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Pocas jovencitas han aprendido en tan poco tiempo y —sobre todo— con tan pocos riesgos lo relacionado con el acto más importante de la vida femenina como acababa de acontecerme a mí por azar, gracias a la historia de Margarita. Hasta entonces no sabía más —y probablemente menos— que la mayoría de las jovencitas de mis años, aunque mi temperamento fuese más sensual que el de la mayoría de las jovencitas y mujeres. Los hombres se equivocan; piensan que el sexo femenino es por naturaleza tan sensual como el suyo. Consideran que las mujeres son fáciles, y no es así. Los maridos lo saben bien, y se quejan sin cesar. Yo tampoco quería creerlo. Estaba convencida de que todo era astucia y disimulo cuando encontraba frialdad, indiferencia y hasta disgusto por esas cosas que me excitaban. Me preguntaréis entonces por qué se dejan seducir tantas jóvenes si nada en ellas las impulsa hacia el deseo del hombre y si su sexo y sus voluptuosidades no son tan violentos. Esa observación es exacta y, desgraciadamente, carezco de respuesta para ella. Sin embargo, mis observaciones y mis experiencias personales me han convencido más y más de que la sensualidad consciente no está tan desarrollada en la mujer como en el hombre; esa sensualidad se despierta y es provocada poco a poco. Sólo entre treinta y cuarenta años es tan exigente en la mujer como en el hombre. No comprendo que tantas mujeres se dejen seducir tan fácilmente, para su desgracia, cuando no son para nada cómplices del hombre. Jamás he conseguido encontrar una explicación para esta contradicción. Nada es favorable al hombre cuando quiere impulsar a una de esas inocentes para que se abandone del todo. El dolor físico del primer encuentro es tan grande que constituye una advertencia; incita a reflexionar y a no ir más lejos por el sendero del mal. También las retiene el temor a las inevitables consecuencias, porque pocas jovencitas son tan estúpidas como para no saber lo que arriesgan. Las estatuas, los cuadros, la copulación de los animales, las inevitables lecturas, las conversaciones del internado… Todo ello instruye a la más ingenua como si tuviese los mil ojos de Argos. Sí, pero debo confesároslo puesto que no encuentro otra explicación: son impulsadas por la curiosidad y la necesidad de darse enteramente al hombre amado. Ahora bien ¿cuántas se dan sin amor? ¿Cuántas lloran y sollozan sin defenderse? Es uno de los misterios más admirables de la naturaleza, uno de los ejemplos más característicos de su potencia y de la fuerza de atracción que impone hasta a los temperamentos más taciturnos.
Desde el león a los animales domésticos, toda la familia de los gatos copula en el dolor y procrea en la voluptuosidad (justamente lo contrario de lo que sucede con todos los demás seres vivos), ofreciéndose la hembra al dolor del coito. ¿Quién aclarará ese problema? Muchas jovencitas me han confesado, llorando, que no sabían cómo llegó a suceder. «¡Su súplica era tan dulce!». «¡Era tan cálido, tan divino!». «¡Sentía tanta vergüenza!». Ninguna de estas frases aclara nada. Es por eso bien extraño que teniendo un temperamento tan ardiente (bien puedo confesároslo, pues no os aprovecharéis de ello) la naturaleza me haya dado una razón lo bastante fuerte como para escapar durante mucho, mucho tiempo a esos peligros. Sólo puedo contar lo que sentí y pensé personalmente cuando llegó también para mí la hora fatal; lo haré con toda sinceridad hablándoos de esa época en mi vida. En consecuencia, ninguna de las explicaciones dadas sirve para resolver ese enigma milenario, que probablemente quedará irresuelto. No es casual que la historia del mundo comience con la curiosidad de Eva y el goce del fruto prohibido. Los sabios que colocaron ese mito al comienzo de la historia del género humano sabían que era el centro, el punto de apoyo, el misterio de la historia del mundo, con la salvedad de que gozar el fruto prohibido no cierra sino que abre las puertas del paraíso.
