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Quizá os ha molestado que relatara con todo detalle mis aventuras en Budapest; vais a acusarme de querer demasiado a los húngaros. Algunas cosas, como las artes por ejemplo, no pueden ser patrimonio de una sola nación, y yo sitúo el amor —tal como lo practico— entre las bellas artes. Puedo por eso aseguraros que no hay un país en el mundo donde se sepa amar mejor que en Hungría. Los húngaros son quizá primitivos en muchos sentidos, pero por lo que respecta al arte de gozar son tan avanzados como los franceses y los italianos, esos grandes maestros; sí, y quizá más sabios aún…

Os lo probaré:

Poco antes de recomenzar esta correspondencia conocí a un inglés que había viajado alrededor del mundo durante cuarenta y cuatro años; había visto todos los países.

Mi amigo —pues así lo llamaré— venía de Italia. Me hizo la descripción de un pensionado de sacerdotisas de Venus en Florencia. Había allí tres húngaras; eran las más buscadas, y su precio subía de 100 a 150 francos. La patrona soñaba con reformar su establecimiento, haciendo que dos tercios de las chicas fuesen húngaras. Había algunas españolas, muchas holandesas, una serbia y una inglesa que eran mucho más bellas, pero no sabían atacar a los hombres como las húngaras. Y lo mismo sucedía en todas partes; en París como en Londres, en San Petersburgo tanto como en Constantinopla, y en las ciudades alemanas, las húngaras eran las preferidas.

Pero no sólo las mujeres de ese país han conquistado la palma del amor; los jóvenes tienen también un exterior muy atractivo y maneras que cautivan. Son diferentes de los jóvenes de otras naciones, y su originalidad nos atrae. Por último, son infatigables en los juegos de amor, cuyos refinamientos conocen a la perfección; una mujer no necesita recurrir con ellos nunca a excitantes extraordinarios.

Después de todo cuanto os he dicho, no penséis que tenga una pasión exclusiva por los húngaros y las húngaras; os contaré las aventuras que tuve en otros lugares.

Vuelvo, pues, a mi historia:

Compartía mis placeres con dos personas: Ferry, que era mi amante declarado, y Rosa que variaba mis embates.

Ferry me confesó un día no haber conocido el verdadero amor sino conmigo; y sus principios ya no eran tan sólidos, pues ahora admitía la fidelidad. Se hubiese casado conmigo, de haberlo querido yo, y me lo propuso muchas veces. Me negué, sin embargo. Tenía demasiado miedo de perder el amor al añadirle otros lazos; el matrimonio es la tumba del amor. Temía ver nuestro amor profanado por la ley y la Iglesia; el recuerdo de la vida tan bella de mis padres no me reconfortaba. Simplemente amaba, y el secreto de nuestros placeres aumentaba mi amor; Ferry compartía mis puntos de vista.

Pero yo tenía una inquietud, la de hacerme madre y perder mi puesto. Comuniqué mis inquietudes a Ferry; le hice saber también mi sorpresa al no quedar embarazada hasta entonces; con él había despreciado todas las precauciones que Margarita me había recomendado tan calurosamente y que siempre había empleado con el príncipe.

—Hay muchos otros medios —me dijo Ferry— que pocos hombres y mujeres conocen; en tu caso me he servido de uno en especial. Por lo demás, tengo el libro; se llama El arte de hacer el amor sin miedo. Te lo daré.

Ferry me trajo ese manual, y lo leí con mucha atención. El autor no recomienda el empleo del condón, pues pretende que la voluptuosidad del hombre y la mujer es mucho menor; el condón no está hecho a la medida; cuando es demasiado estrecho causa dolores al hombre, y cuando es demasiado grande forma falsos pliegues capaces de cortar como un cabello; puede también estallar. Además, el aseo de esa membrana pegajosa es una operación descorazonadora después del acto.

El autor dice que la mujer sólo puede concebir una vez entre mil si el hombre se une a ella por detrás y de pie. La cabeza de la verga no está exactamente frente al clítoris, y la simiente se derrama por la vagina pero no penetra por la pequeña abertura que tan bien se abre cuando la mujer eyacula su savia.

Recordé que Ferry me atacaba casi siempre en esa posición. ¿Lo hacía a propósito? Si a veces me tomaba por delante es porque antes habíamos gozado dos o tres veces por detrás.

