6
Había cumplido veintisiete años. Mis padres habían muerto en el intervalo de una semana, arrastrados por una epidemia. Estaba sola en el mundo, por así decirlo. Había perdido de vista a mi familia. Mi vieja tía, en cuya casa viví en Viena al debutar en el teatro, fue quien duró más; murió un año después de dejar yo Budapest. Ese primo del que os hablé había seguido la carrera militar. Había perdido la mala costumbre de su infancia y se había convertido en un libertino tal que sus excesos le mataban. Por un lado, yo había tenido mucha suerte. Pero hube de soportar algunos malos disgustos. Perdí a mis dos primeros amantes. Arpad A… hubo de ir a Constantinopla, donde tenía un empleo en la embajada, y Ferry emigró a América. Sólo me quedaba Rosa para recordar las gozosas jornadas pasadas en Budapest.
No quiero hablaros de mi carrera artística; eso no os interesa; y si quisiérais conocerla os bastaría abrir los periódicos, cosa que habréis hecho sin duda.
En una gran ciudad alemana conocí a un empresario italiano que me había escuchado cantar en un concierto y en una ópera. Me visitó y me propuso seguirle a Italia. Yo hablaba el italiano perfectamente. Él me dijo que para poder competir con las célebres cantantes italianas sólo me faltaba la costumbre de los inmensos escenarios de San Fenice, La Scala y San Cario. Si triunfaba en Italia mi porvenir estaba asegurado, tendría la gloria. Mi debut debería hacerse en el teatro Pérgola de Florencia. No dudé mucho tiempo; firmé un contrato por dos años. Percibiría 30 000 francos y dos veladas en mi beneficio.
En Italia arriesgaba menos que en los demás lugares donde había cantado antes. Nadie se ocupa allí con la conducta de una mujer soltera. Esa virtud femenina tan honrada en el resto de Europa carece de valor alguno en Italia. Allí es exigida más bien de las mujeres casadas. Yo lo encuentro muy razonable. Cuando una dama que ha conocido ya todos los matices del amor quiere casarse, los italianos no se ocupan de su vida pasada, no son tan escrupulosos. Ningún hombre cuenta con la virginidad si su prometida tiene más de quince años. A los veintisiete, yo alcanzaba el apogeo de mi belleza. Todos los que me habían conocido en Viena o en Frankfurt me aseguraban que a los veintidós años era menos bella.
Tenía una naturaleza robusta y poderosa. Mi temperamento era fogoso; pero era capaz de dominar mis deseos cuando veía que los placeres del amor atacaban mi salud. En Frankfurt había pasado dos años de castidad; tras abandonar Budapest restringí incluso las relaciones con Rosa. Ella no me provocaba jamás. Parecía compartir todos mis sentimientos. Nuestro acuerdo era tan perfecto como el de dos gemelos siameses. Yo llevaba un diario. ¿Cómo habría podido en otro caso contaros mi vida en todos sus detalles? Hojeándolo, descubro que después de mi relación con Ferry, que duró seis meses, compartí mis placeres homosexuales con Rosa sesenta y dos veces en el espacio de cinco años. Es el «non plus ultra» de la templanza ¿verdad? Y durante esa época no concedí el menor favor a un hombre. Estaba sana, vivía bien, cuidaba mi cuerpo y no cometía ningún exceso.
En Florencia conocí a un hombre muy interesante, un inglés del que ya os hablé. Ya no era joven; tenía cincuenta y nueve años. Podía hablar de todo con él; era un epicúreo perfecto y estudiaba la naturaleza humana; sus opiniones se armonizaban con las mías. Gracias a él aprendí a conocerme mejor. Él me explicó muchas cosas que yo ignoraba. Sabía tiempo atrás que la naturaleza de la mujer es completamente distinta de la naturaleza del hombre, pero no había logrado adivinar por qué. Él me dio las razones fisiológicas y psicológicas. Su filosofía era simple y clara; era imposible debilitar sus principios, basados sobre la razón. No era en absoluto cínico; en la sociedad era considerado un hombre muy moral, aunque no fingiese ninguna virtud. Me hacía la corte dulcemente, no para lograr lo que todo hombre codicia sino porque yo era capaz de escuchar y comprender sus palabras. No obstante, observé que le habría hecho muy feliz poseerme físicamente. Es natural. No soy un Narciso femenino, pero soy consciente de mis cualidades físicas y espirituales. Me basta mirarme en el espejo y comparar mi belleza con la de otras mujeres. Vos mismo me habéis confesado que nunca habíais visto un cuerpo de mujer tan bien proporcionado como el mío (y eso muchos años después de mi relación con sir Ethelred Merwyn).
