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Había decidido hacer mío a Arpad, pero no sabía aún cómo. No me habría sido difícil seducirle, pero debía tomar en cuenta muchas cosas, y sólo vi el peligro cuando el sr. de R… nos dejó solos. Arpad era tan joven. Comprendí que, si le permitía la entrada al bien más alto que un hombre puede desear y conceder a una mujer, no sería posible ya retenerle. Ese joven, yo lo percibía bien, no se asemejaba a mi acompañante, a Franz, a quien podía decir hasta aquí y no más lejos, siendo como era un hombre hecho a la servidumbre y a la obediencia, tan bien educado como el chucho de mi tía. Podía sobrevenir una desgracia bien pronto. Arriesgaba todo dando ese paso en falso al comienzo de mi nuevo compromiso. Además, no conocía lo bastante a Arpad, no estaba segura de su discreción.

Los jóvenes se jactan fácilmente de sus conquistas. Y si no es así, se traicionan fácilmente por una palabra o una mirada desconsiderada. Además, podían sorprendernos.

No habría dudado tanto si hubiera conocido a los húngaros y a las húngaras como los conozco ahora. Venía de Frankfurt, donde se juzga muy severamente la conducta de una mujer. Mi corazón latía con tal fuerza cuando el sr. de R… me dejó completamente sola con su sobrino que apenas podía hablar. Me había enamorado, ahora lo sabía. ¡Ay!, si sólo hubiese podido comunicarle los sentimientos que me agitaban. No era codicia; era lo que había leído, el amor etéreo. Hubiese podido pasar horas a su lado, contemplándole, escuchando el sonido de su voz, y habría sido inefablemente feliz.

Pero no quiero describiros mis sentimientos, me falta fuerza. Mi pluma no es lo bastante hábil; jamás he pretendido poseer un estilo. Conozco sólo lo imprescindible de gramática y ortografía. La sintaxis y la retórica brillan ante mis ojos como fata–morgana que jamás logré alcanzar. Cuando el sr. de R… se hubo alejado, el mayordomo del Hotel de la Reina de Inglaterra donde me había instalado trajo la colación pedida, compuesta de café, nata, helados, tarta de nueces, frutos —melones sobre todo— y un ponche helado. Sólo nos traía refrescos. Arpad se sentó a mi lado. Como hacía mucho calor, me quité la pañoleta de seda que me cubría la nuca y la garganta. Arpad tenía el espectáculo de mis dos colinas de leche. Al comienzo sólo las miraba con el rabillo del ojo, pero cuando vio que le permitía ese placer se inclinó un poco hacia mí y sus ojos quedaron allí clavados. Sufría, su voz temblaba. Al tenderle un vaso de café helado le rocé la mano y nuestros dedos se unieron un segundo. Sentía venir el instante de mi derrota y me defendía débilmente. Un pequeño escalofrío recorría mi cuerpo, me hice soñadora, nuestra conversación cesó bruscamente. Me tumbé en el canapé, cerrados los ojos, turbado el espíritu, pensando que me desmayaría. Debí cambiar de color, porque Arpad me preguntó con inquietud si me encontraba mal. Me recompuse y se lo agradecí con un apretón de manos prolongado. Le abandoné mi mano izquierda, que él cubrió de besos. Su rostro estaba muy colorado. Creí que iban a saltar todos los botones de su traje, de tanto como se le hinchaba el pecho.

¿Acaso iban a durar esos preliminares largo tiempo? Él era demasiado tímido para aprovechar todas esas ventajas. Un libertino no habría dejado de aprovecharse, pero ¿me habría llevado a tal estado un libertino? Yo habría usado todos mis medios para ocultarle mis sentimientos. La situación se hacía penosa. Recordé a Arpad que su tío le había recomendado enseñarme la ciudad. Llamé y pedí que me buscasen un fiacre.

