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Me habéis pedido que no os ocultase nada de mis experiencias y sentimientos. Por eso no he vacilado un instante en relataros todos mis deseos perversos, por anormales que sean. Estoy convencida de que sabréis comprenderme, porque sois un psicólogo tan profundo como sois fisiólogo. Es probable que ninguna mujer os haya hecho nunca semejantes confesiones; pero habéis estudiado casos tales, estoy segura, y quizá hayáis llegado a resolverlos. Yo soy profana, todo lo ignoro de esas dos ciencias; he obedecido al momento sin pensar si lo que hacía podría repugnar a nuestros mejores sentimientos e inspirarnos horror. Estando protegida de mis sentidos y a sangre fría, me habría hecho temblar la idea de hacer tales porquerías. Pero ahora, después de haberlas hecho, tengo otra opinión, porque no veo qué las hace obscenas.
Quizá me culparíais aquí si os comunicase todo eso de palabra; quizá no me culparíais. Vos conocéis mucho mejor que yo la constitución orgánica del hombre, y conocéis la clave de ese fenómeno en el cerebro. Yo razono a partir de mi experiencia personal, sin poder garantizar la justeza de lo que digo.
Ante todo, debo responder a esta cuestión: ¿qué entendemos propiamente por la palabra porquería? Todos los días nos alimentamos con materias que, al ser analizadas, resultan encontrarse en estado de descomposición; nos gusta convencernos de que purificamos los alimentos por el agua y por el fuego, pero en el fondo comemos porquerías. Ciertos alimentos han de estar completamente podridos para gustarnos. ¿Acaso no necesitan fermentar el vino y la cerveza antes de ser gustados? ¡Y la fermentación es un cierto grado de podredumbre! Por no pensar en lo que comen los puercos y los gansos. El queso está plagado de gusanos. Recordemos cómo se salan los arenques. He asistido una vez en Venecia a la operación, y no puedo contarla. Si se supiera qué complemento recibe la sal de mar, nadie los comería. En una palabra, la suciedad es algo muy relativo y ¿quién pensaría mientras goza de algo en las materias primas? Es como si alguien que se hubiese enamorado de una muchacha perdiese sus sentimientos poéticos pensando en las necesidades naturales de su bienamada. Yo creo justamente lo contrario. Cuando un hombre ama a alguien o a algo no ve nada obsceno, sucio o repugnante en el objeto de su placer.
Estas pocas reflexiones pueden servir de excusa a lo que he hecho, impulsado por los ciegos deseos de mis sentidos. Ya os he hablado de ello al final de mi última carta. Eso debe bastaros.
Lo que mi corazón experimentó más tarde es cosa bien distinta y mucho más extraña. Tendréis como psicólogo un tema de análisis, pues aunque no sea absolutamente extraordinario es cuando menos anormal.
Estos últimos tiempos he leído muchos libros sobre el amor griego, el llamado platónico, especialmente de Ulrich, profesor actualmente en Wurzburg. Pero sólo habla del amor entre hombres, y no dice una palabra del amor entre mujeres. ¿Qué diréis cuando os confiese que no he amado nunca a un hombre tanto como a mi querida Rosa, la muchacha de quien os hablé al final de la última carta? El amor físico me atraía, desde luego; pero tenía algo más en el corazón, una nostalgia, que jamás he sentido por hombre alguno. Era un amor tan puro que todas las mujeres me disgustaban, y los hombres aún más. Sólo pensaba en Rosa, soñaba con ella. Besaba y acariciaba los almohadones pensando que eran ella. Y lloraba, estaba desolada, por no poder verla.
No sabía a quién confiarme, si a Nina o a Anna. ¿Acaso debía suplicar al sr. de F… que la liberase de su pena? Él me habría preguntado de qué la conocía, y yo no habría sabido qué responder. Al final acabé decidiendo hablar con Anna. Ella me evitó el esfuerzo de introducir esa conversación, poniéndose a hablar inmediatamente del placer compartido:
—Es lo único que puede excitarme aún y, hoy, no he gozado del mejor. Os he cedido el goce supremo. ¿Estáis enamorada de esa pequeña Rosa? No lo neguéis.
