6
Por demasiado intensa, la descripción del final de mi última carta me ha impedido relataros lo que quería. El recuerdo de los placeres secretos disfrutados en tiempos de mi floración virginal hizo que la pluma me saltase de la mano. De hecho, estas manos cumplieron un papel que incluso hoy no ha perdido sus encantos para mí, y al cual recurrí muy a menudo en mi justificada desconfianza hacia los hombres. Os he confesado lo más gordo; con todo, he de hacer un gran esfuerzo de sinceridad para narraros lo que sigue. Como ya os escribí, no me arrepiento de nada cuanto hice para satisfacer mi sensualidad, con la única excepción de mi completo abandono a ese hombre sin conciencia que —sin vuestra ayuda— me habría hecho desdichada para siempre. Tampoco me arrepiento de lo que hice entonces en Viena, hacia el final de mis estudios musicales.
Cuando estuve lo bastante adelantada como para estudiar papeles, tuve necesidad de alguien que hiciese el acompañamiento. Esa persona debía estar al piano mientras yo caminaba por la habitación estudiando mi canto y mis gestos. Mi profesor me recomendó a un joven músico que salía del seminario. Este joven se ocupaba especialmente de música religiosa, y se ganaba la vida dando lecciones. Tenía unos veinte años, era excesivamente tímido y no muy guapo, pero estaba muy bien hecho, y era muy limpio y cuidadoso en su atuendo, como sucede con la mayoría de los que salen de una institución religiosa. Era el único hombre joven que frecuentaba regularmente nuestra casa, a la hora de las lecciones; resultaba por eso muy natural que se estableciera entre nosotros una especie de familiaridad.
Él me evitaba siempre, era siempre muy tímido, y casi nunca se atrevía a mirarme. Vos conocéis mi astucia y mi espíritu emprendedor. Me divertía por eso enamorándole, cosa que no me fue muy difícil. No hay cómplice mejor que la música; ella prepara mil ocasiones, y como mi talento se mostraba poderosamente durante esos ejercicios, observé que poco a poco se inflamaba.
Yo no lo amaba, sólo conocí ese poderoso sentimiento mucho más tarde, pero me divertía observar la influencia que ejercía sobre un hombre todavía puro, moral y físicamente puro. Era un juego muy cruel por mi parte, y como hoy lo reconozco así me es muy difícil relataros qué aconteció. Después de todo cuanto había visto, aprendido y experimentado por mí misma hasta entonces, sentía gran curiosidad por saber más. Con toda mi pequeña razón de jovencita independiente, me preguntaba cómo impulsar a Franz (pues tal era el nombre del joven músico) a algo más resolutivo que los suspiros y las miradas lánguidas durante mis ejercicios vocales. Pero cuando una mujer busca medios, los encuentra pronto. Mi vieja pariente iba dos veces por semana al mercado para hacer las compras necesarias, y salía a la hora de mis lecciones. Cuando Franz llegaba, la muchacha le abría la puerta sin venir a anunciarlo, porque sabía que yo le esperaba. Basándome en eso tracé mi plan. Entre otras cosas, conté a Franz que con frecuencia no podía dormir por la noche, y que si volvía a acostarme después del desayuno era muy difícil despertarme dado lo profundo de mi sueño. Una vez que supo eso, me preparé para esperarle al día siguiente acostada sobre el sofá en una postura estudiada. Había levantado la pierna, la pantorrilla era visible hasta la liga, y el vestido mostraba un desorden natural donde quedaban desnudas la garganta y la nuca. Tenía un brazo sobre los ojos para poder ver por debajo todo cuanto Franz fuese a hacer. Le esperaba con el corazón latiendo, contenta por dentro de haber organizado tan bien mi aspecto. Oí la puerta de la cocina cerrarse y él entró en