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Mis padres, gente bien pero en modo alguno opulenta, me dieron una educación ejemplar. Gracias a la vivacidad de mi carácter, a mi gran facilidad para aprender y a mi talento musical precozmente desarrollado, era la niña mimada de la casa, favorita de todos los conocidos.

Mi temperamento no había hablado todavía. Teniendo trece años otras jovencitas me informaron sobre la diferencia entre el sexo masculino y el sexo femenino, contándome que la historia de la cigüeña era una fábula y que con ocasión del matrimonio debían acontecer cosas extrañas y misteriosas; pero por entonces mi único interés en esos chismes era la curiosidad. A esta curiosidad sólo empezó a añadirse algo de complacencia con los primeros signos de la pubertad, cuando un ligero toisón de cabellos rizados apareció allí donde mi madre nunca toleraba el desnudo total, ni siquiera con ocasión de mi aseo. Cuando estaba sola examinaba ese incomprensible brote de pelillos y los alrededores de ese lugar precioso; sospechaba que debía tener gran importancia, pues el mundo lo escondía y velaba con el mayor cuidado. Al levantarme, cuando me sabía sola tras las puertas cerradas, descolgaba un espejo, lo situaba ante mí y lo inclinaba en medida bastante para verlo todo nítidamente. Abría con los dedos aquello que la naturaleza ha cerrado cuidadosamente, y comprendía cada vez menos la explicación de mis compañeras sobre el modo en que se hacía la unión más íntima del hombre y la mujer. Constataba por la vista que todo eso era imposible. En las estatuas había visto cómo la naturaleza nos había dotado de modo distinto al hombre. Pero sólo podía examinarme cuando me lavaba con agua fría, los días de semana, mientras estaba sola y desnuda, porque los domingos —en presencia de mi madre— debía estar cubierta de las caderas a las rodillas. Por otra parte, mi atención fue atraída pronto por la redondez cada vez más pronunciada de mis senos, por la forma cada vez más plena de mis caderas y mis muslos. Esta constatación me produjo un placer incomprensible. Me hice soñadora. Intentaba explicar del modo más barroco aquello que me resultaba imposible entender. Recuerdo muy bien que en esa época comenzó mi vanidad. También en esos tiempos me asombraba a mí misma por las noches en la cama, cuando sorprendía una mano puesta sin conciencia sobre el bajo vientre y la veía jugando con los pelillos nacientes. El calor de mi mano me divertía; pero era incapaz de suponer todo cuanto dormía aún en ese lugar. Por lo general, cerraba los muslos en torno a la mano, y en esa posición me entregaba al sueño.

Mi padre era un hombre severo, y mi madre un ejemplo de virtud femenina y buen porte. Yo los respetaba mucho y los amaba apasionadamente. Mi padre no tonteaba jamás y, en mi presencia, jamás dirigía una palabra tierna a mi madre; estaban ambos bien hechos. Mi padre tenía aproximadamente cuarenta años, y mi madre treinta y cuatro.

Jamás hubiera creído que —por debajo de un exterior tan serio y maneras tan dignas— se escondiera tanta sensualidad secreta y semejante apetito de goce. Un azar me lo enseñó.

Tenía catorce años y seguía la enseñanza religiosa requerida para mi confirmación. Amaba a nuestro pastor con un amor exaltado, como todas mis compañeras. He observado a menudo, después, que el instructor y, muy especialmente, el instructor religioso es el primer hombre que deja una impresión duradera en el espíritu de las jovencitas. Si su sermón se sigue y es un hombre destacado en la comunidad, todas sus jóvenes alumnas se prendan de él. Volveré otra vez sobre este punto, que se encuentra en la lista de vuestras preguntas.

Tenía, pues, catorce años y mi cuerpo estaba completamente desarrollado, incluyendo ese signo esencial de la mujer que es la flor periódica. Se acercaba el día del aniversario de mi padre. Mi madre hizo los preparativos con amor. A primera hora de la mañana ya estaba yo toda vestida de fiesta, porque mi padre se complacía con los trajes bonitos. Vos ya conocéis mi pequeño talento poético, y para aquel día había compuesto unos versos. Quede entre nosotros que el pastor debía corregir esos versos, con lo cual tenía yo un pretexto para ir a su casa. Había preparado también un gran ramo de flores.