Yo estaba todavía llena de prejuicios y me sonrojé.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¿Os sonrojáis? Signo de que estáis enamorada de la pequeña. Aunque no hubiese visto vuestro rostro lo habría adivinado, viendo cómo le dabais dinero y decíais querer tomarla a vuestro servicio. Han pasado rápidamente tres meses, y creo que la pequeña preferirá venir a vuestra casa que volver a la prisión. Su deseo de hacerse fustigar podéis saciarlo igualmente vos. Ella quizá preferirá las vergas al látigo, y vos obtendréis así mucho placer. Es muy excitante, os lo garantizo.
—¿No sería posible tenerla antes? —pregunté.
—Es difícil. Debe terminar su condena. No depende del sr. de F… el liberarla o no, aunque sea muy influyente. No obstante, intentaré hablarle.
—No le digáis mi nombre. Podría sospechar algo.
—Nada temáis. Mi proposición no le asombrará para nada. Hay bastantes damas en la ciudad que hacen como los hombres y que tienen amantes de los dos sexos. Le diré que es para mí. No, no querría. Le diré que una extranjera busca una muchacha que se deje torturar voluntariamente, y que sólo conozco a Rosa. Sin embargo, 110 debéis tenerla con vos los primeros días. Luego yo diré que la dama abandonó Budapest y que, por humanidad, os he recomendado a Rosa como doncella.
—Pero ¿se lo creerá?
—¿Y por qué no? Tengo una buena lengua. Ante todo, hace falta mucho dinero para corromperla.
—¿Cuánto? —pregunté aterrorizada, porque Nina me había puesto en guardia contra su avidez—. ¿Cuánto pensáis?
—Hum, quizá 100 florines, quizá más, no lo sé.
—Yo no querría consagrar a ello más de cien florines —dije, pero si me hubiese pedido el doble o el triple se lo hubiese dado.
—Bien. Dadme inmediatamente 100 florines. Si consiente en ese precio, la muchacha estará mañana en vuestra casa; en caso contrario os devolveré el dinero. Voy en seguida a su casa, antes de que se marche al casino. Pero no tengo dinero para coger un carruaje. Dadme un florín más. No pido nada por mi gestión. Me basta con vuestra amistad.
Nina tenía razón. Esa mujer me habría esquilmado si no hubiera sido prudente. Sabía bien que ella iría a pie.
En menos de una hora estaba de vuelta. F… ponía dificultades, pero ella había añadido cincuenta florines y cedió. Él lo hacía sólo por amistad. Ni siquiera preguntó para qué era; creía que se trataba de un caballero deseoso de guardar el incógnito. Me vi, pues, forzada a darle otros cincuenta florines. Pero ella se puso a lamentarse de los malos tiempos y de los malos pagadores. Me mostró un paquete de tarjetas de empeño del Monte de Piedad; me dijo que perdería todo si no pagaba los intereses el día siguiente. Le di 50 florines más. Ella me aseguró que consideraba esa suma como un préstamo, pero yo le respondí que no era necesario devolvérmela. Quería asegurarme su discreción y sus servicios ulteriores.
Al día siguiente le conté todo a Nina. Ella me dijo que F… sólo recibía 30 florines, y que Anna se guardaba para sí el resto. Decidimos festejar ese día con un buen almuerzo.
—Es posible que salvéis a una muchacha perdida —me dijo Nina— y Dios os recompensará esa acción. Pero os va a costar dinero, porque esa muchacha tendrá necesidad de uniformes. Debéis también prepararle un baño, porque esas desdichadas cogen fácilmente infecciones en la cárcel. Yo tuve en mi casa a una muchacha del tamaño y la talla de Rosa, que se fue dejando los uniformes. Bien podía hacerlo, puesto que se llevó mi ropa. Pero le servirán. Tasadlos vos misma y dadme lo que consideréis su valor.
La srta. de B… era todo lo contrario de Anna. Valoré esas prendas en 45 florines. Ella no quiso más que 36, y me costó hacerle aceptar un broche como recuerdo. Era muy desinteresada.
Eran cerca de las ocho cuando Rosa llegó a mi casa. La llevé inmediatamente a Ofen y allí tomamos un baño turco. Estábamos en octubre, y esos baños se van haciendo cada vez más calientes a medida que la temperatura exterior desciende. La pobre niña se resentía del castigo de la víspera. Apenas osaba yo tocar las partes doloridas. La aliviaba un poco paseando por allí mi lengua caliente y lamiéndola suavemente. El calor del baño la animó por completo. No estaba tan tímida ni vergonzosa como la víspera. Se lanzó a mi cuello y enlazó sus piernas en torno a mis caderas. Chupó los botones rosas de mis senos, y luego mis labios y mi lengua. Me juró no amar jamás a un hombre si yo quería amarla como la víspera. Estaba loca de alegría. Me dijo que su mayor voluptuosidad sería ser estrangulada o apuñalada por mí. Era aún virgen, cosa que no había osado esperar. No lograba yo por eso meter el dedo índice en su celda de amor. Algo me cerraba el camino: era la piel intacta de su virginidad.