seguida. Se detuvo como petrificado en el umbral. Su rostro se sonrojó, sus ojos se avivaron; parecían querer devorarme en el lugar sensible. El efecto que yo le producía era tan inequívocamente visible, incluso a través del pantalón, que por un instante tuve miedo de estar sola con él, expuesta a su arbitrio. Él tosió ligeramente, y luego con un poco más de fuerza, para despertarme. Como no me moví, se acercó al sofá y se agachó lo bastante para mirar por debajo de mi ropa. Yo lo había dispuesto todo para que viese algo, pero Franz me contó más tarde que vio exclusivamente mis muslos. Yo observaba todos sus movimientos y quería dormir todo el tiempo posible. Él tosió de nuevo, se sonó con gran fuerza, movió las sillas de sitio. Yo dormía. Entonces se inclinó sobre mi garganta, y luego miró de nuevo por debajo de mis vestidos. Yo seguía durmiendo. De repente, salió del cuarto para partir o buscar a la muchacha. El pobre. Me molestaba haber preparado esa escena en vano. Él me confesó más tarde que había buscado realmente a la doncella, pero que había salido. Al cabo de unos minutos volvió, y parecía más decidido. Hizo de nuevo ruidos para despertarme, pero sin resultado, naturalmente, porque yo quería sacar provecho. Él estaba muy excitado y se preguntaba qué hacer. Pero yo había aprendido bien las lecciones de Margarita y de Felicia; sabía que un hombre no resiste mucho tiempo a semejante ocasión. Aunque no fuese experimentado, Franz no carecía de sentidos, y hubiera necesitado ser de piedra para resistir a esa tentación. Y verdaderamente tuvo la osadía de tocarme las pantorrillas, las rodillas y, por último, los muslos desnudos. Si ese contacto me excitaba ya tanto ¿cuál debía ser su estado? Pobre jovencito: sus ojos estaban temerosamente clavados en mi rostro para ver si me despertaba. Al fin, se atrevió a tocar el punto que le atraía poderosamente. Cuando sentí por primera vez una mano de hombre en el punto central de todos los paraísos terrestres me inundó un escalofrío voluptuoso. Era algo distinto de todo lo que yo conocía. Y ya no hacía comedia cuando me puse a suspirar. Hice un movimiento y cambié de posición, pero no en desventaja de mi pobre y tembloroso caballero. Él pensó que iba a despertarme, pero pudo convencerse de que estaba en pleno letargo y recomenzó su juego. Gracias a mi nueva posición, Franz tenía mucha más iniciativa. Por eso mismo no se contentó con tocarme ligeramente, sino que levantó con delicadeza mi ropa para mirar. Vos mismo me dijisteis, al examinarme, que a pesar de la devastación provocada por aquella repulsiva enfermedad estaba muy bien conformada en ese lugar. Podéis por eso creer que Franz quedó fuera de sí viendo todo. Acariciaba lo más ligeramente posible el lugar de todas sus ansias y —debo confesarlo— de mis deseos. Supe entonces cuál era la diferencia entre la mano de un hombre y la de Margarita o la mía. Sin dejar de dormir, me estiraba, me retorcía, pero cuidándome bien de cerrar los muslos, cosa bien natural para una mujer dormida. Franz no podía ya controlarse. Abrió enfebrecido su pantalón y puso al descubierto el acero de los sacrificios, que sin duda me habría conquistado si las advertencias de Margarita no se me hubieran venido a la cabeza. Yo quería convertirme en una gran actriz. Era esa una decisión inquebrantable para mí, pero estaba no menos resuelta a gozar todo cuanto pudiera de mi sexo sin peligro. Por eso mismo, no era cosa de abandonarse a un pequeño inexperto. Me desperté por eso en el momento en que él se arrodillaba entre mis muslos, mirando con ojos aterrados al temerario, y con un solo movimiento lateral él perdió todas las ventajas de su posición.