Mis padres no tenían un cuarto común. Mi padre trabajaba frecuentemente hasta muy tarde en la noche, y no quería molestar a mi madre; eso decía, al menos. Más tarde vi en ello un signo evidente de su sabia manera de vivir. Los esposos debían evitar en todo lo posible el relajamiento cotidiano. Todos los cuidados que exigen levantarse, acostarse y el aseo nocturno son a menudo bastante ridículos; destruyen bastantes encantos, y la vida común pierde su atractivo. Por eso, mi padre no dormía en el cuarto de mi madre. Solía levantarse a las siete.

El día del aniversario, mi madre se levantó a las seis para preparar los regalos y coronar el retrato de mi padre. Hacia las siete, se quejó de estar cansada y dijo que iba a acostarse otra vez un momentito, hasta el despertar de mi padre.

Dios sabe de dónde me vino esa idea, pero pensé que sería muy cariñoso de mi parte sorprender a papá en el cuarto de mi madre y presentarle allí mis felicitaciones. Le había oído toser en su cuarto. Por lo mismo, estaba levantado ya, y vendría pronto. Mientras mi madre daba sus últimas órdenes a la sirvienta, me deslicé en su dormitorio y me oculté tras la puerta acristalada de una alcoba que nos servía de guardarropa. Feliz y orgullosa con mi plan, aguardaba sin aliento tras la puerta acristalada cuando entró mi madre. Se desnudó rápidamente hasta la camisa, se sentó sobre el bidet preparado y se lavó cuidadosamente. Por primera vez veía el bello cuerpo de mi madre. Ella inclinó un gran espejo que estaba al pie de la cama, cerca del lavabo, y se acostó mientras mantenía fijos los ojos en la puerta. Comprendí entonces la falta de delicadeza que acababa de cometer, y deseé escapar de la alcoba. Un presentimiento me decía que ante mis ojos iban a acontecer cosas impropias para la contemplación de una jovencita. Contenía el aliento y temblaba de pies a cabeza. De repente, la puerta se abrió. Entró mi padre, vestido como todas las mañanas con una elegante bata. Bastó que la puerta hiciera el primer ruido y ya mi madre cerró inmediatamente los ojos, aparentando dormir. Mi padre se acercó al lecho y contempló a mi madre dormida con la expresión del mayor amor. A continuación corrió el cerrojo. Yo temblaba más y más, habría querido desaparecer bajo la tierra. Mi padre se quitó lentamente los calzones. Ahora estaba en camisón bajo la bata. Se aproximó a la cama y levantó con precaución la fina colcha. Bien sé ahora que, si mi madre estaba allí con los grandes muslos abiertos, una pierna doblada y otra extendida, no era por puro azar como ingenuamente pensé entonces. Veía por primera vez otro cuerpo de mujer, pero pleno, en total florecimiento, y pensaba con vergüenza en el mío, tan inmaduro aún. El camisón estaba levantado, nada oculto había; un seno blanco y redondo desbordaba sobre los encajes.

Bien pocas mujeres he ido conociendo después con suficiente osadía para presentarse así ante el marido o amante.

Mi padre bebía este espectáculo con los ojos. Al poco se inclinó dulcemente sobre ella, se humedeció el dedo en la boca y lo llevó a ese punto del que sus ojos no lograban despegarse. Una vez allí, lo paseó con delicadeza de arriba a abajo. Mi madre suspiraba, luego levantó la otra pierna y comenzó a hacer extraños movimientos de caderas. Enrojecí de vergüenza; quise desviar los ojos, pero no era capaz. Los movimientos de caderas se aceleraban, mi padre humedeció su dedo por segunda vez, y lo introdujo esta vez tan profundamente que su mano pareció perderse bajo el espeso toisón rizado. En ese momento mi madre abrió los ojos, como si acabara de despertarse con sobresalto y, mientras cerraba violentamente los muslos en torno a la mano ahora cautiva de mi padre, dijo con un profundo suspiro:

—¿Eres tú, querido? Justamente estaba soñando contigo. ¡Qué modo encantador de despertarme! ¡Enhorabuena mil veces por tu cumpleaños!

—Lo más bello de todo me lo otorgas tú, permitiendo que te sorprenda. ¡Qué bella estás hoy! ¡Tendrías que verte!