Yo había adivinado que la orina neutralizaba los efectos de la semilla masculina. Ferry, que no siempre tenía confianza en la posición por detrás, empleaba a menudo este medio, lo cual aumentaba aún más mi goce.

El autor añade que la formación de la semilla exige cierto tiempo para ser fecundante. Tras una segunda eyaculación la savia carece ya de consistencia. Hace una distinción entre el esperma del hombre y su simiente, diciendo que no hay diferencia entre el esperma masculino y el femenino; que no es la semilla quien causa la voluptuosidad, sino el esperma, pues en otro caso la mujer —careciendo de semilla— carecería de dicha. Cosa inexacta, pues la voluptuosidad de la mujer es mucho más intensa que la del hombre, justamente porque carece de semilla. La continuación de esta explicación era demasiado erudita, y no la comprendí bien. Nosotros dos hablamos una vez de ese tema; vos también pretendíais que tras varias eyaculaciones el hombre carece ya de simientes; por eso se multiplican mucho más los pueblos fríos que los calientes y apasionados. Los húngaros, los franceses, los italianos, los orientales y los eslavos del sur tienen muchos menos hijos que los pueblos del Norte, y especialmente que los alemanes. El matrimonio es más fértil que el concubinato, la clase proletaria es más fértil que la aristocracia. (Más tarde leí a Klinkossols y Venette; todos esos autores son de la misma opinión).

El autor recomienda muchos medios como recursos eficaces; uno entre otros es este: al acercarse la crisis el hombre debe retirar su puñal del estuche y derramar su simiente sobre el vientre o los muslos de la mujer. Pero ¿qué hombre será lo bastante dueño de sí para hacerlo cada vez? Además, no es la voluptuosidad más alta, porque la meta de los amantes es sentir ese choque eléctrico que produce la descarga de la semilla y que resuena en el corazón de la mujer. Detestaría al hombre que se condujera así.

Me acuerdo de dos preventivos muy simples que yo empleaba siempre después en vez del condón, verdaderamente demasiado grosero: la bola de plata y la esponja.

Una bola de plata maciza con un pequeño anillo provisto de un elástico se introduce en la gruta de voluptuosidad; como es pesada, cae al fondo y cierra la abertura del clítoris, impidiendo que la semilla pase; es mucho más práctico que el condón y, además, es excitante, porque cada vez que la bola es empujada por la flecha de amor se hunde un poco y proporciona un cosquilleo muy agradable. Si es pesada y pulida es casi imposible que la flecha de amor la desaloje de su posición; los riesgos son por eso mínimos. Además es fácil retirarla por razones higiénicas gracias al elástico.

El empleo de una esponja se deriva del mismo principio. La esponja debe ser lo bastante grande como para tapar todo el orificio del templo de las voluptuosidades, al efecto de no poder ser desplazado, pero no necesita ser espesa; la mujer no puede concebir porque la esponja absorbe toda la semilla del hombre y apenas si se humedece la vagina.

Estos medios son particularmente seguros cuando la verga no es demasiado larga y alcanza el fondo de la vagina. La esponja tiembla con cada movimiento del hombre y excita las partes más sensibles en el interior de la gruta; para aumentar esa voluptuosidad podemos untar la esponja con una capa de cera que haga áspera su superficie.

Esto me recuerda a una dama incapaz de encontrar un hombre que la saciara. Un oficial amigo suyo se coronó el glande con un anillo de caucho que ocultó bajo la piel del prepucio muy hábilmente; el oficial hundió su miembro así armado en la gruta de la dama. El caucho dentado frotó de tal modo que quedó toda ensangrentada. La voluptuosidad era violenta aunque dolorosa. Por desgracia, sólo pudo servirse raramente de ese medio, porque quedaba toda escocida.

El libro indicaba además toda una serie de medios para abortar. Pienso que los conocéis todos. En Hungría se usa sobre todo una cocción con aguja de sabina (juniperus sabina, creo). Todos los campesinos la usan, pero es peligroso; conozco muchos casos de envenenamiento.

Pero volvamos a mis aventuras. Tranquila, gracias a mis precauciones, me entregaba completamente a los placeres. Sólo amaba a Ferry. Él era muy prudente; nadie sospechaba nuestras relaciones, y mi reputación no sufrió.