Siempre habéis elogiado mi gran talento de actriz. Pues bien, aquí se produjo una bonita escena donde habríais tenido ocasión de admirar la verdad de mis dotes interpretativas. Por una parte reproches, decepción, llantos; por la otra temor, preocupación, vergüenza. Él olvidaba ocultar al verdadero traidor de la situación, cosa que me resultaba muy agradable, porque bajo mis lágrimas y sollozos yo podía satisfacer mi gran curiosidad. Podía felicitarme de mi comedia, que me había hecho ganar un joven bien robusto. La explicación fue muy simple. Le probé que me había deshonrado y que debería abandonar la ciudad si yo decidía quejarme de su conducta desvergonzada. Lo habría expulsado y no habría vuelto, de no ser porque confesé que tenía debilidad por él y que había percibido su amor hacía ya mucho tiempo. Le perdoné su falta a causa de su gran pasión. Dije todo esto con convicción y de modo muy natural; él me creyó a pies juntillas. Se calmó poco a poco, acabó ocultando lo que denunciaba su crimen de modo demasiado visible, y todo terminó con un largo beso que no quería acabar nunca.
Ese día no fuimos, más allá. Franz estaba tan tímido como antes y ya no se permitía nada. Tras todos esos reproches, confesiones y perdones todo transcurrió como si no hubiese sucedido nada. Nuestra lección de canto fue muy aburrida, y cuando mi tía volvió del mercado Franz se fue entre temeroso y alegre. Comprendí que mi maquiavélico plan no había servido de nada. Comprendí también que no iba a volver. Pero yo no quería haberme equivocado tan groseramente. Estaba inquieta y distraída; me rompía la cabeza para conseguir mis fines sin arriesgar el honor. Ante todo, debía encontrarme sola con él. Como luego me confesó él, yo estaba en lo cierto: había decidido no volver a franquear nuestra puerta. No me era difícil hacer todo lo que quería porque no lo amaba, y me obstiné en hacer mi santa voluntad. Mi profesor de canto me sirvió de intermediario. Le supliqué que tuviese a bien examinarme para ver si había hecho progresos con el acompañante por él recomendado. En consecuencia, Franz hubo de asistir a ese examen, y le sorprendió mucho encontrarse de repente conmigo. Yo le dije a escondidas que necesitaba verle absolutamente, que mi tía o la doncella habían debido percibir algo. Muy preocupado, dijo estar dispuesto a todo, y le di cita esa noche en el teatro. Ahora bien, cuando los jóvenes tienen citas secretas el resto se sigue espontáneamente. Por tanto, había dado un gran paso. Esa noche dejé la casa como de costumbre y encontré a Franz en el lugar convenido. Él me esperaba. Le dije que, por las extrañas alusiones de mi tía, la criada había debido espiarnos. Estaba desesperada, pues no sabía qué había hecho él mientras yo dormía y hasta qué punto había llevado su audacia. Le dije además que me sentía indispuesta y febril desde entonces, que sospechaba lo peor. Franz no sabía cómo calmarme. Mientras tanto, estábamos ya cerca de mi casa. De repente, en el punto álgido de mi excitación, me encontré mal, incapaz de dar un paso. Franz se vio obligado a buscar un coche de caballos, y si no llego a tirar materialmente de él me habría dejado volver sola a mi alojamiento. Pero en el carruaje oscuro y estrecho no podía escapárseme. Los minutos pasaban rápidamente, le dije que no podía presentarme lacrimosa y en desorden a mi tía, y le pedí que ordenase al cochero dar una vuelta. Todo marchó bien desde entonces. Las lágrimas se convirtieron en besos y los reproches en caricias. Sentía por primera vez el encanto de ser abrazada por un hombre. Me defendía débilmente, porque su timidez le habría detenido inmediatamente. Yo preguntaba siempre qué había hecho él durante mi largo sueño. Cuando vio que sus explicaciones y promesas no podían convencerme, acabó intentando probar que se había contentado con poco. Su mano buscó el lugar que le esperaba hacía mucho. Se atrevió a tocarme por primera vez, y su caricia me proporcionó una sensación enteramente distinta a la sentida mientras simulaba dormir, porque ahora me besaba en la boca. Yo cerraba los muslos todo lo posible y sólo los abría poco a poco, como cediendo a sus caricias. Me puse a suspirar y mis reproches cesaron al tiempo que la respiración empezó a agitárseme; gozaba con voluptuosidad las ternuras de su mano, aunque fuesen bien torpes e inexperimentadas. Yo sabía esperar mejor el buen sitio y provocar el buen momento. Franz ignoraba que la sensibilidad más grande está para la mujer cerca de la entrada del santuario. Intentaba siempre meterme el dedo lo más dentro posible, y cuanto más lo conseguía más fuera de sí se ponía. Yo percibía claramente que la naturaleza le dictaba ir hasta el final, unirse a mí completamente. Pero no se trataba de eso, y jamás iba a producirse entre nosotros. Así lo había decidido. Por lo mismo, cuando me apretaba demasiado e intentaba otra cosa, lo rechazaba vivamente y amenazaba con pedir socorro. Cuando se alejaba, asustado, contentándose con lo que se le concedía, yo me mostraba de nuevo tolerante y buena. Me hacía muy feliz el éxito de mi plan, aunque ese goce fuese aún incompleto. Había tomado el carruaje para reponerme de mi indisposición, pero nuestra entrevista no lo permitía. Al final tuve que apresurarme para volver a casa a la hora.
