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Lamenté mucho haber estado en el burdel. Por una parte me había costado bien caro; por otra parte, no logré dominar la repugnancia que provocó en mí esa escena entre el viejo y las dos chicas. Ese espectáculo inaguantable me recordaba lo que yo había hecho con Rosa. Me dije que también yo recurriría más tarde a excitantes similares para contentar a mis sentidos envejecidos. Un enamorado no encuentra nada repugnante en el objeto de su amor; las esposas y las madres lo prueban cotidianamente. Pero no podía tratarse de amor en el caso de ese viejo enervado. No era sino ese mismo sentimiento que me empujaba también hacia Rosa y que empuja a los hombres hacia los muchachos bellos: el sentimiento más natural, el que conmueve los sentidos a la vista de una bella mujer, de un joven guapo, de una chica bonita o de un hombre apuesto. Pero ¿de qué modo se manifestaba en el viejo? Asqueroso era lo que le procuraba la voluptuosidad, los golpes de vara y lo que comía. Y yo misma me había dejado seducir por tales horrores. La embriaguez debió dominarme, o quizá una oleada de inconsciencia, cuando al ver el trasero torturado de Rosa me lancé sobre ella para beber a grandes sorbos el champagne que salía de su concha, mientras me exponía a los golpes de Anna y suplicaba a Rosa que me mordiera. Así pensaba entonces, pero hoy pienso de otra manera. Sabéis lo que dije para justificar ciertas porquerías y ciertos deseos perversos y anormales. Tras ver a ese viejo todo me repugnó, tanto los deseos más violentos y las ansias más malsanas como las relaciones naturales con Rosa o con un hombre. Hubiese expulsado a Arpad si hubiera venido y me hubiese suplicado hacer el amor; y eché de mi lado a Rosa cuando quiso pasar la noche conmigo.

No podía olvidar el insoportable espectáculo al que acababa de asistir. Pasé una noche agitada, soñando con las peores infamias, y al día siguiente estuve de pésimo humor.

A las diez de la mañana tenía que asistir a un ensayo general. Ese ensayo, aunque penoso, cambió mi humor expulsando a las viles imágenes. Entre las personas que asistían observé inmediatamente a un extranjero que me causó una gran impresión. Era un hombre muy guapo y muy elegante, con rostro inteligente. Uno de los compañeros lo había traído. Cuando el tenor cantó mal una parte, le sustituyó y cantó esa parte con tanta pasión, expresión y gusto que todos quedamos entusiasmados. Nunca había escuchado una voz parecida, que me corriese como aquella a lo largo de los nervios. Todo el mundo aplaudió y el tenor dijo: «Tras de vos, señor mío, sería una profanación continuar», después de lo cual balbuceó el resto de su parte, como los demás cantantes y yo.

Quise informarme con el sr. de R… y le pregunté si era húngaro.

—Me preguntáis más de lo que puedo deciros —me respondió—. Su tarjeta de visita dice Ferry, F.e.r.r.y. Puede ser tanto húngaro como inglés, italiano, español, francés, alemán o ruso. Habla todas las lenguas. No he visto sus documentos. Sólo sé que llega de Viena, que es recibido en la corte, que el embajador inglés lo ha recomendado a su encargado de negocios, que ha cenado con el director del teatro real y que en la alta sociedad las gentes se complacen invitándole a almorzar. Creo que está encargado de una misión diplomática. Vive en el Hotel de la Reina de Inglaterra.

Ferry asistió al final del ensayo y se hizo presentar. Era un perfecto hombre galante, y tuve que vigilarme mientras hablaba con él.