Pensaréis, con razón, que no me hice todas esas reflexiones al volver —totalmente transformada— a casa de mis padres. Son el fruto de mis experiencias posteriores. Siendo aún niña, me encontré en la alcoba del dormitorio de mis padres; volvía ya jovencita de casa de mi tío, sin mi integridad inicial. Era otra, y había cambiado el mundo circundante. Un velo se me había caído de los ojos. Hombres y cosas, todo, se presentaban con otra luz. Comprendía cosas que antes no había observado. El azar me lo había enseñado todo, pero también me había puesto en guardia contra el despilfarro de esos preciosos bienes. Mi primo me había hecho temer los excesos. Su rostro pálido, sus ojos sin brillo y todo su aspecto de joven vicioso me habían mostrado el destino de quienes se entregan en demasía a los goces secretos. Nunca he temido recurrir a ellos, pero jamás lo he hecho al precio de mi salud y mi jovialidad. Desde luego, si hubiese sido hombre quizá no me hubiese entregado jamás a ellos, porque los hombres no tienen las mismas excusas para esos juegos secretos que las jóvenes, las mujeres y las viudas. No están tan oprimidos ni tan atados como las mujeres, que no se atreven a hacer un gesto, intercambiar una mirada o gozar abiertamente con las cosas del amor sin arriesgar su honor y ser inmediatamente presa de las malas lenguas. Nosotras hemos de fingir siempre indiferencia; cuando quisiéramos obrar abiertamente hemos de hacerlo en secreto, y nos hace desdichadas no poder confesar que no somos indiferentes. El hombre no está obligado a tomar mil precauciones. Sólo tiene placer y goce, mientras nosotras corremos con todos los dolores. ¿Por qué entonces pierde en secreto, sobre su fría mano, lo que tantas ocasiones tiene de emplear mucho mejor? Decía por eso que los excesos, siempre peligrosos, lo son especialmente en las cosas del amor, y ese conocimiento adquirido por azar se me ha conservado hasta hoy jovial, alegre y sensual. Volvía a casa de mis padres enriquecida, sobre todo por la certeza siguiente: hay dos morales en el mundo; la moral oficial que fundamenta las leyes de la sociedad burguesa y que nadie puede transgredir impunemente; y la moral natural entre los dos sexos, donde el resorte más importante es el placer.
Naturalmente, yo no conocía todavía esa ética; apenas si la adivinaba, oscuramente, por instinto, y no hubiese sabido por entonces formularla. He reflexionado a menudo y, después, esta doble naturaleza de la ética siempre se me ha confirmado. Lo que es moral en los países mahometanos es inmoral en los países cristianos. La moral de la Antigüedad es distinta de la moral de la Edad Media, y lo que estaba permitido en la Edad Media ofusca nuestros sentimientos. La ley de la naturaleza es la unión más íntima entre el hombre y la mujer; la forma bajo la cual se cumple esa unión depende del clima, de las convicciones religiosas y del orden social. Nadie puede transgredir impunemente las leyes que le son impuestas; y esa presión que las leyes morales de un país ejercen sobre todos de igual manera incrementa los placeres de la voluptuosidad al hacerla secreta.
