4

Es muy raro que dos mujeres tuvieran tantos puntos comunes en sus inclinaciones, su vida e incluso su destino como Margarita y yo. Cuando me ponía en guardia contra un abandono demasiado completo al hombre y enumeraba todas las consecuencias desdichadas que semejante falta de comportamiento produce fuera del matrimonio, jamás habría pensado caer yo también en parecidos momentos de olvido. Antes de continuar os contaré brevemente lo que aprendí de la vida de Margarita durante esas pocas noches y en nuestras relaciones ulteriores. Esto explicará ciertos acontecimientos y ciertas aberraciones de mi vida mucho mejor que yo misma podría hacerlo.

Margarita había nacido en Lausanne. Tras haber recibido una educación muy buena, quedó huérfana a los diecisiete años. Poseía una pequeña fortuna y creía tener asegurado el porvenir. Pero tuvo la desgracia de caer en manos de un tutor sin conciencia. No era muy severo, pero pronto dilapidó su pequeño peculio. Poco tiempo después de morir sus padres, Margarita entró al servicio de una baronesa vienesa que habitaba una bonita villa en Marges, a orillas del lago de Ginebra. Se ocupaba ante todo de peinarla y vestirla. La baronesa era elegante y refinada, y dedicaba horas enteras a arreglarse. Los primeros días la baronesa estuvo muy reservada, pero pronto fue haciéndose más amable. Le hacía preguntas, entre otras si tenía un amante. Al cabo de quince días, viendo que Margarita era todavía inocente, la baronesa empezó a tomarse familiaridades. Una mañana preguntó a Margarita si sabía hacer el «peinado del plumón». Ella respondió que no, sonrojándose, pues sabía bien el sentido de «peinado del plumón» en la Suiza francesa. La baronesa le dijo que debía necesariamente ponerse a ello para sustituir a su antigua camarera y para obtener toda su confianza. Y al momento se sentó en un canapé, estiró las piernas apoyándolas sobre el respaldo de dos sillas, abrió los muslos, le dio un pequeño peine de concha, flexible y muy suave, y le indicó la manera de peinar.

Margarita veía por vez primera desvelado lo que hasta entonces nunca viera con nitidez. Muy turbada y torpe se entregó al peinado, pero fue haciéndose poco a poco más hábil, siguiendo las indicaciones de la baronesa. La baronesa era una mujer muy guapa, rubia, con un color de piel muy bello. Se lavaba siempre muy cuidadosamente, aunque ese peinado nada tuviese de repugnante. Margarita me describió con muchos detalles y amor la conformación de su baronesa. También me confesó que al principio se sintió muy molesta, pero que acabó tomándole decididamente el gusto a esa singular ocupación, sobre todo cuando vio que la baronesa no permanecía indiferente. Suspiraba, movía las caderas y los muslos; la hendidura —cerrada al principio— se entreabría, los labios enrojecían y la pequeña parte colgante en forma de lóbulo comenzaba a temblar ligeramente. Naturalmente, Margarita ensayó el peinado del penacho consigo misma tan pronto como volvió a su cuarto. Aunque inexperimentada, descubrió fácilmente que la naturaleza había escondido en esa parte del cuerpo femenino una fuente inagotable de placeres, y consumó pronto lo comenzado por el peine. Astuta, como todas las de su edad, comprendió que la baronesa iría con gusto más allá de ese simple preludio, pero que no deseaba confesarlo. Pero pronto se convencería de lo fácil que es el completo acuerdo cuando el deseo es recíproco. Sin embargo, eso se demoró todavía varias semanas; cada una deseaba que la otra diese el primer paso; cada una quería ser seducida, fingir que otorgaba sus favores. Sin embargo, el peine cedió su lugar a la mano un día; la baronesa renunció a toda moderación y se reveló como una mujer sensual y muy voluptuosa que quería a toda costa gozar de su belleza, a pesar de los estrechos vínculos que la ataban. Se había casado con un hombre pronto impotente, que sólo fue capaz de contentarla durante los primeros años de su unión. Más que saciar sus deseos, se había limitado a despertarlos.