—Desgarradme allí —decía Rosa—. No me importa. Prefiero amaros a vos que a un hombre.
Rodolfina me había regalado un consolador en Viena que aún no había sido probado. Era de construcción nueva, y estaba pensado para servir a las dos mujeres. El recipiente que contenía la leche caliente colgaba en medio, y de él salían dos bolas a derecha e izquierda, con lo cual cada gozadora era a la vez hombre y mujer. Ese consolador quería yo probar con Rosa. Retiré por eso el dedo y le dije que reservase las mejores cosas para la noche.
Después de tomar el baño y permitirnos caricias sin importancia volvimos a la casa. Anna y Nina nos esperaban ya. La primera había encargado una suculenta cena con champagne. Se había traído una gran vara y dijo que yo iba a conocer esa voluptuosidad también.
El cuarto estaba bien caliente, y nada arriesgábamos desnudándonos. Anna lo hizo también. Pero no observé para nada sus ajados encantos, porque se puso en seguida bajo la mesa diciendo que iba a hacer el perro. Estaba entre mis piernas. Tuve que abrir los muslos y echarme un poco hacia atrás. Ella se puso mis piernas sobre los hombros y comenzó a lamer unas veces mi gruta y otras esa pequeña abertura que, como dije, Grecourt llama el gabinete de aseo…
Mi postura no era muy cómoda, porque estaba alejada de la mesa y apenas llegaba a los platos; pero la lengua de Anna jugando con mis dos aberturas me procuraba el más vivo placer. Ella utilizaba también las dos manos, la derecha en la hendidura y la izquierda detrás. Llegaba a meter todo lo posible su dedo en mis entrañas tras haberlo humedecido. Esas caricias me trastornaban, y un chorro interminable brotó de mi gruta de voluptuosidad.
Nina me pasaba los platos y llenaba mi vaso. Comimos y bebimos tanto que incluso la fría Nina estaba ardiendo. Pasé varios bocados a Anna, que sólo se comía las galletas y demás golosinas después de empaparlas en mi gruta. Llegó incluso a meterme allí las salchichas. Decía que los platos ganaban con ello un gusto especial.
Tras la comida hice aparecer el consolador, para compartir con Rosa las delicias del afrodismo. La joven quería justamente ir a la cama y buscaba un recipiente, porque el champagne iba a salírsele.
—No, no, no lo entiendo así —le dije—, niña malvada. Quieres privarme de lo mejor. No debes perder una sola gota. Abre deprisa las piernas.
Me arrodillé inmediatamente y pegue la boca a su concha. Pronto recibí todo el champagne filtrado. Burbujeaba en mi boca y lo bebí todo. No había perdido nada de su aroma; al contrario, estaba mejor. Anna se había tumbado sobre la alfombra, con la cabeza entre mis piernas y la boca abierta de par en par. Como yo había bebido mucho y recibía otro tanto de Rosa, no pude retenerme y Anna recibió una parte doble.
Estos preliminares eran tan agradables y voluptuosos como la acción principal. Yo ardía. Temblaba tanto dé impaciencia que no podía curvar el consolador. Anna me ayudó. Puso el puñal más gordo de los dos en mi concha. Penetraba a medias. Rosa se tumbó sobre la cama. Le separé los muslos. Yo hacía el papel de hombre. La besaba, empujaba ciegamente, pero no podía encontrar la entrada al templo de Rosa. Nina acabó poniendo el puñal en su lugar. Empujé con tanta fuerza que hice saltar la virginidad y penetré hasta el fondo. Rosa lanzó un débil grito. Anna bebía la sangre que brotaba de la vagina. El consolador entraba más profundamente a cada golpe. De repente, escuché un silbido detrás de la cabeza y luego sentí un dolor agudo y voluptuoso en las nalgas. Anna agitaba la vara. Apenas me había dado tres golpes y las fuentes se abrieron, tanto para mí como para Rosa. Estábamos encantadas.
—Es una pena que no tengáis un consolador simple —dijo Nina—, porque malamente podría aliviarme sólo con los dedos. Anna, excítame con algunos golpes. No es posible permanecer tranquila con vosotras.