«El coche del barón de O… está abajo», me respondió el criado. «Está a su disposición». Gesto galante. No había visto aún al barón, se me había olvidado enviarle mi tarjeta. Decidí enviársela al momento. Fuimos, pero el barón no estaba en su casa. Llevamos nuestro paseo hasta Ofen. Luego volvimos sobre nuestros pasos hasta llegar a un pequeño bosque de la ciudad, una especie de parque de muy mal gusto, donde había un pequeño lago y barcas. Pregunté a Arpad si estábamos muy alejados del Hotel de la Reina de Inglaterra. Él me respondió que había una hora corta de marcha.

—Diré al cochero que se vuelva, y nosotros pasearemos; ¿no estaréis demasiado cansada? —me preguntó.

—Aunque durase hasta mañana por la mañana no me cansaría nada.

Él sonrió, pensando en otro cansancio.

Los de Pest sólo visitan ese parque durante el día, y vuelven a la ciudad tan pronto como el sol desaparece. Yo no quería volver, porque Budapest es la ciudad más polvorienta que concebirse pueda. Todo el campo circundante es sólo un inmenso desierto de arena; cada golpe de viento eleva allí nubes de polvo, como en Bulgaria o en África. Me hacía feliz estar al abrigo, pasearme por la hierba. Íbamos de isla en isla pasando por puentes colgantes. Yo me sujetaba del brazo de Arpad. Me llevó a un restaurante todavía abierto. Pregunté hasta qué hora estaba abierto, y me dijeron que cerraba a las nueve de la noche para volver a abrir a las cuatro de la mañana. Arpad me instaba a volver pronto, porque ese bosque no era seguro de noche; habían asesinado a alguien allí hacía poco.

—¿Pero no tenéis vos miedo, querido Arpad? —le dije.

Nos llamábamos ya por nuestros nombres de pila. Nuestra familiaridad había hecho ya inmensos progresos. Yo le había obligado a hacerme sus confesiones. Juraba por las estrellas y por las profundidades del cielo que me amaba hasta la muerte. Se había enamorado en Frankfurt. Su imaginación era ardiente y poética, como la de todos los jóvenes. Apretaba y besaba mis manos. Llegados a una isla, cayó a mis rodillas; me dijo que adoraba la tierra que pisaba, y me suplicó que le permitiera besarme los pies. Me incliné hacia él; le besé la frente, el pelo, los ojos. Él me tomó por el talle y hundió su cabeza —¿no lo adivináis?— en los alrededores de ese punto que todos los hombres desean. Aunque estuviese celosamente velado de muselina, escondido por mis enaguas y mi combinación. Arpad parecía ebrio. Tomó mi mano derecha y la apretó contra su corazón. Ese corazón galopaba y batía con tanta fuerza como el mío. Mi rodilla derecha tropezó con sus piernas y tocó algo duro que, por el hecho mismo de ser tocado, se hizo aún mayor y más duro. Creí que su pantalón iba a estallar. Eran las once y estábamos todavía en la isla, abrazados estrechamente. Mis piernas estaban sobre sus rodillas. Al fin se atrevió a levantarme el bajo del vestido. Primero jugó con los cordones de mis botines, luego subió un poco más arriba, hasta la liga; su mano alcanzó por último mis muslos desnudos. Esa primera caricia me puso ya fuera de mí. Nuestras bocas se habían unido, yo le chupaba los labios y mi lengua penetraba entre sus dientes hasta la lengua. Parecía querer tragarla, de tanto como la aspiraba.

