Aquella noche, era como si celebrásemos una sesión de espiritismo. Estábamos en el despacho de Guy de Vere, quien había apagado la lámpara. O, sencillamente, se había ido la luz. Oíamos su voz en la oscuridad. Nos estaba recitando un texto que nos habría leído con luz si la hubiera habido. Pero no, estoy siendo injusto. A Guy de Vere lo habría escandalizado oírme hablar de «espiritismo». Él estaba a otro nivel. Me habría dicho, con tono de leve reproche: «Hombre, Roland…»
Encendió las velas de un candelabro que estaba encima de la chimenea y luego volvió a sentarse detrás de su escritorio. En las sillas que tenía delante, estábamos aquella chica y yo y una pareja de unos cuarenta años, los dos muy bien puestos y con aspecto burgués, a quienes veía yo allí por primera vez.
Volví la cabeza hacia la chica y se cruzaron nuestras miradas. Guy de Vere seguía hablando, con el busto levemente inclinado, pero con mucha naturalidad, casi en el tono de una conversación corriente. En todas las reuniones, leía un texto y luego nos repartía fotocopias. He conservado la fotocopia de aquella noche. Tenía un punto de referencia. La chica me dio su número de teléfono y yo lo anoté, con bolígrafo rojo, en la parte de abajo de la hoja.
«La concentración máxima se consigue tendido y con los ojos cerrados. Si se produce una mínima manifestación exterior, comienzan la dispersión y la difusión. A pie firme, las piernas restan parte de la fuerza. Los ojos abiertos merman la concentración…»
Me costaba contener la hilaridad; y lo recuerdo tanto más cuanto que nunca me había pasado. Pero la luz de las velas daba a aquella lectura una solemnidad excesiva. Nuestros ojos se encontraban con frecuencia. Ella, aparentemente, no tenía ganas de reírse. Al contrario, parecía muy respetuosa e, incluso, preocupada por si no entendía el sentido de las palabras. Y acababa por inculcarme aquella trascendencia suya. Casi me avergonzaba de mi primera reacción. Apenas me atrevía a pensar en cuánto lo habría perturbado todo si me hubiese echado a reír. Y, en su mirada, me parecía ver algo así como una llamada de socorro, una pregunta. ¿Soy digna de estar entre vosotros? Guy de Vere había cruzado los dedos. La voz tenía ahora un tono más grave y la miraba fijamente, como si sólo hablase para ella. Con lo que la dejaba petrificada. Quizá temía que le hiciese una consulta repentina, algo así como: «Me gustaría saber qué opina usted de todo esto.»
Volvió la luz. Nos quedamos un ratito más en el despacho, lo que no era habitual. Las reuniones se celebraban siempre en el salón y asistían alrededor de diez personas. Esa noche sólo éramos cuatro y, seguramente, De Vere había preferido recibirnos en el despacho, en vista de que éramos tan pocos. Y, además, era una simple cita, sin la invitación habitual que te llegaba a casa o que te daban en la librería Véga si ibas mucho por allí. De la misma forma que he conservado algunas de las fotocopias, también he conservado algunas invitaciones, y una de ellas cayó ayer en mis manos:
Mi querido Roland,
Guy de Vere
tendrá el gusto de recibirlos
El jueves 16 de enero a los 22.00
5, glorieta de Lowendal (XVe)
2.º edificio a la derecha
3.º izquierda
El tarjetón blanco, siempre del mismo formato, y los caracteres en filigrana podrían haber anunciado una velada mundana, un cóctel o un aniversario.
Aquella noche salió a despedirnos hasta la puerta del piso. Guy de Vere y la pareja que venía por primera vez nos llevaban por lo menos veinte años a nosotros dos. Como en el ascensor no cabían cuatro personas, la chica y yo bajamos por las escaleras.
Una calle particular que flanqueaban edificios idénticos con fachadas en color beige y ladrillo. Idénticas puertas de hierro forjado con un farol encima. Idénticas hileras de ventanas. Tras pasar la verja, te encuentras en la glorieta de la calle de Alexandre-Cabanel. Tenía empeño en escribir ese nombre porque ahí fue donde se cruzaron nuestros caminos. Nos quedamos quietos un rato, en el centro de esa glorieta, buscando algunas palabras que decirnos. Fui yo quien rompió el silencio.
