3

Margarita era mi única esperanza. Hubiese querido pasar inmediatamente a su lado y acostarme en su cama. La habría suplicado, la habría amenazado; ella se habría visto obligada a confesarme todo, a explicarme esas cosas extrañas, prohibidas y excitantes que hoy conocía. Ella me habría enseñado a imitarlas, cosa que me atraía tan fuertemente. Yo poseía ya por entonces esa razón fría y ese espíritu práctico que más tarde me evitaron muchas cosas desagradables. Un azar podía traicionarme, y cabía la posibilidad de ser sorprendida como lo habían sido mis padres. Sentía que se trataba de cosas prohibidas, y deseaba tomar mis precauciones. Estaba ardiendo. El pequeño lugar rebelde, allí abajo, me reconcomía y me picaba. Abracé estrechamente mis almohadas y me dormí al tomar la decisión de ir con mi tío al campo, para encontrar ocasión de hablar con Margarita.

No tuve dificultades para que mi plan fuese aceptado. Mis padres me permitieron ir a pasar ocho días al campo. La propiedad de mi tío se encontraba a algunas leguas de la ciudad, y partimos después del almuerzo. Fui todo lo amable y complaciente posible durante el día. Margarita parecía verme con placer. Mi primita me era indiferente, y mi primo era muy tímido. Como era el único joven que podía frecuentar sin sospechas, pensé en principio dirigirme a él. Él habría podido aliviarme de todos los enigmas que me atormentaban tras haberme escondido en la alcoba. Era por eso muy amable con él, incluso provocante, pero él me evitaba siempre. Mi primo era pálido y delgado, con ojos inquietos y preocupados. Le molestaba mucho que yo le tocase para hacerle cosquillas. Pronto comprendí la razón de esa conducta, tanto más extraña cuanto que todos los jóvenes conocidos por mí en sociedad cortejaban a las damiselas. Llegamos a la propiedad de mi tío hacia las ocho de la noche. Hacía mucho calor. Fatigados del camino, nos apresuramos a subir a nuestros respectivos cuartos para asearnos un poco. Tomamos el té. Muy ingenuamente, me las arreglé para dormir en el cuarto de la gobernanta. Fingí tener miedo a acostarme sola en un cuarto desconocido, y los demás lo encontraron muy natural. Había impuesto mi voluntad, estaba contenta, convencida de organizar también todo el resto según mis planes. Con todo, ese día no iba a llegar a la cama sin tener una nueva aventura. Hoy mismo me cuesta contarla sin asco. Tras el té quise aliviar una necesidad natural. Los retretes eran dobles, con dos puertas lado a lado. Ambos lugares estaban separados por planchas, algunas de las cuales se encontraban ampliamente cuarteadas. Iba justamente a salir cuando oí que alguien se aproximaba. La persona entró en el aseo de al lado y corrió el cerrojo. Yo no quería salir antes de que mi primo se alejara. Por curiosidad, y sin malos pensamientos, miré a través de una grieta. Vi a mi primo. Estaba ocupado con algo bien distinto de lo que yo creía. Sentado, con las piernas estiradas, tenía ambas manos allí donde mi padre se llevara a menudo las suyas mientras abrazaba a mi madre. Intentaba salir de su letargo con mucho fuego, y vi que la cosa adquiría pronto otra forma en sus manos. Humedeció con saliva su miembro, que se hinchaba y crecía sin cesar. Sus ojos, tan fríos, se animaron poco a poco. Le vi temblar, crispar los labios, y un chorro de espuma blanca brotó repentinamente de ese miembro tan enigmático para mí, tras de lo cual fluyó lentamente desde una pequeña abertura, derramándose a lo largo del tallo y sobre la mano, ahora inmóvil y fatigada. Ese espectáculo me explicó muchas cosas, especialmente todo cuanto mis padres habían dicho acerca de un «chorro», aunque me repugnó desmedidamente. Con todo, durante ese espectáculo, una nerviosidad creciente se había mezclado a mi curiosidad. Sólo que ahora, viendo la postración y el abatimiento de ese joven, su pecado secreto me repugnaba. Sus ojos estaban fijos y preocupados. Mi padre y mi madre eran bellos cuando gritaban: «viene» o «se derrama»; mi primo, en cambio, era feo, grotesco, parecía ajado. Yo comprendía muy bien lo que hacía Margarita, porque una joven se ve siempre forzada a entregarse secretamente a sus sentimientos y a sus goces. Además, lo había hecho con entusiasmo, con vivacidad y pasión; mi primo, en cambio, se había entregado a ello maquinalmente, sin poesía, de manera baja y animal. ¿Qué podía impulsar a un joven sano y robusto a permitirse una pasión tan miserable, cuando la proximidad de tantas jovencitas y mujeres le permitía satisfacerse mucho más fácilmente?