Dejé a Franz con la certeza de volverle a ver, y no me equivocaba. Vino, y entonces comenzaron una serie de horas felices y sensuales. Son aún hoy mi más bello recuerdo, aunque después haya conocido otras voluptuosidades más intensas y más ricas. Antes de narraros lo que siguió, debo intercalar aquí una aventura pasada ese mismo día, porque me permitió lanzar una mirada profunda a las condiciones vitales de la sociedad humana; una vez más, tuve la prueba de que toda apariencia es engañosa. Mi vieja pariente estaba ya en la cuarentena, era una buena mujer de su casa, un modelo de orden, de virtud, de ahorro. Los dos únicos seres en quienes se interesaba eran un canario y un perrito seboso y redondo a quien no dejaba salir nunca de su cuarto, y que llevaba a pasear durante el día. Volví más tarde de lo que pensaba, y la doncella me dijo que mi tía estaba acostada. Me desnudé inmediatamente, para que no observase mi desorden personal, porque quería ir a desearle buenas noches y contarle cualquier cuento para explicar el retraso. Como no quería despertarla, miré por el agujero de la cerradura para ver si había aún luz en el cuarto. Todo lo esperaba menos el espectáculo que se ofrecía a mi vista. Mi tía estaba en la cama. Había quitado la colcha y tenía a su perro entre los muslos. El animal estaba ocupado en chupar con el mayor de los ardores los restos de su antiguo esplendor. El espectáculo no era muy apetitoso. La parte alta del cuerpo estaba vestida; sólo la porción inferior estaba desnuda. Los muslos delgados y descarnados estaban abiertos de par en par, para facilitar la cosa al acalorado perro. La selva de pelos que rodeaba esa gruta misteriosa era tan espesa y densa que el morro del perro desaparecía allí y resultaba imposible ver cómo hacía gozar a su dueña.
¡De modo que también mi tía!
Por ella habría puesto la mano en el fuego, y ¡he ahí que la sorprendía! Probablemente ella temía entregarse a las manos de un hombre, pues verdaderamente ya no podía tener pretensión alguna al amor y al goce. Ese espectáculo era nuevo para mí; quería saber cuánto tiempo iba a durar y cómo acabaría; permanecía, pues, en mi puesto de observación. Mi tía había cerrado los ojos. No podía ver la expresión de su rostro y captar el efecto que ejercía sobre ella ese goce secreto. Pero los movimientos de su vientre decían expresivamente el placer que hallaba. Se movía al encuentro de la enfebrecida lengua de su perro, agitando las caderas a derecha e izquierda como para ayudarle. A veces cerraba los muslos y estrechaba al perrito. Parecía muy experimentada, pues cuando el perro redujo la velocidad, fatigado, ella se llevó inmediatamente la mano a la hendidura y recomenzó los movimientos secretos que su bienamado abandonara. El perro, excitado, se agarró a una de sus pantorrillas y, adoptando una posición natural, intentaba saciar su deseo. Al mismo tiempo que mi tía se animaba más y más para provocar la crisis bienhechora, el perro perseguía sus fines a su manera, pero no le fue tan bien como a su dueña. Mientras ella se apresuraba en obtener el éxtasis no tuvo tiempo de echarlo. Pero cuando el escalofrío voluptuoso conmovió su cuerpo y relajó sus miembros, abriéndose ampliamente la fuente interior, le dio un gran puntapié. La pobre bestia se refugió en su jergón, gimiendo. Mi tía quedó un instante inmóvil; luego subió las mantas y bajó la lámpara.
