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Os sorprenderá mucho, querido amigo, ver hasta qué punto las cartas futuras diferirán de las que os he escrito hasta el presente. El estilo, la concepción, la filosofía de la vida y el punto de vista han cambiado. El tema será también mucho más variado. No penséis por eso que esté cansada de escribir o que haya encontrado un confidente para continuar mis memorias. Hubiese sido necesario para eso encontrar a un hombre al que pudiese confiarme, como a vos, sin límite. No es ese el caso. Es preciso conocer íntimamente a los hombres, como he tenido yo la dicha de conoceros, para atreverse a comunicarles todo cuanto pensamos y sentimos. Hasta el presente no he encontrado ninguno, sobre todo entre aquellos a quienes me di corporalmente. El cambio en mi manera de escribir proviene de que he cambiado de punto de vista redactando estas memorias. He vuelto a ver todo a medida que lo recordaba, me creo transportada a las mismas situaciones, y no me equivocaré probablemente adaptando mi estilo a cada nueva aventura.
Recuerdo haber visto en el prólogo al Fausto de Goethe la siguiente frase, que considero un axioma: «Tan rápido como el paso del bien al mal». Comprenderéis así cómo he cambiado mi concepción de la voluptuosidad. Lo comprenderéis aún mejor pensando que han pasado quince meses desde mi última carta.
No quiero aburriros con un largo prefacio. Los prefacios no son recreativos y no los leo nunca. Voy a los hechos, stick to the fact, como dicen los ingleses.
Os decía en mi última carta que acepté el contrato en Frankfurt porque era el más ventajoso. Afortunadamente, sólo me comprometí por dos años. Desde todos los puntos de vista, son dos años perdidos.
Cuando llegué a Frankfurt, Alemania no era aún presa de la wagneromanía, porque Wagner era aún desconocido en el mundo musical; sin embargo, nuestro repertorio era del peor gusto. Comenzaba la lucha entre la música alemana y la música italiana. La alemana empezaba a triunfar en Frankfurt.
Una cantante puede amar a su patria; puede sentir cariño hacia la lengua, las costumbres y los recuerdos de su infancia, pero sólo tiene una patria: la música. Y yo he preferido siempre la música italiana a todas las otras. Expresa mejor nuestros sentimientos y nuestra alma, habla mejor el lenguaje de nuestro corazón. Es más expresiva, más apasionada, más fundente y más dulce que la música erudita alemana o la música ligera y brillante de Francia. Esta última parece siempre haber sido escrita para danzar el cuadrillo. Las óperas italianas permiten a los cantantes dar de sí todo cuanto son capaces de dar, fueron escritas para ellos. La música alemana, en cambio, es sobre todo instrumental; hemos de sacrificarnos siempre a la orquesta.
Por otra parte, Frankfurt es la ciudad más desagradable que conozco. El tono lo dan la aristocracia del dinero y los judíos. No se entiende allí nada de arte. Las gentes alquilan un palco como si fuesen a un desfile. Sólo cuenta de las personas su riqueza. El arte no puede por eso florecer. La pasión más violenta se congela en esa ciudad. El amor y los placeres no son una necesidad natural allí, «un refrescar la vesícula», como dice Shakespeare.
No me faltaban admiradores. Tenían las más diversas nacionalidades, pero todos sus ancestros habían pasado el Mar Rojo. Me rodeaban con respeto, cuando tenía yo sed de voluptuosidad. No había uno solo que me pareciera digno de recibir mi amor y el tesoro que yo portaba sin cesar sobre mí. Entre mis colegas había algunos hombres bellos y galantes, pero uno de mis principios es nunca escoger un actor, un cantante o un músico. Son demasiado indiscretos; arriesga una su honor y a veces su contrato. Yo estaba decidida a conservar el aura de virtud.
¡Si al menos hubiese podido encontrar una mujer o una joven! Me habría entregado entera, como a Margarita. ¡No hubiese ahorrado nada para revelar los dulces misterios del amor! Pero esas personas eran o mojigatas, o inabordables o muy feas. Otras en cambio tenían tal práctica que estaban usadas. Todas me horrorizaban. Me veía por eso reducida a mí misma.
