7

Leyendo el final de mi última carta habéis debido encontrarme muy seria; es también un rasgo de mi carácter. Siempre preveo la consecuencia de las cosas; siempre he de rendirme cuentas de las impresiones, los sentimientos y las experiencias. Ni la más violenta embriaguez de los sentidos ha podido nunca hacerme abdicar de mi espíritu crítico. Y hoy comienzo justamente un capítulo de mis confesiones que os lo probará bastante.

Mi relación, con Franz continuaba. Yo era siempre muy prudente. Mi tía no sospechaba por eso nada, y nuestras entrevistas eran secretas para toda nuestra vecindad. Además, no aceptaba nunca encontrarme sola con Franz más de una vez por semana. Se aproximaba el día de mi presentación pública, y Franz se hacía cada vez más temerario. Pensaba haber conquistado derechos sobre mí y se hacía autoritario, como todos los hombres que se creen seguros de una posesión indiscutida. Pero yo no lo había entendido así, y tracé inmediatamente un plan. ¿Iba yo a ligarme a un hombre sin importancia y a quien dominaba desde todos los puntos de vista al comienzo de una carrera brillante? Era peligroso abandonarlo en malos términos, pues estaba expuesta a su indiscreción. Se trataba de ser muy hábil. Conseguí desanudar nuestra relación con tanta finura que Franz sigue hoy convencido de que me habría casado sin duda con él si el azar no nos hubiese separado. Ese azar era mi obra. Hice comprender a mi profesor que su acompañante me perseguía con sus declaraciones y que estaba dispuesta a romper el curso de mi carrera artística para contentarme con «una casita y un corazón». Mi profesor, que estaba muy orgulloso de su alumna, y que contaba mucho con mi presentación, se molestó. Le supliqué que no hiciese infeliz al pobre Franz. Con ello conseguí mi finalidad y Franz recibió un puesto en la orquesta del teatro de Budapest. Nos despedimos tiernamente; había yo roto nuestras relaciones sin tener nada que temer.

Poco tiempo después de nuestra separación, me presenté en el teatro de la Puerta Kaertner. Ya sabéis con qué éxito. Estaba más que feliz. Todo el mundo me rodeaba, me cercaba. Los aplausos, el dinero y la celebridad. No me faltaban cortesanos, admiradores y entusiastas. Uno pensaba obtener su propósito con poesías, el otro con valiosos regalos. Pero yo había observado ya que una artista no puede ceder a su vanidad o a sus sentimientos sin arriesgarlo todo en el juego. Por eso fingí ser indiferente; desanimé a todos los que se me acercaron y adquirí pronto fama de mujer de virtud inabordable. Nadie sospechaba que tras la partida de Franz recurría de nuevo a mis placeres solitarios de las tardes del domingo y a las delicias del baño caliente. Sin embargo, no cedía nunca más de una vez por semana a la llamada de mis sentidos, aunque ellos pidieran mucho más. Me vigilaban mil ojos, por lo cual, era excesivamente prudente en mis relaciones; mi tía debía acompañarme a todas partes y nadie podría reprocharme nada.

Eso duró todo el invierno. Me había instalado sin mucho lujo, pero muy cómodamente. Estaba introducida en la mejor sociedad y me encontraba muy feliz. Sólo raras veces lamentaba la partida de Franz. Sin embargo, circunstancias afortunadas me compensaron el verano siguiente. Había sido introducida en la casa de uno de los banqueros más ricos de Viena, y recibí de su esposa testimonios de la amistad más verdadera. Su marido me había hecho la corte, esperando conquistar fácilmente con su inmensa fortuna a una actriz de moda. Tras conducirse como todos los otros, me introdujo en su casa creyendo ganarme así. Con eso tenía yo mis entradas libres. Rechacé continuamente sus avances y fue quizá por eso que su mujer se convirtió en mi amiga más íntima. Rodolfina, pues ese era su nombre, tenía unos veintisiete años; era una morena picante, muy viva, muy animada, muy tierna y muy mujer. No tenía hijos, y su marido —cuyas infidelidades conocía— le era bastante indiferente. Tenían relaciones amistosas y no se negaban de cuando en cuando los placeres del matrimonio. A pesar de todo, esa unión no era feliz. El marido ignoraba sin duda que ella tenía un temperamento excesivo, cosa que ella escondía sin duda con mucha habilidad. Pronto tuve la revelación de sus inclinaciones. Al acercarse la buena estación Rodolfina se fue a vivir en una villa encantadora situada en Badén. Su marido iba allí regularmente todos los domingos, y llevaba algunos amigos. Ella me invitó a pasar el verano, al final de la temporada teatral. Esa estancia en el campo iba a hacerme bien. Hasta entonces no había existido entre nosotros sino el arreglo personal, la música y el arte, pero he aquí que nuestras conversaciones tomaron un carácter completamente distinto. Nos proporcionó ocasión para ello la corte que su marido me hacía. Observé que ella medía las infidelidades del marido por las privaciones que él le imponía. Sus quejas eran tan sinceras y ocultaba tan poco el objeto de sus pesares que decidí inmediatamente ser su confidente y hacer el papel de una amiga simple e inexperimentada. Había obrado con justeza y tocado su lado débil. Ella se puso inmediatamente a darme lecciones; cuanto más me hacía la inocente y más inverosímil me parecía lo que ella contaba, más se obstinaba ella en querer ilustrarme y más me decían sus labios aquello que llenaba su corazón. Por otra parte, ella gozaba mucho revelándome esas cosas. Mi asombro la dejaba estupefacta; no podía creer que una joven artista que actuaba con tanto temperamento ignorase todo. Ya al cuarto día después de mi llegada tomamos un baño juntas, enseñanza práctica que no podía faltar después de tantos discursos. Y cuanto más torpe e intimidada me mostraba yo, más disfrutaba ella iniciando a una novicia. Cuantas más dificultades ponía yo, más se inflamaba ella. Sin embargo, en el baño y de día no se atrevió a sobrepasar ciertas intimidades. Comprendí que iba a emplear su astucia para convencerme de pasar la noche con ella. El recuerdo de la primera noche pasada en la cama de Margarita me obsesionaba de tal manera que vine al encuentro de su deseo. Lo hice con tanta ingenuidad que ella se convenció aún más de mi inocencia. Creía seducirme, y era yo quien la adecuaba a mi capricho.