Mis padres observaban de forma ejemplar las formas exteriores de las leyes necesarias; gracias a ello, eran doblemente felices en las horas del placer. No lo hubiera creído jamás de no haberlo visto yo misma. Tengo, pues, razón en no creer en lo exterior y no confiar en la apariencia. Pero los ojos ardientes, la coquetería y la conducta llamada ligera de ciertas mujeres son cosas no menos engañosas. Por experiencia sé que entre las mujeres quienes parecen prometer mucho son justamente las más frías y las más insensibles, incluso cuando cumplen sus promesas. «Aguas tranquilas, aguas profundas». La justeza de ese proverbio se muestra con más evidencia en el carácter de la mujer. Sí, somos capaces de fingir hasta en el momento del desvanecimiento. No sólo lo he visto en mi excelente madre, sino en otras y en mí misma. Para la mujer es muy doloroso reconocer que goza. Nosotras damos placer y dejamos ver que eso nos hace dichosas; pero algo inexplicable nos impide confesar o dejar ver hasta qué punto gozamos. No creo que haya para eso otra razón sino el sentimiento bien vago de conceder al hombre amado sólo los derechos que ya tiene sobre nosotras y no aumentar en demasía su poder. El hombre debe por naturaleza combatir, vencer, superar esas dificultades, apuntar siempre más alto y siempre mejor. El completo hartazgo hace al hombre indiferente, perezoso, calmo, y para él representaría un completo hastío que la mujer expresase sus sentimientos y diese testimonio exterior de su goce. Es preciso que el hombre tenga siempre algo que combatir, que vencer; es preciso que la mujer tenga siempre algo para conceder, incluso cuando haya concedido ya su favores supremos. Y cuando está ganada ya la victoria corporal, es preciso que quede por ganar una batalla espiritual. Esto no es un simple cálculo por nuestra parte, es el instinto. Cuántas veces habré observado a los animales, esos grandes maestros del hombre para las cosas naturales. La hembra se defiende, se retira, huye. El macho persigue, fuerza, domina. Cuando el macho ha conseguido su meta y ha acabado con toda defensa, se aleja. Entonces la hembra le persigue, exige ayuda, protección y subsistencia. Salvo en algunas, escasas, especies animales la hembra no expresa su voluptuosidad, pero no puede ocultar su deseo; sorprende al macho, lo excita, lo seduce. Cuando él está ya ardiendo encuentra un rechazo, una resistencia, y debe combatir. Creo que con esos combates y esas luchas la naturaleza ha querido alcanzar el máximo de excitación, el más completo flujo de las valiosas savias animales, cuya fusión y mezcla más íntima aseguran la perpetuación de la especie. Esos fluidos destilan, evaporan y relajan todavía más las fuentes nerviosas, hacen más perfecta la unión. Por eso los hijos nacidos de un combate amoroso son más robustos que los nacidos de un matrimonio aburrido, «concebidos entre vigilia y sueño» como dice Shakespeare. La provocación y el rechazo son, pues, leyes naturales; al igual que el deseo masculino de lograr una sumisión completa y el instinto femenino de negarse a tal sumisión. Cuando una mujer se queja de la frialdad de su marido es que ha sido demasiado sincera en el momento del gran placer y no ha dejado un solo deseo del hombre sin satisfacer.
Mi madre había ocultado el placer que experimentaba con el espejo. Margarita no me había mostrado su instrumento, y yo sabía que ambas eran sensuales hasta el grado máximo. Como veréis, no olvidé esa lección.
Todas esas cosas ocupaban del modo más agradable mi imaginación. El lado práctico era el único que conocía de cerca por la experiencia de mi primo. Había visto dos seres amables, bien educados y virtuosos entregarse a los goces de un día de fiesta, gozando los placeres de una posesión recíproca y entera. Con Margarita siempre me había quedado un deseo, sabía que algo más completo me esperaba. Ignoraba aún la materialidad, todo el mecanismo del goce animal. E incluso en la sensualidad secreta de mi primo había una brizna de poesía. ¿Sabía acaso yo lo que le impulsaba? ¿Conocía yo todas las pasiones humanas? Lo que me ofendía, en el fondo, no era sino su indiferencia hacia mí, tierna jovencita que acababa de ofrecerme a él. En conciencia, Margarita y yo éramos tan culpables como él. Si Margarita no me hubiera puesto en guardia, también yo hubiese caído en los excesos, dada mi curiosidad y mi inexperiencia. Quizá hubiese perdido la salud como millones de jóvenes anémicos con ojos sombríos, que aprovechan cada momento de soledad para gozar codiciosamente lo que prohíben la moral y las costumbres.