Me decía: «¿Y si aprovechara mi estancia forzosa en esta tediosa ciudad para fortificarme y prepararme ante el amor venidero?». ¿Sería yo capaz de hacer eso? ¿Me compensaría la voluptuosidad futura de mi castidad? Quise intentarlo. Se dice que la voluntad humana es lo más fuerte del mundo. Me sometí a esa prueba.
Durante las primeras semanas me costó un trabajo inaudito dominarme. Necesitaba hacer esfuerzos sobrehumanos para impedir que mis dedos se llevasen ellos mismos a ese lugar de mi cuerpo. A la larga me fue resultando más fácil. Cuando me agitaban sueños voluptuosos, cuando me aguijoneaba el calor de mi sangre, saltaba de la cama y tomaba un baño frío, o abría un periódico y leía un artículo de política. Nada me refrescaba tanto como una lectura política; en comparación, una ducha fría es un excitante.
Tras dos meses de mortificaciones voluntarias, las tentaciones eran más raras. Cuando me sorprendían, no eran tan intensas ni tan largas. Creo que hubiese podido renunciar completamente al amor si hubiese querido. Hubiera sido una locura, y no sé por qué habría de hacerlo. Cabe ser casta para gustar luego una voluptuosidad tanto más fuerte. La castidad es entonces un excitante. Cuando queremos ir a un baile no andamos fatigándonos con largos paseos antes, y cuando nos invitan a una cena suculenta no nos cargamos el estómago previamente. Lo mismo sucede con los placeres del amor.
No obstante, no sé si hubiera podido soportar esa vida durante dos años. Le debo a un divino azar el hecho de haber atravesado esa prueba. Os aseguro que digo la pura verdad. Una de mis colegas, Denise, francesa de nacimiento pero con un dominio perfecto del alemán, era la única cantante con quien podía hablar libremente de todo. Su influencia era tan grande que no temía su indiscreción. Ella había conocido todo, tenía una experiencia inmensa, pero estaba demasiado gastada para sentir el cosquilleo sexual. No era demasiado mayor ni demasiado fea para no encontrar caballeros de amor. Y si se dejaba cortejar por este o aquel era para esquilmarlos, como se acostumbra en París.
Algunos, a quienes su raro gusto empujaba hacia Denise, se habían dirigido a mí para que les sirviese de intermediario, y yo fui lo bastante amable como para presentar sus súplicas amorosas. Así empezó nuestra amistad.
«He perdido toda gana de gozar, pero no porque esté agotada sino por asco, decía ella. Cuando pensamos o leemos hasta dónde puede llevar ese especie de goce, las ganas desaparecen. El agua es fresca, luego tibia y por último hirviente. Nos hundimos en lodazales, para acabar desapareciendo en cloacas llenas de gusanos inmundos. Pronto lo aprenderéis si os aventuráis por esa vía. Yo estuve casada con el mayor libertino que imaginarse pueda. Sus excesos lo mataron. Era una enfermedad terrible. Muchos males le corroían mientras estaba aún en vida. Murió por tuberculosis de la medula espinal. Padecía además sífilis. Su cuerpo no era sino una inmensa plaga, y perdió la vista. Aún no tenía treinta años. Yo le adoraba, estaba desesperada de haberlo perdido. Todas esas enfermedades se lo llevaron al galope. Él iba todos los días al Bois de Boulogne, pero en menos de seis meses le fue imposible moverse. Yo le cuidaba con una de mis amigas; era preciso atenderle como a un niño de pecho. ¿Sabéis a qué debía un fin tan espantoso? A un ser infame que se decía mi amigo y que puso en sus manos el libro más terrible de cuantos se han escrito: Justina y Julieta, o las desventuras de la virtud y las prosperidades del vicio, del Marqués de Sade. Se dice que el autor se volvió loco a consecuencia de sus excesos, y que murió en un hospicio de alienados. El sr. Duvalin, el amigo de mi marido, pretendía que el Marques de Sade no se había vuelto loco, pero que se había recluido en un claustro, en Noisy–le–Sec, en los