Su dormitorio era de lo más encantador; estaba amueblado con todo el lujo que sólo puede permitirse un rico banquero, y con todo el refinamiento de un enamorado para una noche de himeneo. Fue allí donde Rodolfina se había hecho mujer. Me contó con todo detalle su experiencia y lo que ella había sentido cuando se rompió la flor de su virginidad. No me ocultó que tenía un temperamento muy voluptuoso. Me dijo también que hasta su segundo parto no gozaba prácticamente con los abrazos, por entonces muy frecuentes, de su marido. Su placer sólo se desarrolló poco a poco, y se hizo bruscamente muy vivo. Durante mucho tiempo no pude creerla, porque yo había tenido un temperamento muy ardiente desde mi juventud, pero hoy estoy convencida de su sinceridad. El marido es defectuoso en la mayoría de los casos; se apresura demasiado para acabar al poco de haber entrado; no sabe excitar la sensualidad de la mujer, o bien la abandona a medio camino. Rodolfina había tenido compensaciones, por lo cual era encantadora y ávida, capaz de soportar con humor la negligencia de su marido. No os contaré las locuras que hicimos las dos en su gran cama inglesa. Nuestros encuentros eran encantadores, lascivos, y Rodolfina era insaciable en el beso y en el contacto de los dos cuerpos desnudos. Gozaba durante dos horas y apenas sospechaba que ese tiempo seguía siendo demasiado corto para mí, de tanto que yo fingía ceder a disgusto y con vergüenza.

Nuestras relaciones se hicieron deprisa más interesantes. Rodolfina se consolaba en secreto de las infidelidades del marido. En la villa vecina vivía un príncipe italiano. Tenía su domicilio habitual en Viena, y el marido de Rodolfina se ocupaba de sus asuntos financieros. El banquero era el humilde servidor de la inmensa fortuna del príncipe. Este, en la treintena, era exteriormente un hombre muy severo, muy orgulloso, con una cultura enteramente científica; pero interiormente estaba dominado por la más viva sensualidad. La naturaleza lo había dotado de una fuerza física excepcional. Por lo demás, era el egoísta más perfecto que jamás he encontrado. Sólo tenía una meta: gozar a cualquier precio; y una ley: preservarse a fuerza de astucia de todas las consecuencias desagradables aparejadas a esos goces. El príncipe venía a menudo por la casa a cenar o a tomar el té cuando el banquero estaba. Sin embargo, yo no había observado que tuviese la menor relación con Rodolfina. Lo supe por casualidad, porque Rodolfina bien se guardaba de decirme una palabra. Los jardines de ambas villas se tocaban. Un día que cogía flores detrás de una haya vi a Rodolfina retirar un billete de debajo de una piedra, ocultarlo rápidamente en su corsé y escapar hacia su cuarto. Sospechando una pequeña intriga, la espié por la ventana y la vi leer febrilmente el billete y quemarlo inmediatamente. Luego se puso ante el secreter, probablemente para escribir la respuesta. Para engañarla, corrí a mi cuarto y me puse a cantar sonoramente, como si hiciera ejercicios. Pero por la ventana vigilaba el lugar de donde ella había retirado el billete. Rodolfina apareció pronto, se paseó a lo largo del muro, jugó con las ramas y luego escondió su respuesta con tanta presteza que no la vi hacerlo. Con todo, había visto bien dónde se había detenido más tiempo. En cuanto entró y me aseguré de que estaba ocupada, me precipité al jardín. Descubrí fácilmente el billete escondido debajo de una piedra. Encerrada en mi cuarto, leí:

«Hoy no. Paulina duerme conmigo. Mañana 1c diré que estoy indispuesta. No estoy para ti. Ven mañana, como de costumbre, a las once».

