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Tras ese largo y profundo sueño, que nos reconfortó de las fatigas sufridas durante la noche, desayunamos copiosamente. Rodolfina hubo de confesarse, es decir, contarme con todo detalle su relación con el príncipe. En el fondo, su historia no era sino la de toda mujer sensual descuidada por su marido. Gracias a su gran experiencia, el príncipe había comprendido en seguida la desdicha secreta de la unión de Rodolfina, y ella no pudo ocultarle mucho tiempo su temperamento impresionable. En esas circunstancias, el príncipe se había aproximado a ella con mucha prudencia y finura. Apasionado, pero de exterior frío, evitaba comprometerse. Había sabido aprovechar el humor frívolo del marido para excusar la propia infidelidad de Rodolfina.
Atormentada por su temperamento, y queriendo hacía tiempo vengarse de la frialdad del marido, Rodolfina se había dejado seducir. En general, la venganza es lo que empuja más fácilmente al adulterio, aunque las mujeres casadas sólo lo confiesen involuntariamente. Rodolfina me declaró que no amaba al príncipe, pero yo tuve ocasión de observar que estaba celosa de sus favores y hasta de sus amistades. Me confesó, además, que el príncipe era el único hombre al que se había entregado con excepción de su marido.
Lo creo. Rodolfina debía vigilar celosamente el renombre mundano de su marido y su honor, aún intactos. Debía hacer la elección de sus relaciones con mucha prudencia. Su marido no habría aceptado impunemente una conducta ligera por su parte; aunque no la amara, era soberbio y temía el ridículo. En esas particulares circunstancias, creo que el príncipe fue el único hombre a quien concedió sus favores; por otra parte, no creo engañarme diciendo que antes de encontrar al príncipe hubiera sido muy fácilmente la presa de todo seductor diestro si le hubiese sido propicia la ocasión, que es la mayor entrometida del mundo.
Por eso, la historia de Rodolfina no tenía nada extraordinario, pero yo escuchaba con gusto esa confesión. Siempre me han cautivado historias semejantes relacionadas con mi sexo. Tengo el don de provocarlas por astucia o sorpresa, si mis amigas no me abren voluntariamente su corazón y no quieren revelarme el secreto de sus maneras de pensar y sentir.
Tales comunicaciones me interesan psicológicamente, ensanchan mi punto de vista, mi conocimiento del mundo y de los hombres. Confirman mi concepción, tantas veces repetida: nuestra sociedad vive de la apariencia; hay dos morales, una ante los hombres y otra entre cuatro ojos.
En efecto ¡qué experiencia tenía yo, a pesar de mi juventud! En primer lugar, mi padre severo y digno, y mi madre virtuosa; los sorprendí en el momento de la embriaguez de los sentidos, en el momento del triunfo de la voluptuosidad. Luego Margarita, aunque viva y animada, hablando siempre de las conveniencias y de las buenas costumbres, sermoneando continuamente a mi primita, ¡qué hechos había confiado ella a mi joven oído, por si no hubiese visto con mis propios ojos cómo apaciguaba los deseos que la consumían! En fin, mi tía, el ejemplo más completo de la anciana severa y áspera. Y Rodolfina, esa mujer elegante y joven que se entregaba a un hombre porque el goce conyugal se le otorgaba con demasiada tacañería, a su entender. Y el príncipe, ese hombre exteriormente frío, ¡qué vigor sensual vivía en él! Y esas personas ¿no tenían en su círculo fama de la más alta moralidad? Sí, yo tenía razón: el mundo se basa sobre la apariencia.
Ahora que había logrado mi meta y era la confidente de Rodolfina y el príncipe, creí fuera de lugar mi mojigatería y confesé a Rodolfina —no sin fingir sonrojo— que los embates de la noche pasada y los abrazos del príncipe me habían causado gran placer. Rodolfina me abrazó muy tiernamente por esa confesión. Estaba todavía feliz por haberme iniciado en los misterios del amor, por haber sido mi amante y por haberme procurado un goce debido en el fondo sólo a mi propia astucia.
Por la noche el príncipe no nos hizo languidecer inútilmente. Repartía sus caricias de modo equitativo entre Rodolfina y yo. Mi vanidad me decía que a pesar de esa neutralidad aparente, él me prefería con mucho a Rodolfina. Rodolfina le era habitual; yo tenía para él el atractivo de la novedad y el cambio, cosa que es —como sabéis— la pimienta del placer, tanto para los hombres como para las mujeres. Por otra parte, no ejercité todavía mi venganza. Rodolfina obligó al príncipe a sacrificarle las primicias de su fuerza. El príncipe, para ser justo, se esforzó por compensarme de esa pérdida. Pero de qué serviría contaros esa noche en todos sus detalles; debería repetiros las mismas cosas, lo cual es fatigoso para ambos. Vuestra imaginación, vistas mis confesiones precedentes, es ya capaz de representarse las escenas.