No sé cómo, pero de repente tuve su cetro entre las manos. Lo apretaba como para romperlo. Su mano derecha había alcanzado igualmente mi hendidura, que estaba húmeda. Su toqueteo me volvía loca. No le guiaba la experiencia, sino el instinto. Me confesó más tarde que ignoraba hasta ese momento la diferencia entre el carcaj y la flecha de amor. El pulgar y el índice jugaban en lo alto con mi botón, mientras que los otros tres dedos, dirigidos hacia abajo, habían encontrado la entrada abierta de par en par. El interior ardía, como lleno de lava hirviente. Yo me desvanecía, el cosquilleo era demasiado fuerte. Bajé los ojos y percibí su soberbia verga hinchada y doblándose como el cuerno de un toro. No la había tocado aún y la cabeza estaba al descubierto, púrpura y orgullosa. La sentí temblar, y una descarga eléctrica me llenó la palma de la mano, cuando toqué el canal de la fuente vital. La savia lechosa brotó como un chorro de agua, tenía la boca abierta y recibí todo lo que vertían los riñones. Al mismo tiempo sentí que mi fuente desbordaba. Él tenía las manos llenas de líquido, se las llevó a la boca y sorbió todo cuanto contenían; Arpad se chupaba las manos y se pasaba al lengua por los dedos. Como os dije, nadie le había enseñado esas cosas; sólo la naturaleza le dirigía, y él seguía sus inspiraciones.

No se ablandó tras esa doble efusión. Al igual que yo, deseaba otros placeres. Pensamos ambos cómo hacerlo. Mi razón había aparecido para decirme que me esperaba el deshonor, que iba a quedar encinta, que daría a luz y moriría; e incluso aunque otros hubieran venido para rodearnos y reírse de nosotros habría continuado ese juego de amor, les hubiera gritado mi dicha y no habría sentido vergüenza alguna. Era esclava de mis deseos, estaba completamente sometida.

El éxtasis duró algunos minutos. Tras la eyaculación recíproca del néctar, mis fuegos se hacían más ardientes por segundos. Y él estaba en el mismo estado. Los ojos se me iban de su rostro a su orgullosa espuela y de esta al paisaje inanimado; erraban sobre la superficie de las aguas, apenas interrumpida por algunas raras plantas. La luna se reflejaba en el agua, que se abría aquí y allá cuando saltaba un pececillo. Hubiese querido bañarme con Arpad, tomar un baño de frescura y voluptuosidad. Era buena nadadora. Había tomado lecciones de natación en Frankfurt y habría podido atravesar el Mein o el Danubio a nado.

Arpad adivinó mi pensamiento. Me susurró al oído:

—¿Quieres bañarte conmigo en ese estanque? No hay peligro alguno. Hace mucho tiempo que duermen los del restaurante. No hay nadie.

—Pero me dijiste que este bosque es poco seguro, que acaban de asesinar a alguien. Si no es así, con gusto.

—No tengas miedo, ángel querido. Este lugar es el más seguro. El sitio peligroso está más cerca de la ciudad, en la alameda de plátanos que lleva a la Koenigstrasse, entre las villas.

—Pero ¿qué dirán en el hotel si volvemos tan tarde?

—El hotel está abierto toda la noche. El portero duerme en su alojamiento. Conoces el número de tu cuarto. La doncella ha dejado seguramente la l(ave sobre la puerta. Además, una excusa se encuentra deprisa. Yo mismo tomo a menudo un cuarto en ese hotel, cuando no quiero despertar al conserje de mi tío. Cojo la primera llave y estoy como en casa. Tu vecino se ha ido hoy, y el cuarto de al lado está vacío. Me alojaré allí.

—Hagámoslo, ya que me tranquilizas. Ayúdame a desvestirme.

Él se quitó en seguida su gorra húngara, su casaca de cuero con pasadores y la camisa, y me ayudó a desatar mi corsé. En menos de tres minutos estábamos los dos desnudos al claro de luna.