Rosa era quien tenía más razones de queja. Ferry no le dejaba gran cosa. Sólo muy raramente tenía una noche libre. Como yo ignoraba los celos, me preguntaba si no me daría un gran placer empujarla a los brazos de Ferry. La desfloración con ayuda del consolador no había sido completa; la membrana había vuelto a crecer y era de nuevo virgen. Me vais a reconvenir como médico, pretendiendo que es imposible; pero puedo certificaros que algunos meses después de la escena del consolador, un día que quería meterle el dedo en la vulva, encontré un obstáculo; la dije que se acostara y examiné su gruta con la lámpara en la mano. Ella abrió los muslos y vi una entrada toda redonda, de paredes muy poco elásticas; eso me recordó la presentación de una virgen en el panóptico de la plaza de San José, durante la feria de Budapest… Soy profana, os cuento lo que vi; no lo explico.

Pregunté a Rosa si la haría feliz tener un amante como Ferry. Ella respondió que mientras me tuviese no querría hombre, y que si debía sacrificar su virginidad a un hombre sólo lo haría por mi placer. Ferry no le parecía más deseable que cualquier otro elegido por mí.

Ferry me había pedido a menudo que me entregase a un hombre ante sus ojos; yo no podía consentir. Debo confesar que sospechaba por entonces en él ganas de abandonarme y búsqueda de razones a tal efecto. No me atrevía a creer que gozaría con ese espectáculo. Ferry me citó muchos ejemplos que pertenecen a la historia (Gattamelatta, el héroe veneciano, sólo copulaba con su mujer después de que ella se hubiese abandonado a las caricias de otro hombre). Decidimos que Ferry enseñaría el amor a Rosa y que luego yo haría lo mismo con un joven.

Me costó mucho convencer a Rosa. Se echaba llorando en mis brazos, diciendo que ya no la amaba. Tuve que ser resolutiva para probarla lo contrario. Besé y chupé su hendidura, le mordí los botones de los senos; acabé excitándola tanto que jadeaba. Ferry me ayudó a desvestirla, y pronto quedó desnuda entre nosotros. Ferry la besó y luego acarició su gruta —que desbordaba espuma— con su flecha de amor. Había llegado el momento. Ferry la llevó a la cama y puso almohadones bajo su trasero; ella abría involuntariamente los muslos, y él se arrodilló entre ellos. Ella había cerrado los ojos y temblaba de pies a cabeza. La golfa de ella no quería reconocer cuánto esperaba ese placer. Me arrodillé sobre la almohada, y su cabeza quedó bajo mi vientre. Ella me apretaba con su mano izquierda mientras su derecha estrechaba a Ferry, a quien yo enseñaba el culo. Él me acariciaba detrás con su lengua, mientras Rosa lamía mi gruta. Esas dos lenguas que me devoraban me hacían casi desfallecer. Cuando él desgarró su virginidad, ella me mordió violentamente. También ese dolor era voluptuoso. Rosa y yo no podíamos evitar los gritos que expresaban nuestras emociones. Sólo Ferry permanecía mudo.

Rosa se agitaba tanto que Ferry tuvo dificultades para conservar la posesión de la gruta voluptuosa; se erguía, gemía, luego profería ruidos guturales lascivos o dejaba escapar un murmullo dulce como el de las palomas. La doble caricia de las lenguas era tan pronunciada que excitó también mi bolsa urinaria; por otra parte, había bebido mucho durante la cena. Mi fuente se desbordó. Rosa y Ferry se repartieron esa oleada espumosa y, por simpatía, soltaron sus aguardientes. Estábamos sumergidos en un inmenso charco que goteaba desde las sábanas. Eso acrecentó nuestro placer y eyaculamos una oleada de savia perfumada casi tan impetuosa como la primera. Estábamos el uno sobre el otro; el uno en el otro; nuestros cuerpos ardientes humeaban; hundí la nariz bajo la axila de Rosa. Estaba más ebria que si hubiese bebido mucho. Nuestro éxtasis fue infinito.