Él ocupaba hacía dos años un puesto diplomático en París y, cuando comprendió que su impotencia era completa, envió a la mujer a orillas del lago de Ginebra. La baronesa era muy elegante, pero llevaba una vida de reclusa. Margarita había observado que una especie de mayordomo, un viejo con mal carácter, hacía el oficio de espía y comunicaba a París todo cuanto veía o escuchaba. Por lo mismo, la baronesa evitaba toda compañía masculina. Era muy prudente, porque los intereses de su familia la obligaban. Nadie de la casa ni la vecindad de la baronesa sospechaba los goces secretos que Margarita sorprendió un día. Pasada la primera vergüenza, se sucedieron las escenas más disolutas de día o de noche entre la señora y la sirvienta, entre la mujer joven y la niña crecida. La baronesa no se traicionaba durante el día con la menor familiaridad. Los juegos fueron pronto recíprocos. Margarita entraba desnuda en el lecho de la baronesa y no necesitaba decirme qué hacían juntas, porque acababa yo de experimentarlo. Pero entonces era ella quien hacía mi papel. La baronesa era insaciable, inventaba siempre nuevos juegos, sabía extraer delicias siempre renovadas del contacto entre dos cuerpos femeninos. Margarita me declaró que esa época había sido la más feliz y voluptuosa de su vida.

La baronesa iba todas las semanas a Ginebra para hacer compras y visitas. El mayordomo la acompañaba siempre, y Margarita comenzó a acompañarla también cuando se hicieron íntimas. La baronesa tenía siempre reservada una suite en uno de los mayores hoteles, con un salón, un dormitorio, un pequeño cuarto para Margarita y, junto a este, un cuarto para el mayordomo. Las puertas de cada habitación daban al corredor; las puertas de comunicación entre las habitaciones estaban cerradas o tapadas por muebles. Una vez que hubo hecho varias visitas a Ginebra, Margarita se convenció de que allí pasaba algo especial y de que la baronesa intentaba ocultárselo. El aseo no se hacía del mismo modo, y ni de mañana ni de noche había abandonos femeninos. La baronesa parecía agitada, inquieta, nerviosa durante el día; su ropa de noche y su cama revelaban claramente que no había pasado la noche sola. La cama presentaba siempre el mayor desorden, había sillas caídas y los paños de aseo exhibían signos todavía más reveladores. Margarita la vigilaba con una especie de celos. Inspeccionaba cada carta, espiaba a cada visita y a cada representante comercial recibido por la baronesa. Pero no logró descubrir nada. No obstante, se convencía más con cada viaje de que la baronesa no pasaba la noche sola. Escuchaba, en vano, detrás de las puertas. La baronesa no sólo cerraba la puerta del corredor, sino la que llevaba del salón al dormitorio. Era imposible escuchar mucho tiempo a la puerta del corredor, porque cruzaban sin cesar empleados y viajeros. Margarita pasó noches enteras tras de su puerta entreabierta para ver si alguien entraba o salía del cuarto de la baronesa. Esa vigilancia y ese espionaje duraron varios meses, y un buen día el azar le reveló todo. Cierta noche estalló un incendio en la vecindad del hotel. El director hizo despertar a todos los viajeros para advertirles del siniestro. Margarita se precipitó en el cuarto de la baronesa, que vino aterrorizada a abrir. Los reflejos del incendio penetraban por la ventana. La baronesa estaba tan empavorecida que apenas podía hablar y parecía haber perdido el juicio. Margarita captó con una sola ojeada todo el cuarto y obtuvo al fin el esclarecimiento deseado. El armario, que solía estar ante la puerta de la habitación continua, estaba alejado del muro. Alguien podía pasar fácilmente por detrás. Había un traje masculino sobre una silla delante de la cama, y sobre la mesilla de noche había un reloj de hombre con joyas en la cadena. No había duda ya. La baronesa observó que Margarita veía esos objetos, pero estaba demasiado trastornada para decir algo. Margarita empaquetó todas las cosas de la baronesa para poder huir en caso necesario y vio también una pequeña vejiga que parecía haber sido empleada. Cuando la baronesa se calmó un popo, escondió inmediatamente la cosa en su pañuelo. El fuego fue dominado, y ese incidente no supuso cambio en sus relaciones. De mañana, antes de abandonar Ginebra, Margarita supo por los empleados del hotel que un joven conde ruso ocupaba el cuarto contiguo al de la baronesa. Los cuartos se encontraban justamente en un codo del corredor, con lo cual el conde podía entrar y salir sin pasar por delante del apartamento de la baronesa, empleando la escalera de la otra ala del hotel Margarita comprendió todo. La baronesa debía tener relaciones con ese joven conde ruso. Pero estaba ofendida con ella por habérselo ocultado. A la vuelta, yendo de camino hacia Morges, la baronesa dejó caer su pañuelo en un lugar desierto.