Cuando había un ensayo general por la mañana, la tarde era libre. Me habían recomendado asistir a menudo a comedias para escuchar la buena pronunciación del húngaro. Fui esa noche al teatro. La sra. de F… me hacía compañía en el palco. Durante el primer entreacto tuve la visita inesperada de Ferry. Se disculpó por la visita, y supliqué que se quedara. Me hizo una brizna de corte; es decir, alabó mi voz y mi canto, dijo que tenía una bella prestancia teatral, que mi ropa era de muy buen gusto, etc., etc., pero no habló de amor. Él era simple, educado, sin ser inoportuno ni vulgar. Me decidí a conquistarlo antes de que las bellas damas de la sociedad me lo arrancasen. Puse por eso en acción toda mi coquetería, pensando ganármelo rápidamente. Como me pedía permiso para visitarme, pensé que lo había conquistado ya; pero me desengañé pronto.

También hablamos de amor, pero de un modo muy general. Aunque sus ojos fuesen elocuentes, su lengua permanecía muda. Y aunque sus palabras me dejaban entender que yo no Je disgustaba, nunca me suplicó que le prestara el menor favor. Cuando me apretaba las manos al saludarnos o despedirnos lo hacía despreocupadamente, sin ligar a ello el menor significado.

Al final le llevé cuando menos a hablarme de sus amores pasados. Le pregunté si había hecho muchas conquistas y si había estado seriamente enamorado.

—Amo lo bello allí donde lo encuentro —me dijo—. Creo que es una injusticia ligarme a una sola persona. Pienso, en teoría, que el matrimonio es la institución más tiránica de la sociedad. ¿Cómo osa un hombre de honor ofrecer lo que no depende de su sola voluntad? En general, no deberíamos prometer nada jamás. No encontraréis persona capaz de deciros que alguna vez haya prometido algo a alguien. No prometo siquiera venir a una cena cuando se me invita; me limito a acusar recepción de la invitación. No hago apuestas ni juego nunca. El azar es una potencia demasiado grande para encima concederle oportunidades de que nos venza. Por eso no prometeré jamás a una mujer serle fiel. Ella debe tomarme como soy. Si se aviene a querer compartir mi corazón con otras, encontrará lugar suficiente. Por eso no he hecho todavía ninguna declaración de amor a una mujer; siempre espero que ella me diga simple y francamente que le he gustado lo bastante como para no rehusarme nada.

—Me creo que hayáis encontrado personas semejantes —le dije—. Pero no comprendo cómo habéis podido amarlas. Perdonadme, pero sólo una mujer muy imprudente osa dar los primeros pasos sin esperar que el hombre tome la iniciativa y le haga avances.

—¿Y por qué? ¿No prefiere el hombre a una mujer que lo ame en medida bastante como para atreverse a despreciar todas las leyes convencionales, frente a una mujer que hace comedia? Las mujeres que se hacen de rogar sólo lo hacen con la intención de ceder al final. El hombre amará mucho mejor y por más tiempo a la mujer capaz de sacrificar su vanidad que a la incapaz de salir de la coquetería. La amargura empuja a los hombres a vengarse de una mujer que les ha hecho languidecer hace tiempo; cuando al fin ella cede, ellos son infieles y la abandonan.

—Y esas desdichadas muchachas que abandonan su corazón al primer ataque del hombre ¿merecen también que el hombre se vengue?

—Yo sólo me he vengado de las coquetas. Jamás he deseado seducir a una jovencita inocente. Jamás lo he hecho, aunque haya tenido a menudo ocasiones. Todas se ofrecieron ellas mismas, sin suplicar yo jamás que me sacrificasen su virginidad. Todas ellas estaban cansadas de esperar y conocían su suerte. Eran libres para elegir. Se decían: ¿debo preferir al que me persigue y no me gusta, frente al que me hace ver que le gusto sin decir nada? Y su elección caía sobre mí. Se liberaban de los ridículos escrúpulos que personas fatigadas y mojigatas como las madres y las tías les habían enseñado desde la infancia. Jugaban con las cartas a la vista. Y ninguna lo lamentó. Todas sabían los riesgos que corrían; yo dije a cada una que podía quedar encinta, que yo no me casaría, que amaba a otras mujeres y que quizá no volvería a verme nunca más. Decidme: ¿no he obrado como un hombre honesto?