—¿Vive por el barrio?
—No, por la zona de L’Étoile.
Andaba buscando un pretexto para no separarnos aún.
—Podemos hacer parte del camino juntos.
Fuimos andando por debajo del viaducto, siguiendo el bulevar de Grenelle. Me propuso ella que fuéramos a pie por el trayecto de esa línea elevada de metro que iba hasta L’Étoile. Si se cansaba, podría hacer el resto del camino en metro. Debía de ser un domingo por la noche, o un festivo. No había tráfico y todos los cafés estaban cerrados. En mis recuerdos al menos, aquella noche estábamos en una ciudad desierta. Nuestro encuentro, cuando lo pienso ahora, me parece el encuentro de dos personas que no tenían raíces en la vida. Creo que los dos estábamos solos en el mundo.
—¿Hace mucho que conoce a Guy de Vere? —le pregunté.
—No, lo conocí a principios de este año, por un amigo. ¿Y usted?
—Yo por la librería Véga.
Ella no sabía que existiera esa librería pequeña del bulevar Saint-Germain, en cuyo escaparate estaba escrito, en caracteres azules: Orientalismo y religiones comparadas. Ahí fue donde oí hablar por primera vez de Guy de Vere. Una noche, el librero me dio uno de los tarjetones de invitación y me dijo que podía asistir a la reunión. «Está pensada para personas como usted.» Me hubiera gustado preguntarle qué entendía por «personas como usted». Me miraba con bastante simpatía y no debía de ser nada peyorativo. Tenía incluso intención de «recomendarme» a aquel Guy de Vere.
—¿Está bien la librería Véga?
La chica me lo preguntó con tono irónico. Pero a lo mejor era su acento parisino el que me daba esa impresión.
—Tienen montones de libros interesantes. Ya la llevaré.
Quise saber qué leía y qué la había atraído a las reuniones de Guy de Vere. El primer libro que le aconsejó De Vere fue Horizontes perdidos. Lo leyó con mucha atención. Llegó bastante antes que los demás a la reunión anterior y De Vere la hizo pasar a su despacho. Buscaba en las baldas de su biblioteca, que cubría dos paredes enteras, otro libro para prestarle. Al cabo de un momento, como si se le hubiera venido algo a la cabeza de repente, se fue hacia el escritorio y cogió un libro que estaba entre carpetas apiladas y cartas en desorden. Le dijo: «Puede leer esto. Me gustaría saber qué le parece.» Debía de estar muy intimidada. De Vere hablaba siempre a los demás como si fueran tan inteligentes y tan cultos como él. ¿Hasta cuándo? Antes o después, acabaría por darse cuenta de que los demás no estaban a la altura. El libro que le dio aquella noche se llamaba Louise de la Nada. No, yo no lo conocía. Era la historia de la vida de Louise de la Nada, una monja, y venían todas las cartas que escribió. La chica no las leía por orden; abría el libro al azar. Algunas páginas la habían impresionado mucho. Más aún que Horizontes perdidos. Antes de conocer a De Vere, había leído novelas de ciencia ficción, como Los cristales soñadores. Y obras de astronomía. Qué coincidencia… A mí también me gustaba mucho la astronomía.
Al llegar a la estación de Bir-Hakeim, me pregunté si iba a coger el metro o si querría seguir a pie y cruzar el Sena. Por encima de nuestras cabezas, a intervalos regulares, el estruendo de los trenes. Nos metimos en el puente.
—Yo también —le dije— vivo por L’Étoile. A lo mejor vivimos cerca.
Titubeaba. Seguramente quería decirme algo que la hacía sentirse incómoda.
—En realidad, estoy casada… Vivo en casa de mi marido, en Neuilly…
Parecía que me acabase de confesar un crimen.
—¿Y lleva mucho casada?