Una vez allí, la vida recobró su ritmo acostumbrado. La baronesa dudaba en confesarlo todo a Margarita, aunque supiera desde luego que ella estaba al corriente. A partir de ese último viaje a Ginebra, Margarita pasó todos sus momentos de libertad en el corredor. Allí se encontró muchas veces con el conde ruso, que era joven, guapo y elegante. Cuando se vieron por segunda vez, él se volvió. Cuando se vieron por tercera vez, la abordó. Al saber que era la doncella de una dama que vivía en el hotel —Margarita no le dijo el nombre de su señora—, se despreocupó por las formas y sugirió que le siguiera a su cuarto. Sin otro deseo que satisfacer la curiosidad —o al menos eso me dijo en distintas ocasiones—, Margarita le siguió. No había nadie en el corredor. La introdujo en su cuarto, la besó, tocó sus senos y supo convencerse, a pesar de su enérgica defensa, de que ella era joven y bien nacida físicamente. Mientras la mano del joven caballero se entretenía así del modo más agradable, Margarita examinaba el cuarto. Observó la puerta que llevaba al cuarto de la baronesa, y concibió rápidamente su plan. El príncipe quería inmediatamente lo más serio, pero chocó con una resistencia irritada, y se contentó con la promesa de Margarita en el sentido de venir la noche siguiente, cuando su señora estuviese ya dormida.

Ella sólo quería venir bien pasada la medianoche, cuando el corredor estuviese oscuro. Él se puso a reflexionar, y Margarita se divertía mucho sabiendo en qué pensaba. Pero el atractivo de la novedad fue más fuerte que sus escrúpulos, y le dio cita a la una. Para poder entrar en el momento oportuno, hizo que el conde le diese la llave del cuarto. Margarita triunfaba. Concretó su plan hasta los mínimos detalles. La baronesa se despidió de ella a las diez y cerró cuidadosamente las puertas tras ella. Pero en vez de volver a su cuarto, Margarita se quedó escuchando tras la puerta de la baronesa. Pasado un instante la oyó canturrear una melodía, cosa que no hacía jamás, y luego golpear ligeramente la pared. Margarita oyó mover el armario y abrirse la puerta. Ahora sabía que el conde estaba con la baronesa, por lo cual se apresuró a ir al cuarto del ruso y entrar sin hacer ruido, después de comprobar que nadie la había observado. Un rayo de luz se filtraba por la puerta entreabierta del cuarto contiguo. Podía observar fácilmente todo lo que sucedía en la habitación de la baronesa. Tumbada en la cama, estaba en brazos del conde, que cubría su cuello, su boca y sus senos con besos ardientes, mientras su mano se perdía en todo momento entre sus muslos. La baronesa era una mujer muy bella, pero sus encantos no acapararon los ojos de Margarita, que se concentraban llenos de curiosidad en lo que desconocía aún. El príncipe se desnudó rápidamente. Era tan bello como robusto. Margarita veía un sexo de hombre por primera vez. Cuál no sería su asombro cuando vio a la baronesa encerrar al brillante enemigo, que acababa de acariciar y besar, en una pequeña vejiga sacada de una caja puesta sobre la mesilla de noche. Esa vejiga blancuzca, terminada en uno de los extremos por un cordón rojo, era la invención de un célebre médico francés, Condom. Tras haber terminado esa extraña preparación, untó el objeto de sus deseos con aceite perfumado y se colocó adecuadamente, mientras el conde se situaba de rodillas entre sus muslos para facilitar la entrada. De un solo golpe desapareció el miembro en su interior, y ambos cuerpos se unieron íntimamente. Pero Margarita no vio tanto como había visto desde la alcoba, porque la baronesa se cubrió con la colcha. Sólo vio las cabezas, boca a boca, bebiéndose los besos. Luego el conde dejó escapar un profundo suspiro y se abatió sobre el pecho de la baronesa. Quedaron un buen cuarto de hora unidos estrechamente, sin que la baronesa aflojase su abrazo, y Margarita me confesó que fue incapaz de retenerse a la hora de apaciguar con su mano el deseo extraordinariamente ardiente de su interior. Pero me confesó que deseaba otra satisfacción tras lo que acababa de ver.