No podía negarlo; pero le dije que jamás me atrevería a hacer una declaración de amor a un hombre.

—Entonces es que no amaréis jamás a un hombre. Porque el amor, en la mujer, está hecho de sacrificio. Y yo no daría jamás el más efímero favor a una mujer que no me hubiese dado muestras de tal amor.

Él tenía respuesta para todo. Sabía que no me haría jamás una declaración, y que las Me salinas de la sociedad iban a cogérmelo si no hacía lo que insinuaba. Era evidente que yo le gustaba. ¿Por qué, si no, visitas tan frecuentes? Prefería mi compañía a irse de fiesta. Vacilaba, esperaba una ocasión que me ahorrase el sonrojo. Esperaba encontrarle durante el carnaval. No sabía si él me creía inexperta. Por sus palabras, la virginidad carecía de encanto para él. Habría amado a una virgen tan corrompida como Mesalina. Pero no hay tales vírgenes. El amor se aprende.

No sabía si debía contárselo todo a una amiga y pedirle que hiciese de celestina. Me confié a Anna. Ella me dijo que Ferry había caído en las redes de una dama de la alta sociedad, y que haría todo lo posible para ganármelo. Ante todo, ella quería saber si Ferry iba a participar en la orgía que iba a celebrarse en el burdel.

Algunos días más tarde me trajo noticias más consoladoras. La condesa de O… era la amante de Ferry. La doncella de la condesa había escuchado la conversación del misterioso y guapo extranjero. Él había dicho lo mismo a la condesa, y ella no vaciló tanto como yo. Además de las dos condiciones que me había puesto —hacer yo los avances y no poder contar con su fidelidad— había una tercera de la que no me había hablado: toda mujer que se diera a él debería estar desde la primera vez completamente desnuda. Cuando una mujer concede todo a un hombre no hay razón para que no lo haga por entero y en parada, es decir, desnuda completamente. La condesa había aceptado.

No sé si me hubiera abandonado de esa manera, incluso estando apasionadamente atraída. Soy muy libre en ese punto; pero no puedo desprenderme de cierto pudor que, innato o aprendido, me domina. No sé si esa reserva es natural en la mujer o resultado de nuestra educación. Anna me dijo, además, que Ferry participaría sin duda en la orgía que iba a celebrarse en casa de Resi–Luft; había sido invitado por tres damas. Pero no prometió asistir, porque era contrario a sus principios.

Se aproximaba el día en que iba a celebrarse la orgía. Anna, Rosa y Nina me ayudaban a terminar el traje. Era de seda azul cielo, muy pesado, con dos bandas de gasa blanca y sobrecargado de flores de oro bordadas. Mi trasero y, por delante, mis senos y mi vientre podían descubrirse desde el ombligo hasta tres pulgadas por debajo de la gruta de voluptuosidad. Llevaba unas bonitas sandalias de terciopelo carmesí, igualmente bordadas con flores de oro. Mi gargantilla era de vainica plisada, como las que llevaban las damas del siglo XVI y como aparece María Estuardo en sus retratos. Las mangas me llegaban al codo, eran en punta y estaban cubiertas por bordados de oro. Un chal indio tejido en oro me ceñía el talle. Mi peinado eran plumas multicolores de marabú.

No quería llevar mis joyas para no ser reconocida. Las deposité en casa de un judío, que me dio otras y luego me devolvería las propias. Llevaba en la mano una honda dorada y coronada por un miembro viril en erección. Mi atuendo estaba lleno de gusto y era muy original. Tenía además una máscara en tafetán que sólo me descubría los ojos y la boca. El color de mis cabellos no era lo bastante vivo como para traicionarme, aunque pocas mujeres tengan un toisón tan opulento como el mío.