Dije a Nina que encontraría un consolador en un cajón de la cómoda. Era el que Margarita me había dado. Fue entonces cuando tuvo lugar la escena principal, formando nosotras un grupo como los que representan algunos camafeos y bajorrelieves romanos. Nina se tumbó sobre mí. Su trasero estaba expuesto a los golpes de Anna. Su peso me hundía en Rosa. El contacto de los dos cuerpos lisos, desnudos y ardientes me excitaba en el más alto grado. Recomenzamos la liza amorosa, que esta vez se prolongó mucho. Nina daba más fuerza a mis ataques. Anna nos golpeaba una a una. La crisis se aproximaba, los golpes se aceleraban, se hacían más fuertes. Ya no me bastaban. Supliqué a Rosa que me mordiera los brazos y los hombros. La grité: «¡Muerde hasta hacer sangre!», y ella lo hizo. Al final alcanzamos el grado supremo. Perdí el conocimiento. Saturados de voluptuosidad, los miembros me escocían. Nina y yo casi aplastamos a la pobre Rosa. Las fuentes no querían cesar.
No sé cuánto tiempo duró ese éxtasis, que yo llamaría desvanecimiento. Cuando volví a mí misma, Anna y Nina habían partido. Los consoladores estaban sobre una silla, cerca de la cama. Las mujeres habían bajado la lámpara y reinaba en el cuarto una tenue claridad. Rosa dormía profundamente; su pierna izquierda rodeaba mis senos, el pie y los dedos del pie estaban sobre mi trasero. De vez en cuando suspiraba voluptuosamente. Me abrazaba con su brazo izquierdo; el derecho colgaba fuera de la cama. Las mantas nos cubrían; no quería despertarla, y volví a poner la cabeza sobre los almohadones. Me dormí, para no despertar hasta después de las diez de la mañana.
No contaré todas las escenas donde era unas veces activa y otras pasiva. No podría evitar la reiteración. Sabéis ya lo bastante sobre ese tema; se limitaría a excitaros, como me excito yo leyendo esas páginas. Porque —entre paréntesis— me he hecho una copia de esos folios, que me sirven de excitante cuando mis sentidos están relajados.
Anna volvió algunos días más tarde. Nina había venido todos los días para continuar nuestras lecciones de húngaro. Con Rosa, cada vez que estábamos solas, gozaba yo todos los placeres, e íbamos todos los días al baño turco. Ella me era fiel como si yo fuese un hombre. Hoy mismo, tras tantos años, ha seguido siendo lo que era entonces, y aunque haya conocido después el amor masculino, me jura que prefiere gustar el amor entre mis brazos al abrazo del sexo fuerte. Yo también lo creo a veces, y estoy convencida de que —si no fuese por el deber de perpetuar al género humano— bien podríamos pasar de los hombres, de tan violenta que es la voluptuosidad entre dos mujeres.
Anna me propuso asistir a una orgía grandiosa, que se celebraba todos los años por carnaval en un burdel. Me dijo que participaban las damas de la más alta aristocracia, que estaban todas enmascaradas y que nadie era capaz de reconocerlas. La máscara servía igualmente para distinguirlas de las demás sacerdotisas de Venus. Todo acontecería lujosamente. Los hombres tenían entrada libre, pero cada billete de señora costaba 60 florines.
—No veréis nada semejante en París —me decía ella—. No hay más de treinta invitados. Las más preciosas putas —(la srta. de L… se servía siempre de las palabras más groseras; no puedo evitar repetirlas ¿acaso os choca?)— son invitadas junto a unos ochenta caballeros. Veis que el precio no es exorbitante, pues hay aproximadamente ciento cincuenta personas reunidas y el billete viene a ser de 12 florines por cabeza. Las celestinas quieren sufragar sus gastos, y los caballeros el tiempo perdido. Iluminación, música y cena. El año pasado las condesas Julia A… y Bellak… pagaron 1200 florines para sufragar los gastos. Es probable que la entrada sea más cara este año. Como de costumbre, yo tendría una entrada gratuita. Pero si queréis participar, debéis hacérmelo saber antes de terminar la semana para que os reserve un billete.