—No, no mucho…, desde el mes de abril del año pasado…
Seguimos andando. Habíamos llegado a la mitad del puente, a la altura de las escaleras que llevan al paseo de Les Cygnes. Tomó por esas escaleras y yo la seguí. Bajaba los peldaños con paso firme, como si fuera a una cita. Y me hablaba cada vez más deprisa.
—Hubo un momento en que estaba buscando trabajo… Vi un anuncio… Era un trabajo de secretaria interina…
Al llegar abajo, fuimos por el paseo de Les Cygnes. A ambos lados, el Sena y las luces de los muelles. A mí me daba la impresión de que estaba en la cubierta de paseo de un barco encallado en plena noche.
—En la oficina, el trabajo me lo daba un hombre… Era muy agradable conmigo… Era mayor que yo… Al cabo de cierto tiempo, quiso casarse…
Era como si quisiera justificarse ante un amigo de la infancia del que llevaba mucho tiempo sin saber nada y con el que se hubiese topado por la calle, por casualidad.
—Pero ¿a usted le apetecía casarse?
Se encogió de hombros, como si le hubiera dicho algo absurdo. Esperaba continuamente que me dijera: «Pero, vamos a ver, tú que me conoces tan bien…»
Bien pensado, debía de haberla conocido en una vida anterior.
—Siempre me decía que lo hacía por mi bien… Y es verdad… Todo lo hace por mi bien… Se considera uno poco como si fuera mi padre…
Pensé que estaba esperando que le diera un consejo. Seguramente no tenía costumbre de contar sus intimidades.
—¿Y nunca va con usted a las reuniones?
—No. Tiene demasiado trabajo.
Conoció a De Vere por un amigo de juventud de su marido, que lo llevó a cenar a casa de ellos, en Neuilly. Me daba todos esos detalles con el ceño fruncido, como si temiera olvidarse de alguno, aunque fuera el más insignificante.
Habíamos llegado al final del paseo, frente a la estatua de la Libertad. Había un banco, a la derecha. No sé cuál de los dos tomó la iniciativa de sentarse, o es posible que se nos ocurriera la idea al mismo tiempo. Le pregunté si no tenía que volver a casa. Era la tercera o cuarta vez que asistía a las reuniones de Guy de Vere y que se encontraba, a eso de las once de la noche, ante las escaleras de la boca de metro de Cambronne. Y, en todas y cada una de las ocasiones, ante la perspectiva de tener que regresar a Neuilly, le entraba algo así como un desánimo. Así que a partir de ahora iba a verse en la obligación de coger siempre la misma línea de metro. Hacer transbordo en L’Étoile. Bajarse en Sablons…
Notaba el contacto de su hombro contra el mío. Me dijo que, después de la cena aquella en que vio a Guy de Vere por primera vez, la invitó a una conferencia que daba en una sala pequeña por la zona de L’Odéon. Aquel día, la cosa iba del «Mediodía oscuro» y de la «luz verde». A la salida, anduvo al azar por el barrio. Flotaba en esa luz límpida y verde de la que hablaba Guy de Vere. Las cinco de la tarde. Había mucho tráfico por el bulevar y, en el cruce de L’Odéon, la gente le daba empujones porque iba contracorriente, y no quería bajar con aquellas personas las escaleras del metro. Una calle desierta iba cuesta arriba, en pendiente suave, hacia el jardín del Luxembourg. Y allí, a la mitad de la cuesta, entró en un café del barrio, que hacía esquina: Le Condé. «¿Conoces Le Condé?» De repente, me tuteaba. No, no conocía Le Condé. A decir verdad, no me gustaba mucho el barrio de Les Écoles. Me recordaba mi infancia, los dormitorios colectivos de un liceo del que me habían expulsado y un restaurante universitario, por la calle Dauphine, al que no me quedaba más remedio que ir con un carnet de estudiante falsificado. Me moría de hambre. Ella, desde entonces, buscaba refugio con frecuencia en Le Condé. No tardó en conocer a la mayoría de los parroquianos, sobre todo a dos escritores: un tal Maurice Raphaël y Arthur Adamov. ¿Me sonaban de algo? Sí. Sabía quién era Adamov. Hasta lo había visto varias veces por la zona de Saint-Julien-le-Pauvre. Una mirada intranquila. Espantada incluso, diría yo. Llevaba sandalias sin calcetines. Ella no había leído ningún libro de Adamov. En Le Condé, a veces le pedía que lo acompañase hasta su hotel porque le daba miedo andar solo de noche por la calle. Desde que iba por Le Condé, los demás le habían puesto un apodo. Se llamaba Jacqueline, pero la llamaban Louki. Si quería, me presentaría a Adamov y a los demás. Y también a Jimmy Campbell, un cantante inglés. Y a un amigo tunecino, Ali Cherif. Podíamos vernos durante el día en Le Condé. También iba por la noche, cuando su marido no estaba. Muchas veces, volvía muy tarde de trabajar. Alzó la cabeza hacia mí y, tras titubear un momento, me dijo que cada vez le costaba un poco más volver a casa de su marido en Neuilly. Parecía preocupada y no pronunció ni una palabra más.