Margarita me enseñó también la finalidad y el empleo de esa medida de seguridad que evita tantas desgracias y vergüenzas en el mundo. Comprendió inmediatamente su uso cuando vio a la baronesa retirar el cordón rojo que colgaba entre sus labios, sacar la vejiga llena de un líquido espeso y ponerla sobre la mesilla de noche. Era el pararrayos de una electricidad llena de peligros, que permitía a las jóvenes, a las viudas y a quienes viviesen junto a un hombre fatigado darse sin miedo al amor. Margarita había visto bastante. Podía obligar a la baronesa a confesar. Aunque llena de fuego, renunció a conocer más íntimamente al conde esa noche. Quería estar segura de que emplearía también ese preservativo, no quería arriesgar demasiado. También me dijo que le habría sido desagradable ser la segunda.

Volvió prudentemente a su cuarto, pero cerrando con fuerza la puerta tras de sí. Se regocijaba pensando que el conde iba a esperarla en vano parte de la noche. Tenía en su mano todos los hilos, dominaba la situación. Quería participar en esos juegos. Quería vengarse de la baronesa que la había despreciado como confidente. Reflexionó durante toda la noche sobre el modo de aprovechar sus ventajas. Os asombraría saber cómo concibió Margarita su plan y con qué coherencia lo puso en práctica. La astucia es una cualidad esencial del carácter femenino, y de ello tengo ejemplos admirables. En todo cuanto se relaciona con la divina voluptuosidad, la astucia y la disimulación naturales en la mujer se agudizan hasta un grado increíble. La más simple se hace inventiva empujada por el capricho, el deseo o el amor. Son inagotables los medios que mujeres y jovencitas emplean para lograr sus fines. Antes de que la baronesa despertase, Margarita fue a llamar a la puerta del conde. El vino a abrirla en pijama, pensando que se trataba de un camarero. Se asombró mucho viendo entrar a Margarita, a quien había esperado en vano desde medianoche. Quería hacerle reproches, tirarla sobre la cama y recobrar inmediatamente el tiempo perdido, pero cambió inmediatamente de conducta cuando fue ella quien hizo los reproches. Margarita le dijo que había llegado algo antes de la hora convenida y que le había visto salir del cuarto de la baronesa, que podría obtener una gran recompensa contándoselo al barón. Sin embargo, no deseaba hacerlo, y no lo haría, siempre que pudiese participar en sus juegos con la misma garantía de seguridad. En realidad, dijo, quería incluso ayudar a la baronesa en sus placeres y favorecer su relación. El conde no decía palabra; estaba demasiado estupefacto. Dijo estar dispuesto a todo, con tal de que ella callase; porque, si quedaba al descubierto su relación con la baronesa, ambas familias quedarían expuestas a grandes peligros. Margarita le comunicó todo su plan y exigió de él que lo cumpliese antes de partir la baronesa, cosa que se produciría a la mañana siguiente. Asombrado por la perspicacia de esa jovencita, y contento al ver que sus placeres se complicaban de modo tan agradable, el conde estuvo de acuerdo en todo. Y cuando Margarita le dejó plena libertad, quedó sorprendido al encontrarla intacta. No podía soñar con una compañera de juegos más amable. Quiso incluso probar sobre el terreno su entusiasmo pero Margarita se debatió enérgicamente, aunque su pasión no hacía con ello sino avivarse. El conde estaba ansioso por ejecutar su plan. Margarita había gustado suficientes cosas en esa única visita para permitir que la baronesa monopolizase a un joven tan encantador. Juntos repasaron los detalles de lo que iba a producirse una hora más tarde. Margarita permitió al conde muchas cosas encantadoras, exceptuando la que él deseaba más, y abandonó el cuarto dejándolo en ascuas. La baronesa llamó a las siete, abrió su puerta y volvió a acostarse. Margarita