alrededores de París, para celebrar orgías con los jesuitas. Cuando yo colmaba a Duvalin de reproches, cuando le acusaba de ser el asesino de mi marido, se encogió de hombros y me dijo que su intención no había sido perder a mi marido; que, al contrario, había querido ponerle en guardia contra sus malas inclinaciones. Nada podía el si su remedio no había surtido efecto. “Qué queréis, señora, me decía; yo también he sido torturado por el demonio de la carne; la lectura de ese libro —que ha matado a vuestro marido— me ha curado de todo deseo natural. No digo que me haya convertido en un asceta, pero ya no pertenezco al tropel de los cerdos de Epicuro, que han hecho del amor sexual una cloaca. El asco me desintoxicó; el lodo le atrajo. ¿Quién es culpable?”. Mi desesperación me llevaba al suicidio. Quería hacerlo con refinamiento, porque soy muy fantasiosa. Durante nuestra unión mi marido había agotado toda especie de goce animal disfrutable con una mujer sola. Cuando abrí por primera vez el libro del Marqués de Sade, ilustrado con cien aguafuertes, pude ver que había ensayado ciertas escenas conmigo. Mis pensamientos deliraban, quería conocerlo todo, abandonarme a todos los excesos contenidos en ese libro y morir de excesos, como mi marido. Así suben a la pira funeraria las mujeres indias tras la muerte de sus esposos, y se dejan consumir en vida.
»Mi amor era ilimitado. La muerte que yo elegía había sido la suya. Os aseguro que era mucho más torturante que la muerte por el fuego. Yo quería estudiar la teoría de la voluptuosidad animal, y aplicarla luego en la práctica. Mi marido me había regalado algunas obras que trataban el tema, como Las memorias de Fanny Hill; las Pequeñas locuras de juventud, la Historia de Dom Bougre, el Estudio de amor y de Venus, las Joyas indiscretas, la Virgen de Voltaire y las Aventuras de uno de Caux.
»El nunca me había leído antes una parte para poder disponernos ambos al placer. Nunca dejaba él de alcanzar su meta, y me encontraba siempre dispuesta a hacer todas las porquerías que deseaba. Pero nunca me había mostrado el libro del Marqués de Sade, que él creía muy peligroso. Tras su muerte, lo descubrí en el fondo de un armario con doble fondo. Me puse a leerlo. Mi impaciencia me empujaba a conocer el sentido de las ilustraciones. Leí primero las escenas más insoportables: por ejemplo, la tortura de las mujeres, la aventura en el monte Etna, las flagelaciones, las violaciones de adolescentes, las escenas en Roma, aquella donde el Marqués de Sade se lanza vestido con una piel de pantera entre mujeres y niños desnudos y mata a un chiquillo a mordiscos; en fin, la descripción de las orgías donde dos mujeres son guillotinadas, las bestialidades, etc.
»Ahora comenzaba a comprender a Duvalin. Este libro podía tener una doble influencia según el temperamento del lector o de la lectora, de acuerdo con su sensibilidad o su espíritu. Duvalin estaba hastiado; yo era presa de asco. Me costaba tanto esfuerzo continuar esa lectura que era ya insensible antes de pasar a la próxima. Podía acariciarme lo que quisiera, pero cuando retiraba el dedo la sensación era insípida, vacía. La espina estaba rota, y jamás me toqué allí en lo sucesivo. Estaba radicalmente curada de todo apetito voluptuoso que pudiera existir en el cuerpo humano. Comenzaba a comprender el estado de ánimo de los castrados masculinos».
Denise me contó muchas más cosas sobre ese tema. Ella me creía completamente inexperimentada en la práctica. Sospechaba que yo conocía el alivio manual o el placer que puede proporcionar el consolador, o incluso el abrazo entre personas de mi sexo; pero pensaba que yo ignoraba completamente al hombre. Me preguntó si había leído alguno de los libros mencionados. Y a la vista de mi respuesta negativa me aconsejó comenzar inmediatamente por Justina y Julieta.