En principio no quise. Había gastado ya demasiado dinero. Rosa me había costado más de doscientos florines. Mis ingresos eran bastante elevados, pero me hubiera abrumado gastar además 80 o 100 florines. Con todo, Anna me presionaba tanto que acepté. Dos días después recibía una tarjeta de entrada litografiada, con una viñeta que yo había visto ya en un libro francés. Representaba una vagina magnífica, cerrada a medias y muy peluda, reposando sobre un altar; a ambos lados un bosque de vergas masculinas y al fondo cabellos de mujer así como un gorro de granadero. Las tarjetas estaban firmadas por la condesa Julia A… y L… R… (Luft Resi–Teresa), el nombre de una de las más célebres propietarias de burdel de Budapest, que como luego vine a saber estaba protegida por la sra. de T…
Anna me dijo que habría un baile de máscaras. Las damas disfrazadas no deberían llevar nada debajo del disfraz. Los asistentes se ocuparían de descubrir las partes que son necesarias para los juegos del amor. Un traje pintoresco aumentaría los encantos. En resumen, me hizo una descripción tan bella de la fiesta que no me arrepentí de nada. Me apliqué en seguida a la confección de un disfraz de carácter. Nadie debería saber que era el mío. La srta. de B… tenía aproximadamente mi talla. La pedí por eso que hiciera hacer mi traje sobre sus medidas.
Una noche Anna vino a buscarme para visitar el burdel donde se iba a celebrar el carnaval. Quería conseguirme ropas de hombre, para hacerme irreconocible. Pasaría por un joven estudiante. Ella hablaba tan bien que cedí una vez más. Pronto me vi metamorfoseada en un joven; mis cabellos estaban escondidos tan hábilmente que era imposible ver su longitud. Como en Los hugonotes y en la Noche de Baile, de Auber, mis movimientos y mis gestos no eran de prestado.
Hacía buen tiempo; el pavimento estaba seco, y fuimos a pie. No estaba lejos. Atravesamos el lugar de los franciscanos y entramos por la primera calle, la calle de los bordadores. La casa de esa sacerdotisa de Venus era considerablemente vasta. Era aún temprano, no había visitantes, que llegan por lo general después del teatro. La directora de ese pensionado era una mujer gorda, de piel muy atezada; parecía de Bohemia. La expresión de su rostro era vulgar y dura. Anna me presentó; ella me miró y sonrió. Vi en seguida que había adivinado mi disfraz y lamenté haber ido.
—Queréis ver a mis pensionistas, joven. Si hubieseis venido ayer no habríais visto nada extraordinario. Pero acabo de recibir dos muestras de la sra. Radt, de Hamburgo, una de Kaschau y otra de Alemania. Ahora tengo una docena. Cuando tengo demasiados visitantes mando buscar a la Julia del sr. de F… y la vieja Radjan se queda feliz de poder vender en mi casa su mercancía pasada de moda. ¿Es que ese joven se ha echado ya un polvo? (Expresión suya). ¿Desea una virgen? ¿Por eso lo habéis traído a mi casa? En tal caso, os recomiendo a Leonie. Está en el oficio hace dos meses tan sólo, y tiene catorce años; pero se desempeña mejor que una vieja.
Nos precedió en una gran sala, amueblada de manera bastante elegante. Había un piano, y las paredes estaban cubiertas de espejos. Las odaliscas de ese harén público reposaban sobre un diván. Eran a cual más bella, y resultaba difícil elegir. Parecían tímidas más que astutas. Leonie, una rusa muy bonita, tenía algo de provocante y coqueto en los rasgos. Llevaba un peinado con rizos rococó. Era esbelta y ágil como una sílfide. Su escote dejaba ver unos senos que distendían el corsé como para romperlo. Ella enseñaba en todo momento la pantorrilla, que era fina, y su pie pequeño. Me senté a su lado. Anna se situó frente a nosotras. Leonie me pellizcaba a veces los muslos y el trasero; quería ser aún más agresiva, pero Anna le dio un cachete en la mano.
Tendí diez florines a la propietaria para que nos trajese vino y golosinas. Ella miró desdeñosamente el billete de banco y dijo: «¿Es todo?». Esas palabras me molestaron; dije que pagaría todo lo que ella quisiera, pero que sólo llevaba conmigo un billete de 100 florines. Ella me dijo que iba a enseñarme algo nunca visto antes y abandonó el salón. Anna la siguió y quedé sola con las mujeres.