puso todo en orden, preparó los equipajes y sirvió por último el desayuno. Todo estaba preparado. El conde esperaba en su cuarto la señal convenida. Margarita pasó al salón, cerrando la puerta de un portazo. Era la señal. El conde abrió su puerta, empujó el armario y se precipitó de repente sobre la aterrorizada baronesa. La cubrió de besos. La baronesa no podía articular palabra, estaba turbada, indicaba con el dedo la puerta del salón, donde Margarita cerraba los equipajes con ruido. El conde aparentó cerrar la puerta con cerrojo, y luego suplicó a la baronesa que le otorgase una vez más su favor supremo. Había estado tan seductora la noche anterior que temía caer enfermo si ella no escuchaba su deseo. Le aseguró que se había provisto ya de la membrana de seguridad, y que no había nada que temer. La baronesa, sin duda para librarse cuanto antes del inoportuno, abrió los muslos y recibió al temerario. El conde suspiraba; de repente, lanzó un profundo suspiro y Margarita —que escuchaba detrás de la puerta— entró súbitamente. Fingiendo quedar hipnotizada por el espectáculo que se ofrecía a sus ojos, dejó caer lo que tenía en la mano. Clavaba sobre la cama unos ojos desmesurados. La baronesa, con sus grandes muslos abiertos, esperaba visiblemente el instante supremo, pero estaba aterrorizada porque arriesgaba todo: honor y fortuna. El conde lanzó una incomprensible imprecación en ruso, y se lanzó sobre Margarita. Gritaba lleno de rabia: «Estamos perdidos si no asesino a esta traidora y la callo para siempre. No se atreva a abandonar este cuarto».

Margarita quería huir, pero el conde le cerró el camino hacia la puerta. La miraba con ojos terribles, como si fuera a estrangularla. Más muerta que viva, la baronesa asistía a esta escena. Súbitamente, como si acabase de pensarlo, el conde exclamó: «Sólo hay un medio de asegurarse el silencio de esta chica. Debe convertirse en nuestra cómplice. ¡Perdonadme, baronesa, sólo hago esto por vos!».

Diciendo esto agarró a Margarita, que fingía estar aterrorizada, la tumbó sobre la cama junto a la baronesa todavía desnuda y temblorosa, levantó sus faldas y se lanzó con la mayor de las violencias entre sus muslos. Margarita se retorcía, fingía querer evitar esa empresa, pero de hecho se ofrecía cada vez más. No le permitió entrar antes de haberse asegurado de que no tenía nada que temer. El conde conservaba aún la bata de fantasía que se había puesto para la baronesa. Margarita le abrió entonces la entrada, fingiendo rendirse a su violencia. Gemía débilmente, suplicando a la baronesa que la ayudara, que la preservara de la rabia de aquel poseso. Pero por dentro se entregaba completamente a las sensaciones que llenaban su seno. Gozaba clandestinamente con haber engañado a la baronesa y haberla vencido, con estar allí, a su lado, sobre su propia cama, recibiendo de un hombre tan apuesto y destinado a la otra. A pesar de su aparente violencia, el conde la manejaba con ternura y suavidad; provocaba lentamente el derrame de las savias más preciosas, que podían llenarla sin peligro. La baronesa no sólo estaba presente, sino que hubo de apaciguar a Margarita, que lloraba, y suplicarla que no llorase tan alto. Como la crisis se aproximaba, el conde le dijo además: «Querida baronesa, si no me ayudáis a dominar a esta chica estamos perdidos. ¡Sólo podremos confiar en ella si logro violarla!». Y la baronesa le separó violentamente los muslos, mientras el conde penetraba hasta la raíz. Margarita luchaba por cerrar los muslos, se defendía contra la baronesa; esa lucha provocaba movimientos bruscos y sacudidas, una agitación y unos sobresaltos que aumentaban el goce y provocaron un flujo instantáneo y recíproco de las fuentes del placer. Margarita estaba como desvanecida. Pero escuchaba y observaba todo.