Ciertos médicos pretenden —decía ella— que el alcanfor tiene la virtud de apagar el cosquilleo sexual de la mujer. No sé si es verdad. Pero el libro de Sade asfixió durante meses todo pensamiento, todo deseo de voluptuosidad y de exceso. ¡Qué imaginación! ¿Es posible que pasen tales cosas? Los hombres son allí tigres e hienas; las mujeres, boas y cocodrilos. Lo que menos se encuentra es sexualidad natural. Las mujeres hacen el amor con las mujeres, los hombres con los muchachos y los animales. ¡Es horrible! Me preguntaba si alguna vez se saciaría de voluptuosidad; me asusta el hombre que recurre a tales excitaciones, que desea cuerpos torturados, calcinados, desgarrados, en vez de bellos cuerpos blancos. ¿Había llevado realmente una vida tal, o era el exceso de imaginación quien le hacía escribir esas cosas? En cierto lugar dice que esas eran las costumbres de los caballeros en su tiempo, y que acontecían escenas semejantes en el Parque de los Ciervos.
«Habla de la voluptuosidad de ver morir a los hombres. La famosa marquesa de Brinvilliers desnudaba a sus víctimas y se deleitaba con los sobresaltos y las contorsiones de los cuerpos desnudos de esos desgraciados».
Todo el tiempo que duró esta lectura, durante varios meses, no soñé una sola vez siquiera renovar lo que había hecho con Margarita y con Rodolfina. Necesitaba mucho tiempo para leer diez volúmenes de trescientas páginas, cuando no podía consagrar todos mis ocios a la lectura; necesitaba estudiar nuevas partituras; todos los días había ensayos o representaciones; recibía y hacía muchas visitas; estaba invitada a bailes, a veladas, a fiestas de placer en el campo, etc., etc… Además, no conocía el francés lo bastante como para comprender exactamente lo que Sade escribía; se me escapaban muchas palabras, que no estaban en ningún vocabulario.
Así me pasé dos años, viviendo como una santa Magdalena, que, por cierto, tuvo una juventud bastante agitada y tormentosa.
A finales del segundo año recibí muchas ofertas de contrato de diferentes teatros para Alemania, Austria y Hungría. Estaba en dificultades para decidir cuando llegó el señor de R…, gran diletante de la música, hombre muy amable, muy guapo y muy rico. Me hizo la corte inmediatamente y me prometió una renta mucho más considerable que la del intendente teatral. Aceptando, me habría deshonrado a mis propios ojos. Me repugnaba vender mis favores a Mammón; por lo mismo, rechacé sus ofertas.
El otro señor era el sobrino del intendente, un joven con apenas diecinueve años, bello, tímido, vergonzoso como un muchacho campesino. Apenas osaba mirarme, y cuando le hablaba enrojecía como una peonía. El barón de O… decía mucho en su favor; que era un genio y que haría un gran papel en su patria. Verdaderamente, valía la pena recibir las primicias de tal hombre. Si alguien ignoró alguna vez la teoría y la práctica de los dulces secretos de Citere, fue sin duda el joven Arpad de H…, hijo de la hermana del intendente húngaro.
Esos señores sólo permanecían dos días en Frankfurt; iban a Londres y París para adquirir ciertas óperas de moda. El sr. de R… me presionaba para que aceptase, el barón de O… unía sus súplicas a las del intendente, y yo leía en los ojos de Arpad el mismo deseo. Esa mirada me decidió, y acepté. El intendente hizo aparecer en seguida un contrato con copia de su bolsillo, me lo leyó todo y le di mi firma. Me comprometía a actuar en Budapest tan pronto como concluyera mi contrato en Frankfurt. Pero se me autorizaba a dar seis representaciones de gala en Viena. Debutaba justamente en la temporada muerta.
Dejé Frankfurt en el mes de julio. Antes de venir a Frankfurt me hice fotografiar por Angerer. Ahora ya no me parecía nada a ese retrato. Mis rasgos estaban más acentuados, pero parecía mucho más joven de lo que era en realidad. Médicos, hombres y mujeres de mis amigos se han repetido a menudo que estaba poco desarrollada para mi edad. Recuerdo muy bien el aspecto que tenía mi madre cuando la sorprendí en la cama, el día del aniversario de mi padre. ¡Qué diferencia entre ella y yo! Mis muslos no eran entonces tan fuertes y carnosos como sus brazos. En ella ni se sospechaba el hueso, pero en mí brotaba por todas partes (espaldas, clavículas, caderas); era posible incluso contar mis costillas. Pero tras dos años de llevar una vida de vestal había entrado en carnes. Los muslos y las dos esferas de Venus, que son el principal orgullo de las mujeres, se habían redondeado; mi carne era dura pero elástica; no podía contemplarme bastante en el espejo de cuerpo entero. Me hubiese gustado entonces ser tan flexible como un hombre–serpiente, para poder enroscarme y besar esos bellos globos.