Estáis en lo cierto pensando que, tras tantas experiencias, yo observaba a los hombres y a las cosas con mucha más atención y con nuevos ojos. Veía secretos y disimulo por doquier, sospechaba intrigas entre todos los que me rodeaban, equivocándome la mayoría de las veces como más tarde hube de reconocer. Observaba, era todo oídos para descubrir lo que querían ocultarme y lo que me habían ocultado hasta entonces. Hubiese querido sorprender una vez más a mis padres, y hacía mil planes para conseguirlo, pero me asustaba demasiado ejecutarlas, tenía vergüenza de hacerlo, y hoy me alegra no haberlo hecho. Sorprenderles voluntariamente habría sido un sacrilegio. Y para qué manchar el tranquilo goce de dos buenas personas. No podía reprocharme haberlos descubierto por azar, ni haber visto la lascivia de Margarita; todo era para mí poesía aún, pero pronto conocería la prosa. Ya os he dicho que poco después de mi retorno a la casa me convertí plenamente en una jovencita. Veía con horror los primeros signos de mi madurez. Quería ocultárselos a mi madre, creyendo que esa sangre era consecuencia de mis encuentros con Margarita. Pero mis sábanas me traicionaron, y mi madre me habló por primera vez de esas cosas; me dijo justamente lo bastante para darme una idea general. No sospechaba que su propio ejemplo me había enseñado mucho mejor. Poco tiempo después fui confirmada (tenía dieciséis años), y mis padres me llevaron con ellos al mundo. Me prestaban atención, tanto más cuanto que mi voz se desarrollaba y mi canto cosechaba sus primeras flores. Cada vez que cantaba en público me decían de todas partes: «Debéis entregaros al teatro y convertiros en una Catalini, una Sonntag».
Lo que escuchamos sin cesar se imprime a la larga en el cerebro, y aunque mi padre no quiso saber nada, encontré una aliada en mi madre. Acabamos decidiendo que sería cantante. Todos mis estudios se enderezaron a ese fin. A los dieciséis años gozaba de una libertad mayor que la mayoría de las jovencitas. Una parienta lejana, fea y temerosa, iba a acompañarme a Viena, donde debería desarrollar mi voz junto a un conocido profesor. Mi padre había hecho todo cuanto le permitía su fortuna, y sabéis cuánto se lo agradezco. Antes de partir vi muchas veces de nuevo a Margarita. Era mi amiga, mi confidente y mi maestra en esas cosas donde no puede haber mentor para las jovencitas, y que tan caro cuestan si no nos confiamos a un guía. Me sorprendió mucho ver que tenía una relación con mi primo. Así se lo dije, y ella se molestó mucho. Yo le había contado lo que había visto en otro tiempo, y Margarita fue tentada por la experiencia de corregir ese mal hábito, perjudicial para la salud. Me confesó que mi historia había excitado su imaginación y que había encontrado la ocasión de vencer su horror a las mujeres. Fingía estar avergonzada por haberlo seducido. Mi primo era diez años más joven que ella; pero me aseguró que no le concedía más de lo que me concedió a mí misma. Un niño que se ha quemado tiene miedo del fuego, y Margarita no olvidaba la debilidad mostrada por su querido Charles. Nunca he podido saber si decía la verdad. Pero observé con gusto que mi primo tenía un aspecto mucho mejor, que ya no evitaba a las jóvenes y que a veces me miraba con ojos bien singulares. No necesitaba para nada la ayuda de Margarita, y me contentaba con impacientarlo. Si no lo hubiese sorprendido, creo desde luego que hubiese tenido relaciones bien dulces con mi primo, porque teníamos ocasión de vernos sin problemas, una de las condiciones esenciales en los juegos de amor. Tenía yo también un miedo terrible a las consecuencias funestas. Margarita me había hablado de todo, con lo cual di mis primeros pasos por el mundo bien armada y mucho más inteligente que la mayoría de las jovencitas. Siempre me ha servido saber con precisión de qué se trataba y cuáles eran los riesgos. Las gentes me creían fría y virtuosa cuando era simplemente iniciada y prudente. Si quisiéramos analizar la pretendida virtud de la mayoría de las mujeres, llegaríamos a resultados edificantes. Me he comprometido a ser sincera con vos, pero creo que casi todas las mujeres son muy raras veces sinceras, porque la astucia y el fingimiento forman parte de nuestra naturaleza. Si pudiésemos evitar mágicamente las desastrosas consecuencias, no habría ya más jóvenes virtuosas. Todas probarían por simple curiosidad, y gozarían tanto de su propia inclinación como de la voluptuosidad del hombre.