El conde se había vestido rápidamente. Se arrodilló ante la baronesa, la suplicó que se calmase y le perdonara haber empleado tal medio. Le aseguró que era el único para salir del peligro. Le aseguró que acababan de ganar una confidente muy segura en Margarita, y que su relación quedaba a partir de entonces a salvo de toda sorpresa. Además, se la atraerían más aún dándole dinero. Fingió ante la baronesa haber hecho un enorme sacrificio descendiendo hasta una doncella. Por último, suplicó a la baronesa que emplease todos los medios a su disposición para consolar y ganar a Margarita cuando volviese de su desvanecimiento. Margarita hizo un movimiento, como si fuera a despertarse; la baronesa, viendo el pequeño cordón rojo que colgaba entre sus muslos, lo retiró rápidamente y lo escondió en la cama. Margarita triunfaba; la baronesa le había hecho personalmente ese servicio. El conde abandonó el cuarto tras fijar su próximo encuentro y volvió a su departamento. Las dos mujeres estaban ahora solas. La baronesa, completamente engañada e inquieta, le contó su relación con el conde para distraerla, pero Margarita parecía inconsolable. Le contó también la vida que llevaba con su marido. Le prometió cuidarse de ella en el porvenir, si estaba dispuesta a ayudarla y a perdonar la violencia del conde. Margarita acabó dejando de quejarse a cuenta de los sufrimientos soportados. Puesto que, muy a su pesar, había llegado al conocimiento de su secreto, prometió a la baronesa estar dispuesta a favorecer sus encuentros. Tras esas reflexiones, se creó una relación muy extraña entre las tres personas. El conde nada sospechaba de las familiaridades secretas existentes entre las dos mujeres. Obtenía mucho más placer con el cuerpo bello y joven de Margarita, y amaba ese rincón tan poco frecuentado todavía. Él la prefería a la baronesa. Cuando estaban solos le daba pruebas claras de su amor y de su favor. En presencia de la baronesa, Margarita casi no prestaba atención al conde. Si participaba en sus embates, decía, era sólo para complacer a la baronesa. Por su parte, esta no sospechaba en absoluto lo que sucedía entre su amante y su doncella. Colmaba a Margarita de regalos y la tomó por confidente en lo sucesivo. Cuando volvieron a Ginebra, Margarita estaba siempre allí cuando el conde venía de noche al cuarto de la baronesa; pero había pasado ya por el cuarto de Margarita para buscar las primicias de sus fuerzas, con lo cual la baronesa sólo obtenía los restos.

Margarita no se cansaba de hablarme de los goces que un tal acuerdo entre tres personas comporta, sobre todo cuando se añaden una pequeña novela, una ligera intriga. Ella me decía que era siempre pasiva, para no despertar sospechas en la baronesa. El conde y ella sabían bien a qué atenerse. El joven ruso era tan tierno como apasionado. La amaba con pasión por haber sido el primero en montarse sobre su trono virginal. Quiso empujar a Margarita a hacerlo sin envoltorio y probar lo que era sentir en el momento decisivo cómo se derramaba en la vagina una oleada de fuerza vital; le decía también que esa mezcla de las savias más preciosas producía un perfume delicioso, que era como un anticipo de la felicidad celestial, que esa efusión recíproca era la voluntad de la naturaleza. Le prometió igualmente cuidarse de ella si quedaba embarazada. Pero Margarita se oponía enérgicamente; le bastaba sentir la oleada impetuosa, el flujo admirable; no quería su humedad ni su fecundación balsámica.