El billete estaba en italiano y con una escritura deformada. Comprenderéis que lo comprendí todo. Mi plan estaba ya hecho. No volví a poner el billete en su lugar. Con ello el príncipe vendría esa noche y nos sorprendería a las dos en la cama. Yo, la inocente, estaba en posesión de su secreto y estaba segura de no salir con las manos vacías.

Durante el desayuno habíamos convenido pasar la noche juntos. Por eso había rechazado la visita del príncipe. Durante el té me hizo comprender que no dormiríamos juntas al día siguiente, porque sentía aproximarse la época de su regla. Pensaba engañarme, pero yo la tenía hacía mucho en mis manos. Ante todo, se trataba de hacerla irse a la cama antes de las once, para que no tuviese medio de evitar en el último momento la sorpresa que la reservaba. Nos fuimos muy pronto a la cama, y estuve tan loca, tan acariciadora y tan insaciable que pronto se durmió de fatiga. Pecho contra pecho, con sus muslos entre los míos, teniendo las manos recíprocamente en la fuente del placer, estábamos tumbadas; ella dormida y yo más y más despierta e impaciente. Había soplado la lámpara y esperaba con emoción. De repente oí crujir el suelo de la alcoba, un ruido de pasos en sordina; la puerta se abrió, escuché la respiración de alguien que se desvestía y acabó aproximándose a la cama por el lado de Rodolfina. Ahora estaba segura de mí, y fingí dormir profundamente. El príncipe —porque era él— levantó el edredón y se acostó junto a Rodolfina, que se despertó aterrada. Yo la sentía temblar con todo el cuerpo. Y entonces la catástrofe: él quiso subir inmediatamente al trono que había poseído tantas veces. Ella se defendía; le preguntó rápidamente si no había recibido su respuesta. Intentando ir allí donde deseaba, me tocó la mano y el brazo. Grité. Estaba fuera de mí. Temblaba, me apretaba contra Rodolfina. Me divertí mucho con su miedo y la estupefacción del príncipe. El príncipe había lanzado una maldición en italiano, y Rodolfina hubo de callarse pronto cuando quiso hacerme creer que era su marido quien acababa de sorprenderla de repente. La colmé de reproches, la reproché haber expuesto mi juventud y mi honor a una escena tan terrible, porque había reconocido la voz del príncipe. Este, comportándose como un perfecto hombre galante, comprendió pronto que nada tenía que perder. Al contrario, ganaba una interesante compañera. Eso justamente esperaba yo de él. Tras algunas palabras tiernas y halagadoras, fue a cerrar la puerta del dormitorio, cogió las llaves y se metió en la cama. Rodolfina estaba entre nosotros. Luego vinieron las excusas, las explicaciones y los reproches. Pero nada podía cambiar la cosa. Debíamos callarnos los tres, para no exponernos a las consecuencias desagradables de ese azaroso e inexplicable encuentro. Rodolfina se calmaba poco a poco, las palabras del príncipe se hacían más dulces. Yo sollozaba. Con mis reproches forzaba a Rodolfina a convertirse en mi confidente y, por tanto, a introducirme como cómplice de esa relación prohibida. Ya veis cómo la lección de Margarita y su aventura en Ginebra me aprovechaban. Era en el fondo la misma historia, excepto que el príncipe y Rodolfina ignoraban ser marionetas en mis manos.

Rodolfina no me ocultó, pues, nada de su larga relación con el príncipe; pero le reveló lo que hacía conmigo, la pequeña inocente, y le contó cuánto ardía yo en deseos de aprender más de esas cosas. Eso excitaba al príncipe ¡y cuando yo intentaba hacerla callar, ella no hacía sino hablar con más ardor de mi sensualidad! Observé que él apretaba sus muslos entre los de Rodolfina, y que por el flanco intentaba obtener la meta de sus deseos. De cuando en cuando, sus piernas rozaban las mías. Yo lloraba, ardía de curiosidad, y Rodolfina intentaba consolarme; pero se distraía más y más con cada nuevo movimiento del príncipe. Pronto se agitó y comenzó a moverse; su mano intentaba hacerme compartir su placer secreto, y la dejé hacer. De repente, observé que otra mano se situaba allí donde Rodolfina estaba ya muy ocupada. No me atrevía a soportar eso, porque quería ser fiel al papel que me había dado. Me volví por eso, muy molesta, contra el muro; y como Rodolfina había quitado la mano al encontrarse con la de su amante sobre ese camino prohibido, me vi abandonada a mi enfurruñamiento y hube de terminar por mí misma y a escondidas lo que habían comenzado mis compañeros de cama. Pero apenas les volví la espalda cuando olvidaron toda continencia y toda intimidación. El príncipe se lanzó sobre Rodolfina, que abría sus muslos todo lo posible para recibir al huésped amado en su posición natural. La cama temblaba con cada sacudida. Yo me derretía de envidia. No veía nada, pero mi imaginación se inflamaba. En el momento en que los dos amantes se fundieron y desbordaron suspirando y sacudiéndose, dejé escapar una oleada ardiente tan abundante que perdí el conocimiento.