La hora del último metro. Estábamos solos en el vagón. Antes de hacer transbordo en L’Étoile, me dio su número de teléfono.
Aún hoy me sucede a veces: oigo, por la noche, una voz que, por la calle, me llama por mi nombre. Una voz ronca. Arrastra un poco las sílabas y la reconozco enseguida: la voz de Louki. Me doy la vuelta, pero no hay nadie. Y no sólo me pasa por las noches, sino también en las horas bajas de esas tardes de verano en que ya no sabe uno muy bien en qué año está. Todo va a volver a empezar, igual que era antes. Los mismos días, las mismas noches, los mismos lugares, los mismos encuentros. El Eterno Retorno.
Con frecuencia, oigo esa voz en sueños. Todo es tan exacto —hasta el menor detalle— que, al despertar, me pregunto cómo puede ser. La otra noche soñé que salía del edificio de Guy de Vere, a la misma hora en que salimos Louki y yo la primera vez. Miré el reloj. Las once de la noche. En una de las ventanas de la planta baja del edificio había hiedra. Salí por la verja y estaba cruzando la glorieta de Cambronne, camino del metro elevado, cuando oí la voz de Louki. Me llamaba: «Roland…» Me llamó dos veces. Noté la ironía en su voz. Al principio, se burlaba de mi nombre, un nombre que no era el mío. Lo escogí para simplificar las cosas, un nombre que valía para todo, que también podía hacer las veces de apellido. Resultaba práctico eso de Roland. Y, sobre todo, era tan francés… Mi nombre de verdad era demasiado exótico. Por entonces, evitaba llamar la atención y que se fijasen en mí. «Roland…» Me volví. Nadie. Estaba en el centro de la glorieta, como la primera vez, cuando no sabíamos qué decirnos. Al despertar, decidí ir a las señas antiguas de Guy de Vere, para comprobar si, efectivamente, había hiedra en la ventana de la planta baja. Cogí el metro hasta Cambronne. Era la línea de Louki cuando todavía volvía a casa de su marido, en Neuilly. La acompañaba y muchas veces nos bajábamos en la estación Argentine, cerca del hotel donde vivía yo. En todas las ocasiones, si por ella fuera, se habría quedado toda la noche en mi habitación, pero hacía un último esfuerzo y volvía a Neuilly… Y luego, una noche, se quedó conmigo, en Argentine.
Se me hizo raro eso de pasar por la mañana por la glorieta de Cambronne, porque a casa de Guy de Vere íbamos siempre de noche. Empujé la puerta de la verja y me dije que no había probabilidad alguna de encontrarme con él después de todo el tiempo que había pasado. Ya no existía la librería Véga en el bulevar Saint-Germain y ya no existía Guy de Vere en París. Y ya no existía Louki. Pero allí estaba la hiedra, en la ventana de la planta baja, como en mi sueño. Me alteró mucho. ¿La otra noche, era realmente un sueño lo que había tenido? Me quedé un momento quieto, ante la ventana. Esperaba oír la voz de Louki. Volvería a llamarme. No. Nada. El silencio. Pero no me daba en absoluto la impresión de que hubiera pasado el tiempo desde la época de Guy de Vere. Antes bien, se había quedado clavado en algo así como una eternidad. Me acordé del texto que estaba intentando escribir cuando conocí a Louki. Lo había llamado Las zonas neutras. Había en París zonas intermedias, tierras de nadie en donde estaba uno en las lindes de todo, en tránsito, o incluso en suspenso. Podía disfrutarse allí de cierta inmunidad. Habría podido llamarlas zonas francas, pero zonas neutras era más exacto. Una noche, en Le Condé, le pregunté qué opinaba a Maurice Raphaël, ya que era escritor. Se encogió de hombros y me sonrió con socarronería: «Usted sabrá, muchacho… No entiendo demasiado bien dónde quiere ir a parar… Digamos “neutras” y no se hable más…» La glorieta de Cambronne y el barrio entre Ségur y Dupleix, todas esas calles que iban a dar a las pasarelas del metro elevado, pertenecían a una zona neutra, y si había conocido allí a Louki no había sido por casualidad.