Me espoleaba escuchar continuamente al inglés cantando mis alabanzas sin intentar atacar mi corazón u otra cosa (digo corazón por eufemismo). Mi coquetería era vana. Él me había explicado todo, pero yo quería saber por qué era tan estoico conmigo.
Un proverbio dice: «Si la montaña no viene hacia Mahoma, Mahoma debe ir hacia la montaña». Sir Ethelred era la montaña, y yo necesitaba ser el profeta si quería obtener mi explicación.
—Pero yo os permito todo, sir Ethelred —le dije una vez—, y vos jamás sobrepasáis los límites de la más estricta amistad cuando me hacéis la corte. Habéis sido un gran Lovelace, como me dijisteis; sé incluso que seguís haciendo más de una conquista.
—Os equivocáis, señora. No hago ya conquistas —me respondió sir Ethelred—. No consideraréis conquistas lo que un viejo como yo cambia por oro.
—No hablo de las casquivanas y otras mujeres ligeras. Sólo contestáis a parte de mi pregunta. ¿Acaso me tomáis vos por una coqueta sin corazón, que se enorgullece de encadenaros a su carro triunfal? ¿Pensáis que no podéis inspirar amor a una mujer de mi edad?
—Creo que es posible. Pero si me concedieseis vuestros favores sería por piedad y no por amor. Sería cuando menos un deseo malsano. Sólo habéis conocido hombres jóvenes. Queréis ponerme en ridículo.
—Sois injusto con vos y conmigo. Os conté ya cómo conocí a un hombre que desdeñaba toda conquista, que no venía a ofrecerse voluntariamente. ¿Sois vos tan vanidoso y exigís algo semejante de la mujer? Pero nada arriesgáis recibiendo una respuesta desfavorable, porque podéis cargarla a la cuenta de vuestra edad. En cambio, una mujer se siente muy humillada si jugáis con ella el papel del casto José. Demasiada timidez y demasiada modestia no le van a un hombre.
—Pero le va menos todavía hacer que digan de él que es un viejo fauno.
—Vos sois todavía un hombre apuesto, y poseéis cualidades que hacen olvidar vuestros años. Veamos. Si, despreciando los prejuicios de mi sexo, yo os dijera que podéis esperar y exigir todo de mí ¿no os decidiríais a aceptar esos favores inesperados?
—Es imposible. No lo haréis jamás.
—En todo caso podéis decirme si me rechazaríais. ¿Sí o no?
—Loco habría de estar para rechazaros; aceptaría —dijo sir Ethelred.
—Pero me despreciaríais desde el fondo del corazón, como a un hetaira o a una Mesalina.
—Para nada. El gusto y los caprichos de una mujer son insondables. Os amaría, y ese amor me haría el más dichoso de los mortales.