—¡Pero mira que sorprenderme de modo tan imprevisto! ¿Has corrido el cerrojo?

—No temas. Pero si quieres realmente desearme felicidad, abre otra vez tus muslos. Estás tan fresca y perfumada como una rosa llena de rocío.

—Todo te lo permito, ángel mío. Pero ¿no preferirías esperar a la noche?

—No hubieses debido exponerte de un modo tan embriagador. ¡Tócame, podrás convencerte de que me es imposible esperar más!

Cayó entonces sobre ella, y los besos no querían cesar. Sin embargo, conservaba siempre su mano en el mismo lugar, más amorosa y acariciante que nunca, y vi cómo la mano de mi madre se deslizaba furtivamente bajo el camisón de su marido. Los besos se hicieron más ardientes. Mi padre le besaba el cuello y los senos, sorbía los pequeños botones rosas, descendía progresivamente hacia abajo y acabó fijando sus caricias en el centro mismo de todas las gracias femeninas. Cuando mi madre sintió esa caricia se situó en posición atravesada sobre la cama, y mi padre se arrodilló. Separó los muslos con ambas manos y sus labios no abandonaron un solo instante la fuente de su placer. Puesto que me daba la espalda, no pude ver lo que estaba haciendo, pero por las ligeras exclamaciones de mi madre deduje que experimentaba un placer extraordinario. Sus ojos se humedecieron, sus senos temblaron, sus muslos se agitaron convulsivamente mientras jadeaba y suspiraba:

—¡Qué goce! ¡Un poco más arriba! ¡Qué encantador eres! ¡Chupa, chupa! ¡Así! ¡Ay, que ya viene! ¡Oh, por qué no podré besarte yo también! ¡Cielos! ¡Un poco más abajo, con la lengua! ¡Más deprisa! ¡Ah! ¡Ah! ¡Está brotando! ¡Me… ah… para! ¡Es demasiado! ¡Qué voluptuosidad! ¡Ah! ¡Ah!

Cada una de esas palabras quedó fijada en mi memoria. ¡Cuántas veces las he repetido mentalmente! ¡Cuánto me han hecho reflexionar y soñar! Aún me parece estar oyéndolas. Y escuché también un pequeño pedo… creo que dejado escapar por mi madre.

Hubo un momento de pausa. Mi madre permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, el cuerpo relajado, los muslos reposando sobre el borde de la cama. Ya no tenía ante mí un padre severo ni una madre virtuosa y digna. Veía a una pareja de seres que, ignorando toda convención, se lanzaban deslumbrados y ebrios a un gozo ardiente que yo desconocía. Mi padre permaneció un instante inmóvil, y luego se sentó en el borde de la cama. Sus ojos abrasadores tenían una expresión salvaje, incapaces de abandonar siquiera un instante el punto de su codicia. Mi madre temblaba voluptuosamente. En cuanto a mí, ese espectáculo me quitaba la respiración, me hacía sentirme al borde de la asfixia mientras el corazón latía con excesiva fuerza. Brotaron mil pensamientos en mi cabeza, y estaba muy inquieta por lograr salir de mi escondrijo sin ser vista. Pero mi incertidumbre no duró nada, porque todo cuanto acababa de ver era un mero preludio. La continuación me enseñó lo bastante para no necesitar jamás en lo sucesivo lecciones.

Mi padre estaba sentado al costado de mi madre tumbada. Ahora su rostro estaba vuelto hacia mí. Debió sentir calor, porque de repente se quitó el camisón y la bata. De este modo vi súbitamente aquello que más me hiciera reflexionar en los relatos de mis amigas.

La curiosidad me excitaba tanto que casi lloraba. ¡Qué distinto era eso de todo cuanto había yo visto en estatuas y niños! Recuerdo muy bien que tenía miedo y que, sin embargo, un escalofrío delicioso me recorrió la espalda. Mi padre continuaba mirando fijamente a mi madre, mientras con una mano parecía dominar a su rebelde miembro, porque lo acariciaba dulcemente y vi que desnudó su punta. Yo temblaba más y más, crispando violentamente los muslos como si algo hubiera de acontecer.