Ese texto, lo perdí. Cinco páginas que escribí en la máquina que me prestó Zacharias, un parroquiano de Le Condé. De dedicatoria, puse: Para Louki de las zonas neutras. No sé qué le pareció esa obra. No creo que la leyera entera. Era un texto que echaba un tanto para atrás, una enumeración, por distritos, con los nombres de las calles que delimitaban las zonas neutras. A veces, se trataba de una manzana de casas; o, si no, de una extensión mucho mayor. Una tarde en que estábamos los dos en Le Condé, acababa de leer la dedicatoria y me dijo: «Sabes, Roland, podríamos irnos a vivir una semana a cada uno de esos barrios que dices…»
La calle de Argentine, donde tenía alquilado un cuarto de hotel, era desde luego una zona neutra. ¿Quién habría podido venir a buscarme aquí? Las pocas personas con las que me cruzaba debían de estar muertas para el estado civil. Un día, hojeando un periódico, fui a dar, en la sección «avisos de los juzgados», con un suelto que se titulaba «Declaración de ausencia». Un tal Tarride llevaba treinta años sin volver a su domicilio ni dar señales de vida y la audiencia provincial lo había declarado «ausente». Le enseñé el aviso a Louki. Estábamos en mi habitación, en la calle de Argentine. Le dije que estaba seguro de que el individuo aquel vivía en esa calle, con decenas de personas a quienes también habían declarado «ausentes». Además, en todos los edificios próximos a mi hotel había un letrero de «pisos amueblados». Sitios de paso en donde no le pedían a nadie que se identificase y era posible esconderse. Aquel día habíamos celebrado con los demás en Le Condé el cumpleaños de la Houpa. Y nos habían hecho beber. Cuando volvimos a la habitación, estábamos un poco borrachos. Abrí la ventana. Grité todo lo fuerte que pude: «¡Tarride! ¡Tarride!…» La calle estaba desierta y el nombre retumbaba muchísimo. Me daba incluso la impresión de que el eco rebotaba. Louki vino a mi lado y se puso a gritar también: «¡Tarride!… ¡Tarride!…» Una broma infantil que nos daba risa. Pero al final acabé por creer que aquel hombre iba a contestar y que íbamos a resucitar a todos los ausentes que rondaban por aquella calle como fantasmas. Al cabo de un rato, el vigilante nocturno del hotel llamó a la puerta. Dijo con voz de ultratumba: «Un poco de silencio, por favor.» Oímos cómo sus pasos pesados bajaban las escaleras. Entonces llegué a la conclusión de que él también era un ausente, como el Tarride de marras y todos los que se ocultaban en los pisos amueblados de la calle de Argentine.
De eso me acordaba cada vez que iba por esta calle para volver a mi habitación. Louki me había dicho que ella también había vivido, antes de casarse, en dos hoteles del barrio, algo más al norte, en la calle de Armaillé, primero, y, luego, en la calle de L’Étoile. En aquella temporada, debimos de cruzarnos sin vernos.
Me acuerdo de la noche en que decidió no volver a casa de su marido. Aquel día, me había presentado, en Le Condé, a Adamov y a Ali Cherif. Yo iba cargado con la máquina de escribir que me había prestado Zacharias. Quería empezar Las zonas neutras.