En el libro de Sade las escenas de flagelación me habían picado la curiosidad; me interesaba conocer la voluptuosidad que podemos sentir flagelándonos el trasero. Un día cogí una varita de sauce, me desnudé y me puse ante el espejo, para probar. El primer golpe me hizo tanto daño que cesé inmediatamente. No conocía aún el arte de esa voluptuosidad; no sabía que era necesario comenzar por golpes tan ligeros como los administrados por las masajistas en los baños turcos, y que sólo en el momento de la crisis podemos fustigar con todo el vigor del brazo. Pasaron muchos años antes de que yo conociese esa voluptuosidad. Si el dolor no me hubiera desanimado, habría vuelto a tomar el juego de mis dedos, no obstante mis firmes principios de castidad. Por otra parte, cada vez que tomaba un baño —como que acontecía de tres a cuatro veces por día de verano— estaba a punto de ceder a las tentaciones de la carne. Quizá no lo creáis, pero era el libro de Denise lo que me refrescaba.
A mi paso por Viena todas mis amistades se asombraron mucho con el cambio físico producido en mí. Había citado a mi madre. Ella debía asistir a mi triunfo. Al verme me abrazó diciendo: «¡Querida hija, qué guapa estás y qué buen aspecto!».
Volví a ver una vez a Rodolfina en casa Dommaier, en Hilzig. Apartó la mirada de mí durante algunos segundos, y luego me dijo que no me había reconocido de entrada. También ella había cambiado, pero no para mejor. Suplía el rosa de sus mejillas con maquillaje, pero no lograba ocultar sus ojeras azuladas.
—¿Renunciaste a los placeres del amor después de abandonar Viena? —me preguntó—. Eso es imposible, porque quien ha bebido de esa ambrosía no puede abandonarla más. ¡Pero hay naturalezas que florecen con los placeres del amor en vez de ajarse, y tú perteneces a ese tipo!
Vanamente afirme que llevaba una vida de reclusa hacía dos años, y que me iba cada vez mejor. No quería creerme; decía que era absurdo.
—¿Qué podía haber encontrado yo en Frankfurt? —le dije—. ¿Los bolsistas? Son los antídotos del amor, carecen de galantería. Es indigno de una mujer darse a un hombre que no llene un poco el corazón. Nada me horroriza tanto como Mesalina, que sólo buscaba la voluptuosidad animal.
Rodolfina enrojeció bajo su maquillaje; probablemente había dado en el blanco sin proponérmelo. No hablamos mucho tiempo. Observé que dos caballeros nos examinaban a través de unos gemelos de teatro; uno saludó a Rodolfina, mientras yo desaparecía por otra puerta.
Durante esos quince días de permanencia en Viena supe que Rodolfina pasaba por una de las mujeres más coquetas de esa sociedad. Sus amantes se contaban por docenas. Los dos caballeros que viera en Hilzig formaban parte de esa corte. Eran secretarios de la embajada brasileña y los mayores libertinos de Viena. Rodolfina me presentó incluso a uno de ellos, el conde de A… Ya no era celosa; al contrario, cedía con gusto sus amantes a las amigas. Me confesó que eso la daba casi tanto placer como asistir a los goces sensuales de los otros. Yo pensaba en las escenas de Justine, donde aparecen cosas semejantes.
Visité a Rodolfina por educación. La encontré sola; eran cerca de las tres y media. Ella me enseñó fotografías que acababa de recibir de París. Eran escenas eróticas con hombres y mujeres desnudos. Las más interesantes eran las de la sra. Dudevant, que Alfred de Musset hacía circular entre sus amigos.