El inesperado espectáculo había terminado. Me cuidé bien de no revelar mi presencia tras la puerta. Era una experiencia más, y precisamente cuando me avergonzaba engañar a mi tía con una mentira. Ahora sabía ya a qué atenerme. Sobre todo, quería probar yo también lo que había visto hacer. La cosa no debía tener peligro, dado que mi tía se entregaba a ella. Me daba pena, confieso, ese perro horroroso que no había podido satisfacer su deseo. Deliciosamente emocionada por todo cuanto había aprendido en el día, me costó mucho dormirme y tuve sueños monstruosos donde Franz y el perro se confundían extrañamente. A la mañana siguiente lo primero que hice fue enviar a mi tía de visita a un barrio alejado, y cuando quedé sola en el apartamento comencé la experiencia. Comprendí por qué encerraba mi tía continuamente al perrillo. Apenas lo había entrado en mi cuarto y comenzó a olisquear con fuerza junto a mí. Ya lo había observado yo antes, pero sin caer en la cuenta, porque mi tía le llamaba en seguida y se lo ponía sobre las rodillas. No necesité grandes preparativos para obtener lo que buscaba. Tan pronto como me tumbé sobre el sofá, dejándole libre acceso a mi gruta, me rindió los mismos servicios que a mi tía. He conocido todas las variedades de goces secretos, y no miento al decir que la caricia de un perro, si no es demasiado violenta, es la más agradable de todas, aunque incompleta. La más agradable porque uno queda inactivo y puede abandonarse completamente a su imaginación. Incompleta porque nunca puede producirse una saciedad completa. La caricia de un animal no se acelera, no se anima, no se hace más expresiva; se mantiene igualmente agradable, cálida y húmeda. Tenía mucha curiosidad por saber cuánto tiempo soportaría tal excitación, y la cosa duró un buen cuarto de hora. Había razones para regocijarme con ese descubrimiento.
Ya que he podido soportar mi vergüenza, debo haceros otra confesión que nunca pensé hacer a nadie. Pero tenéis mi palabra, y quiero mantenerla. El perro se frotó contra mi pierna e intentó aplacar su deseo natural. Siendo como soy, esos esfuerzos del perro me divertían, y le dejé hacer. Al fin acabó dándome pena y me puse a ayudarle. El ardor con el que perseguía su deseo no me era desagradable. Y lo que veía me interesaba sobremanera, pues no tenía las mismas formas vistas hasta entonces en los hombres. Comprendí también las asombrosas escenas presenciadas en la calle. Os confesaré, pues, que alivié a ese pobre animal con la mano, y fue con placer cómo vi al fin brotar la savia que sirve para la reproducción; llegó con la misma abundancia que en mi primo.
