Prólogo del destinatario

Cuando la encontré, a esa cantante a la que habéis tantas veces aplaudido, vivía un período doloroso de mi vida y ella tampoco era feliz.

No le hice la corte, y, como ella era consciente de ser todavía hermosa y admirada, mi actitud despertó su confianza. En respuesta a mis preguntas, decidió contarme por carta los hechos de su atormentada vida.

Habiéndome excitado muchísimo con la lee* tura de sus cartas, pensé que no podía morir sin haberla poseído, y debo confesar que, si bien ella estaba por entonces ya muy lejos de ser una jovencita cuando me concedió la satisfacción de mis deseos, seguía siendo tan hermosa que no había visto jamás un cuerpo tan bello y pelos tan finos y rizados en la piel como tan sólo había admirado en las estatuas en las que los escultores los han representado.

Me permitió la completa posesión de sus encantos y tuve el placer de darle por el culo, lo cual hice con entusiasmo. Su trasero resplandecía mucho más que la luna y casi tanto como el sol. Y cuando me retiré de esos oscuros parajes, comprobé que aquella mujer admirable no era sin entrañas, ya que sus materias fecales engrasaban mi respetable miembro de tal forma que no pude decidirme a lavarlo en seguida. Antes, lo limpié cuidadosamente con mi pañuelo, que he conservado desde entonces.

Y, si los lectores han advertido el color de la cubierta de este volumen, tan parecido al de las manchas en cuestión, habrán admirado como yo la delicadeza del color rojizo que destilaba el magnífico trasero que no volveré a ver.

Sólo las hojas en otoño adquieren un color tan seductor y tan melancólico.

H. von G., Dr. Med.