Tras gozar el uno del otro, recomenzaban los juegos en el cuarto de la baronesa y los prolongaban hasta altas horas de la noche. Desde las primeras experiencias a tres, la baronesa se mostró encantada, porque el conde era muy inventivo. Los tres se divertían de las más diversas maneras. Margarita se tumbaba sobre la baronesa, teniendo el centro de su placer sobre la boca del conde, que introducía su cetro en la baronesa por debajo, con la lengua en la hendidura de Margarita, mientras la baronesa chupaba sus senos tan redondos. El conde era incansable provocando la más alta voluptuosidad mediante largos preámbulos y toqueteos. La baronesa se acostaba sobre la cama, de tal manera que el conde estaba de pie ante ella, o inclinado sobre ella, mientras Margarita tenía los ojos justo a la altura de las partes actuantes, sentada sobre un taburete. Desde allí usaba sus manos, jugando unas veces con la hendidura tan llena de la baronesa y otras veces con el cetro y las dos bolas del agresor. Abría con los dedos los grandes labios, mientras la carne aterciopelada encerraba con sus mil pliegues todavía más estrechamente al vigoroso huésped, lo aspiraba. Luego los dejaba otra vez caer sobre la punta aprisionada que apenas podía salir. Con la otra mano sujetaba la lanza, la apretaba tanto que ya no podía entrar.

Cuando abría la mano el miembro desaparecía en seguida hasta el fondo. Margarita toqueteaba también el recipiente de ese admirable licor y excitaba cada fibra a relajarse. Los muslos blancos y deslumbrantes de la baronesa que se convertían en hemisferios de alabastro redondos e hinchados, los rubios cabellos del templo, el rojo encendido del sacerdote que quería hacer allí sacrificios, las bellas formas del hombre, por entonces en su máximo vigor, con sus pelos negros mezclándose con los rubios —y tomar parte en ese espectáculo, gustarlo de tan cerca, compartir en espíritu los goces de los dos otros— ¡cuántos momentos encantadores pasados juntos! El recuerdo de esas cosas admirables la calentaba y, como su mano se sentía desvergonzada en la suave tibieza de la cama, yo percibía que esas imágenes la enardecían.

En efecto, la situación de esas personas no era común. A pesar de su gran intimidad existía una desconfianza recíproca. Como os dije ya, mi imaginación se deleita en tales cuadros, pero mi razón me desaconseja su imitación. Tales refinamientos vienen seguidos por grandes fatigas, y hay siempre engorros cuando más de dos personas guardan un secreto. Como el joven conde podía saciar todos sus caprichos, se cansó pronto de la relación. Se enfrió, probablemente fatigado por las exigencias de las dos mujeres. En una palabra, abandonó precipitadamente Ginebra tras un frío adiós. La baronesa trataba de separarse de Margarita, y encontró pronto la ocasión. Margarita había recibido de ella y del conde más de tres mil francos. Pero, desgraciadamente, había puesto ese dinero en manos de su tutor. Se fue entonces a vivir con una amiga que había sido gobernanta. Tomaba clases, porque tenía intención de ir a Rusia como gobernanta, como muchas suizas. Con todo, su cambio de situación fue demasiado brusco. No se sentía contenta en casa de su amiga. Sus estudios la aburrían. En casa de la baronesa había tenido todo lo necesario para ser feliz. Había tenido incluso ocasión de disfrutar los placeres sin peligro, en mucha mayor medida que las demás jóvenes. Eso la había malcriado. Su cuerpo necesitaba ciertas cosas. Le faltaba el bello cuerpo del joven conde, así como las caricias íntimas de la baronesa. Sus noches fueron muy agitadas y sus sueños muy angustiosos durante los primeros meses. El efecto de su mano era insuficiente, y no encontraba ocasión de entablar una relación segura con alguien. Estaba deseosa de entregarse, pero sin correr peligro. No se atrevía a proponer a otro hombre lo que había propuesto al conde en circunstancias particulares. Una jovencita no reconocerá jamás tales cosas, porque eso la disminuiría a los ojos de los hombres. En consecuencia, pasó un año bien solitario entre sus libros y sus atlas. En ella se había despertado algo que no podía saciar y que estallaba tiránicamente durante la noche, en sus sueños voluptuosos. Al cabo del tiempo encontró en una casa de baños a una joven con quien tuvo pronto relaciones tan íntimas como con la baronesa. Toda clase de juegos, conversaciones curiosas, la enseñanza de cosas prohibidas y experiencias osadas les proporcionaron placeres bien vivos. Pronto mezclaron a otras compañías en sus encuentros. Cada una fingía ignorar todo, cada una se dejaba enseñar lo que todas habían practicado ya a escondidas.