Arpad no había visto nunca a una mujer. Temblaba con todo el cuerpo. Se arrodilló ante mí y se puso a besar cada parte de mi cuerpo, de arriba a abajo, por delante y por detrás. Chupaba la pequeña punta de mis senos, besaba el templo de las voluptuosidades, pasaba su lengua entre los grandes labios y me acariciaba todo lo profundo que podía penetrar. Al final me escapé de él y salté al agua. Me puse a nadar con vigor. Arpad sólo nadaba con una mano. Con la otra me estrechaba. A veces se sumergía. Su cabeza de pelo rizado resbalaba sobre mis senos, sobre mi vientre, y acariciaba tanto con los dedos como con la lengua el centro de las voluptuosidades. Pronto hicimos pie. El agua era menos profunda. Nuestros deseos nos lanzaron a un abrazo recíproco, y yo recibí, resignada, al dispensador de júbilos que es a veces un gran destructor. No pensé un solo instante en las posibles consecuencias de mi abandono. Si hubiese visto un puñal entre sus manos, habría ofrecido mi pecho a sus golpes. Como él era inexperto, la crisis llegó antes de que hubiese metido su bastón; su cuerno de la abundancia se vació, la savia preciosa resbalaba a lo largo de mis muslos. Pero no por ello perdió coraje. Me apretó más fuertemente. Jadeaba, sus dedos se crispaban sobre mi carne. Su instrumento sólo pendió un instante; pronto se levantó, y yo lo sentía crecer, endurecerse y hacerse ardiente. De repente, con un solo impulso enérgico, lo hundió hasta el fondo. Hubiese sido doloroso, si no hubiese sido tan exquisito.

Ahora estaba segura de quedar encinta. El más voluptuoso de los escalofríos recorría mis miembros. Lo sentía sobre todo en las nalgas y, más abajo, en los dedos de los pies. Mis exclusas se abrieron de par en par y brotaron oleadas tan impetuosas que él creyó —según confesó posteriormente— que se trataba de otra cosa. Ese pensamiento excitó en él el mismo canal y me sentí penetrada por un chorro ardiente que no quería terminar. No se trataba sin duda del vaciamiento de los riñones, porque después de la última gota continuó devastando mi interior, cuando mi fuente estaba ya agotada. Estábamos apretados uno contra el otro, incapaces de decir una palabra, sin pensamiento, abismados en un pesado sueño de amor. Hubiese querido quedar así toda una eternidad, hasta la muerte.

El viento nos traía las campanadas de la iglesia de Santa Teresa. Daban la medianoche. Dije a Arpad que era hora de volver a la ciudad, que podríamos recomenzar nuestros juegos en el hotel. Me obedeció inmediatamente. Me suplicó que le permitiera llevarme en sus brazos, como a un niño, hasta el borde. Unió los brazos bajo mi trasero, yo anudé los míos en torno a su cuello y me llevó hasta el banco donde estaba nuestra ropa. Me puse en seguida las medias, y él me aló mis botines besando continuamente mis rodillas y mis pantorrillas. Cuando estuvimos listos nos dirigimos al punto circular. A la salida del bosque estaba estacionado un carruaje. El cochero estaba en su lugar. Arpad le pidió que nos llevase inmediatamente a la ciudad, a cambio de una buena propina. Le indicó la plaza de San José. Quería ocultar al cochero quién era yo y dónde vivía. Yo también me había vuelto prudente y me había bajado el velo. Por un florín el cochero aceptó. Nos subimos al carruaje, que partió a galope. El cochero debía estar de vuelta poco después de la medianoche; había llevado allí a gente joven y no estaba libre.

Nos bajamos en la plaza de San José. Ya no estaba muy lejos el Hotel de la Reina de Inglaterra. Entré primero. Él fue a buscar las llaves y le esperé ante mi puerta. Al cabo de unos minutos me trajo la llave. El portero dormía. Nadie nos había visto entrar.

Estaba agotada. Tenía las piernas destrozadas de haber soportado debajo la liza amorosa. Quería ir a dormir. Me acosté inmediatamente. Arpad también parecía fatigado. Su fuente había brotado tres veces. Le aconsejé reponer fuerzas e irse a acostar. Él se hubiera quedado de buena gana, pero tuvo la delicadeza de dejarme, tras besarme una vez más con pasión.

No quiero relataros todas nuestras luchas de amor. Me vería forzada a repetirme y a plagiarme a mí misma en esa conquista del reino de Citera. Os aburriría. Arpad me confesó que había comprado en Frankfurt en una librería las Memorias del sr. de H…, y que allí había aprendido la teoría de los placeres del amor. Me dijo también que había estado muchas veces a punto de llevar sus primicias a una hetaira, y que sólo le retuvo el temor a una infección. Era para él una gran alegría que yo hubiese venido a Hungría.