Tras la práctica vino la teoría. El príncipe estaba ahora entre Rodolfina y yo, no sé si a posta. No hacía un solo gesto, y nada necesitaba yo temer. Sabía muy bien que debía permanecer silenciosa para conservar mi superioridad. Esperaba por eso lo que ellos emprendieran. Rodolfina me probó en primer lugar que si su marido la olvidaba y perseguía a otras mujeres ella tenía derecho absoluto a abandonarse a los brazos de un caballero tan amable, tan cortés y, sobre todo, tan discreto. En la época más bella de su edad ni quería ni podía prescindir de los más dulces placeres terrestres, tanto más cuanto que sus médicos le habían recomendado no castigar a su temperamento. Yo sabía además que su temperamento era muy vivo. Ella estaba segura de que yo no era indiferente al amor, que sólo temía las consecuencias. Ella quería sólo recordarme lo que habíamos hecho juntas esa misma noche, antes de la imprevista llegada del príncipe. Quise taparle la boca con la mano, pero era imposible sin hacer un gesto hacia mi vecino, que se apoderó de mi mano y la besó a golpecitos, muy tiernamente. Era el turno de él ahora. Su papel no era fácil, debía sopesar cada palabra para no herir a Rodolfina. Pero yo notaba en la entonación de su voz que le importaba más conquistarme lo más rápidamente posible que atender al estado de ánimo de Rodolfina, que se veía ahora obligada a aceptar todo para que su secreto no estallara. No recuerdo nada de lo que él dijo para calmarme, excusarse y probarme que nada debía temer de él. Sólo recuerdo que el calor de su cuerpo me trastornaba, que su mano acariciaba mis senos, luego todo mi cuerpo y por fin el centro mismo de mis deseos y los suyos. Mi estado era indescriptible. El príncipe avanzaba con lentitud pero con seguridad. No toleraba su beso, porque entonces habría percibido hasta qué punto ardía yo en deseo de dárselos. Luchaba conmigo misma, deseaba terminar esa comedia, poner fin a mi afectación y abandonarme completamente a las circunstancias. Pero entonces perdía mi superioridad con respecto a los dos pecadores, se me escapaban los hilos de mis marionetas, además de quedar expuesta a las consecuencias del amor con ese hombre violento y apasionado; porque el príncipe no habría sabido limitar su triunfo, una vez que resultara vencedor. Yo había observado con qué violencia terminó con Rodolfina. Todas mis oraciones habrían sido vanas, y quizá un paso atrás no me habría ayudado; por otra parte ¿sabía yo si sería capaz de retenerme en el último momento? Toda mi carrera de artista estaba en juego. Fui firme. Me dejé hacer sin responder, y me defendía muy violentamente cuando el príncipe intentaba obtener ventaja. Rodolfina ya no sabía qué decirme, ni lo que debía hacer; ella sentía que mi resistencia debía ser rota esa noche, para poder atreverse a mirarme a los ojos la mañana siguiente. Para excitarme aún más —cosa innecesaria entonces para mí— puso la cabeza sobre mi pecho, me besó, chupó mis senos, se precipitó entre mis muslos, pegó sus labios a la entrada aún inviolada del templo y comenzó un juego tan amable que la dejé plena libertad. El príncipe le había cedido su lugar, y me besaba en plena boca con voluptuosidad. Estaba cubierta de besos por arriba y por abajo. Yo no presentaba ya ninguna resistencia; él llevó entonces mi mano sobre su cetro y cedí sin voluptuosidad a su conducta. Mi brazo pasaba entre los muslos de la arrodillada Rodolfina, y observé que su otra mano estaba allí donde el cetro —ahora en mi mano— acababa de estar. Él me enseñaba a acariciarlo, a frotarlo, a apretarlo. Nuestro grupo era complicado, pero excesivamente amable; estaba oscuro y yo lamentaba mucho no poder ver, porque es preciso gozar esas cosas con los ojos también. Rodolfina temblaba; los besos que me daba y las caricias del príncipe la excitaban en el más alto grado, haciéndola languidecer y abrir los muslos. El príncipe se incorporó de repente y adoptó una posición que yo ignoraba todavía. Se inclinó y la penetró por detrás. Yo había retirado la mano, pero él la cogió y la llevó allí donde se producía su unión más íntima con Rodolfina. Me enseñó entonces una ocupación que yo no sospechaba y que beneficiaba a los dos gozadores. Yo debía apretar unas veces la base de su bastón y acariciar otras el estuche que lo encerraba. Aunque fingía vergüenza, puse mucho celo en hacerlo. Rodolfina besaba y chupaba con mucha pasión, y juntos escalamos el grado más alto del goce. Era embriagador, tan fuerte y agotador que estuvimos un cuarto de hora largo antes de recobrarnos. Teníamos demasiado calor. Esa noche de verano nos sobraban las mantas, y estábamos tumbados lo más lejos posible unos de otros. Tras esta cálida acción, comenzó otra vez el razonamiento. El príncipe hablaba con sangre fría de ese extraño encuentro preparado por el azar como si él hubiese organizado una fiesta campestre. Basándose en lo que Rodolfina le había dicho, ni siquiera se tomaba el trabajo de conquistarme; se contentaba con combatir mi temor a las consecuencias funestas. Bien sabía que era innecesario convencerme para la cosa misma. El virtuosismo de mi mano, el placer que había disfrutado, que los latidos demasiado fuertes de mi corazón y el temblor que mis muslos delataban, todo eso le había revelado mi temperamento. Le bastaba probarme que no había peligro, y eso es lo que intentaba hacer con toda la soltura de un hombre de mundo. Fue así cómo se remitió al tiempo y no exigió siquiera la repetición de esa noche. Luego nos abandonó, porque era ya de día. Él sacrificaba con gusto la duración de un goce a su secreto y a su seguridad. Debía atravesar el guardarropa, el corredor, trepar una escalera, salir por una ventana y pasar de nuevo por una abertura en el techo antes de encontrarse en su casa y volver a entrar a escondidas en el apartamento. La despedida fue una mezcla maravillosa de ternura, timidez, halagos, deferencia e intimidad. Cuando hubo salido, ni Rodolfina ni yo teníamos ninguna gana de explicarnos; estábamos tan fatigadas que nos dormimos al instante. Al despertar, fingí desconsuelo por haberme encontrado entre las manos de un hombre, y dije estar ultrajada por el hecho de que ella le hubiese contado nuestros placeres. Rodolfina no observó siquiera cómo me divertían sus palabras de consuelo.