Había seis sobre todo que eran singularmente obscenas. La célebre literata iniciaba a mujeres y adolescentes en los misterios del servicio sáfico. En una de aquellas imágenes hacía el amor con un gigantesco gorila; en otra con un perro de Terranova; en otra con un garañón que sujetan dos muchachas. Está arrodillada, y sus muslos se muestran en todo su esplendor; por debajo se abre de par en par la gruta de voluptuosidad para permitir la entrada de la terrible lanza del garañón, que empuja con esfuerzo. No puedo creer que una mujer soporte tal cosa; el dolor debe sobrepasar con mucho a la voluptuosidad.
Rodolfina me contó la historia de esas imágenes. Quizá no la conocéis, y la creo interesante.
Georges Sand vivió muy íntimamente durante muchos años con Alfred de Musset. Viajaron juntos a Italia. En Roma, tras una terrible escena de celos, rompieron completamente. Musset era muy discreto y respetaba más a su amante que a su mujer. En cambio, Georges Sand contaba por doquier que había dejado al poeta por su debilidad en los torneos de amor, porque era completamente impotente. Alfred de Musset fue informado de esas falsedades y quedó herido en la vanidad, porque perdía así su ventaja sobre todas las mujeres. Quiso vengarse e hizo hacer esas fotografías, a las que había añadido un texto escandaloso en versos. Esas imágenes se difundían por fotografías, porque ningún impresor quiso hacerse cargo.
Me alegraba mucho haberme reconciliado con Rodolfina; pero sus visitas me molestaban, porque ella tenía mala reputación. Estaba impaciente por ir a Budapest, y no perdí un solo día al acabar mis actuaciones.
Llegué durante la gran feria anual, la semana más animada de la estación muerta. La feria dura unos quince días; se la llama mercado de San Juan o mercado de los melones, porque el mercado está entonces lleno de esos suculentos frutos.
Yo me había procurado un vocabulario húngaro–alemán y un manual de la lengua magiar. En cuanto llegué a Budapest envié mi tarjeta al sr. de R… Él fue lo bastante amable como para visitarme al momento. Le acompañaba su sobrino Arpad. Los ojos del adolescente brillaron al verme.
Me sorprendió mucho ver que ambos caballeros entraron vestidos con el traje húngaro. Más tarde supe que el traje nacional estaba de moda. El sr. de R… me aconsejó usarlo también. El fanatismo era tan vivo que algunos hombres y mujeres opuestas a tal moda habían sido insultados por jóvenes. Como miembro del teatro nacional, se me exigiría muy particularmente. Me pareció abusivo. No se decía una palabra de ello en mi contrato. Pero como el traje me sentaba de maravilla, lo adopté. Estaba mucho más guapa que con mi ropa de ciudad. Me hice hacer varios trajes, que llevaba preferentemente.
El sr. de R… me preguntó si quería cantar en italiano o en alemán. Observé que quería hacerme una pregunta más. Le respondí que haría todo lo posible por aprender lo bastante de húngaro para cantar en esa lengua. Como en las óperas sólo se habla raramente, y como los asistentes no comprenden jamás el texto cantado, pensé que no me sería demasiado difícil. Añadí que tomaría lecciones.
El sr. de R… me recomendó a una señora del teatro que hablaba bien alemán y daba lecciones.
En Hungría es costumbre agasajar a los visitantes a cualquier hora del día. En general, la comida es una de las principales ocupaciones para los húngaros. Son grandes sibaritas. Pedí por eso a ambos caballeros que tomasen una pequeña colación. El sr. de R… se excusó diciendo que tenía mucho trabajo y se levantó para partir. «Si tienes ganas de quedarte», dijo a su sobrino, «te permito aceptar la invitación de la señorita. Luego podrás enseñarle la ciudad y servirle de cicerone. ¿Vendréis vos al teatro?» dijo dirigiéndose a mí. «Dan una tragedia y os aburriréis, por no comprender todavía nuestra lengua. Haced según vuestro entender. Hablaremos otra vez mañana».
Me encantaba estar sola con Arpad. Había decidido enseñarle el amor y plegarle en seguida a mis caprichos.