Dejé la máquina encima de la mesita de madera rojiza de pino que había en la habitación. Tenía ya pensada la primera frase: «Las zonas neutras tienen, al menos, esta ventaja: no son sino un punto de partida y, antes o después, nos vamos de ellas.» Sabía que, ante la máquina de escribir, todo sería mucho menos sencillo. Seguramente tendría que tachar esta primera frase. Y la siguiente. Pero, sin embargo, me sentía rebosante de valor.
Louki tenía que volver a Neuilly para la cena, pero a las ocho seguía echada en la cama. No encendía la lámpara de la mesilla. Acabé por recordarle que ya era la hora.
—¿La hora de qué?
Por el tono de la voz, comprendí que nunca más cogería el metro para bajarse en la estación de Sablons. Hubo un largo silencio entre nosotros. Me senté ante la máquina de escribir y pulsé las teclas.
—Podríamos ir al cine —me dijo Louki—. Así pasábamos el rato.
Bastaba con cruzar la avenida de La-Grande-Armée y se encontraba uno con el Studio Obligado. Ninguno de los dos atendimos aquella noche a la película. Creo que había pocos espectadores en la sala. ¿Unas cuantas personas a quienes un tribunal había declarado «ausentes» hacía mucho? Y nosotros ¿quiénes éramos? La miraba a ratos. Y ella no se fijaba en la pantalla, tenía la cabeza gacha y parecía perdida en sus pensamientos. Temía que se levantase y se volviese a Neuilly. Pero no. Se quedó hasta el final de la película.
Cuando salimos del Studio Obligado, parecía aliviada. Me dijo que ahora sí que era ya demasiado tarde para volver a casa de su marido. Esa noche tenía a unos cuantos amigos invitados a cenar. Pues eso, que se acabó. Nunca más habría una cena en Neuilly.
No volvimos a la habitación enseguida. Estuvimos mucho rato paseando por la zona neutra donde ambos habíamos buscado refugio en temporadas diferentes. Quiso enseñarme los hoteles donde había vivido, en la calle de Armaillé y en la calle de L’Étoile. Intento recordar lo que me dijo aquella noche. Fueron cosas confusas. Sólo retazos. Y ahora es ya demasiado tarde para volver a dar con los detalles que faltan o que se me hayan podido olvidar. Muy joven dejó a su madre y el barrio donde vivía con ella. Su madre murió. Le quedaba una amiga de aquella época, a la que veía de vez en cuando, una tal Jeannette Gaul. Cenamos en dos o tres ocasiones con Jeannette Gaul en la calle de Argentine, en el restaurante destartalado que estaba junto a mi hotel. Una rubia de ojos verdes. Louki me había dicho que la llamaban Calavera por aquella cara demacrada, que contrastaba con un cuerpo de curvas generosas. Más adelante, Jeannette Gaul iba a verla al hotel de la calle de Cels y yo debería haberme hecho una serie de preguntas el día en que las sorprendí en la habitación, donde flotaba un olor a éter. Y, luego, hubo una tarde de brisa y de sol en los muelles, enfrente de Notre-Dame… Yo estaba mirando libros en los cajones de los libreros de viejo mientras las esperaba a las dos. Jeannette Gaul había dicho que había quedado en la calle de Les-Grands-Degrés con alguien que iba a traerle «un poco de nieve»… Se sonreía con la palabra nieve porque estábamos en julio… En uno de los cajones verdes de libros viejos di con un libro de bolsillo que se llamaba El hermoso verano. Sí, era un verano hermoso puesto que me estaba pareciendo eterno. Y las vi, de pronto, en la acera de enfrente del muelle. Venían de la calle de Les-Grands-Degrés. Louki me hizo una seña con el brazo. Se acercaban juntas, entre el sol y el silencio. Así es como las veo con frecuencia en sueños, a las dos, por la zona de Saint-Julien-le-Pauvre… Me parece que aquella tarde yo era feliz.