Naturalmente, me negué a acostarme con ella la noche siguiente; mis sentidos no debían alejarme más de esas buenas resoluciones; no quería repetir tal cosa; quería acostarme sola, y haría mal ella creyendo que permitiría jamás al príncipe lo que ella le otorgaba tan fácilmente. Ella estaba casada, podía quedar encinta, pero yo, artista, observada por mil ojos, no me atrevía, eso me haría desdichada.

Como me esperaba, ella me habló entonces de las medidas de seguridad. Me contó que había conocido al príncipe en una época en que no frecuentaba a su marido, tras una disputa, cuando por eso mismo no se atrevía a quedar encinta. El príncipe había apaciguado entonces todos sus temores empleando condones, y yo podía probarlos igualmente. También me dijo que luego había tenido ocasión de ver que el príncipe tenía mucha sangre fría y era muy dueño siempre de sus sentimientos. Además, sabía otra manera más de poner a cubierto el honor de las damas, y pronto lo aprendería si era muy amable. En resumen, Rodolfina intentó persuadirme por todos los medios para que me abandonara por completo al príncipe y disfrutara las horas más joviales y felices. Le hice comprender que sus explicaciones y sus promesas no me dejaban enteramente fría, pero que seguía conservando muchos temores.

Hacia mediodía, el príncipe hizo una visita a Rodolfina, una visita de conveniencias que se dirigía también a mí; pero me sentí indispuesta y no aparecí. Así ellos podían convenir sin miedo las medidas a tomar para vencer mi resistencia e iniciarme a sus juegos secretos. Como yo no quería acostarme con Rodolfina, debían ponerse de acuerdo para sorprenderme en mi dormitorio, y lo más deprisa posible, para no dejarme el tiempo de arrepentirme y volver quizá a la ciudad. No me equivoqué.

Durante la tarde y la noche Rodolfina no volvió a hablarme de la noche pasada. Me acompañó a mi dormitorio, despidió a la doncella. Cuando me acosté fue ella misma a cerrar la antecámara. Nadie podía venir a molestarnos. Se sentó sobre mi cama e intentó convencerme con el mejor de los ánimos. Me describió todo con belleza y seducción, asegurándome que no tenía por qué temer nada. Naturalmente, yo fingía ignorar que el príncipe estaba en su cuarto y que quizá nos escuchaba detrás de la puerta. En consecuencia, debía ser prudente y sólo ceder poco a poco.

—¿Pero quién me garantiza que el príncipe empleará el capuchón que me describes?