Indudablemente, ser el primer amor de un adolescente sin experiencia tiene un encanto grande, inmenso, para una mujer. ¡Ser su dueña, conducirlo paso a paso, iniciarlo en los dulces secretos del placer y hacerle conocer toda su profundidad! La autoridad que la mujer ejerce entonces sobre el hombre halaga su vanidad. Y las caricias ingenuas y torpes de un joven tienen un encanto particular. Pero la satisfacción sensual más perfecta sólo es disfrutada por la mujer en brazos de un hombre experimentado. El debe conocer todos los secretos de la voluptuosidad, todos los medios de renovarla y aumentarla. El príncipe era así. Y si pensáis que a ese refinamiento sensual y a la fuerza de su naturaleza física unía la delicadeza más perfecta, que no brutalizaba jamás a la mujer que se abandonaba a él, que parecía tener en cuenta siempre el solo placer de la mujer y que así gozaba doblemente, os haréis una idea de los juegos voluptuosos de esas inolvidables noches.
El domingo siguiente llegó, como de costumbre, el marido de Rodolfina. El príncipe fue invitado a cenar. En Viena el príncipe frecuentaba mucho la casa del banquero. Pero rara vez se dejaba ver en Badén por la villa de Rodolfina, para no despertar sospechas.
Tras haberme mezclado en su secreto, sólo le había visto de noche. Entonces no conocía contención alguna, queriéndolo espontáneamente el lugar y el fin de nuestros encuentros. A pesar de mi fuerza de carácter, confieso que no vi al príncipe sin violentos latidos del corazón. Entró en el comedor y creo que un vivo rubor inundó mi frente, a pesar de mis esfuerzos. La conducta del príncipe me calmó pronto y me ayudó a dominarme. Saludó a Rodolfina con toda la familiaridad que permitían sus relaciones con el marido; a mí, en cambio, me saludó con ceremonia y formas. En la mesa, tras los primeros vasos de vino, se animó un poco pero sin salir jamás de su frialdad, que era para él como una segunda naturaleza. Quien nos hubiera observado en aquella mesa no habría podido sospechar las relaciones íntimas que existían entre nosotros. La conducta del príncipe era de una cortesía afable pero nada más, y de una frialdad aristocrática. El príncipe era verdaderamente superior en su género. Tenía una vasta cultura científica y una experiencia profunda del mundo y de la vida. Jamás perdía su sangre fría; nada le ofuscaba, y era imposible leer sus pensamientos sobre ese rostro tranquilo e impasible. Caballeroso de pies a cabeza, era servicial y reservado, aunque su cualidad más grande fuese la discreción. Había tenido mucho éxito entre las mujeres; conocía sutilmente todas las debilidades del corazón humano. Rara vez hablaba de sus conquistas, y jamás citaba los nombres. El egoísmo frío, que era el rasgo fundamental de su carácter, le permitía romper toda relación que le pesara; pero ninguna mujer pudo quejarse de haber sido traicionada. Podía romper fríamente un corazón de mujer, pero dejaba siempre a salvo su honor. Sin amor y sin necesidad de ternura, el príncipe sólo buscaba el goce. Por eso me era muy preciosa la amistad de ese hombre, a mí, que buscaba también el placer sin querer dar el corazón.
Tomamos el café en el jardín. El príncipe ofreció su brazo a Rodolfina y el banquero me ofreció el suyo. Como ambos hombres se alejaron después un momento por cuestión de negocios, Rodolfina me expresó cuánto sentía ver interrumpidos nuestros placeres nocturnos por la llegada de su marido.
Si Rodolfina tenía intención de condenarme esa noche a la continencia, no cuadraba con mis intenciones en absoluto. Tan pronto como llegó el banquero me decidí a tener al príncipe para mí sola esa noche. No sabía cómo hacerle comprender que, si Rodolfina renunciaba a su visita, yo la esperaba tanto más. El príncipe me murmuró de palabra al oído que podía esperarle, a pesar de la presencia del marido de Rodolfina. Bastaba con darle la llave de mi dormitorio. Media hora más tarde la llave estaba entre sus manos.
El príncipe penetró poco después de la medianoche en mi cuarto, y pasé horas encantadoras en sus brazos. Aseguró preferirme en todos los aspectos a Rodolfina. El calor de sus besos y la fuerza enérgica de sus caricias demostraban que no intentaba solamente halagar mi vanidad femenina. El príncipe estaba muy excitado; era insaciable. A pesar de todo el placer que me proporcionó, estaba tan agotada que me dormí apenas salió. Sólo me desperté cuando Rodolfina vino personalmente a hacerlo. Con la primera ojeada vi que el príncipe había olvidado su reloj sobre el lavabo. Rodolfina lo había visto también; comprendió inmediatamente con quién había pasado la noche y el motivo de mi sueño profundo. Me reprochó entonces violentamente mi ligereza, que habría podido comprometerla a los ojos de su marido. Le dije con calma que no sabía cómo habría podido comprometerla, pues su marido —que me había hecho la corte— no podía reprocharme el hecho de permitir libre acceso al príncipe. Pero ninguno de mis razonamientos consiguió calmarla. Comprendí que su ánimo no provenía tanto del temor a quedar comprometida como de los celos. Envidiaba las caricias de fuego que yo acababa de gustar, cuando no había podido encontrar compensación en los fríos abrazos de su marido.