No entendía por qué le habían puesto a Jeannette Gaul el mote de Calavera. ¿Por los pómulos altos y los ojos rasgados? ¡Pero si en aquella cara nada hacía pensar en la muerte! Estaba aún en ese momento en que la juventud puede con todo. Nada —ni las noches de insomnio, ni la nieve, como decía ella— le dejaba huella alguna. ¿Por cuánto tiempo? Habría debido desconfiar de ella. Louki no la llevaba ni a Le Condé ni a las reuniones de Guy de Vere, como si aquella chica fuera su parte de sombra. Sólo las oí una vez hablar de su pasado común delante de mí, pero con medias palabras. Me daba la impresión de que compartían unos cuantos secretos. Un día, cuando salía con Louki de la boca de metro de Mabillon —una tarde de noviembre, a eso de las seis, ya era de noche— reconoció a alguien que estaba sentado a una mesa detrás de la cristalera grande de La Pergola. Se echó un poco hacia atrás. Un hombre de alrededor de cincuenta años, con cara muy seria y pelo negro y planchado. Lo teníamos casi de frente y él también podría habernos visto. Pero me parece que hablaba con alguien que estaba a su lado. Louki me agarró del brazo y tiró de mí hasta la otra acera de la calle de Le Four. Me dijo que había conocido al individuo aquel hacía dos años, con Jeannette Gaul, y regentaba un restaurante en el distrito IX. No se esperaba ni poco ni mucho encontrárselo aquí, en la orilla izquierda. Parecía intranquila. Había dicho las palabras «orilla izquierda» como si el Sena fuera una línea de demarcación que separase dos ciudades ajenas entre sí, algo como un telón de acero. Y el hombre de La Pergola había conseguido cruzar esa frontera. Aquella presencia suya en el cruce de Mabillon la preocupaba en serio. Le pregunté cómo se llamaba. Mocellini. Y por qué no quería encontrarse con él. No me contestó con claridad. Aquel individuo le traía malos recuerdos, y ya está. Cuando cortaba con alguien, era definitivo, esa gente ya estaba muerta para ella. Si aquel hombre vivía aún y corría el riesgo de toparse con él, entonces más valía cambiar de barrio.
La tranquilicé. La Pergola no era un café como los demás y tenía una clientela, un tanto turbia, que no encajaba en absoluto con el barrio estudioso y bohemio por el que andábamos. ¿Decía que al Mocellini aquel lo había conocido en el distrito IX? Pues justo, precisamente La Pergola era algo así como un anexo de Pigalle en Saint-Germain-des-Prés, sin que nadie supiera muy bien por qué. Bastaba con escoger la otra acera y evitar La Pergola. No hacía falta cambiar de barrio.
Debería haber insistido para que me contase más cosas, pero sabía más o menos lo que me iba a contestar, en el supuesto de que quisiera contestarme… Me había codeado yo con tantos Mocellini en la infancia y la adolescencia, los Mocellini, esos individuos acerca de los que se pregunta uno, andando el tiempo, en qué andaban metidos… ¿Acaso no había visto muchas veces a mi padre en compañía de gente así? Después de todos aquellos años, podría investigar al Mocellini de marras. Pero ¿para qué? No me enteraría de nada más, que tuviera que ver con Louki, que no supiera ya o no hubiese adivinado. ¿Somos realmente responsables de las comparsas que no hemos escogido y con los que se cruza nuestro camino cuando empezamos a vivir? ¿Soy responsable, por ventura, de mi padre y de todas las sombras que hablaban con él en voz baja en los vestíbulos de los hoteles o en las salas traseras de los cafés y que llevaban maletas en las que nunca sabré qué había? Aquella tarde, tras el molesto encuentro, fuimos por el bulevar Saint-Germain. Cuando entramos en la librería Véga, Louki parecía aliviada. Llevaba una lista de unos cuantos libros que le había recomendado Guy de Vere. Esa lista la he conservado. Se la daba a cuantos asistían a sus reuniones. «No hay obligación de leerlos todos a un tiempo —solía decir—. Más vale escoger un libro solo y leer una página diaria antes de irse a la cama.»