Se contradecía abiertamente con lo que acababa de afirmar. Yo me había acercado a él, le puse la mano sobre el brazo y le miré con tanta dulzura que hubiese debido ser de piedra para resistir. Detesto la coquetería cuando no es un arma de conquista o de venganza. Sir Ethelred había sido siempre mi amigo, no tenía ninguna razón para vengarme. Tampoco quiero decir que lo amase; pero era posible que ese sentimiento fuese despertado por relaciones más íntimas. Le empujé tanto que olvidó todos sus principios, cayó a mis pies, besó mis rodillas y se hizo más emprendedor. No opuse ninguna resistencia; le dejé hacer. Me abrazó con la mano derecha, llevó la izquierda bajo mi vestido y acercó su cara a la mía. No esperé siquiera su primer beso; se lo di yo. Al mismo tiempo abrí los muslos y adelanté el vientre, para que encontrase sin esfuerzo el templo de las voluptuosidades. Esos preliminares me habían excitado, y encontró una gruta enteramente húmeda y caliente. Él no decía palabra; suspiraba, y una lágrima le brillaba en el ojo. No parecía creer aún en su felicidad. Me escapé entonces de sus brazos y fui a cerrar la puerta. Luego le dije que sería mejor ir a la cama, que debía desnudarse, pero que antes debía ayudarme a mí para eso mismo. Habríais debido contemplar a mi inglés cuando me vio desnuda. Creía soñar. Se arrodilló ante mí y besó cada rincón de mi cuerpo. Me encantaba verle tan feliz. Me puse a desnudarle, cosa que él no quiso permitir; pero cedió cuando le dije que me daría mucho placer.
Yo no comprendía por qué había sido tan tímido conmigo. Su cuerpo seguía siendo bello, su flecha se erguía orgullosamente, su piel era fina, lisa y blanca, sin la menor pátina amarilla; al contrario, tenía reflejos rosados. Me metí en la cama; él estaba todavía arrodillado ante mí y besaba mi gruta de voluptuosidad, que al contacto de su lengua se abrió, impaciente por recibir a su huésped. Sir Ethelred sabía también que sólo la primera eyaculación es peligrosa, porque retiró su miembro. Me abrazó con fuerza y descargó a un costado.
—¿Dudáis aún? —dije yo tiernamente.
—Creo soñar. No osaba esperar dicha semejante. Aún no lo comprendo. Soy vuestro esclavo, no os negaré nada.
Sir Ethelred había hecho más de una invasión en el dominio de los dioses del amor. Pasó un buen rato antes de que recobrase sus fuerzas. Le ayudé con los dedos y la boca, hasta que al fin su amor estuvo de nuevo en forma. No quería que me abandonase a medio camino, y por eso no le dejé recomenzar inmediatamente. Por último cuando vi que su deseo era casi doloroso, me ofrecí en sacrificio. Él se tumbó de espaldas esta vez. Yo me situé sobre él. Le sujetaba ambas manos y excitaba su flecha con mi gruta, porque me frotaba contra ella sin dejarla entrar. El pobre hombre cerraba los ojos, jadeaba, suspiraba y —cuando menos se lo esperaba— me dejé caer sobre su cetro. Él abrió inmediatamente los ojos. Pero yo me alcé, su amor se salió y hubo de ponerse a empujar en mi búsqueda. Me entretuve así algunos minutos, y luego los movimientos se hicieron más regulares. Yo me aplicaba en hacer funcionar los músculos de mi gruta, aunque a veces su flecha quedaba presa, cosa extremadamente rara y muy apreciada entre los hombres. No había obrado mal inflamándolo así, pues en otro caso me habría quedado a medio camino. Sentí que la crisis se aproximaba y apresuré mis movimientos para acelerar en él la apertura de las esclusas. Al final llegó la crisis. Sus ojos se hicieron extrañamente fijos, sus movimientos se precipitaron; me pellizcaba voluptuosamente las nalgas y me mordía la espalda, dejaba escapar un ruido ronco. Recibí su chorro antes de que mi fuente desbordase; pero dos segundos después él recibió mi chorro en revancha. Yo estaba casi desvanecida de voluptuosidad. De repente volví en mí; la rigidez e inmovilidad de mi amante me aterraba.
Al principio creí que le había matado un ataque. No respondía a mis preguntas. Le puse la mano en el pecho, que latía aceleradamente. Di una sacudida hacia atrás, y el puñal salió de su funda; se había aflojado a medias y algo húmedo corría a lo largo de mis muslos. Cogí un vaso de agua de la mesilla y le mojé el rostro y la espalda. El agua helada le despertó. Se incorporó, miró el cuarto, me abrazó violentamente y besó mi espalda ensangrentada, que él había mordido. Estaba muy intimidado, y le calmé. Nos vestimos. Su aparato parecía decir que no tenía bastante, porque se levantaba debajo de la camisa; si le hubiese excitado, habría aceptado una tercera liza de amor. Tengo entendido que ciertas personas sufrían un ataque en tal situación, lo cual ocurre más frecuentemente entre los hombres que entre las mujeres. Debe ser terrible apretar un cadáver entre los brazos.