Ya sabía por los relatos de mis amigas que esas dos partes expuestas por primera vez a mi vista se pertenecían. Pero ¿cómo era eso posible? No podía comprenderlo, porque su tamaño me parecía desproporcionado. Tras una pausa de escasos instantes, mi padre tomó la mano inanimada de mi madre y la llevó sobre aquello que atraía irresistiblemente a mis ojos. Cuando ella percibió aquello que le era puesto en la mano abrió los ojos, sonrió con expresión de felicidad y se lanzó con tal pasión sobre los labios de mi padre que comprendí inmediatamente haber visto sólo los preliminares inocentes de su encuentro. Ninguno de los dos hablaba, y ambos se desnudaron tras haber intercambiado los besos más ardientes, mientras la mano de mi padre continuaba siempre entre los muslos de mi madre y la mano de mi madre entre los muslos de mi padre.

A continuación mi madre se colocó sobre un montón de cojines que le levantaban las nalgas, y observé que se movía de un lado para otro; por último encontró la posición más favorable para poder contemplarse cómodamente en el espejo, que había situado al pie de la cama antes de llegar mi padre. Mi padre no se dio cuenta, porque miraba menos el bello rostro radiante de mi madre que sus muslos. En realidad, sus muslos estaban ahora muy separados, y mi padre se arrodilló entre ellos. Yo veía todo nítidamente. Pensé que mis ojos iban a estallar, de tanto como los dilataba la curiosidad. Mi madre tomó entonces la salvaje lanza de su marido y la dirigió hacia esa grieta maravillosa; la humedeció con saliva, frotó varias veces el lugar de arriba a abajo, dejando escapar suspiros, y dijo:

—Suavemente, querido, para que gocemos juntos. El primer chorro ha sido tan abundante que el segundo no vendrá tan pronto. No me abandones antes.

Yo, pobre niña ignorante ¿qué podía comprender de esas palabras? Vi el miembro de mi padre desaparecer en su abertura. En lugar de gritar de dolor, como esperaba, los ojos de mi madre brillaron de voluptuosidad, y entrelazó sus dos piernas sobre los riñones de mi padre para hundirlo todavía más profundamente en ella. Sus ojos ardientes seguían por el espejo todos los movimientos de mi padre. Los mil sentimientos que me agitaban entonces no me permitieron considerar cuán bellos eran esos dos cuerpos enlazados, pero hoy sé que tal belleza es extremadamente rara. Cuando mi padre consumó la penetración, tras unos minutos de inmovilidad, mi madre redujo algo el abrazo de sus muslos. En ese momento mi padre se retiró, y extrajo la flecha abrasada y roja, y volvió a hundirla hasta la raíz. Mi madre balanceaba las caderas, venía a su encuentro. A cada sacudida crecía su voluptuosidad. Desgraciadamente, yo no veía el rostro de mi padre; pero por sus movimientos cada vez más desenfrenados percibía que la embriaguez iba dominándole. No hablaba, actuaba. Mi madre, en cambio, dejaba escapar palabras incoherentes, pero que me permitían de todos modos captar lo que estaba sucediendo entre ellos:

—¡Ahí, más profundo, mi único amor! Llega hasta el final. No. Más suave. ¡Ah! ¡Qué potente estás hoy! ¿Gozas? Me siento toda húmeda del primer chorro, eso debe darte placer. ¡Más deprisa ahora! ¡Así! ¡Oh! Así me gusta. Todavía no te viene ¿eh? ¡Lánzate hasta el final! ¡Ah! ¡Ah! ¡Qué pena, te has derramado ya y yo no estoy preparada! ¡Qué efusión! ¡He sentido ese chorro ardiente hasta el corazón!

Mi padre seguía sin decir nada. Sus movimientos se habían acelerado. Parecía haber perdido todo recato. No había el menor intervalo entre la entrada y la salida. Su cuerpo fue presa de contorsiones. Resoplaba, temblaba, sus muslos eran agitados por nerviosas sacudidas. Al fin se hundió tan profundamente que cayó sobre mi madre, inmóvil, como muerto, perdida la cabeza en los agitados senos de su esposa. Luego, agotado, se volvió de costado. Mi madre cogió una toalla y, mientras le secaba, tuve tiempo de observar el cambio que se producía en ambos. Lo que había sido tan grande, tan amenazador y tan rojo en mi padre era ahora un miembro pequeño, tranquilo, minúsculo; la punta estaba cubierta por una espuma blanquecina que mi madre secaba. Pero lo que había estado bien cerrado y apenas visible en mi madre estaba ampliamente abierto, ostentoso, rojo. Fluía de allí una espuma blanquecina que parecía haber inundado toda la caverna. Y yo, pequeña simple, no comprendía de dónde podía provenir eso. Mi madre tomó agua, lavó primero a mi padre con mucha ternura, y luego llenó una pequeña jeringa de pico curvo, se la introdujo y se lavó a fondo.