Recuperamos las fuerzas poco a poco y dejamos la cama mojada. Ferry nos aconsejó que tomásemos un baño. La bañera estaba lista. Desde que estaba en Budapest, yo tomaba todos los días un baño caliente. Era mi único lujo. Los tres nos sumergimos en el agua caliente, cosa que nos regeneró al momento. Ferry era un maestro del amor; conocía todos los medios para renovar el goce. Al salir del agua Rosa y yo quisimos secarnos, pero Ferry nos lo impidió. Nos dijo que nos diésemos jabón y luego aceite. Nuestros cuerpos se hicieron lisos como anguilas. Yo me incliné luego sobre la bañera y él levantó a Rosa sobre sus espaldas; ella estaba así colgada, con el rostro vuelto hacia él. Él sorbía la gruta mientras me atacaba por detrás, al modo de los pederastas, porque no hundía su lanza en mi gruta de voluptuosidad sino en una abertura vecina. Había untado antes las paredes con aceite, y penetró mucho más fácilmente de lo que yo hubiese creído; con todo, me hizo algo de daño. Nunca había probado de ese modo. Mientras estaba ocupado por detrás me metía ambas manos en la hendidura. Sus dedos exploraban mi interior y yo sentía que sólo una piel muy fina los separaba de su cetro amoroso. La voluptuosidad era más fuerte que el dolor; estaba encantada. Rosa se había deslizado; se sujetaba con las piernas alrededor de mis espaldas. Su templo de amor estaba delante de mi boca. Metí el dedo índice de la mano izquierda en su culo, el índice de la mano derecha acariciaba la parte superior de su hendidura, mientras con la lengua penetraba lo más dentro posible. Este juego es exquisito. La crisis se produjo en los tres al mismo tiempo; mucho antes se habría producido si Ferry hubiese perdido su sangre fría, pero él se conservaba dueño de sí, se detenía, sacaba la flecha del carcaj, se arrodillaba y paseaba la lengua por allí donde me había brutalizado tanto. Cada vez que recomenzaba el asalto sentía yo un dolor agudo que pronto se transformaba en la más dulce voluptuosidad. Fue así cómo recomenzó cuatro o cinco veces hasta que desfallecimos de embriaguez. La fuente de Rosa se había desbordado dos veces, y los dos bebimos ese líquido lechoso con ardor. Desgraciadamente, acabó secándose, pero yo hubiese querido beber de ella eternamente. La oleada de Ferry inundó mi interior. En el mismo momento me abrí yo violentamente, y él se llevó las manos a los labios para beber ávidamente lo que acababa de recoger.

No recuerdo haber disfrutado después una voluptuosidad tan amable. En lo que me quedara de vida recordaría ese juego. Nos acostamos en la cama de Rosa, porque la mía estaba inundada. Ferry estaba entre nosotras dos, apretado por ambos costados.

Después de esa noche ya no comprendí en absoluto los celos de las mujeres. Me parece mucho más razonable y natural que esas cosas no acontezcan como en los países civilizados. El goce aumenta con la presencia de una tercera persona; la copulación y la voluptuosidad no tienen por objeto la perpetuación de la especie; el fin de la naturaleza es la voluptuosidad.

Desde la mañana siguiente Ferry me recordó mi promesa. Me prometió que nadie lo sabría. Pero era necesario acompañarle en un viaje.

Era primavera y el tiempo estaba radiante. Ferry me dijo que dejaríamos Budapest al día siguiente. Pasó todo ese día conmigo. Como ya había hecho las visitas de despedida, todos pensaban que había partido tres días atrás. Yo tenía una vacación de un mes. Quería ir a Presburgo, a Praga, y volver por Viena donde pensaba dar algunos recitales. Contaba con estar de vuelta para julio.

Dejamos Budapest un domingo a las dos de la madrugada. Evitamos tomar el tren o el barco de vapor; empleamos el coche de Ferry o la diligencia. Llegamos a Nessmely hacia las ocho. Dejamos entonces la carretera general; tras haber atravesado Igmand llegamos hacia mediodía al famoso bosque de Bakony. Entramos en un albergue situado en el centro del bosque. La mesa estaba ya preparada para nosotros. Había algunos hombres de aspecto siniestro en el patio y en el salón del albergue. Pensé que se trataba de ladrones y estaba algo inquieta. Ferry conversaba con ellos en húngaro. Le pregunté quiénes eran, y él me respondió que pobres diablos. Añadió que nada debía temer. Por la tarde volvimos a nuestro carruaje; nos precedían cinco hombres a caballo.