—Yo. ¿Crees que le permitiría cosa distinta de lo que le permitía yo misma los primeros tiempos? Te garantizo que no aparecerá en este baile sin capucha.

—Pero eso debe doler terriblemente. Condujo mi mano —sabes— y me obligó a sentir su vigor.

—En el primer momento, quizá te duela realmente; pero hay también remedios contra eso. Tienes aceite de almendras y cold–cream; nosotros conduciremos al amenazador enemigo para que penetre más fácilmente.

—¿Y estás bien segura de que ninguna gota de ese peligroso licor atravesará el capuchón para hacerme desdichada?

—¿Acaso me habría abandonado yo sin esa condición? Yo lo arriesgaba todo entonces, porque no tenía relación alguna con mi marido. Cuando me reconcilié con él empecé a permitírselo todo al príncipe. Pero actualmente me las arreglo para que mi marido me visite cada vez que el príncipe ha estado conmigo, y eso al menos una vez cada ocho días; así nada tengo ya que temer.

—Ese pensamiento me aterra. Hay, además, la vergüenza de darse a un hombre. No sé qué debo hacer. Me encanta todo lo que me dices, mis sentidos me ordenan ceder a tu consejo. No querría por nada del mundo volver a soportar una noche como la anterior, porque entonces sería incapaz de resistir. Tienes razón, el príncipe es tan bello como galante. Nunca sabrás todos los sentimientos que se despertaron en mí cuando os oí ser felices, allí, a mi lado.

—Yo también tenía un doble placer haciéndote compartir, aunque bien imperfectamente, lo que sentía. No hubiera creído jamás que fuese posible un goce tan violento como el disfrutado por mí ayer noche. Lo había leído en los libros, pero siempre pensé que exageraban. Me es odioso el pensamiento de una mujer compartida por dos hombres, pero considero que hay un encantador acuerdo entre dos mujeres y un hombre razonable y discreto; por supuesto, es preciso que las dos mujeres sean verdaderas amigas. Pero una no debe ser más vergonzosa y asustadiza que la otra. Y eso sigue siendo falta tuya, querida Paulina.

—Es una gran suerte, querida, que tu príncipe no esté ahí para escuchar nuestra conversación. No sabría cómo defenderme de él. Lo que has dicho me consume. Mira tú misma cómo ardo aquí y cómo tiemblo toda.

Diciendo esto me descubrí, abrí los muslos y me situé de manera que si alguien mirase por el agujero de la cerradura nada pudiera escapársele. Si el príncipe estaba allí, era el momento de entrar y entró.

Como perfecto hombre de mundo lleno de experiencia, comprendió inmediatamente que toda palabra era inútil, que debía ante todo vencer y que luego habría tiempo bastante para las explicaciones. Por la conducta de Rodolfina vi en seguida que todo estaba preparado de antemano. Quise ocultarme bajo las mantas, pero Rodolfina me las arrancó; quise llorar, pero ella me asfixiaba a besos, riendo. Y como esperaba en definitiva la realización inmediata de mi deseo más prolongado, tuve que armarme de paciencia. No había contado con la envidia de Rodolfina. Aunque necesitaba tenerme de cómplice, aunque temía ver fracasado su plan en el último instante, no me concedió las primicias del goce de ese día. Con una expresión que la envidiaba, pero que no me atrevía a desenmascarar sin salir de mi papel, dijo al príncipe que yo consentía y que estaba preparada para todo, pero que quería convencerme de la eficacia del medio empleado, y que ella deseaba someterse a una prueba ante mí. Vi bien que el príncipe no esperaba tal oferta y que hubiera preferido hacer esa prueba directamente conmigo antes que con Rodolfina. Pero no había más remedio que plegarse. Rodolfina sacó de su bolsillo varias vejigas, sopló en una para convercerme de que era impermeable; luego la humedeció y se la puso al príncipe con muchas caricias y risas. Luego se desnudó rápidamente, se tumbó en la cama a mi lado, atrajo al príncipe sobre sí y me incitó a observar con atención para perder todo temor.

Y así lo vi realmente todo. Vi el éxtasis de esos dos bellos seres; vi la fuerza de él, su potencia; le vi penetrar en ella, la vi venir a su encuentro; les vi olvidar todo a su alrededor; el éxtasis crecía; al fin, entre suspiros, se produjo el éxtasis.

Rodolfina no aflojó el abrazo de sus muslos antes de haber recuperado la lucidez; entonces, con un rostro que lanzaba destellos de luz, retiró el capuchón y me mostró con aire triunfante que ninguna gota había desbordado. Ella se tomaba todo el trabajo imaginable para hacerme comprender lo que Margarita me había explicado ya tan bien, pero lo que nunca había sabido procurarme, pues entonces Franz hubiera podido emplearlo también.