Sir Ethelred parecía haber adivinado mis pensamientos. Tras bajar al jardín hablamos del asunto.
«Dios mío ¿no sabéis a qué aberraciones lleva una pasión excesiva? Hay muchos casos de hombres que han violado cadáveres. No estaría condenado por la ley si no aconteciera. No sé si antes era más frecuente que hoy; pero sigue aconteciendo actualmente. Durante las guerras napoleónicas esa pasión tuvo incluso serias consecuencias para la víctima. Pocos días antes de la batalla de Jena, un oficial se alojó en casa de un pastor protestante. La hija del pastor acababa de morir, y el médico a su cuidado terminaba de firmar el certificado de defunción. Pero no era sino un caso agudo de catalepsia. La muchacha debía ser enterrada después de partir los franceses. Seducido por la belleza del cadáver, el oficial la violó. La electricidad de la copulación despertó a la joven, que llegó incluso a concebir. Sus padres se llevaron la agradable sorpresa de encontrarla despierta a la mañana siguiente. Ella dio a luz sin conocer siquiera al padre de su hijo, una criatura robusta y bien hecha. La cosa se explicó muchos años más tarde, cuando el oficial volvió a la aldea. El asunto hizo mucho ruido. Los señores franceses tenían muchos casos semejantes en la conciencia. Cuando alguno era sorprendido en flagrante delito se excusaba diciendo que lo había hecho por pura humanidad, para resucitar a la joven. Naturalmente, ninguno lo conseguía, porque esos casos de catalepsia son excesivamente raros y el medio no siempre es eficaz. La violación de cadáveres sigue siendo frecuente; es practicada por personas de la aristocracia más que por el pueblo. Entre todas las historias que conozco, voy a contaros la del ministro austríaco, el príncipe de S…
»Se hacía llevar todos los muertos del hospital a su apartamento diciendo que era para hacer estudios anatómicos, porque era diletante de la medicina. Los médicos descubrieron que violaba a los cadáveres, porque una vez el cuerpo de una virgen no volvió a entrar intacto en el hospital.
»Esta pasión es muy peligrosa para quien se entrega a ella; puede ser incluso mortal. Los venenos que segregan las entrañas de un cadáver son muy violentos. Si el miembro viril tiene una escocedura o una minúscula pústula el violador debe ser excesivamente prudente. Esa prudencia debe ser aún mayor en los países calientes, donde los cadáveres se descomponen más rápidamente. Este vicio está muy extendido en Italia; el clima es muy enervante, y el italiano hace uso de todo para apaciguar sus pasiones. El onanismo, la sodomía y la violación de cadáveres están allí muy desarrollados. Sí, se asesina por mandato y las víctimas palpitantes son llevadas a degenerados que se aplacan inmediatamente. El proceso a un fabricante de salchichón ha sonado mucho en estos últimos tiempos. No se limitaba a asesinar a sus víctimas, sino que las violaba antes o después. Cuando una mujer es ejecutada en Italia, cosa no muy rara en los Estados de la Iglesia, podemos estar seguros de que su cadáver ha sido violado dentro de las siguientes veinticuatro horas; así, maridos que no habían sido cornudos mientras su esposa estaba en vida lo son después de morir. Esto acontece en Inglaterra y Francia igualmente, sobre todo en Londres, donde la policía es muy débil y está mal organizada. El crimen mayor que el hombre puede cometer es mutilarse a sí mismo; ¿sabíais que la ley lo castiga?».
Lo que me contaba sir Ethelred me llenaba de horror. Todos esos crímenes le dejaban indiferente. Según él, la automutilación y la violación de cadáveres sólo eran hábitos peligrosos si perjudicaban a quien se entregara a ellos. La ley no debería prohibir la automutilación, la violación de cadáveres ni el suicidio, o más bien su tentativa; la ley sólo castiga los actos que atacan la voluntad, la salud o el bien de los otros.
