7
Por puro azar recibí al llegar a París la confirmación de lo que me había contado sir Ethelred, el hecho de que la violación de cadáveres es un vicio extendido entre todas las capas de la población. Los ricos hastiados de todo lo practican por perversidad, los pobres por necesidad, porque así pueden saciar gratuitamente sus deseos. Los muertos no traicionan, y por eso nadie les teme. En realidad, para ser sincera, me veo forzada a confesar que un bello cadáver repugna menos que un cuerpo vivo abyecto. Si logramos superar el miedo provocado por el contacto helado y rígido de un cuerpo muerto comprendo muy bien que se obtenga voluptuosidad.
Los dos casos que conmovían a la opinión son conocidos sin duda, aunque los periódicos los hayan contado de modo incompleto dado el escándalo de los debates. Pero las vistas eran casi públicas; he visto allí a damas de la más alta aristocracia y a semimundanas.
Voy pues a contaros lo que pude llegar a saber sobre esos dos asuntos. Los procesos se celebraron al mismo tiempo, aunque los crímenes se produjeron en fechas distintas. El incriminado en uno de ellos era un aristócrata; su familia había hecho todo lo posible por ahogar el asunto, y lo hubiese conseguido de no haber aparecido nuevos testigos y si los periódicos no hubiesen voceado el segundo asunto. El otro culpable era un hombre del pueblo, que fue encarcelado y juzgado en seguida. En el primer asunto no sólo había violación sino asesinato, y no de una sino de muchas personas. El asesino y el sátiro eran dos individuos diferentes, pero que tenían una conexión estrecha.
En el distrito exterior de Poissonière vivía un charcutero célebre por la calidad de sus patés. Su tienda estaba siempre llena. Las gentes del pueblo contaban muchas tonterías sobre la fabricación de esos patés, y corrió el rumor de que empleaba carne humana. Se hizo una investigación, y se descubrió que no empleaba carne normal, pero que se trataba de carne animal; usaba perros, gatos, ardillas y gorriones. Cada vez que sus patés se ponían de moda volvían a circular rumores infames; a la larga la policía dejó de vigilar, y hasta el público abandonó las habladurías.
Unos dieciocho meses antes de llegar a París, un peluquero fue arrestado por cortar la garganta a uno de sus clientes. Las pesquisas permitieron establecer que ya había cometido muchos asesinatos y que vendía los cadáveres a su cuñado, que era charcutero; la carne de los cadáveres estaba picada. La complicidad del cuñado no era segura. El acusado dijo en el interrogatorio que uno de sus compadres hacía lo mismo y que perseguía además una doble finalidad, porque primero suministraba el cadáver de las niñas impúberes a un gran degenerado para su violación, y luego lo revendía por segunda vez al charcutero. El fiscal acusó inmediatamente al degenerado, pero como este había estado presente durante el interrogatorio del peluquero tuvo tiempo de hacer desaparecer todas las huellas de su complicidad. Se descubrieron rastros de sangre y huesos en la bodega del segundo peluquero, pero no fue posible establecer nítidamente su crimen. Fue dejado en libertad.
Seis semanas antes de mi llegada, un agente de costumbres sorprendió a un empleado del depósito municipal a punto de violar el cadáver de una muchacha repescada en el Sena. El hombre fue condenado a diez años de galeras. El público consideró que la condena era excesiva, así como los periódicos, y el tribunal de casación la redujo a dos años de trabajos forzados.
Este segundo asunto despertó al primero, porque los periódicos hicieron mucho ruido en tomo al peluquero–charcutero. Este, que se creía al abrigo de cualquier nueva investigación estando protegido como estaba por su cliente, olvidó toda prudencia. Un día la policía registró su negocio y descubrió el cadáver de una niña de diez años. El examen médico estableció que la pequeña había sido violada, pero no pudo fijar si antes o después del asesinato.
El asesino fue condenado a la guillotina. Negó haber tenido cómplices, pero cuando ante el tribunal de casación vio que nada podía salvarle confesó que suministraba los cadáveres de las niñas asesinadas al duque de P…, que pagaba veinte napoleones de oro por cada pieza. Añadió que el propio duque le había empujado a atraer a las niñas a su tienda para asesinarlas. El duque fue incluido en el asunto, aunque negó enérgicamente toda complicidad. La violación de los cadáveres era evidente, y él sabía que las niñas eran asesinadas. Pero su abogado fue lo bastante astuto como para hacer que sólo fuese acusado de violación; su condena fue escasa en comparación con la inmensidad del crimen. El peluquero era un antiguo ayuda de cámara del duque, con lo cual todo el mundo estaba convencido de su complicidad.
Nunca he visto una feria de amor tan grande como París. Los habitantes están tan enervados que prácticamente no disfrutan de placer alguno con la copulación natural. Las semimundanas ni siquiera persiguen un placer.
Aprendí por casualidad a conocer a una de esas damas. Era la amante del príncipe ruso Demidoff, una mujer de rara belleza y muy bien conservada para su edad. Tenía treinta y tres años por lo menos, pero yo le había atribuido veinticinco. Su amante se gastaba sumas locas en ella. Él me hizo una brizna de corte; me hubiese bastado una palabra para captarle. Pero le dije categóricamente que debía abandonar toda esperanza. Gracias a la generosidad de mi amigo difunto, yo poseía una fortuna respetable. El ruso me desagradaba; era muy feo, había pasado la cincuentena, llevaba peluca y se teñía el bigote. Siempre he despreciado a los hombres que procuran ocultar su edad. Sir Ethelred tenía el pelo gris; le hubiese avergonzado llevar peluca.
En París pude formarme una opinión aún mejor de las húngaras. Encontré cuatro: Matilde de M…, una hija natural del príncipe O… vendida por su madre a una rica caballista, que logró emanciparse y casarse con un rico banquero parisino; Sarolta de B…, mi colega en el teatro lírico, era encantadora y muy ingenua todavía. Jugaba con los hombres sin concederles nada. Temía quedar encinta. La tercera era una tal srta. de B…, mujer de un coronel húngaro. Él vivía con ella en bigamia, porque no estaba divorciado de su primera mujer. Cuando supo que esta última había llegado, él huye a Constantinopla y abrazó el islamismo. La cuarta se llamaba Jenny R…: era hija de un abogado de Budapest. Ella y sus tres hermanas vivían del comercio de sus encantos. Había comenzado la profesión con precios bajos, pero un conde se enamoriscó de Jenny y la puso así de moda. Jenny tuvo mucha suerte y vino con sus hermanas a París. Ellas formaban parte de Tas damas más elegantes entre la bohemia dorada. Un caballero italiano, el marqués de M…, se casó más tarde con Jenny pero sin conservarla mucho tiempo, porque murió al cabo de dos años. Jenny lanzó entonces sus redes hacia un príncipe soberano, que la llevó al altar…