La primera noche descuidé todas las medidas de precaución empleadas habitualmente. Para lo sucesivo recurrí de nuevo a esas medidas de prudencia. Quería estar al abrigo de toda sorpresa. A veces las descuidaba un poco, pero a pesar de ello nuestras relaciones no tuvieron ninguna consecuencia funesta. Sabréis explicar ese fenómeno siendo médico como sois.

Mi dicha no duró mucho. En el mes de octubre Arpad recibió un empleo lejos de Budapest y hubo de partir. Su familia vivía allí, y su padre era un hombre tan severo que Arpad no osó oponerse a su voluntad.

En el mes de septiembre había alquilado un apartamento en la calle Hatvner, en casa de los Horvat. No guisaba, sino que me hacía traer las comidas del casino, cosa mucho más ventajosa para mí. No necesitaba invitar a mis colegas a cenas, como hubiera debido hacer si hubiera tenido cocina, porque los húngaros son muy hospitalarios. Los actores, los cantantes, las actrices y las cantantes se invitaban y parasitizaban recíprocamente.

Tomé una profesora de húngaro, una actriz que me recomendó el barón de O… Él me aconsejó no contratar los servicios de la profesora que me había recomendado el sr. de R…, porque tenía mala reputación en la ciudad.

La srta. de B mi profesora de húngaro, fue muy bella en su juventud y había tenido una vida bastante agitada. Su marido era un borracho y ella estaba divorciada. Hablaba muy bien el alemán, y sólo aprendió el húngaro para entrar en el teatro. Su padre había sido funcionario, y ella recibió una educación muy buena. Me hizo el elogio de no haber visto nunca antes de mí una persona con tanta facilidad para el húngaro.

Pronto fuimos amigas como si hubiésemos tenido la misma edad. Ella no ocultaba sus aventuras, y me hablaba de ellas a menudo. El número de sus amantes era bastante restringido; pero conocía todos los matices del goce sexual tan bien como Mesalina. Yo no podía ocultar mi estupor.

«Es que —me decía ella— he tenido amigos a quienes no molestaba hacer ante mí todas las porquerías; así aprendí todo eso, asistiendo sin tomar parte nunca. La srta. de L…, que el sr. de R. os recomendó como profesora de inglés, ha sido la más disoluta de todas durante su juventud. Lo seguiría siendo, si no fuese tan vieja. Sin embargo, sigue teniendo dos o tres hombres que le hacen el servicio de amor. He oído hablar de Mesalina, de Agripina, de Cleopatra y de otras mujeres disolutas. No podría creer en esas historias si no hubiese conocido a la L… Deberíais conocerla. Conoce a todas las celestinas de Budapest y tiene relaciones con todas las prostitutas. Por ella podríais conocer cosas que habitualmente ignoran la mayoría de las mujeres».

Debo haceros observar que yo había hablado a la srta. B… del libro del Marqués de Sade, y que le había mostrado las ilustraciones. No las había visto nunca, pero me dijo que la srta. de L… debía conocerlas. En realidad, la había visto ejecutándolas en la práctica.

—¿Qué arriesgáis viendo esas cosas? —continuó ella—. Nadie lo sabrá. Debo deciros que Anna (nombre de pila de la srta. de L…) es la discreción personificada. Se goza ligeramente presenciando esos espectáculos. Permiten conocer a los hombres en sus paños menores morales. Cuántas de las primeras damas de Budapest se entregan a excesos peores que los de las prostitutas, sin que nadie lo sospeche. Anna las conoce a todas; las ha visto a todas cuando se creían al abrigo de toda curiosidad, y no con un hombre, sino con media docena.

La srta. de B… aguijoneaba mi curiosidad. Las escenas de Justine y Juliette, me producían horror. Nunca habría querido asistir a las escenas del volumen VIII página 3, o del volumen X página 90. Sin embargo, había ciertas cosas que habría podido soportar.