Rodolfina rebosaba alegría; me había mostrado su supremacía, había obtenido las primicias del príncipe, que esa noche esperaba ciertamente otro plato. Decidí tomarme la revancha más tarde. El príncipe estaba extremadamente amable. En lugar de aprovecharse de la ventaja adquirida, nos trató a ambas con mucha ternura. No tomaba nada, se contentaba con lo que le concedíamos y hablaba con fuego del placer que un divino azar le procuraba con dos amables mujeres. Describía nuestras relaciones con los colores más bellos. Así llenaba el tiempo necesario para recuperar sus fuerzas; ya no era muy joven, pero seguía siendo valiente en el placer.

Al fin llegó el instante. Me suplicó que confiase enteramente en él. Rodolfina hizo con mucha zalamería el tocado del vencedor. Yo asistía a ello, mirando a través de los dedos. No se ahorró cold–cream. En fin, el instante deseable había llegado, iba a recibir a un hombre. Hacía mucho que me preguntaba cómo engañar al príncipe sobre mi virginidad. Porque la primera vez que usé el consolador de Margarita perdí eso tan preciado por los hombres. Como quería abandonarme y había consentido en ser la tercera en sus juegos, me di sin falso pudor y me dejé hacer todo cuanto deseaban mis dos compañeros. Rodolfina me extendió sobre la cama de tal manera que mi cabeza estaba apoyada sobre el muro y mis dos muslos colgaban al borde de la cama, tan abierta como me era posible. El príncipe contemplaba con miradas inflamadas esos tesoros expuestos a su vista. Alejó mi mano con besos ardientes y puso su lanza en ristre. La paseó, sin violencia, por la hendidura de arriba a abajo. Rodolfina seguía con ojos llenos de envidia sus menores movimientos. Entonces él puso su lanza sobre la entrada misma y la hundió lo más suavemente posible. Hasta ese momento me había penetrado una sensación muy dulce, pero no había experimentado la voluptuosidad. Ahora me hacía realmente daño y me puse a gemir. Rodolfina me daba ánimos. Chupaba la punta de mis senos y luego me palpaba allí donde el príncipe intentaba entrar; me aconsejaba levantarme sobre los muslos todo lo posible. Obedecí maquinalmente, y el príncipe entró de repente con tal potencia que penetró hasta la mitad. Lancé un grito de dolor y me puse seriamente a llorar. Estaba extendida como un cordero en el trance del sacrificio; pero estaba decidida a llegar al final. El príncipe se movía lentamente de aquí a allá, intentaba penetrar aún más profundamente. Yo sentía que la cosa no iba, que un músculo, una pequeña piel o algo le cerraba el camino. Rodolfina me había puesto un pañuelo sobre la boca para ahogar mis gritos. Yo lo mordía; soportaba todo para conseguir al fin lo que tanto había deseado. Un líquido resbalaba a lo largo dé mis muslos. Rodolfina gritó triunfante: «¡Sangre! ¡Sangre! ¡Os felicito por esta bella virginidad, querido príncipe!». Él, que hasta entonces había procedido con toda la dulzura posible, olvidó al oír esas palabras toda consideración y penetró con tal vigor que sentí sus pelos mezclarse con los míos. No me había hecho demasiado daño, y lo más doloroso de la operación había pasado ya. Pero mis esperanzas no estaban en modo alguno satisfechas. Mi vencedor se hizo más apasionado. Sentí de repente algo cálido derramarse en mi interior; después, el vigor cedió y el miembro se escapó. Verdaderamente, mentiría si hablase de un placer. Por lo que Margarita me había contado y por mis propias tentativas, esperaba un placer mucho más intenso. Mis padres habían estado tan enloquecidos. Me complacía ver el éxito de mi astucia y no haberme equivocado en mis cálculos. Como fingía estar desvanecida, oí al príncipe hablar con entusiasmo de los signos evidentes de mi virginidad. En efecto, mi sangre se había desparramado por la cama y por mi camisón. Era mucho más de lo que me atrevía a esperar, sobre todo tras el desdichado ensayo con el consolador de Margarita. Verdaderamente, había una diferencia entre ese instrumento y la plena virilidad del príncipe. En todo caso, no era mi propio mérito sino más bien un puro azar; además, la virginidad es en general una quimera. He hablado a menudo con mujeres, y he escuchado las cosas más contradictorias. Ciertas muchachas tienen el sexo tan grande que no puede haber obstáculo para la primera entrada. Otras, en cambio, lo tienen tan estrecho que —incluso después de haber gozado— el hombre cree siempre ser el primero. Además, es muy fácil engañar al hombre, sobre todo si cree en las buenas costumbres de la joven. Si se trata de engañarlo, la joven no tiene más que esperar la llegada de la menstruación. Basta con que gima un poco, con que se retuerza, y el feliz poseedor jurará haber disfrutado de las primicias, cegado por las gotas de otra sangre.