Yo me sentía como personalmente ofendida, frustrada en alguna cosa. Si se hubiese dirigido a mí con un poco de cortesía, le hubiese hecho probablemente todo lo que mi madre había hecho a mi padre.

Había aprendido muchas cosas, y extraje las conclusiones oportunas. No necesitaba ya la iniciación de Margarita para estar completamente instruida. Lo que deseaba saber absolutamente es por qué se ocultaban tales cosas; quería saber lo que era peligroso, lo que estaba prohibido, y quería gustar por mí misma esas voluptuosidades cuyos destellos había presenciado.

Caía la noche. Una gran tormenta se preparaba. A las diez, cuando sonó el primer trueno, fuimos a acostarnos. Mi primita se acostaba en el cuarto de sus padres, con lo cual estaba sola con Margarita. Observé muy atentamente todo cuanto hizo. Corrió el cerrojo de la puerta, abrió su bolso y puso sus cosas en un armario. Escondió el misterioso paquete bajo un montón de ropa, así como el libro que la había visto leer. Inmediatamente decidí aprovechar mi estancia en el campo para conocer esos objetos y estudiarlos cuidadosamente. Margarita debería confesarme todo sin necesidad de amenazarla con revelar sus goces secretos. Me sentía muy orgullosa pensando que mi astucia iba a sorprenderla, convencerla, seducirla; que iba a obligarla a confesármelo todo. Mi curiosidad crecía y, no sé por qué, experimentaba un placer especial.

La tormenta estalló. Los truenos se sucedían sin interrupción. Fingí tener miedo. Margarita apenas acababa de acostarse cuando con el primer relámpago salté de mi cama y me refugié temblando junto a ella. La supliqué que se dignara recibirme, le dije que mi madre lo hacía en cada tormenta. Ella me aceptó en su cama y me acarició para tranquilizarme. Yo la tenía cogida, la abrazaba con todas mis fuerzas. Me arrebujaba contra ella a cada nuevo rayo. Margarita me abrazaba maquinalmente, por bondad, y no como yo habría deseado. No sabía qué hacer para obtener más.

El calor de su cuerpo me penetraba y me complacía mucho. Yo escondía el rostro entre sus senos. Un escalofrío desconocido me corría a lo largo de los miembros. Con todo, no osaba tocar aquello que tanto deseaba. Estaba dispuesta a todo, pero me faltaba bravura ahora que todo iba a lograrse. De repente, pensé quejarme de un dolor localizado entre mis muslos. No sabía qué podría ser, pero me puse a gemir. Margarita me palpó, y guie su mano de aquí para allá. Le aseguré que el dolor disminuía cuando sentía el calor de su mano, y que desaparecía completamente cuando ella me frotaba allí. Dije esto tan cándidamente que Margarita no podía adivinar mi propósito. Por otra parte, sus toqueteos eran mucho más tiernos que apasionados. Yo la abrazaba y me apretaba contra ella, mis brazos la estrechaban mientras mis muslos aprisionaban su mano, y poco a poco percibí que otros sentimientos la invadían.

Su mano cubría por entero el lugar decisivo. Sus dedos entreabrían con precaución los jóvenes labios y buscaban la entrada que, por desgracia, permanecía aún cerrada. Margarita hacía todo eso con mucha vacilación todavía. Era tan precavida como yo. Sin embargo, sus temerosas caricias me causaban un placer indecible. Yo sentía que también en ella comenzaban a despertarse los deseos. Pero me guardaba mucho de confesarle que sus caricias desbordaban con mucho el mero alivio pasajero de mis pretendidos dolores. Y, verdaderamente, era una sensación distinta por completo de saber que una mano extraña estaba en ese lugar.