Lejos de sentir remordimientos por tal perversión, añado que siempre he disfrutado extremadamente con el espectáculo de los animales. Tenéis quizá razón diciendo que eso es una perversión o, cuando menos, un desbordamiento de la sensualidad; pero debo haceros observar que siempre tuve fama de ser una mujer muy virtuosa hasta el día en que os hice —a vos sólo— la confesión de mi embarazo y de mi contaminación. Por consiguiente, mis gustos no han ofendido a nadie, y a nadie he perjudicado. Todo cuanto se relaciona con la unión íntima de dos seres ha ejercido siempre un extraño e irresistible encanto sobre mí, sin empujarme nunca a actos irracionales. He probado casi todo, pero jamás he hablado de ello, y sólo en mis relaciones más íntimas he desvelado mi verdadera naturaleza. Una vez, estando invitada por la familia de un gran terrateniente que poseía una cuadra de caballos ingleses y árabes, asistía casi todos los días a los asaltos de garañones admirables que cubrían a las yeguas. Lo había presenciado una vez por casualidad, y esa visión había quedado como algo inolvidable en mí. Gracias a mi astucia natural pude gozar de ese espectáculo durante más de tres semanas, por faltar mis amigos, que habían ido al balneario. Nadie sospechaba que espiara a los garañones escondida detrás de una cortina, porque mi cuarto no daba a los establos. No sé si habéis visto eso alguna vez entre caballos de raza; puedo afirmaros que no hay nada más bello que un garañón cubriendo a una yegua. Esas bellas formas, esa potencia, el fuego de los ojos, esa tensión aparente de todos los nervios, de todos los músculos, ese frenesí llevado hasta la rabia; todo el espectáculo presenta para mí un atractivo mágico. Cabe quedar frío, incluso sentir desagrado, o hablar de ello con desdén, pero es forzoso confesar que la copulación es el momento supremo de la vida animal, y que la naturaleza se ha dado en la mayoría de las ocasiones mucha gracia y belleza, incluso a los ojos del hombre. Los pájaros cantan con más fervor, los ciervos combaten, cada ser se acrecienta en fuerza y belleza. Todo eso se observa especialmente en los caballos de raza. La yegua se niega, obedeciendo a una ley de la naturaleza, y el garañón debe acercarse con muchas precauciones para no exponerse a coces. Poco a poco va logrando vencer su resistencia. Galopa alrededor de ella, se frota los flancos con las ventanas de la nariz de la yegua, relincha y no sabe cómo gastar el excedente de sus fuerzas. Bajo su aterciopelada piel todas las venas y músculos se hinchan, y el signo de la virilidad aparece en todo su tamaño. No vemos dónde va a caber todo eso. Al fin, la yegua acepta y se presenta. En un abrir y cerrar de ojos, el garañón ataca furiosamente el objeto de su deseo. Durante largo tiempo toca en vano. El blanco es demasiado pequeño para los golpes de tal lanza. Querríamos ayudar a la pobre bestia, y eso hacen los mozos de cuadra. Pero tan pronto ha tocado el borde, apenas ha absorbido ella la punta, cuando se produce un empujón indescriptible en potencia y resultados. Sus ojos se salen de las órbitas, se eleva vapor desde sus narices; todo su cuerpo parece convulsionarse. Quien contempla ese espectáculo conoce un gran placer. No puedo ocultar quedar prendida por ese espectáculo, que me excitaba siempre hasta el máximo. Como sucedió con los juegos secretos de mi tía, hago aquí estas confesiones por azar; pero retomo rápidamente mi narración.
Tras las declaraciones y las intimidades del carruaje, mi relación con Franz tomó un giro particular. Como no le amaba, pues no conocí ese poderoso sentimiento sino mucho más tarde y para mi desdicha, estaba decidida a no concederle jamás todos los derechos de un marido. Él debía servirme de diversión. Yo quería experimentar y conocer con él todo cuanto pudiera gozar sin riesgo. Naturalmente, él se hizo poco a poco más osado, pero como yo no autorizaba todo, le dominaba siempre y hacía lo que quería.