Conocéis sin duda el libro del Marqués, y sabéis lo que representan esas imágenes. Si no os acordáis, permitidme describíroslas. La primera representa una arena de circo. En lo alto aparece, en una ventana, un hombre mayor con barba, propietario del zoológico, además de un joven y una jovencita apenas púber y un muchachito. En ese mismo instante es lanzada por la ventana una mujer desnuda. Un león está devorando a otra joven, cuyos intestinos se le salen del cuerpo. Un oso enorme husmea a una tercera joven. Incluso vos, un médico habituado a asistir a las operaciones más terribles, debéis sentiros horrorizado ante esa imagen. ¡Pensad lo que me pasa a mí!

La segunda imagen representa al Marqués de Sade. Se ha vestido con una piel de pantera y ataca a tres mujeres desnudas. Está abrazando ya a una, y la muerde en el pecho. Su mano derecha le desgarra el otro seno. La sangre fluye. En tierra yace un niño desnudo, desgarrado, mordido, muerto.

No sé cuál de esas dos imágenes es más terrible. Yo quería asistir a tales espectáculos. Pero hay otros, de orgías, flagelaciones, escenas de tortura y excesos entre personas del mismo sexo, a los que podría asistir.

Me diréis, quizá, que las imágenes más inocentes pueden llevar a las más crueles. No quiero pretender que ciertas naturalezas carezcan de límites; pero puedo afirmar que ese no será nunca mi caso. Podríamos afirmar con la misma facilidad que todos los asistentes a ejecuciones o castigos corporales —sabemos que hay siempre muchas más mujeres que hombres— serían capaces de asesinar a sus semejantes, si creyeran hacerlo impunemente, para satisfacer sus deseos morbosos. Pero esto es falso, estoy segura. Una de mis amigas, una húngara cuyo padre era oficial y que vivía con toda su familia en el cuartel de Asler, en Viena, asistía casi todos los días a castigos corporales. Veía por la ventana cómo pegaban a los soldados con vara y látigo ante el tribunal. Pero jamás tuvo ganas de hacer cosa remotamente parecida; era incapaz de cortar el cuello a un pollo. Hay un abismo entre la participación y la asistencia pasiva.

La srta. de L… frecuentaba a las mejores familias de Budapest. Las damas de la alta sociedad eran íntimas suyas. Probablemente les daba clases en el arte de atraer a los hombres, que ella conocía tan admirablemente. No era para nada comprometedor conocerla. Aunque en Alemania lo hubiera sido. Como quería verla, la srta. de B… me la trajo. Sólo el barón de O… tenía aire descontento, diciendo que no era una sociedad para mí. No sé por qué la detestaba tanto. Ella me gustó mucho. No era para nada provocante, como creía. Cuando nos conocimos mejor y la supliqué que me contara todo, abandonó toda reserva. Entonces vi que esa mujer era bien distinta de lo que parecía en sociedad. Tenía una extraña filosofía, cuya única preocupación era proporcionar a los sentidos un alimento siempre nuevo. Era un Sade femenino. Hubiera sido capaz de hacer todo cuanto aparece en el libro. Pronto tuve pruebas de ello, como os relataré.

Hablábamos de cómo poner pimienta al goce sexual del hombre y la mujer. La sensibilidad de las partes sexuales disminuye a la larga, y es preciso recurrir a medios artificiales para reanimarla.

—No aconsejaría a un hombre hacer todo lo que yo he hecho —decía ella—. No hay nada más peligroso que la sobreexcitación para un hombre; eso le enerva y le hace impotente. La imaginación sustituye mal y raramente lo que ha prodigado. Pero en la mujer la imaginación aumenta la excitación y el placer. ¿No habéis probado nunca unos ligeros fustazos con varas durante el coito?