Pero era ya hora de que me despertase de mi desvanecimiento. Había cumplido mi voluntad. Se trataba ahora de gozar sin salirme del papel de jovencita seducida. Lo principal estaba hecho. El príncipe y Rodolfina experimentaban un placer particular consolándome, pues estaban convencidos de iniciar a una novicia. Se desnudaron y se metieron en la cama conmigo, estando el príncipe en medio. Descorrimos las cortinas y comenzó un juego encantador e indescriptible. El príncipe fue lo bastante honesto como para no hablar de amor, de languidez y de nostalgia. Era sólo sensual, pero con delicadeza, porque sabía que la delicadeza adereza los juegos amorosos. Yo mantenía siempre el aspecto de haber sido violada, pero aprendía con la mayor presteza todo cuanto me era enseñado. Sus dos manos estaban ocupadas con nosotras, las nuestras con él. Cuanto más se complicaban los besos más se animaban nuestras manos y se agitaban nuestros cuerpos. Nuestros nervios temblaban de voluptuosidad. ¡Es un gran placer besar a un hombre semejante! Y hubiera debido ser de piedra para no calentarse. Sin embargo, la segunda eyaculación lo había fatigado. Gozaba unas veces junto a Rodolfina y otras junto a mí. Pero yo no le dejaba acercarse jamás sin que se preparase. Con todo, él estaba bien seguro de su papel. Me dio su palabra de honor de que podría intentarlo sin capuchón, que no arriesgaba nada, que era dueño y señor de sus fuerzas; pero yo no me atrevía a salir tan fácilmente de mi papel. Comenzó por eso con Rodolfina; y realmente ella perdió dos o tres veces el conocimiento sin que su fuerza disminuyese. Luego se aseó y penetró en mí. Al comienzo me hizo aún algo de daño, pero pronto dominó la voluptuosidad, y sentí por primera vez en mi vida una satisfacción completa. Para demostrarme del todo que era señor absoluto de sus fuerzas, no terminó en mí; me dejó sin desparramar su licor, cuando estaba desvanecida de deleite, arrancó violentamente el condón y se lanzó sobre la voluptuosa Rodolfina. Esta me dijo que me sentase sobre ella, pues quería apaciguar con la lengua lo que el príncipe había puesto a hervir. Me hice rogar mucho; una tela húmeda refrescó el objeto de mis deseos, y quedó compuesto un grupo encantador. Mientras el príncipe ensartaba a Rodolfina yo estaba arrodillada con los muslos bien abiertos sobre su rostro. Su lengua tenía un amplio campo donde abatirse, porque su cabeza estaba inclinada hacia delante por almohadones. Completamente desnuda (porque el príncipe había arrancado mi camisón en su impaciencia amorosa), estaba pegada a ese bello hombre que aplastaba mis senos contra su pecho y me besaba sin cesar. Dos lenguas reavivaban el incendio apenas extinguido. Mi voluptuosidad crecía, mis besos se hacían más apasiónalos, y me abandoné completamente a esa doble excitación. El príncipe estaba fuera de sí, nos aseguraba no haber disfrutado jamás una dicha semejante. Al llegar el momento de la crisis, me sentí celosa de que una oleada tan abundante se desparramara completamente en la hendidura de Rodolfina, y fingiendo un desvanecimiento me dejé caer con todo mi peso hacia un lado. Había calculado bien; tiré al caballero de Rodolfina de su silla. Al caer, vi desunirse a las dos partes, antes tan estrechamente encadenadas. ¡Cuán rojo fuego y excitado era en él; cuán grande y violentamente abierto era en ella! Era distinto de cuanto había visto hasta entonces, pero no era más amable. Les asusté al caer. No pensaron en continuar su placer, sino que me ayudaron. Había conseguido mi propósito, y me tomó poco recobrar el conocimiento. No ocultaba para nada que me hacía muy feliz ser iniciada con tal arte a los misterios del amor. Pero rechazaba toda renovación, era incapaz de soportar más. El príncipe quiso probamos que podía renunciar al placer más vivo si no lo compartíamos los tres, y dejó a nuestro cuidado su satisfacción. Yo no sabía lo que esperaba, pero Rodolfina —más lasciva que nunca— aceptó inmediatamente. El príncipe se extendió desnudo sobre la cama y yo hube de imitar a Rodolfina, que provocaba con los dedos a la maravillosa fuente. Cuando yo le besaba y jugaba con los recipientes del dulce bálsamo, Rodolfina tomaba el eje en su boca. Al final, brotó el rayo espumeante, mojándonos a todos. Bien me habría gustado tomar el puesto de Rodolfina, que absorbía esa ardiente savia, pero debía ser inexperimentada aún y aprenderlo todo. Comprenderéis que no pueda olvidar esta noche incomparable. El príncipe nos dejó bastante antes de rayar el día y dormimos juntas, estrechamente abrazadas, hasta pasado mediodía.