Margarita era insaciable. Esas citas secretas, esas diversiones clandestinas aguijoneaban su deseo. Un día encontró al hermano de una de sus nuevas amigas, un joven amable y bien educado. Vio inmediatamente que ella le gustaba. Él se aproximó con la emoción y la torpeza de un adolescente que se sintiera atraído por primera vez por una mujer; era incapaz de resistir a ese oscuro mandamiento de la naturaleza. Margarita tuvo grandes dificultades para ocultar su indiscreta pasión. Hubiese satisfecho con gusto ese último deseo que él desconocía aún, pero no sabía cómo explicarle que exigía garantías. Charles había sido criado en el campo; todo lo ignoraba de esas cosas. Sus palabras y sus acciones eran simples y honestas. Margarita conoció al fin el amor, y vanamente se debatía contra su omnipotencia. ¡Ella que creía conocerlo todo y ser dueña de su corazón! ¡Todos sus principios se evaporaron con el fuego del primer beso! Estaba indefensa ante las caricias vacilantes de su amado. Él era tan torpe que ella necesitaba dirigirle como quien no quiere la cosa. Pero la naturaleza fustiga incluso al más ingenuo, al más virtuoso; cuando nos comprometemos en ese peligroso camino es preciso ir hasta el fin. Margarita se divertía mucho viendo los encomiables esfuerzos que él hacía por llegar a fines que ni siquiera sospechaba. ¡Ella se sentía tan superior a él! Se creía lo bastante dueña de sí para conservar toda su sangre fría en el momento fatal, porque su joven enamorado desfallecía ya de emoción con el mínimo roce exterior. Pensaba poder impedir que él derrama en ella su simiente, y le permitió la entrada. Pero no sabía que también en ella cada fibra y cada nervio esperaban esa unión. No conocía la debilidad de la mujer en los brazos del hombre amado, cuando todas sus fuerzas viriles la calientan interiormente. Una voluptuosidad inaudita la hizo olvidar toda precaución, todo principio, y de repente sintió la descarga eléctrica de un torrente ardiente que la llenaba por completo. Estaba consumado. Ella esperaba que no sucediese nada en ese único abrazo, pero en vano le prohibió toda repetición. La falta de la regla probó que el infortunio estaba consumado: había perdido su honor. Le concedió entonces todos los derechos de un marido. Durante tres meses disfrutaron todas las alegrías de la felicidad terrenal. Después, todos los golpes del mal destino se abatieron sobre ella. Su tutor quebró y huyó a América llevándose su peculio; su amante cayó enfermo y murió. Cubierta de vergüenza, fue expulsada de la casa. Se refugió en un pueblecito, donde perdió a su hijo tras dos años de privaciones y sufrimientos. Por último vino a Alemania, y encontró ese puesto de gobernanta en casa de mi tío.

Mucho me puso en guardia contra el olvido de tal abandono. Simple y franca, Margarita me había enseñado todo; sin embargo, me había ocultado el instrumento con el que reavivaba sus recuerdos.