prostitutas inglesas son por lo general menos insolentes que las francesas, e incluso en Londres son bien diferentes de las francesas y las alemanas. Debo confesar, para mi vergüenza, que las prostitutas alemanas son las más comunes y vulgares de todas. Han de serlo, porque son menos bellas que las inglesas y deben atraerse a los hombres a fuerza de insolencia. Se las reconoce de lejos, por su atuendo escandaloso y su andar torpe.

La señorita Meredith poseía una propiedad muy bonita en Surrey, poco más alejada de Londres que Richmond. Invitó allí a algunas jóvenes sacerdotisas de Venus. Yo fui en compañía de Rosa que, a pesar de sus veintiséis años, estaba tan bella como cuando se celebró nuestro primer encuentro. Nuestra sociedad femenina tenía de cuarenta a cincuenta personas, y la fiesta debía durar tres días.

—Vamos a celebrar una orgía sexual —decía la señorita Meredith—, y veremos si podemos pasar de los hombres.

Un amplio río atravesaba el jardín de nuestra anfitriona; no era navegable, y en algunas partes era posible atravesarlo a pie. El jardín estaba rodeado por una alta muralla y las riberas estaban sembradas de sauces llorones. Formaban como una cortina, con lo cual estábamos al abrigo de cualquier ojo indiscreto. Podíamos hacer todo lo que quisiéramos.

Estábamos completamente desnudas. La srta. Meredith lo deseaba; sólo nos poníamos sandalias para pasear por el jardín. El lecho del río era de arena finísima. Estábamos casi todo el tiempo en el agua, como patos; nos divertíamos, chapoteábamos. Yo era la mejor nadadora. ¿He de deciros todo cuanto hicimos juntas? Habría mucho que contar, y mi carta sería el doble de larga; además, no podría describiros todo. Renuncio. Sabed que nos bañamos en la voluptuosidad. Algunas damas pretendían incluso no haber disfrutado jamás un goce parejo en los brazos del hombre. En efecto, el placer homosexual es muy violento. Comprendo por qué las turcas no se aburren jamás en su harén ni son desgraciadas esperando su turno para compartir la cama del sultán. Hoy sé cómo pasan su tiempo; hacen lo que nosotras hicimos en ese jardín. Creo que el placer homosexual supera el placer heterosexual. Se ve bastante incrementado por la certeza de que esos abrazos no exponen a ninguna consecuencia peligrosa, ya que así es posible abandonarse totalmente a la voluptuosidad de las caricias.

Ninguna de nosotras se divirtió tanto como nuestra anfitriona. Todas queríamos expresar nuestra gratitud, y la colmamos de caricias. El tercer día estábamos tan fatigadas que el cuarto transcurrió para la mayoría en la cama. Luego regresamos todas a Londres, donde me esperaban mis deberes.

Pude haber ganado sumas inmensas de di ñero en Londres, si hubiese querido ir a la conquista de hombres. Lord X…, un fanático de la música que gastaba sumas locas con todas las actrices, hizo las ofertas más seductoras a través de conocidos míos de ambos sexos. Pero las rechacé, como hice con todas las otras ofertas recibidas en Inglaterra, y a pesar de mi relación con la srta. Meredith tenía fama de ser inabordable. Una dama que me invitó al matrimonio de su hija alabó mi virtud al mismo tiempo que mi canto. Me habló también de la srta. Meredith.

—Esa buena mujer —dijo ella—, tiene un nombre bastante equívoco. Sin duda vos lo ignoráis. Creo que conocisteis a su primo, sir Ethelred Merwyn. He oído incluso que fue vuestro amante. ¿Os recomendó a su prima? Él no sabía que ella era libertina. Por lo demás, eso no debe tocaros, y no necesitáis tomarlo siquiera en cuenta.

¡Qué equivocada era la opinión del mundo! ¡Sir Ethelred un estoico! Sólo yo habría podido decirlo, pues ninguna mujer le conocía como yo.

Había tomado a mi servicio a un boy hindú. Era de una gran belleza y apenas tenía catorce años. Lo tomé porque me gustaba mucho. Quería iniciarlo a los dulces misterios del amor. Me encantaba enseñarle el amor y ver formarse en él sentimientos que ignoraba aún. En cada músculo de su rostro, en cada movimiento de su cuerpo hablaba el amor. Era mi esclavo voluntario, y su devoción era sincera. No podía creer en la verdad de lo que sentía; me dijo muchas veces que creía soñar. Yo le veía a menudo con los ojos cerrados, perdido en sus pensamientos y en sus sueños. No me escuchaba llegar, y sólo me percibía cuando le tomaba de la mano.

No tengo ya más que deciros. Conocéis todo cuanto me sucedió después. Os lo narré de palabra cuando nos conocimos. Esta carta es, pues, la última.