Por último, se volvió a acostar junto a mi padre, que estaba inmóvil y con expresión soñadora. Tenía un aire satisfecho, pero mi madre no. Parecía presa de la misma excitación que se había apoderado de él cuando la besaba entre los muslos. Mientras hacía su aseo movió como por casualidad el espejo, y mi padre, que estaba ahora en el lugar antes ocupado por ella, sobre el almohadón, no podía en modo alguno ver la imagen que tanto había complacido a mi madre. Yo había seguido esta escena con tanta atención que este pequeño gesto no se me escapó, pero sólo pude explicármelo mucho más tarde. Creí que todo había terminado ya. Mis sentidos estaban violentamente agitados, hasta el punto de hacerme sentir casi mal. Pensaba en escabullirme sin delatar mi presencia, pero todavía me quedaba algo por ver. Sentada a sus pies, mi madre se inclinó sobre mi padre, lo besó y preguntó tiernamente:

—¿Eres feliz?

—Más que nunca, adorable mujer. Sólo siento que no hayas terminado a la vez que yo. Estaba demasiado excitado, no podía contenerme. Brotaba como un chorro de agua.

—Pero carece de importancia. En tu aniversario sólo busco tu placer. Además, he gozado divinamente la primera vez.

Diciendo esto, mi madre se inclinó sobre él y se puso a besar ese sitio que él había adorado tanto en ella. Yo veía ahora mucho mejor lo que estaba sucediendo. Al principio, ella se limitaba a besar su exterior, acariciándolo y jugando delicadamente con el miembro. Luego lo tomó por entero en la boca, y el rostro de mi padre se vio crispado por espasmos. Él le pellizcaba los senos con su mano derecha, pero pronto la llevó a la intersección de sus voluptuosos muslos, que se abrieron inmediatamente para dejarle en libertad total. Veía yo su dedo jugando con la abertura, descender luego lentamente y penetrar por completo, mientras que la boca de mi madre era cada vez más ávida. Por último ¡oh maravilla!, sus caricias resucitaron a ese encantador pequeño, que se levantó y recobró la forma bajo la cual se me había aparecido al principio. Mi madre había logrado sus fines; sus ojos brillaban de ansia, y como mi padre permanecía inmóvil, visiblemente satisfecho con la atrayente ocupación de su mano, mi madre se montó sobre él de golpe. El cuerpo de mi padre estaba entre sus grandes muslos abiertos. El azar había dispuesto todo a mi favor. Veía la escena doblada; una vez desde el lecho, cuyos pies tenía ante los ojos, y otra vez de espaldas, a través del espejo. Lo que hasta ese momento no había logrado ver sino en parte, aparecía ahora de lleno, tan nítidamente como si estuviese participando. Jamás olvidaré ese espectáculo. Era lo más bello de cuanto hubiera podido desear. Era más bello que ninguno de los gozados desde entonces. Los dos esposos rebosaban salud y fuerza, y ambos estaban sobreexcitados. Mi madre era ahora la activa, mientras que mi padre estaba mucho más tranquilo. Estrechaba las caderas redondeadas y blancas, introducía un dedo en el agujero posterior, marrón y rodeado de pelos, tomaba los pezones de sus senos entre los labios, los chupaba cuando mi madre se inclinaba mucho, pero su bajo vientre permanecía casi inmóvil. En cambio, mi madre estaba en ascuas y se movía con una vivacidad extraordinaria. Usando su mano, dirigió la amenazadora lanza hacia la abertura y se sentó sobre ella, absorbiéndole hasta la raíz. Todo cuanto había visto antes me había consternado y asustado. Pero otros sentimientos me agitaban ahora. Estaba turbada, excitada de un modo incomprensible y muy dulce. Si no hubiese temido arrugar el traje nuevo, hubiese llevado inmediatamente la mano al lugar donde mi madre parecía experimentar una voluptuosidad indomable. Ella lo había olvidado todo, había pasado de mujer seria y grave a una gozadora desenfrenada. Ese espectáculo era indescriptible. Los miembros robustos de mi padre, las formas redondas, blancas y deslumbrantes de mi madre. ¡Y, sobre todo, esas partes tan infinitamente unidas que se agitaban como si todas las fuerzas vitales de esos dos seres felices se hubieran concentrado en ellas! Cuando mi madre se alzaba, veía los labios de la grieta separarse con pesar del cetro de la potencia viril que, abrazado estrechamente en ella, penetraba unas veces hasta lo más profundo y otras se mostraba desnudo para desaparecer rápidamente.