Pasaba las horas más exquisitas estando a solas con él. Le permitía la libertad más total, y pronto no fue tan inexperto y salvaje como en el coche de caballos. Se atrevía a besar todas las partes de mi cuerpo, a acariciarlas y a gozar de ellas, aunque me costaba bastante trabajo impedirle ir más lejos. Cuando intentaba apostarse entre mis muslos, quitarse los calzones de repente y lograr el fin principal yo lo empujaba hacia atrás, y sólo volvía a ser amable cuando él me prometía ser más modesto. ¡El pobrecillo sufría lo suyo! Muchas veces observé que no podía dominar su excitación y que descargaba su fuerza. Hacía mucho que yo sentía una terrible curiosidad por ver ese miembro admirable que la naturaleza ha organizado tan maravillosamente, y con el cual el hombre puede hacernos inefablemente felices o indeciblemente desdichadas. Naturalmente, él no debía conocer lo que yo deseaba tanto sino que, al contrario, debía creer que era él quien me conducía paso a paso sobre ese sendero abrupto. El mejor medio era permitirle hacerme todo lo que yo deseaba hacerle hacer. El perro enano de mi tía me había enseñado que si bien no podemos tener todo cuanto deseamos, hay siempre ciertas compensaciones posibles. No me costó por eso impulsar a Franz a que me besara la boca y los senos, ni tampoco que eligiera un lugar más sensible para sus besos. Cuando mis suspiros, mis palpitaciones y mis sobresaltos le enseñaron que tenía debilidad por esa caricia, se hizo incluso espiritual y me procuró goces indescriptibles. A veces, parecía querer aprovecharse cuando se hacían conmigo una postración y un abandono completo, tras verter mi interior. Se subía entonces entre mis muslos y esperaba aprovecharse de un segundo de descuido. Pero se equivocó siempre, porque incluso en el momento del éxtasis jamás perdía yo de vista todo lo que arriesgaba cediendo. Abandonaba entonces todo confuso el trono que creía haber conquistado ya. Gozaba ahora lo que Margarita me había contado de sus placeres secretos con su señora. Cuando Franz estaba acostado entre mis muslos y su lengua hacía el juego más loco y más lascivo, lamiendo y chupando, intentando penetrar lo más posible, y cuando gozaba sin inquietud, extendida tranquilamente, me comparaba interiormente a la baronesa y me encontraba mucho más feliz que ella. Yo tenía a un hombre joven, guapo y robusto, ella sólo había tenido a Margarita. Franz era admirable, sobre todo en el momento del mayor deleite, cuando brotaba una ola caliente de mi interior y no separaba sus labios sino que los pegaba aún más fuertemente y bebía como si quisiera absorber toda mi vida. Ese tipo de placer siempre ha tenido un atractivo extraordinario para mí. Ello se debe a la completa pasividad de la mujer que recibe las caricias del hombre y el homenaje extraordinario que así se rinde a sus encantos. Basta con el contacto exterior de la boca, con un simple beso, para que la caricia sea más que embriagadora; pero si, además, la lengua conoce su deber o lo ha aprendido de los temblores de las partes acariciadas, no sé si debo preferir ese placer a cualquier otro; por otra parte, dura más tiempo y no sacia.
Lo siguiente me resulta todavía mucho más difícil de contar que todo lo narrado hasta ahora. La verdad queda entre nosotros, y lo que no habría osado deciros de palabra debe saberse a pesar de todo. Era muy natural que tras tanta amabilidad y complacencia por parte de Franz hubiera reciprocidad. Llevaba mucho tiempo deseando hacer lo que había visto realizar a mi madre en ese día inolvidable donde provocó en mi padre repetidos goces. La cosa se hizo sola. Primero la mano, volviendo tímidamente los ojos, luego la boca todavía vacilante, luego gustando cada vez más y por último el placer entero y sin vergüenza. No sé qué sienten los hombres cuando se atreven a acariciar todos los objetos de sus deseos. Pero si me atrevo a deducir por lo que sentí mirando, acariciando, besando ese miembro maravilloso de la fuerza viril, y luego chupándolo y provocando el chorro impetuoso de la savia vital, la voluptuosidad del hombre es verdaderamente formidable. Lo que veía y tocaba ahora lo había visto ya en mi padre, en mi primo y en el cochero de mis padres. Pero debía conocerlo en todas las proporciones de su fuerza y belleza. Franz era más joven que mi padre, más