El 2 de enero, a las siete de la tarde, fuimos Anna y yo a la Goldstickergasse. Me había puesto una pesada pelliza sobre el traje. Anna me dejó sola en el vestíbulo. Resi Luft me recibió. Había ya mucha gente en la sala, y la orquesta tocaba. Los primeros caballeros que vi fueron el sr. F… y el barón. No llevaban máscaras y estaban completamente desnudos a excepción de una especie de bañador de seda. Mi entrada en la sala hizo sensación; oí a las damas murmurar: «¡Esta va a ganamos! ¡Qué guapa está! ¡Es de azúcar y dan ganas de “morder”!, etc., etc…». Los caballeros estaban aún más encantados. Las partes más bellas de mi cuerpo estaban desnudas o escasamente veladas: mis senos, mis brazos, mis pantorrillas, mi trasero y mi gruta de voluptuosidad. Yo buscaba a Ferry en la muchedumbre. Estaba con una dama vestida de tul blanco, con rosas y lirios como atributos, porque era ninfa. Su cuerpo estaba bastante bien hecho, pero no era tan bello como el mío. Otra dama rodeaba con un brazo las caderas de Ferry. La mujer sólo llevaba un cinturón de oro y diamantes y una diadema en el cabello; representaba a Venus. Tenía el cetro de Ferry en su mano; se había hinchado en sus manos, y el glande desnudo brillaba como si hubiese sido metido en aceite; tenía un grosor desusado y era de un rojo vivo. Nunca había visto una lanza masculina más gorda ni más bella. Ferry estaba completamente desnudo; llevaba sólo unas sandalias rojo sangre. Ni el Apolo de Belvedere ni Antinoo tenían proporciones tan perfectas, ni eran tan bellos como él. Su cuerpo era de un blanco deslumbrante, con sombras rosáceas en los contornos. Me puse a temblar al verlo; me lo comía con los ojos y me detuve involuntariamente ante el grupo. Venus tenía un cuerpo muy bello, muy blanco, pero sus senos colgaban un poco; su gruta estaba demasiado abierta, los labios eran violetas; se veía que servían demasiado asiduamente a la diosa que ella representaba.

Los ojos de Ferry se detuvieron en mí; sonrió ligeramente y dijo: «Vaya, es el mejor método para tomar la iniciativa». Se inclinó ante sus damas y vino hacia mí. Me susurró mi nombre al oído. Yo me sonrojé bajo la máscara.

La orquesta atacó un vals. Estaba escondida, separada de la bacanal por un gran biombo. Ferry me tomó por el talle y nos mezclamos con el torbellino de las parejas. El toqueteo multiplicado de todos esos cuerpos ardientes y brillantes de hombres y mujeres me trastornaba. Todas las vergas masculinas estaban hinchadas, y durante el baile todas se enderezaban hacia un objeto preciso; los besos estallaban suavemente. Un perfume voluptuoso se elevaba de esos hombres y mujeres encendidos. Sentí vértigo. La flecha de Ferry me tocaba, golpeaba con la cabeza contra lo alto de la gruta; yo me apretaba contra él, abría los muslos para que entrase más abajo; pero él no lo hizo y me preguntó:

—¿No estás celosa?

—No —dije yo—. Me habría gustado verte como Marte con Venus.

Se alejó y tomó a Venus, que bailaba con otro hombre. Algunas chicas de la casa trajeron un taburete recubierto de terciopelo rojo, y lo situaron en medio de la sala. Venus se apoyó en él con las manos y Ferry la atacó por detrás. Vladislava y Leonie se agacharon a los pies de los combatientes. Una abría con los dedos la vulva de la diosa, mientras la otra acariciaba los testículos de Ferry y lamía la hendidura de su trasero. Ferry dio algunas sacudidos tan buenas que Venus gimió. Yo me había quitado mis últimas ropas. Me situé enteramente desnuda frente a él. «¿La máscara también?» le pregunté. «Consérvala», dijo él. Luego retiró su verga de la gruta de la diosa, palmeó su trasero y ella hubo de cederme su puesto. Mis rodillas se doblaron. Ferry se arrodilló delante de mí y metió la lengua, primero por delante y luego por detrás, lo cual me excitó tanto que creí que mi fuente iba a desbordarse. Al fin él me atacó por detrás. Mirando sobre la espalda vi que su verga era de un encamado esplendoroso, como la empuñadura de rubíes de mi bastón.