Ya no avanzábamos tan rápidamente. El camino se había venido abajo, y nos vimos forzados a continuar un trecho a pie. Por último llegamos a lo más espeso del bosque. Ferry me suplicó que diese un pequeño paseo y el carruaje se dirigió hacia una casa que se divisaba entre los árboles y que tenía aspecto de albergue. Los bandidos iban delante de nosotros separando la maleza. Al cabo de una hora dos hombres vinieron a nuestro encuentro; uno que tenía entre treinta y cuatro y treinta y cinco años, con cuerpo de hércules y un rostro salvaje aunque proporcionado; el otro era un adolescente de veinte años, bello como Adonis. También ellos formaban parte de la banda. Ferry me los presentó; luego me dijo que yo iba a disfrutar del amor con esos dos hombres; que no debía temer nada de ellos, que no me conocían para nada y que carecían de relación con el mundo exterior.

Nos detuvimos en un claro. Lo atravesaba una fuente bastante ancha y profunda. El hombre hercúleo se desnudó en seguida, mientras el joven se sonrojaba y vacilaba; siguió el ejemplo de su camarada cuando Ferry se lo ordenó perentoriamente. Yo me desnudé lentamente. Ferry me dijo que debía dar libre curso a mis sensaciones, que le daría tanto más placer cuanto más apasionada fuese. Yo conocía sus pensamientos como si los hubiese leído. Quería darle placer y decidí ser muy disoluta. Llamé a los dos hombres. Les dije que los quería totalmente desnudos. Los atraje hacia mí por la cola… El champiñón del joven se transformó inmediatamente en una rama de roble cuando lo toqué; se levantaba hasta el ombligo. El gigante ereccionaba ya cuando se desnudó. Cuando yo estuve completamente desnuda cogí la lanza del joven en la boca y le acaricié la pequeña abertura del glande. Apenas lo había tocado mi lengua cuando recibí una descarga ardiente en la boca y hube de apresurarme a tragar para no perder una gota, de tanto como había. El gigante me cogió por las caderas y me levantó; mis nalgas tocaban su vientre y, sin que yo le mostrase el camino, su lanza encontró inmediatamente mi concha; creí que iba a penetrar hasta el corazón, de tan larga como era. Sus golpes eran lentos, mesurados, potentes; a cada sacudida pensaba yo desvanecerme. No solté la flecha del joven: la chupé tanto que volvió a erguirse.

—¿Gozas? —me preguntó Ferry, que no se había desnudado aún.

Como yo tenía la flecha de Ralmann (nombre del bandido joven) en la boca, sólo le respondí con los ojos. Debían estar desorbitados de voluptuosidad, porque mis exclusas se abrieron de par en par. Inundé la maza de mi gigante con el néctar más precioso que brotaba de las fuentes del placer más alto. Él proseguía sin fatigarse. Se esforzó durante una buena media hora antes de sentir que la crisis se aproximaba.

—¡No le hagas un hijo! —gritó Ferry riendo.

—¡Pierde cuidado! ¡Allí dónde quiero terminar nadie ha puesto encinta a mujer alguna!

Y diciendo estas palabras retiró su flecha indomable de mi concha y creí morir de dolor cuando la hundió allí cerca, en mis entrañas. Le bastaron dos sacudidas y dejó escapar el jugo de sus riñones. Su chorro duró un largo minuto; así se compensaba. Al final retiró su dardo, que estaba todo ensangrentado. Se trataba de mi sangre, porque me había desgarrado la piel; me era imposible sentarme, y apenas podía andar. Él me llevó al arroyo y lavó mi herida con su dedos. Eso me alivió, pero me resultaba imposible dar un paso. Lamentaba vivamente no poder dar nada al joven, y le di un poco de placer con la lengua.

Me quedé una hora en el agua. El gigante me tomó entonces en sus brazos y tres hombres se pusieron a vestirme. Me llevaron en seguida a la cabaña, donde Ferry me acostó en una cama.

¿Puedo contaros cómo se desarrollaron los tres días que pasé en ese bosque? Ferry tenía vacaciones. Yo cambiaba todos los días de amante. Había nueve bandidos. El tercer día celebramos una gran orgía, con campesinas, mujeres y muchachas que habían venido. Agripina habría envidiado nuestras saturnales. Esas labriegas eran tan refinadas, diestras y voluptuosas como las damas de la aristocracia de Budapest.

Tuve tiempo de descansar durante mi gira. Rosa me acompañaba. Ferry me dejó tras tiernos adioses. Era tiempo de recobrar fuerzas, porque esos excesos me habrían matado.

Nada tengo para contaros de los dos años que pasé todavía en Budapest, ni de mi contrato por un año en Praga. Aprendí a valorar el refrán francés: «La divisa de los amores es ni jamás ni siempre».