Y cuando su dedo rozó la pequeña cabeza sensible y aureolada de un fino plumón, todo mi cuerpo vibró largamente. Dije inmediatamente a Margarita que mi dolor provenía de allí, que me había enfriado probablemente, porque me encontraba muy mal. A ella le daba placer, evidentemente, poder aliviar mi dolor con los dedos. Su caricia se hizo exquisitamente suave. Ahora descendía y se demoraba más y más en el lugar sensible, tratando de penetrar. Pero eso me hacía verdaderamente daño. Cuando llegaban las sacudidas, Margarita volvía bien pronto al punto de mis delicias. Se excitaba manifiestamente, su ternura aumentaba, su abrazo era más estrecho. Levantó nuestros camisones todo lo posible. Nuestros cuerpos se tocaban a todo lo largo. Yo había conseguido mi propósito. Aunque mi recurso no fuese demasiado ingenioso, Margarita se quejó repentinamente de un dolor en el mismo sitio. Probablemente ella también se había enfriado. Le propuse entonces aliviar su mal con mi mano. Era muy natural, puesto que la suya me hacía tanto bien. Margarita abrió sus muslos y me dejó camino libre. Yo estaba muy orgullosa de ver cómo triunfaba mi astucia. Con todo, acariciaba torpe y tímidamente el objeto de todos mis deseos. No quería traicionarme. Inmediatamente percibí una gran diferencia. Todo era mucho más grande y maduro en ella que en mí. Mi mano no se movía; se limitaba a estar allí.

Margarita no podía soportar esa inmovilización. Se incorporaba, se retorcía; sus muslos temblaban y se agitaban extrañamente. Súbitamente, me dijo que su dolor era mucho más al fondo. Complaciente, pero sin demasiadas prisas, intenté apaciguar ese molesto dolor. Mi dedo índice procuró penetrar lo más profundamente posible. Tuve un gran placer reconociendo todos los detalles de la admirable estructura de esa abertura. Pero era siempre tan patosa e inexperta que Margarita debía moverse por su cuenta para recoger el fruto de su disimulo. Eso hacía, y mi mano adoptaba el papel que mi padre tuvo cuando mi madre se había montado sobre él. Margarita se acercaba jadeante y temblorosa; se lanzaba apasionadamente sobre mi mano, cuyos dedos desaparecían hasta la base. Al principio su interior estaba húmedo y pegajoso. Luego pasó a estar ardiente y seco, pero muy pronto —mientras lanzaba grititos inarticulados— mi mano fue inundada de repente por un líquido muy caliente. Comprendí que era el mismo eyaculado por mi primo. Su excitación se calmó pronto, y se tumbó inmóvil a mi lado.

Todo me había salido bien. El azar y mi astucia me habían sido propicios. Deseaba llevar esa intimidad hasta el fin, costase lo que costase. Cuando Margarita se recobró, estaba muy preocupada. No sabía cómo explicarme su conducta y me ocultó su voluptuosidad. Mi inmovilidad la engañaba. Ella pensaba que yo era aún una completa ignorante en cuanto a esas cosas. Pensaba en lo que debía hacer y decir para que la aventura no tuviese consecuencias desagradables respecto de su posición en la casa de mi tío. Quería engañarme sobre la naturaleza del dolor que había fingido. Yo también estaba indecisa en cuanto a qué hacer. ¿Debía fingirme ignorante, o bien justificar mi conducta confesando mi curiosidad? Si me hacía la ingenua, Margarita podía engañarme fácilmente y contarme cosas inexactas que me habría visto forzada a creer para no traicionarme. Pero yo era más ávida que recelosa. Resolví por ello ser sincera, pero ocultándole que el nuevo estado de cosas era el producto de mi cálculo. Margarita parecía lamentar haberse abandonado a la fogosidad de su temperamento. Yo la calmé contándole todo cuanto había aprendido el día anterior. Le supliqué que me explicara esas cosas, pues sus suspiros, sus movimientos y el extraño líquido que había inundado mi mano revelaban que ella estaba iniciada, y yo conocía sus juegos secretos. En realidad, quería asegurarme de que no iba a engañarme, y mis preguntas ingenuas y curiosas la aliviaron mucho. Se sentía otra vez muy cómoda, como si fuese una hermana mayor dando consejos a una ingenua. Y puesto que yo le contaba todo con muchos detalles, incluso la apasionada conducta de mi madre, no tuvo reparo en confesarme que —junto con la religión— nada más bello conocía en el mundo que los goces sexuales. Me enseñó entonces todo, y si en lo sucesivo encontráis alguna filosofía en estas notas, debo sus primeras nociones a mi querida Margarita, que tenía una gran experiencia.