Encontré entre ellas lo que nunca habría buscado, educación, e incluso ciertos conocimientos que más de una aristócrata habría envidiado. Una de esas mujeres tocaba muy bien el piano; tenía una voz muy bella y un oído bueno aunque sin trabajar; cantaba ajustadamente las arietas de Offenbach. Otra me mostró un álbum con acuarelas muy bonitas que hacía en sus momentos de ocio. Algunas de esas mujeres se quejaban de su suerte; deploraban la desdicha que las había llevado allí. Otras se sentían perfectamente felices. Los caballeros eran amables, galantes; los estudiantes eran groseros, pero era entre sus brazos donde conseguían más placer, porque esos jóvenes gastaban fuerzas sin reserva.
—¿Qué queréis? —dijo una bella polaca a quien llamaban Vladislava—. Aquí viene un admirable joven que está orgulloso de sí mismo como un pavo y de quien están enamoradas todas las chicas. Un día se acostó conmigo y me hizo el amor nueve veces antes de partir por la mañana. Eso es mucho con una sola chica. Es más fácil hacerlo con una docena de mujeres que cinco veces a la misma. Sólo conozco a uno capaz de tanto. Pero nunca me lo ha hecho. Debe tener una querida, una mujer rica que le mantiene.
—Hablas del sobrino del intendente del teatro —dijo Olga, una alegre húngara—, sí, Arpad H…
Cuando Olga pronunció ese nombre me sobresalté.
—Ninguna mujer lo mantiene —continuó Olga—, tiene dinero bastante para tener una amante.
—Sé que la condesa Bella B… le hizo las proposiciones más brillantes, y que él las rechazó —dijo otra.
La entrada de la patrona y Anna interrumpió nuestra conversación.
—Si hacéis el favor de venir, joven, os mostraré algo que regocijará vuestros ojos. ¡Pero qué guapo es! —añadió pellizcándome el trasero.
Seguí a la gorda. Me condujo a un largo corredor y atravesamos muchos cuartos. Luego abrió una puerta lo más silenciosamente posible y se puso un dedo sobre los labios. El cuarto estaba oscuro. Una débil claridad de crepúsculo penetraba por la ventana velada por visillos blancos. Me cogió la mano y me llevó hacia un sofá situado ante una puerta de cristales. Escuché un leve ruido que venía de la habitación contigua. Me subí al diván para observar mejor lo que pasaba. El cuarto estaba iluminado, lo veía en su totalidad; pero las dos chicas que estaban allí no podían verme. Entró un anciano; era calvo y tenía un plebeyo rostro de fiera, bastante grande y muy delgado. Podía escuchar cada palabra pronunciada. Una de las odaliscas tenía una vara en la mano. Se desnudaron rápidamente todos, incluido el viejo Celadón, verdadera caricatura del Caballero de la triste figura. Estaban los tres ante mis ojos. El hombre era feo; una piel amarilla y peluda recubría su delgado esqueleto. Estaba justamente ante mí. Su nariz era pequeña y ajado estaba su rostro. No lo vi al principio. No podía distinguir si tenía dos ombligos o dos flechas de amor, porque su verga no era mayor que un haba. Las dos muchachas adoptaban posiciones voluptuosas para excitarle; pero de nada servía. Él se acostó entonces sobre tres sillas. Se le ataron los pies y las manos; una comenzó a pegarle, mientras la otra le ofrecía unas veces su concha y otras su trasero. Los golpes caían a cada minuto; cuando llegó el tercero, vi gotas de sangre perlarse sobre la piel. Al llegar al décimo, su culo (pues no puedo llamar de otra manera esas mejillas demacradas separadas por un sombrío precipicio) estaba descamado y formaba una sola masa informe y sangrante, como un trozo de carne cruda. Sin embargo, suplicaba a su torturadora que le golpease aún más fuerte, mientras olía y chupaba las aberturas de la otra muchacha. Yo escuchaba a veces un golpe de trompeta o un suspiro de oboe, aparentemente venidos de los intestinos de la muchacha que el sátiro olisqueaba. Aspiraba los perfumes ávidamente.
—No va a funcionar así —dijo al fin—. Pero me darás una salchicha y vendrá en seguida. Luisa, querida Luisa ¿tendré una salchicha o dos?
Se tumbó de espaldas y la chica a quien olía se sentó sobre él, con el trasero justamente encima de su boca. La otra se esforzaba en meterse en la gruta el cetro que se erguía débilmente. Escuché los ruidos del oboe y vi caer en su boca lo que él deseaba tanto; chirriaba los dientes y se mordió con ardor. Esta sucia operación le puso en el estado deseable y dejó escapar algunas gotas de esperma tras un furioso temblor.