Debo deciros que con la srta. de L… era inútil mentir. Desde su primera visita reconoció hasta qué punto estaba yo iniciada en los misterios del amor. Pero nada tenía yo que temer, porque compartía mis opiniones sobre el secreto de esas cosas y el disimulo de las mujeres. Le dije que había intentado una vez, pero que la fuerza del dolor me había hecho renunciar. Ella rompió a reír.

—Hay muy pocas mujeres que conozcan la voluptuosidad del dolor y, sobre todo, las varas o el látigo —me dijo—. Entre las numerosas prisioneras condenadas a recibir el látigo no hay una sola que no tenga miedo. Hasta el presente sólo he encontrado dos mujeres que sintiesen esa voluptuosidad. Una era una prostituta de Raab; había cometido muchos robos con el único fin de ser fustigada. Su voluptuosidad aumentaba por el hecho de serlo públicamente. Se sentía muy orgullosa de ser llamada puta. Gritaba y se lamentaba cuando recibía los golpes; pero de vuelta a su celda se desnudaba, miraba en el espejo sus nalgas horriblemente laceradas y sus dedos jugaban con su concha. Durante la ejecución del castigo, en medio del dolor más intenso, tenía los transportes más voluptuosos. En cuanto a la otra, acabo de descubrirla, en esta ciudad. Se encuentra en la cárcel y recibe treinta golpes de látigo por trimestre. Nunca grita; su rostro expresa más voluptuosidad que dolor. ¿Os gustaría asistir a la tortura de esa joven?

Vacilé. Temía que llegase a oídos del sr. de F…, gobernador de la ciudad. Lo conocía bien, porque era uno de mis admiradores. Anna —y la llamo Anna porque la llamaba así la srta. de B…— me aseguró que el sr. de F… no sabría nada; que asistirían la srta. de B… y otras damas, entre las cuales estarían algunas de la más alta aristocracia, como las condesas de C…, K…, O… y V…; que podría muy bien pasar desapercibida y que si llevaba un buen velo nadie me reconocería. Acabé accediendo; estaba cercano el día en que la encarcelada recibiría su castigo, y no tuve que esperar mucho.

El día de la ejecución del castigo hubo otro espectáculo que impidió a todos los aristócratas venir. Era el día de recepción de la Gran–Duquesa, que acababa de regresar de Viena. Anna, la srta. de B… y yo entramos a escondidas en un cuarto preparado para nosotras. Nos pusimos en la ventana. Pronto aparecieron tres hombres, el jefe del destacamento, un carcelero y el verdugo de la ciudad. La delincuente era una joven de dieciséis a dieciocho años, bella como una diosa joven, de constitución delicada y con un rostro lleno de inocencia. No tenía miedo, pero apartó los ojos al vernos. Anna me dijo que pronto me convencería de su falta de vergüenza. El carcelero la ató sólidamente a un banco y el verdugo la fustigó a golpes de látigo. Ella llevaba sólo una falda muy fina y la enagua sobre el cuerpo. Los velos estaban tensos, y se dibujaban las formas redondeadas. Las nalgas temblaban con cada golpe. Se mordía los labios, pero su rostro estaba lleno de voluptuosidad. Al veinteavo golpe se abrió su boca; suspiraba voluptuosamente y parecía gozar el más alto éxtasis.

—Esto habría debido venir mucho antes o mucho después —me susurró Anna al oído—, no creo que alcance el éxtasis por segunda vez. Debemos procurárselo cuando vuelva aquí, después de la ejecución. He dado cinco florines al carcelero para que la permita entrar… Lo he hecho por vos…

Comprendí lo que quería decir y le di diez florines para cubrir los otros gastos. Quería dar también algo a la chica. El castigo duró más de media hora.

Cada golpe duraba un minuto. El sr. de F… se alejó, el verdugo se llevó el banco y la muchacha entró en nuestro cuarto. Pasamos todas a otro cuarto con vidrios esmerilados. No podíamos ser observadas. Anna le dijo que se desnudase. Ella sólo lo hizo a disgusto. Su trasero estaba hinchado, era posible contar las huellas del látigo. La piel estaba abierta, y manaba la sangre en largos hilos. Era muy bello.