Aprendí cuál era la conformación exacta de los dos sexos; cómo se realizaba la unión; con qué valiosas savias se alcanzaban las metas naturales y humanas: la perpetuación del género humano y la máxima voluptuosidad terrestre. Y, con todo, la sociedad oculta esas cosas y las rodea de misterio. Supe también que, a pesar de todos los peligros que les rodean, los dos sexos pueden por lo menos lograr una satisfacción casi total. Margarita me puso en guardia contra las desdichadas consecuencias a que se expone una jovencita abandonándose enteramente. Lo que mi inexperta mano le había procurado, y lo que mi primo había hecho, eran satisfacciones casi completas. Aunque Margarita había conocido todas las alegrías del amor en los brazos de un hombre joven y vigoroso, estaba completamente satisfecha limitándose a los placeres que podía darse a sí misma; en realidad, había tenido un niño y había conocido todas las desdichas de una niña–madre. Con el ejemplo de su vida me demostró que, teniendo mucha prudencia y sangre fría, era posible darse a muchos goces. La historia de su vida era muy interesante e instructiva; será el contenido de mi próxima carta. Sin embargo, yo había adivinado bastantes cosas por mí misma. Lo que ella me volvió a enseñar no dejaba de sorprenderme.

Todo eso era muy bonito, pero no era la cosa misma. Ardía en desos de compartir y conocer por mí misma esas sensaciones que, ante mi vista, habían agitado hasta el desvanecimiento a personas tan diferentes. Mientras Margarita hablaba, mi mano había recomenzado su juego en el lugar donde ella tenía tanta sensibilidad. Ensortijaba los bucles de sus pelos y, cuando comenzó a agitarse más apasionadamente, apretaba y abría amorosamente los grandes labios. Quería hacerle comprender de ese modo que mi educación no era completa sin la práctica. Ella me contaba cómo se había abandonado por vez primera al joven que la dejara embarazada. Quería hacerme comprender la sensación divina que provoca ese miembro cuando penetra en una por vez primera. Me hablaba del éxtasis, de la efusión recíproca y completa. Todas esas palabras la excitaban, su pequeño plumón se hinchaba llenando mi mano, sus muslos me estrechaban. Había llegado el instante de recordarle aún más vivamente tales placeres. Y como ella decía: «Hace falta haber gustado personalmente esas cosas para poder comprenderlas», hundí mi dedo tan profundamente en la gran grieta abierta que ella lanzó un suspiro y se calló inmediatamente. Yo frotaba febrilmente los labios hinchados que casi me absorbían la mano, cuando de repente me detuve y dije: «¡Si queréis que continúe, debéis procurarme un anticipo de lo que me espera y de lo que habéis descrito tan deliciosamente!». Al momento sus dedos se pusieron a acariciar mi pequeña abertura, y al calor de mis besos vi claramente que mi proposición le había causado el más vivo placer. Sacó mi dedo de su grieta, metió el suyo en tal lugar, lo humedeció y luego intentó entrar en mí. Pero la cosa no iba. Vanamente abrí los muslos, y los movimientos de caderas no ayudaban.