sano y robusto que mi primo, más amable y tierno que el grosero mozo de cuadra. Hay sin duda muchas mujeres que por pudor o por hipocresía no gustan nunca este placer hasta el fin. Eso depende de muchas cosas; sobre todo del carácter de la mujer, y también de la violencia del hombre, que sólo se demora muy involuntariamente en los preámbulos —por lo demás, tan agradables— e impulsa inmediatamente en busca del último goce. En cuanto a Franz, merecía desde luego ese desagravio, porque le cerraba con tanta constancia lo que él llamaba su paraíso. Por lo demás, estaba tan excitado cuando me había besado, chupado y bebido que, por simple piedad, hubiese debido hacerle lo que le hacía. Tenía yo poco placer cuando estaba así de excitado, porque bastaba con dos o tres movimientos de mi mano para aliviarle con el desbordamiento de su fuerza. En cambio, disfrutaba mucho cuando tras una breve pausa y un cuidadoso lavado renacía poco a poco en mi boca, cuando esa obra maestra de la naturaleza recobraba todas sus fuerzas. ¡Cómo engordaba! ¡Cómo enrojecía! ¡Qué tierno y sin fuerza tras el apaciguamiento! ¡Qué encantador era en el momento del chorro! No ocultaré, tras haberlo dicho todo, que en un momento de embriaguez cubrí con la boca el admirable nervio, pegué mis labios a su tierna punta y recibí toda la savia en mi boca, sin cesar de chupar hasta que la última gota de ese bálsamo se hubo derramado. Hasta hoy me bulle en las venas la sangre cuando pienso en ello, y verdaderamente nada lamento de cuanto hice entonces. Pero lo que hice más tarde me dio remordimientos, amargos remordimientos, y debo a vuestra desinteresada amistad que esos remordimientos no hayan envenenado lo restante de mi vida. Como he podido comprobar, no se puede jugar con fuego, y los principios más fuertes pueden ser traicionados por un sobresalto momentáneo de los nervios, por un humor negro de nuestro interior. Bien triste sería si, leyendo estas cartas, una jovencita se viese impulsada a actuar como yo lo hice en circunstancias particulares. Si, por ejemplo, se entregase muchas veces por semanas al placer solitario, por voluptuoso que fuera, se seguirían debilidades corporales y enfermedades. Si se confiase a la amistad íntima de una amiga sin asegurarse de antemano su discreción, se seguirían toda clase de molestias. Si permitiera a un joven que no desee esposarla toda clase de favores y esto sin estar segura de sus sentidos, se haría desdichada para toda la vida. La lectura de libros voluptuosos e infames es muy peligrosa para las jovencitas. Más tarde he tenido toda una colección de esos libros, y conozco por experiencia la impresión que hacen. Las memorias del S. de H… Las galanterías de los abates, La conjuración de Berlín, Las pequeñas historias de Ailing y las Novelas priápicas en alemán, El portero de los cartujos, Fábulas, Felicia o mis locuras juveniles, etc., en francés, son verdaderos venenos para las mujeres solas, Todos esos libros relatan el acto del amor de un modo atrayente, excitante, pero ninguno habla de las consecuencias, ninguno pone a una jovencita en guardia contra el abandono demasiado completo al hombre; ninguno describe los remordimientos, la vergüenza, la pérdida del honor y los dolores físicos que pueden llegar. Por eso es el matrimonio una institución razonable que todo hombre razonable debe defender. Sin el matrimonio, los deseos sensuales harían de los hombres unas bestias salvajes. Esa es mi creencia, aunque yo no me haya casado. Una actriz no se atreve a tener ataduras. No puede ser a la vez ama de casa, madre de familia e ídolo del público. Siento que habría sido una esposa concienzuda y una madre tierna de modo espontáneo si mi marido me hiciese lo feliz que merezco. Sería una compañera ejemplar porque conozco la importancia extraordinaria de la vida sexual en todas las condiciones humanas, porque sé por experiencia y por observación que ese punto conservado secreto por los hombres más honorables y tiernos es el centro de la vida en sociedad, porque no ignoro nada de eso. Actuaría como actuó mi madre, esforzándome en ser siempre nueva para mi marido, prestándome a todas sus fantasías. Y, sin embargo, siempre le ocultaría algo, siempre tendría el aspecto de no hacerlo, cosa que es, a mi entender, la clave en la felicidad de toda vida humana.