¡Era demasiado! Venus y otra dama chupaban mis senos; una tercera me besaba, hundía su lengua entre mis labios, chupaba y mordía. Leonie estaba arrodillada entre mis piernas y me acariciaba con la lengua en lo alto de la hendidura. Mis sentidos se desvanecían, mi aliento jadeaba, mi vientre temblaba. Me ardían las caderas, los muslos, los brazos y las nalgas. De la fuente brotó una oleada abundante y blanca como nata batida, surgiendo de mi gruta a la boca de Ferry, que lo absorbió todo hasta la última gota. Se levantó luego de un salto y me hundió su cetro nudoso y cálido hasta la raíz. Empecé a emitir sonidos guturales. Todos mis nervios recién distendidos se crisparon; mi templo de voluptuosidad estaba en llamas; la flecha de piedra me destrozaba como un puñal. ¡Qué bien actuaba él en las justas de amor! A veces retiraba completamente su miembro y frotaba la cabeza contra los labios, de arriba a abajo, para luego hundirlo de nuevo con un golpe violento. Yo sentía cómo la pequeña abertura de mi himen intentaba absorber la cabeza de su miembro; la sostenía como con un calambre hasta que él la arrancaba violentamente. Repitió muchas veces ese juego. Sus movimientos se aceleraban, se desordenaban, y su verga se hinchaba más aún. Ya no dominaba sus fuegos. Se inclinó hacia mí, y mientras sus dedos me trabajaban los flancos me mordía la espalda hasta hacerme sangre para pegar allí los labios y la lengua. De repente su chorro me inundó y llenó la gruta. Ya temía haberlo perdido, pensando que todo había terminado, cuando me estrechó nuevamente con fuerza; su miembro estaba preso en una mazmorra de amor que lo abrazaba y comprimía. Mi interior estaba ya seco completamente. El calor había evaporado la abundante savia. Su cetro recobró poco a poco su vigor; me dio algunos golpes a los que respondí con ardor, y el duelo amoroso comenzó más apacible y lentamente, entre aplausos de los espectadores. Habían hecho corro a nuestro alrededor. Los golpes se seguían a intervalos regulares. El desarrollo se produjo al mismo tiempo. Sentí una conmoción eléctrica que me paralizó el corazón. Sin su presencia de espíritu habría quedado encinta; pero él tuvo la sangre fría bastante para inundarme con un segundo chorro, más cálido y largo que el primero, y que neutralizó su potencia.

Y esa vez también no dejó de darme pruebas de su amor y de sus fuerzas viriles. Los asistentes aplaudían; deliraban cuando le vieron retirar por tercera vez su puñal del estuche y recomenzar el combate de amor. Gritaban: «Todas las cosas buenas van en número de tres». El juego duró un buen cuarto de hora y seguían rodeándonos. Se hacían apuestas. Ferry era infatigable, pero la crisis llegó al fin y nuestra voluptuosidad fue infinita. Él me inundó con toda la savia que nacía de la médula espinal. Yo no estaba ya de pie. Muchas pensionistas de la casa me sostenían. Por todas partes, a derecha e izquierda, sólo había carne desnuda. Las damas me cubrían de besos, mordisqueaban los botones de mis senos mientras Ferry, siempre en pie tras de mí, me apretaba en sus brazos.