Antes de abandonar la casa paterna y comprometerme con el camino lleno de espinos pero también jubiloso de una actriz, tuve ocasión de conocer el otro lado de la medalla. Mis padres tenían también una finca con vacas cochiqueras y árboles frutales. Las gallinas y los pichones eran cosa mía, y yo me encargaba de su alimentación. El gallinero estaba pegado al establo, separado sólo por un tabique de planchas del granero donde se almacenaba la paja. Allí estaba una mañana cuando el cochero, que llevaba sólo quince días a nuestro servicio, entró en el establo empujando a la sirvienta. Ella reía con malicia, fea, sucia, repulsiva. Luchaba un poco, pero se abandonó tan pronto como él la tiró sobre la paja. Yo estaba de pie, tras el tabique, y les observaba por un agujero. Preferiría no haberlos visto, porque es imposible imaginar mayor contraste con todo cuanto hasta entonces conocía. Sin ternura alguna y sin demorarse en juegos preliminares, el cochero palpó los senos de la muchacha y el objeto de su grosero deseo, tras de lo cual se lanzó sobre ella e hizo todo lo que mi padre le había hecho a mi madre. Pero todo lo que en mi padre había sido amable y tierno era ahora brutal. El cochero era demasiado animal; hubiese querido desviar los ojos, y todavía no comprendo qué me lo impedía. Las palabras que ambos intercambiaban eran aún más repulsivas. Tenían palabras groseras para todo cuanto yo no había oído nombrar todavía. Al fin, la crisis puso fin a esa oleada de porquerías. Estaba cansada de haber seguido con los ojos ese espectáculo repugnante. Temía moverme y revelar con ello mi presencia, con lo cual tuve que asistir a las maniobras de la muchacha excitando al cochero con los gestos y palabras menos femeninos. Él parecía no querer más, no tener prisa en responder a sus deseos. Pero ella acabó consiguiéndolo. Esta vez el encuentro duró mucho más. Ella acompañaba cada sacudida con exclamaciones que traicionaban su placer, pero que no eran menos infames.
Me había enriquecido esa nueva experiencia; siendo fea, como era, me había mostrado el reverso de aquello que mi imaginación adornaba con los encantos de la poesía más sublime. ¡Qué diferencia entre el acto de saciar su brutal deseo y la unión tierna e íntima de dos seres bien educados! ¡Qué poco quedaba de todo quitándole a la cosa la ternura, el temor, la espiritualidad! Entre ellos no había amor, ni siquiera inclinación. Él estaba con nosotros hacía quince días, y lo que acababa yo de ver no era probablemente la primera sesión. Ella había cedido al recién llegado los derechos del predecesor, sin ver en ello nada extraordinario. Pero si el cochero no era el único en gozar tal estercolero ¿cómo se las arreglaba ella para evitar las consecuencias de todas esas relaciones? Sus exclamaciones mostraban que ella absorbía todo hasta la última gota, y que ignoraba por completo las medidas de seguridad. Eso me hizo reflexionar mucho. Ciertamente, una sirvienta rural no tenía mucho que perder de su reputación. O ¿acaso daría ella a luz uno de esos pequeños infelices que padecen en el mundo la infamia de sus padres? En resumen, acababa de comprender las ventajas que proporcionan la educación, las buenas costumbres y el ideal. Porque la unión de los sexos y la excitación física de los nervios no son lo único que crea ese escalofrío de júbilo supraterrestre. No, es la emoción espiritual, la tensión de todas las fuerzas del alma, el abandono de la razón lo que procura esa alegría mágica elevando cada fibra por encima de su actividad terrenal. Si hubiese visto a esa pareja antes de presenciar el enriquecedor espectáculo que mi padre y mi madre me ofrecieron, mis inclinaciones y mis experiencias habrían sido muy otras. Comprendí claramente que sólo somos juguetes del azar, que nuestras virtudes y nuestros vicios están moldeados por las impresiones que recibimos. Sin Margarita, probablemente me habría casado en seguida, y sin el azar de la alcoba habría permanecido virgen hasta el matrimonio. Ese convencimiento de que dependemos de las impresiones exteriores y no podemos evitarlas voluntariamente me permitió ser buena e indulgente para con los otros. Lo que parece culpable al principio no suele serlo ya cuando nos preocupamos de investigar las causas y las circunstancias.