El día siguiente, cuando estuvimos de nuevo juntos los tres, vi también que mis suposiciones eran justas. Rodolfina puso en juego todo para rebajarme a los ojos del príncipe, intentando captarlo por completo. Yo encontré y ejercité mi venganza cuando Rodolfina tuvo su regla, que según la ley judía prohíbe toda relación con el hombre. El príncipe sólo se ocupaba de mí, y en presencia de Rodolfina. Esa circunstancia llevó al colmo sus celos. No amaba al príncipe, pero esa preferencia marcada la hería. Por lo mismo, no me sorprendió nada ver que Rodolfina cambiaba de conducta y se mostraba más fría. Un día, me dijo que asuntos familiares la obligaban a abandonar Badén antes de lo acostumbrado. Así ponía fin a mi relación con el príncipe, pero rompiendo ella también la suya con él, pues no osaba recibirlo en su casa de Viena. Es bien cierto que la envidia, el deseo de suprimir a una rival, hacen aceptar los más duros sacrificios. Entre damas de alta sociedad nunca se produce una explicación tratándose de esas cosas; y no la hubo entre Rodolfina y yo. Sin embargo, la hice percibir que conocía la razón de su cambio de conducta, y que esa razón era la envidia. Esta observación no contribuyó a reanimar nuestros viejos sentimientos, y tras haber sido inseparables nos dejamos con frialdad apenas contenida. Pero ¿no sucede lo mismo con todas las amistades femeninas?
Volví, pues, con Rodolfina a Viena. Como sólo la visitaba raramente, sólo vi al príncipe muy raramente. Él había intentado aproximárseme y me había suplicado que le permitiera venir a verme; pero hube de negárselo. Me preocupaba demasiado mi honor para arriesgarlo comprometiéndome así. Por otra parte, aunque hubiera querido me hubiese sido imposible darle una cita como él deseaba. Mi tía me vigilaba muy estrechamente, y aunque hubiese conseguido engañarla, una actriz tiene por su oficio un carácter público; es vigilada por miles de ojos, y la más pequeña imprudencia puede arruinarla. Se concede fácilmente a una artista una cierta libertad de maneras, pero los mil ojos del público son una coraza bien pesada para su virtud le es más difícil que a cualquier otra mujer gustar a escondidas ciertos goces.
Fue así cómo se desató nuestra relación. Hasta hoy pienso con placer en el bello y espiritual príncipe; él me enseñó por primera vez no el amor sino la voluptuosidad que una mujer puede gustar en los abrazos de un hombre.
¿Necesito deciros que esa ruptura provocada por los celos de Rodolfina me causó el más vivo pesar? Me era bien difícil encontrar un sustituto, y hube de retomar los goces tan restringidos de la mano. Conocéis lo bastante la vida del teatro para saber que no me faltaban admiradores. No hay mujer mejor situada que una actriz para hacer conquistas si lo desea. Desde lo alto del escenario, puede exponer su belleza y su talento ante miles de ojos. Las otras mujeres sólo pueden actuar en el medio muy estrecho de su familia. Además, una actriz célebre satisface la vanidad de los hombres, a quienes gusta verse un poco iluminados por su aureola. No es sorprendente por eso que una artista célebre se encuentre rodeada por representantes de la aristocracia más rancia y por los matadores[1] de la bolsa; incluso el último poeta le proporciona humildemente los primeros ensayos de su musa, la persiguen admiradores de todas las clases esperando todos una mirada, sintiendo todos sed de sus favores. Pero entre todos esos hombres ¿cómo encontraría yo al que necesitaba, el dispuesto a satisfacer todos mis deseos sin arrogarse autoridad alguna? Ese hombre debía ser mi esclavo, debía estar dispuesto a que yo rompiese la relación en cualquier instante, y yo debía poder contar con su discreción. Sólo el azar podía ayudarme a hacer ese descubrimiento, y el azar no me fue para nada favorable.
Tenía un contrato por un año en el teatro de la Puerta Kaertner. Estaba a punto de terminar, y en el momento de la renovación recibí proposiciones ventajosas de Budapest y Frankfurt. Me encanta Viena, la bella ciudad imperial. Hubiese preferido quedarme allí, incluso con sueldos menos brillantes. Pero la fortuna de mi padre había periclitado. Llevaba un año sin necesitar su ayuda, pero la gratitud me obligaba a ayudarle en la medida de lo posible. Por eso me comprometí para ir a Frankfurt, donde las ofertas eran más ventajosas. Abandoné Viena por un año.
También me despedí de Rodolfina en una visita muy breve. El tiempo y su envidia habían disuelto por completo nuestra amistad, otrora tan grata.