Mi madre callaba ahora. Ambos parecían gozar en el mismo grado. Ambos aceleraban sus movimientos. Sus ojos se anegaron en el mismo instante. Y en el momento del máximo éxtasis mi padre dio de repente un gran empujón de abajo arriba, como para penetrar por completo en ese encantador refugio, mientras mi madre —abriendo todavía más los muslos— empujaba de arriba a abajo, como para absorberlo todo. Mi padre gritó: «¡Ya viene, ya viene! ¡Se derrama! ¡Oh cielos!», y en el mismo instante mi madre decía: «¡Ahí está, ahí está! ¡Qué dulce fuente!». Su trance duró un largo minuto, y luego cayeron abrazados sobre la cama, cubriéndose con la colcha para no enfriarse, con lo cual me vi privada del espectáculo de sus cuerpos.

Estaba como petrificada. Las dos personas hacia quienes había sentido hasta entonces tanto amor y respeto acababan de revelarme esas cosas sobre las cuales se construyen ideas absurdas las niñas. Habían rechazado toda dignidad. Acababan de enseñarme que el mundo, bajo el dominio exterior de las costumbres, sólo busca el goce y la voluptuosidad. Pero no quiero hacer filosofía. Quiero narrar ante todo.

Permanecieron como muertos bajo las sábanas durante diez minutos. Luego se levantaron; mi padre dio dos o tres azotes en las grandes nalgas de su esposa, se vistieron y abandonaron el cuarto. Yo sabía que mi madre llevaría a mi padre al cuarto donde se exponían los regalos. Esa sala daba sobre la terraza que llevaba al jardín. Al cabo de pocos minutos abandoné furtivamente mi escondrijo y escapé al jardín, desde donde saludé a mis padres. No sé cómo pude recitar mi poesía y presentar mis parabienes a mi padre, pero él tomó mis dificultades como efecto de la emoción. Con todo, no me atrevía a mirar a mis progenitores; no podía olvidar el espectáculo que acababan de ofrecerme, la imagen de sus embates. Mi padre me besó, y luego mi madre. ¡Qué distintos besos! Yo estaba tan turbada y confusa que mis padres acabaron dándose cuenta. Me moría de impaciencia por volver a mi cuarto y estar sola, para profundizar en lo que acababa de aprender y entregarme luego a experiencias personales. Me ardía la cabeza, la sangre latía con fuerza en mis arterias.

Mi madre creyó que llevaba la ropa demasiado prieta. Me envió al cuarto. Tenía una buena ocasión para desnudarme, y lo hice con tal prisa que casi desgarro el traje. ¡Qué feo era mi cuerpo anguloso en comparación con la belleza abundante de mi madre! Apenas comenzaba a redondearse en mí lo que en ella estaba en plena sazón. El fuerte toisón no era en mí sino una ligera espuma. Intenté hacerme con la mano lo que mi padre hacía a mi madre. Frotaba a derecha e izquierda, de arriba a abajo, abría todo lo posible los labios de la entrada, pero me era imposible meter un dedo sin experimentar violentos dolores. No obstante, cuando mi dedo húmedo de saliva frotaba suavemente en la parte alta, cerca de la entrada, tenía sensaciones muy agradables. Pero no podía comprender cómo podrían desencadenar tal delirio y hacer perder el juicio. Deduje entonces que era imposible obtener esa voluptuosidad suprema sin el concurso de un hombre. Comparé entonces al pastor con mi padre. ¿Sería él tan ardiente, tan voluptuoso y tan loco cuando estuviera a solas con una mujer? ¿Se comportaría así conmigo si yo estuviese dispuesta a hacer todo cuanto mi madre había hecho? Y no podía olvidar esa imagen, bella entre todas, cuando para reanimar con caricias el miembro viril, mi madre lo tomó en su boca y lo besó largamente hasta lograr que se levantara vigoroso y desapareciera en ella.