Los primeros tiempos de mi estancia en Viena estuvieron sensiblemente privados de satisfacciones. Carecíamos prácticamente de amistades, y yo seguía asiduamente las lecciones de canto de mi excelente profesor. Mi única distracción era ir al teatro cuando había ópera. Tenía a menudo ocasiones de conocer personas. Estaba en esa situación de la jovencita que se llama tan justamente «la belleza del diablo». Muchos jóvenes me hacían la corte. Pero mi pequeña razón lo había puesto todo en orden. Quería ante todo convertirme en una cantante célebre; sólo después disfrutaría. Nada debía perturbar el curso de mis estudios. Rechazaba a mis admiradores con tanta severidad que pronto me dejaron seguir mi camino sola. Mi vieja pariente estaba encantada con mi virtud y mi conducta, aunque no sospechaba mis diversiones secretas, que, por lo demás, gozaba con medida.
Llego a una parte de mis confesiones mucho más difícil de relatar que todo lo dicho anteriormente. Pero como os he prometido ser sincera, debo confesarlo todo. Olvidé escribiros que Margarita me había regalado el famoso libro Felicia o mis locuras de juventud, ilustrado con acuarelas que por sí solas me hubiesen iniciado al centro de toda actividad humana si no lo estuviera ya. Esa locura me proporcionaba un placer increíble. Sólo me la permitía un día a la semana, la tarde del domingo, cuando tomaba mi baño caliente. En esas ocasiones nadie se atrevía a importunarme. El cuarto de baño estaba al final del apartamento y sólo tenía una puerta, que yo recubría con una manta para estar al abrigo de toda sorpresa. Allí estaba completamente segura.
Leía el libro tomando el baño. Producía en mí los mismos efectos que en Margarita. Pero ¿quién podría leer esas ardientes descripciones sin inflamarse y desfallecer de emoción? Una vez secada y envuelta en mi bata comenzaba para mí el paraíso, aunque fuese restringido. Me veía de cuerpo entero en el gran espejo. Mi placer taciturno comenzado admirando cada parte de mi cuerpo. Acariciaba y apretaba mis jóvenes senos redondeados, jugaba con sus capullos y luego llevaba el dedo hacia la fuente inagotable de todas las delicias femeninas. Mi sensualidad había hecho rápidos progresos. Tenía sobre todo un derrame muy abundante de ese bálsamo tan dulce y embriagador que se escapa de lo más profundo de la hendidura femenina en el momento del éxtasis. Los hombres a quienes me he abandonado después siempre se mostraron encantados con esa preciosa cualidad, y eran incapaces de expresar su deleite cuando mi chorro les inundaba. Por entonces creía que ese rasgo era común a todas las mujeres, pero es en realidad un don de los más raros. En París uno de mis adoradores más ardientes perdió el conocimiento al sentir cómo le inundaba mi fuente por primera vez. Después, cuando le concedía mis favores, retiraba precipitadamente su lanza en el momento del éxtasis para llevar la boca a la herida eterna y beber largos sorbos de la impetuosa fuente, tras de lo cual volvía a entrar con renovado ardor y descargaba a su vez, pero en esa pequeña vejiga que Margarita había visto usar a su ruso. Esa fantasía de mi amigo parisino me incitó a absorber el chorro que brota maravillosamente y con una potencia eléctrica del árbol de la vida. Pero eso pertenece a mis confesiones ulteriores, y vuelvo a mis veladas vienesas. Sentía un gran placer siguiendo en el espejo los juegos lascivos de mi mano. El centro de la excitación sexual estaba a merced de cualquier ataque, porque abría los muslos todo lo posible. Atareada, tocaba, frotaba y acariciaba esa parte, para acabar metiendo el dedo en un interior que lo esperaba febrilmente. ¿Es posible relatar esas diversiones divinas? La sangre fustiga las venas, cada nervio se excita, la respiración se detiene y el rocío de vida brota al fin pleno, ardiente y consolador, humedeciendo y refrescando los labios de la boca de amor. El recuerdo de esas horas ardientes pasadas ante un espejo en el fondo de mi soledad, en Viena, me conmueve aún hasta tal punto al escribiros que mi mano se dirige invenciblemente allí donde ese recuerdo causa la impresión más viva. Por mi vacilante escritura veréis cuánto me emocionan esos sentimientos. Todo mi cuerpo tiembla de placer y de nostalgia. Tiro la pluma y…