Margarita me dijo entonces tristemente: «No funciona, querida Paulina. Tu vientre está aún cerrado al amor. Ven, siéntate sobre mi rostro, que mi boca se encuentre bajo tu maravillosa concha de amor. Veré si mi lengua puede procurarte lo que tu virginidad te prohíbe todavía». Mi padre se lo había hecho a mi madre. No me hice, pues, de rogar. Me arrodillé, con la cabeza de Margarita entre mis muslos. Apenas me hubo tocado, la punta de su lengua estaba ya en el lugar que tanto daño me hacía cuando ella intentaba meter el dedo. Pero ¡qué sensación distinta a todo cuanto había ensayado hasta entonces! Desde que su lengua golosa y puntiaguda me hubo pulsado, me inundó una voluptuosidad desconocida y no supe en lo sucesivo qué me estaban haciendo. Habíamos prescindido de las frazadas, nuestros cuerpos desnudos estaban uno sobre el otro. Me moví hacia adelante y, apoyada sobre la mano izquierda, jugueteé con la derecha hasta llegar al fondo de lo que ella llamaba su concha. Las primeras sensaciones de esa voluptuosidad que conocería hasta mis años más maduros me embriagaban ya con una dicha inefable. Su lengua me regocijaba. Me acariciaba en lo alto, chupaba abajo, aspiraba cada pliegue, besaba fogosamente la totalidad, humedecía el interior con saliva y volvía pronto a la entrada, donde provocaba un cosquilleo extraordinariamente dulce. Algo maravilloso y desconocido se apresuraba en mí. Toda mi savia iba a descargarse, y sentía que a pesar de mi juventud era digna de tal voluptuosidad. Deseaba devolver centuplicado a Margarita todo cuanto me procuraba.

Fue con rabia como metí un dedo, luego otro y al fin un tercero dentro de ella. La mano se me empezó a dormir, dada la mala postura que había adoptado a su lado. Estábamos fuera de nosotras mismas, y llegamos juntas a la meta. Noté que una humedad caliente llenaba mi interior, mientras su savia inundaba mi mano. Perdí el conocimiento. Caí sobre la temblorosa joven. Ya no sabía qué me sucedía.

Cuando me recobré, estaba acostada junto a Margarita. Ella nos había cubierto con las frazadas y me tenía tiernamente en sus brazos. Comprendí súbitamente que había hecho algo prohibido. Mi deseo y mi fuego se habían apagado. Mis miembros estaban rotos. Sentí un violento escozor en los lugares donde Margarita me había acariciado tan amorosamente; el bálsamo que corría por mis muslos no podía calmarme. Tuve conciencia de haber cometido un crimen y estallé en sollozos. Margarita sabía que en casos semejantes no había nada que hacer con pequeñas tontas como yo; me apretó contra su pecho y me dejó llorar tranquilamente. Por último, me dormí.

Esta noche única decidió toda mi vida. Mi ser había cambiado, y mis padres lo observaron a mi retamo. Asombrados, me preguntaron por la causa. Por lo demás, las relaciones con Margarita eran de lo más extraño. De día apenas podíamos mirarnos; de noche nuestra intimidad era de las más juguetonas, nuestra conversación de las más obscenas, nuestras voluptuosidades de las más lascivas. Le juré no dejarme seducir nunca y no tolerar jamás que un hombre vertiese en mí su precioso y peligroso líquido. Quería gozar todo sin peligro. Unos pocos días habían bastado para hacer de mí lo que todavía soy, lo que tan a menudo habéis admirado.

Había observado que todo el mundo se disfrazaba a mi alrededor, incluso los más respetables. La propia Margarita, que todo me lo había confesado, nunca me había hablado de ese instrumento que le causaba tanto placer como la lengua o la mano y que contenía el chorro principal deseado con toda mi alma.