Había vivido diez años en menos de una hora. Fatigada, abandoné todas mis tentativas cuando vi que eran vanas, y me puse a pensar en el futuro. Yo era por entonces muy ordenada ya. Tenía un diario donde anotaba mis pequeños gastos y todas mis observaciones. Allí anoté también en seguida las palabras escuchadas, pero con la precaución de hacerlo en hojas diferentes, para que nadie comprendiese esas frases aisladas. Luego me puse a reflexionar en lo que había visto y a fantasear.

En primer lugar: mi madre había fingido dormir y, con su actitud provocante, había obligado a mi padre a satisfacer su deseo. Pero había ocultado su deseo a mi padre con mucho cuidado. Ella quería fingirse simplemente condescendiente. Luego había colocado el espejo para gozar doblemente, y en secreto. Lo que yo misma vi en el espejo me había provocado más placer que la simple realidad, y gracias a él pude observar con nitidez cosas que en otro caso habrían permanecido ocultas. Ella había hecho todos esos preparativos sin saberlo mi padre. Por tanto, no quería en modo alguno confesarle que su goce era superior al suyo, e incluso le había preguntado si no prefería esperar hasta la noche. ¡Ella que todo lo había preparado para aplacar inmediatamente su deseo!

En segundo lugar: ambos habían gritado: «¡Ya viene! ¡Ya viene!». También habían hablado de un chorro, en el momento del éxtasis, habían gritado juntos: «¡Me derramo!». ¿De qué hablaban? No lograba entenderlo. No puedo relataros todas las explicaciones estúpidas que me inventé entonces. Sorprende que, a pesar de su astucia natural, las jovencitas busquen largo tiempo en tinieblas y que no descubran sino raramente las explicaciones más simples y naturales.

Era evidente que los besos y los juegos no eran lo principal; no eran sino excitantes, aunque mi madre experimentase entonces la más intensa voluptuosidad. Los juegos de mi padre la habían hecho pedir: más profundo. Probablemente deseaba su lengua, y le había hecho a mi padre la misma cosa.

En resumen, tenía tantos pensamientos que no pude calmarme en todo el día. No quería preguntar a nadie. Puesto que mis padres hacían esas cosas a escondidas, debían estar prohibidas. Vinieron muchas visitas durante el día, y por la tarde llegó mi tío. Estaba acompañado por su mujer, por mi prima, una jovencita de dieciséis años, y por una gobernanta de la Suiza francesa. Pasaron la noche en nuestra casa, porque mi tío tenía cosas que hacer en la ciudad el día siguiente. Mi prima y la gobernanta compartieron mi cuarto. Quien debía dormir conmigo era mi prima, aunque hubiera preferido hacerlo con la gobernanta, que se acostaba en una cama turca. Tenía unos veintiocho años, era muy vivaz y jamás se quedaba sin saber qué contestar. Era indudable que podía enseñarme bastantes cosas. No sabía yo cómo empezar a abordarla, porque era muy severa con mi prima; pero habría podido contar con la intimidad de la noche y el azar. Maquiné mil planes. Cuando subimos a nuestro cuarto, Margarita (pues así se llamaba la gobernanta) estaba allí ya. Había levantado un biombo entre nuestras camas. Nos urgió a acostarnos, nos hizo recitar nuestra oración, nos deseó buenas noches, nos recomendó dormir pronto y se llevó la lámpara a su lado del cuarto. Hubiese podido omitir esas recomendaciones en el caso de mi prima, que cayó dormida tan pronto como tocó la cama. En cuanto a mí, era incapaz de dormir. En la cabeza me hervían mil pensamientos. Oí a Margarita moverse, mientras se desnudaba y hacía su aseo nocturno. Un débil rayo de luz se filtraba por un agujero del tamaño de una cabeza de alfiler. Salté de la cama y lo agrandé con un alfiler de cabeza. Pegué el ojo a la abertura. Margarita se cambiaba justamente de combinación.