Todo cuanto me contaba me hacía temblar; esos crímenes eran demasiado lúgubres. No podía creerlo.
—Me sería fácil convenceros de la veracidad de mis palabras si no temiese veros cambiar de sentimientos en cuanto a mí. Me bastaría llevaros a los lugares donde estas cosas acontecen.
—¿Cómo? ¿Aquí en Florencia?
—No. Aquí no. En Roma —me respondió sir Ethelred—. Iréis como de gira.
—Bueno. No os prometo que mi amor no se resienta y que tenga fuerza suficiente para asistir con calma a tales cosas. Pero debéis asegurarme que no habré de tomar parte activa, y que no se producirá un asesinato delante de mí. Tampoco querría ver esas torturas que mutilan para siempre a las víctimas. Estas últimas deben ofrecerse voluntariamente, pues no querría asistir a los horrores descritos en el libro de Sade.
Una pasión malsana y febril me apoderó de mí; estaba inquieta, y Dios sabe dónde me habría llevado si los actos que iba a ver pronto no me hubieran alejado de esas ansias. Os contaré todo; espero que no me condenaréis. Si alguna vez nos encontramos, me explicaréis esas cosas.
El tiempo pasaba muy deprisa en compañía de un hombre tan galante. Éramos muy moderados en cuanto al amor. Él estaba siempre dispuesto a nuevos juegos, pero yo temía demasiado que su fuente se secara demasiado rápidamente. Le quería demasiado para no querer ahorrarle esa humillación.
Fuimos a Roma y al tercer día sir Ethelred cumplió su palabra. Hubo de pagar una suma inmensa para poder contentar mi curiosidad. La noche anterior se habían celebrado ejecuciones. Un bandido de los Abruzzos y su mujer, una persona encantadora, fueron ahorcados en Piazza Navona. Sir Ethelred había alquilado una ventana próxima a la horca. Con unos pequeños gemelos podía ver todos los movimientos musculares del rostro de esos desgraciados; yo sufría cruelmente. No podía olvidar esos dos rostros de espanto. Sir Ethelred leía mis pensamientos; me dijo:
—Volveréis a verlos otra vez.
Sir Ethelred me llevó al convento de la Asunción. Los frailes de esa orden habían invitado también a sus colegas los jesuitas. La orgía se celebraba en la propia iglesia. Las losas de mármol estaban recubiertas por capas de junco. Era verano, y la noche no estaba fría. Nos habían preparado un lugar. Algunos abades se encontraban arriba, en el coro; cantaban himnos de iglesia y las partes más voluptuosas de las óperas a la moda; estaban todos desnudos. Los capuchinos sólo se distinguían de los jesuitas por su barba. Había también algunas mujeres, monjas y rameras, pero pocas; una por cada tres hombres de promedio. Pero había muchos hermosos muchachos de doce a quince años.
Se perpetraron todas las lujurias. Hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres y hombres con muchachos. Había también animales: un ternero, algunos perros y perras, monos, mandriles y babuinos de ambos sexos y algunos gatos. Se les mete la cabeza en una sandalia y el hombre abusa de ellos en tal posición; los maullidos de esas pobres bestias son desgarradores, tanto que hube de taparme las orejas. Los monjes disfrutaban mucho con ello.
La última escena de esa orgía —la última porque después no podía más y supliqué a sir Ethelred que me sacara de allí— fue una doble violación de cadáveres. Los dos bandidos ahorcados fueron traídos en camilla. Los monjes tuvieron con ellos un «gran gusto». Se trataba de cadáveres encantadores, si puede decirse alguna vez eso de los cadáveres.
Permanecí quince días en Roma. El fin de mi estancia se vio turbada por la muerte súbita de mi amigo. Murió de malaria, esa terrible epidemia que ha hecho ya tantas víctimas. Permanecí junto a él hasta su último aliento; fui yo quien le cerró los ojos. En su testamento me legó toda su fortuna, sus joyas y las antigüedades que había ido coleccionando en sus viajes.
Esta muerte inesperada me asqueó de Italia y tuve la suerte de firmar contrato con un empresario que me llevó a París, a la Opera italiana.