Nunca me lo había enseñado. Me vino la idea de robar la llave del armario donde lo guardaba. Mi curiosidad no me dejaba reposo. No quería recurrir a los otros, quería aprenderlo todo por mí misma. Durante cinco días no logré procurarme esa llave, pero al fin la obtuve. Aproveché que Margarita daba una clase a mi prima para satisfacer mi curiosidad. He aquí que tenía la cosa en la mano, que la daba vueltas y probaba su elasticidad. El instrumento era duro y frío. Intenté meter su cabeza allí donde desaparecía por completo en Margarita. Pero en vano. Me hacía daño. No sentía placer alguno. No podía procurarme leche a esa hora. Me contenté con calentar el instrumento entre las manos. Había decidido abrir como fuese la vía de los fuertes placeres experimentados por otros, y de los cuales había tenido apenas un anticipo. Margarita me había dicho que eso era doloroso incluso en brazos de un hombre, y que muchas mujeres sólo le tomaban el gusto a esas cosas tras varios años del más completo abandono al hombre amado. Lo intenté. Calenté el instrumento entre mis senos y preparé mi pequeña grieta con un dedo húmedo. Quería recibir al exigente huésped. Observé que esas cuatro noches pasadas con una amante habían contribuido a hacer grandes cambios en mí. Mi dedo penetraba a medias, pero notaba claramente que un músculo prieto la detenía. Debía vencerlo. Margarita había empleado aceite. Apoyé la punta del instrumento sobre la abertura apenas visible, apreté y forcé tanto que la extraña cabeza entró. Verdaderamente, me hacía daño. Los labios me quemaban. Por último, sentí que algo se desgarraba y que brotaba un líquido ardiente. Vi con horror que se trataba de sangre. El instrumento había penetrado como la longitud de un dedo. Yo estaba tan excitada que soporté ese dolor y apreté, apreté… No sentía la menor voluptuosidad, y me dolió también sacar al malvado huésped. Estaba inconsolable con esa experiencia. Limpié la sangre cuidadosamente con una esponja y me lavé varias veces. Pero sentí todo el día la quemazón y el dolor de una herida. Estaba descontenta y odiaba a Margarita por no haberme ayudado.

Tras tantas experiencias agradables, esta fue penosa. Temía la noche, las caricias de Margarita y su descubrimiento. Como ya la había engañado, no me costó repetirlo. Tras la cena le conté que me había caído de una escalera, que me había herido en una pierna y que había sangrado incluso. En la cama me examinó y, lejos de poner en duda mi relato, me confió que esa caída me había costado la virginidad. No se lamentó por ello, pero compadeció a mi futuro marido, que se vería privado de mis primicias. ¡Eso me era igual entonces y siguió siéndolo después! Para no fatigarme, Margarita me llevó a mi cama por esa noche. Yo también lo deseaba. Me puso cold–cream, cosa que me sentó muy bien. A la mañana siguiente todo dolor había desaparecido. Y las dos últimas noches que pasé en la finca de mi tío me indemnizaron de esa breve privación. Conocí entonces toda la potencia de la voluptuosidad que provoca la entrada del cuerpo extraño caliente y vivo en el interior de la mujer. Las fuentes del placer brotaron tan completamente que no me quedó un solo deseo insatisfecho. La saciedad me aplastó con una fatiga deliciosa y total.

¡Experimentaba todo eso a los catorce años, y mi cuerpo no estaba todavía maduro! Desde luego, y eso no ha alterado jamás mi salud ni ha disminuido los regocijos de mi vida. Mi primo me había enseñado a temer los excesos de postración que siguen. Gracias a mi carácter razonable, jamás sobrepasaba la medida. Calculaba siempre las consecuencias que podrían seguirse, y sólo una vez en la vida me olvidé lo bastante como para perder mi dominio y mi superioridad. Había aprendido pronto que, siguiendo las leyes de la sociedad, era preciso gozar con mil precauciones para hacerlo sin perjuicios. Quien ataca con obstinación esas leyes necesarias se condena; no tendrá sino largos remordimientos para cortos instantes de gozo. Cierto es que tuve la suerte de caer, desde el comienzo, en manos de una mujer joven y experimentada. ¿Qué habría sido de mí si un joven hubiese estado en mi vecindario y me hubiese abordado con destreza? Gracias a mi temperamento y a mi curiosidad, sería un ser perdido. Si no fue así, lo debo a las circunstancias en que tales cosas me fueron reveladas. Son exquisitas tanto como veladas. Y, sin embargo, forman el centro de toda actividad humana. Antes de comenzar mi tercera carta quiero hacer observar que los signos del desarrollo completo de mi cuerpo se mostraron por primera vez poco tiempo después de mis relaciones con Margarita.