Al final acabaron dejándonos tranquilos. Ferry me estrechó una vez más; luego me ofreció el brazo para pasar a otro cuarto. «¡Sobre el trono! ¡Sobre el trono!» gritaron varias voces. En el centro de la sala habían levantado una especie de tribuna, con un diván recubierto por una espesa cortina de terciopelo rojo y cubierto por una baldaquino púrpura. Allí quisieron llevamos en triunfo para atestiguarnos que habíamos ganado el primer puesto entre los combatientes de amor. Ferry declinó en mi nombre tanto honor. Dijo que, si se lo permitíamos, preferiría tomar un refrigerio; con lo cual la dama que estaba disfrazada de Venus nos llevó al buffet, en la sala de banquetes, donde la mesa no estaba aún preparada.

—¿Acaso no hay un gabinete sombrío dónde mi Titania (pues me llamaba así princesa de las bellas por mi traje) pudiera reposar un instante?

—Resi–Luft debe tener muchos —respondió Venus—. Le diré que abra uno.

Se alejó y vino de vuelta rápidamente, acompañada por la anfitriona. Estallamos en carcajadas al verla. Resi–Luft había seguido nuestro ejemplo; estaba completamente desnuda. Era vieja, gorda, llena de grasas, la réplica de esa reina de las islas del Sur, la célebre Nomahanna. ¡Oh, esas oscuras masas de carnes rojizas y esa selva virgen bajo el vientre! Pero era aún apetitosa, y comprendí que encontrara hombres deseosos de gustar esos encantos y hundirse en ese mar de carnes.

Nos abrió un gabinete próximo a la sala de danza. Podíamos seguir la voluptuosa bacanal por la puerta abierta. Algunas parejas bailaban aún; otras preferían una ocupación más seria. Escuchábamos el murmullo de las voces, el ruido de los besos, el jadeo de los hombres y los suspiros voluptuosos de las mujeres. Ese espectáculo me excitaba. Estaba sentada sobre las rodillas de mi amante, rodeándole el cuello con un brazo. Algo duro y caliente me golpeaba las nalgas. Era su infatigable miembro.

—¿Vas a empezar de nuevo? —le dije, colmándole de besos.

—¿Por qué no? —dijo él sonriendo—. Pero querría cerrar la puerta. Quítate la máscara, para que lea la voluptuosidad en tus rasgos. ¿Puedes negármelo?

No era el déspota, el tirano que yo había creído. Era tan dulce y cariñoso como un pastor. Cerré la puerta, corrí los cerrojos y me lancé sobre la cama. Abrí los muslos, me apoyé sobre los codos y esperé a mi caballero, que no vaciló un instante en enfilarme su lanza. Ahora no nos molestaba nadie. Sólo le veía a él y él sólo me veía a mí.

¿Seré capaz de deciros lo que sentí? No. Debe bastaros saber que hicimos tres libaciones consecutivas a los dioses del amor. No puedo expresaros la voluptuosidad de tenerlo para mí sola. Cuando la crisis se aproximaba sus ojos se quedaban fijos y adoptaban una expresión salvaje de voluptuosidad; mis ojos se turbaban también y caíamos ebrios de amor, pecho contra pecho, vientre contra vientre, enlazados brazos y piernas como serpientes. Al final él se puso de lado y yo estaba casi acostada sobre él; no había sacado el cetro del estuche, teníamos los ojos cerrados y quedamos una buena media hora adormecidos. Nos despertaron los gritos provenientes de la gran sala. Me vestí corriendo y fue él quien me ató la máscara que ya me dejaba atrás en mi fiebre. Ferry cogió mi capucha y volvimos a entrar en la sala.

La orgía alcanzaba su apogeo. Sólo se veían grupos voluptuosos de dos, tres, cuatro o cinco personas en todas las posturas imaginables.

Dos grupos eran singularmente complicados. Uno estaba compuesto por un caballero y seis damas. El caballero estaba acostado de espaldas, sobre una plancha puesta sobre dos sillas. Había ensartado a una dama con su lanza, y otra estaba sentada sobre su pecho mientras él lamía su gruta; sus senos acariciaban la hendidura de otras dos mujeres; acariciaba a las dos últimas con los dedos gordos de los pies. Estas últimas gozaban menos; sólo estaban allí para completar el grupo, y aparentaban satisfacerse.