—¿Sólo gozaste una vez de la voluptuosidad? —le preguntó Anna.

—Una sola vez —respondió la pobrecilla en voz baja.

Sus piernas temblaban; me pareció que deseaba otro goce. Anna le dijo que pusiese sus piernas sobre una silla. Luego se arrodilló ante ella y se puso a jugar con los dedos en la gruta de las voluptuosidades. Metía su dedo índice entre los labios, y lo retiraba rápidamente; acarició lo alto de la hendidura con la lengua. La muchacha jadeaba y suspiraba de placer. Había agarrado con ambas manos el pelo de Anna, y se lo arrancaba en su furor amoroso.

—¿Gozas? —le preguntó Anna.

—¡Oh sí! ¡Muchísimo! No terminéis aún. Es tan bueno. ¡Oh! ¡Oh! Lentamente, no acabéis. ¡Ah! ¡Si pudiéseis morderme y desgarrarme ahora!

Ese espectáculo me sobreexcitaba, deseaba sustituir a Anna junto a la muchacha. Anna observó el cambio en mi fisonomía. Detuvo su juego y preguntó:

—¿Queréis probar? Y tú, Nina (dirigiéndose a la srta. de B…), no te quedes así como una tonta. Diviértete con la señorita.

La srta. de B… estalló en risas. Se puso cómoda y yo hice lo mismo. Anna no siguió nuestro ejemplo, y con razón; un cuerpo tan destrozado como el suyo nos hubiera quitado cualquier gana de juguetear.

Nina (la srta. de B…) era todavía muy bella. Tenía un cuerpo más bonito que el de mi madre. Nunca había dado a luz; su vientre no tenía arrugas ni estaba distendido como acontece a su edad. Tenía al menos cincuenta años, a juzgar por su rostro. Pero tenía menos suerte con los hombres que Anna, aunque fuese más bella. No era lúbrica; parecía una estatua de mármol, inanimada, y ahora permanecía completamente fría también.

Tomé el lugar de Anna frente a la muchacha. Como Anna había interrumpido el juego de sus dedos y de la lengua, la fuente que estaba próxima a desbordar había vuelto a su cauce. Tuve que recomenzar todo e inflamar a la muchacha. Nina se había arrodillado junto a mí; me abrazaba con su brazo izquierdo, mientras con su mano derecha jugaba en mi gruta de voluptuosidad, que estaba toda húmeda y pegajosa, y que me quemaba como si estuviese llena de explosivos. El olor de la gruta de esa muchacha era extremadamente voluptuoso: ese perfume me era más agradable que el de las flores más raras. Me embriagaba.

Anna se había arrodillado detrás de la muchacha y jugaba con la lengua en otra pequeña abertura situada justo detrás del templo del amor, y de la cual dice Grecourt —hablando de la constitución de la mujer— que el cuarto de aseo se encuentra contiguo al pabellón de verdor. Esas caricias excitaban a la pequeña, que se agitaba más y más según iba aproximándose la crisis. Anna le arrancaba a tiras la piel del trasero ya torturado, mordiéndole las pantorrillas y sorbiendo la sangre.

—¡Oh, Dios mío! —gritó la voluptuosa muchacha—, ¡es demasiado fuerte! ¡No puedo retenerme, voy a…!

Un chorro ardiente y ligeramente salado se derramó en mi boca. La muchacha quería retirarse un poco, pero la apreté contra mí gritando: «¡Todo! ¡Dámelo todo!». No lo hubiese absorbido con más voluptuosidad si hubiese sido champagne; y habría dado todo por tener el doble. Pronto un segundo líquido se escapó del cuerno de voluptuosidad con una abundancia que ni siquiera el propio Arpad conoció.

Así terminó este juego encantador e inolvidable. Nos vestimos. Di veinte florines a la muchacha, la besé tiernamente y dije que no necesitaba robar en lo sucesivo, que la tomaba a mi servicio.