Su cuerpo no era tan bello como el de mi madre; pero sus formas eran redondas y plenas, con los senos pequeños y firmes, los muslos bien hechos. Apenas llevaba unos instantes mirándola cuando vi que se levantaba el camisón. Sacó un libro del bolso que tenía sobre la mesa, se sentó en el borde de la cama y se puso a leer. Al poco se levantó y pasó con la lámpara a nuestro lado para ver si dormíamos. Yo cerré los ojos con todas mis fuerzas, y sólo volví a abrirlos cuando la gobernanta se hubo sentado sobre una silla. Yo la miraba a través del agujero. Margarita leía con mucha atención. El libro debía contar cosas insólitas, porque sus ojos brillaban, sus mejillas enrojecían, su pecho se agitaba y, de repente, se llevó la mano derecha bajo el camisón, apoyó los pies sobré el borde de la cama y se puso a leer con más atención y placer todavía. No podía ver lo que estaba haciendo esa mano bajo el camisón, pero pensé inmediatamente en lo que había presenciado durante la mañana. A veces parecía jugar con los dedos entre los pelos, luego cerraba los muslos y se agitaba en su silla. Tan interesada estaba yo por ese juego que no observé inmediatamente una lámpara de alcohol situada sobre la mesa. Estaba encendida, y calentaba un líquido humeante. Probablemente había encendido la lámpara antes de que entrásemos en el cuarto. Entonces mojó un dedo en el líquido para ver si estaba lo bastante caliente. Cuando lo retiró, vi que se trataba de leche. Luego sacó un paquete envuelto en tela de su bolso, lo abrió y sacó un instrumento extraño, cuyo empleo me era imposible determinar. Era negro y tenía exactamente la misma forma que el miembro de mi padre. Yo era una pequeña ingenua que jamás había visto un consolador. Lo metió en la leche y luego se lo llevó a la mejilla, para asegurarse de que el instrumento estaba a la temperatura adecuada. Por último, volvió a meter la punta en la leche, apretó las dos bolas del otro extremo y llenó el instrumento de leche caliente. Volvió a sentarse, puso sus piernas sobre la cama, justamente frente a mí —con lo cual yo veía perfectamente la entrepierna— y se levantó el camisón. Volvió a coger el libro con la mano izquierda (tuve el tiempo justo de entrever algunas imágenes, aunque sin poder distinguir qué representaban), tomó el instrumento con su mano derecha y llevó la punta a esa parte admirable que yo también estaba cogiendo a manos llenas por debajo de mi camisón. Lo paseaba lentamente de arriba a abajo, frotando suavemente cierto punto más sensible. Sus ojos brillaban, aparentemente absorbidos por las imágenes del libro. Al final acabó encontrando la entrada e introdujo lentamente el tallo entero. Sus muslos estaban todavía más abiertos, su bajo vientre se adelantaba a su encuentro, se ofrecía, y Margarita suspiraba deliciosamente. Se hundió el instrumento todo lo posible, escondiendo las dos bolas en su toisón. Luego lo sacó con la misma precaución y repitió el juego con más sentimiento y ardor cada vez, hasta que el libro cayó por tierra. Cerraba los ojos y se frotaba los labios con el dedo. Los movimientos del instrumento se precipitaban, su cuerpo desfallecía. Se mordía violentamente los labios, como para ahogar un grito que la hubiera traicionado. El instante supremo se acercaba. Apretó las bolas con ambas manos, y quedó interiormente inundada de leche. Cerró los muslos sobre el instrumento hundido en ella y quedó inmóvil, profundamente conmovida. Por último, sus muslos se abrieron, y retiró el instrumento todo cubierto de espuma. Brotó de su sexo un borbotón de leche, que ella secó con un paño. Limpió todo cuidadosamente, empaquetó el instrumento en su bolso y volvió a nuestro lado para ver si dormíamos. Luego se acostó y cayó dormida al poco, con un rostro feliz y satisfecho. Yo, en cambio, era incapaz de dormirme. Estaba contenta por haber descubierto la solución de ciertos enigmas que desde la mañana se agitaban en mi cabecita.

En el fondo, estaba exasperada. Decidí interrogar a Margarita. ¡Ella debía aliviarme, ilustrarme, ayudarme! Forjé mil planes. Mi próxima carta os dirá cómo los ejecuté.

¿He sido lo bastante franca?