En el otro grupo estaba Venus, tumbada sobre un caballero que la había penetrado por delante mientras otro atacaba por detrás una abertura mucho más estrecha. Ella tenía en cada mano la verga de dos hombres situados a sus lados, mientras el quinto, un gigante de Rodas, apoyado sobre dos sillas, abría sus piernas sobre la cabeza del primero y se hacía chupar el tronco de amor. La eyaculación se produjo al mismo tiempo en los cinco varones y la mujer. Era el grupo más bello.

El tercer grupo estaba compuesto por dos mujeres y un hombre. Una dama estaba tumbada de espaldas; otra se acostaba sobre su vientre y la abrazaba estrechamente, cogidas sus caderas por las piernas de la primera. Se estrechaban voluptuosamente, se mordían, se lamían. El caballero, de porte hercúleo, hundía su lanza unas veces en una gruta y otras veces en la otra. Yo sentía curiosidad por ver cómo se repartirían su río vital. Era razonable y justo. Cuando la crisis llegó, el caballero no perdió su sangre fría y compartió el néctar con ambas. La que estaba acostada tuvo el primer chorro.

Todos los caballeros y todas las damas que participaron en este concierto de amor habían tenido su parte. Nadie se había visto forzado a ayunar. Nadie había tomado parte en menos de dos combates. Ferry entre los hombres y yo entre las mujeres éramos los más en forma.

Venus, la condesa Bella y yo fuimos las únicas mujeres no desenmascaradas. Más tarde supe quién era Venus. Se trataba de una mujer célebre por sus aventuras galantes. Pero no quería quitarse la máscara, mientras que la condesa Bella era una verdadera furia, un demonio femenino. Gritaba a grandes voces: «¡Ven aquí, vamos, no sabes que soy una puta, una verdadera puta!». Se recorrió a todas las pensionistas de la casa; les distribuía bombones, fruta o champagne. En la mesa se bebió un vaso lleno de aguardiente que un caballero le había llenado. Estaba mortalmente borracha y rodaba bajo la mesa. Resi–Luft tuvo que llevársela a un gabinete y meterla en la cama. Cerró con llave, pero Bella intentó tirar la puerta hasta que al fin cayó al suelo y se durmió. Algo más tarde dos pensionistas subieron para ver si dormía. La encontraron vaciándose por todas las aberturas, como un tonel pinchado, y la metieron en la cama. Durmió hasta las cuatro de la tarde.

La cena fue en todos los sentidos digno de la orgía. Muchas personas se durmieron sobre la mesa. Sólo Ferry y dos o tres caballeros eran capaces de mantenerse decentemente. Los otros dejaban caer tristemente la cabeza. Después distribuyeron los premios. Ferry fue proclamado rey; luego vino el caballero que había tocado la armónica tan bien; luego otro que había distribuido muchos bombones. Mi rival, la princesa O…, a quien había encontrado en compañía de Ferry, lo consiguió del todo; quise convencerle de que bebiese hasta embriagarse, pero él se negó. Sin embargo, logré que bebiera aguardiente. La orgía terminó a las cuatro de la madrugada.

Ferry, Venus, algunas otras damas y yo volvimos a nuestras casas; los otros estaban borrachos y pasaron la noche en casa de Resi–Luft.

Por lo general, observé que las pensionistas de nuestra anfitriona se habían conducido de manera excelente. Dejaban que los caballeros las solicitasen antes de tomar parte en la bacanal. Sólo Leonie hacía una excepción; pero se contaba de ella que pertenecía a la nobleza, que era de una vieja familia vienesa, que había abandonado a sus padres para entregarse a ese infame oficio y que había venido directamente a la casa de Resi–Luft.

Ferry me acompañó a casa. Rosa estaba todavía levantada; sólo fue a acostarse cuando se lo pedí. ¿Necesito deciros que la guerra de amor no había terminado todavía para Ferry y para mí?