El álter ego celestial
El amigo de Dios en Oberland
Canto de la Perla
La columna de la Aurora
Los doce salvadores del Tesoro de Luz
Órganos o centros sutiles
La rosaleda del misterio
El Séptimo Valle
Unos fascículos delgados con tapas verde pálido. Al principio, en mi habitación de la calle de Argentine, los leíamos Louki y yo en voz alta de vez en cuando. Era algo así como una disciplina, cuando estábamos desanimados. Creo que no leíamos esas obras de la misma forma. Ella tenía la esperanza de descubrirle un sentido a la vida en ellas, mientras que a mí lo que me cautivaba era la sonoridad de las palabras y la música de las frases. Aquella tarde, en la librería Véga, creo que Louki había olvidado al Mocellini aquel y todos los malos recuerdos que le traía. Ahora me doy cuenta de que no era sólo una línea de conducta lo que buscaba al leer los fascículos verde pálido y la biografía de Louise de la Nada. Quería evadirse, huir cada vez más lejos, romper bruscamente con la vida vulgar para respirar el aire libre. Y, además, también estaba aquel pánico que entra de vez en cuando al pensar que las comparsas que hemos dejado atrás pueden volver a encontrarnos y pedirnos cuentas. Había que esconderse para huir de aquellos chantajistas con la esperanza de hallarse algún día definitivamente fuera de su alcance. Allá arriba, en el aire de las cumbres. O en el aire de alta mar. Yo eso lo entendía muy bien. También llevaba aún a la zaga los malos recuerdos y las caras de pesadilla de mi infancia y tenía intención de hacerle a todo aquello un corte de mangas definitivo.
Le dije que era una bobada ir por la otra acera. Acabé por convencerla. Ahora, cuando salíamos de la boca de metro de Mabillon, ya no evitábamos La Pergola. Una noche, incluso, la hice entrar en ese café. No nos sentamos, nos quedamos junto a la barra, esperando a Mocellini a pie firme. Y a todas las demás sombras del pasado. Louki, si estaba conmigo, no le tenía miedo a nada. No hay mejor sistema para que se desvanezcan los fantasmas que mirarles a los ojos. Creo que iba recobrando la confianza y que si hubiera aparecido Mocellini ni se habría inmutado. Yo le había aconsejado que le dijera con voz firme esa frase que me era familiar en situaciones así: «No… No soy yo… Lo siento mucho… Está confundido…»
Aquella noche esperamos en vano a Mocellini. Y nunca más volvimos a verlo detrás de la cristalera.
Ese mes de febrero en que no volvió a casa de su marido, nevó mucho y, en la calle de Argentine, nos daba la impresión de que estábamos perdidos en un hotel de alta montaña. Yo me daba cuenta de que resultaba difícil vivir en una zona neutra. La verdad era que valía más acercarse al centro. Lo más curioso de aquella calle de Argentine —aunque ya tenía localizadas otras cuantas calles de París que se le parecían— era que no correspondía al distrito al que pertenecía. No correspondía a nada, estaba desvinculada de todo. Con aquella capa de nieve, daba al vacío por los dos extremos. Tendría que encontrar la lista de las calles que no se limitan a ser zonas neutras, sino que son, en París, agujeros negros. O, más bien, esquirlas de esa materia oscura que se menciona en astronomía, una materia que todo lo convierte en invisible y parece ser que se les resiste incluso a los ultravioleta, los infrarrojos y los rayos X. Sí, a la larga corríamos el riesgo de que se nos tragase la materia oscura.
Louki no quería quedarse en un barrio que caía demasiado cerca del domicilio de su marido. Apenas a dos estaciones de metro. Buscaba, en la orilla izquierda, un hotel en las inmediaciones de Le Condé o del piso de Guy de Vere. Así podría ir a pie. A mí me daba miedo volver a cruzar el Sena rumbo a ese distrito VI de mi infancia… Tantos recuerdos dolorosos… Pero ¿para qué mencionarlo si es un distrito que hoy en día ya no existe más que para quienes tienen allí comercios de lujo y para los extranjeros ricos que compran pisos? Por aquel entonces, todavía me encontraba por esa zona con vestigios de mi infancia: los hoteles destartalados de la calle Dauphine, la nave de almacén de la catequesis, el café del cruce de L’Odéon, donde trapicheaban unos cuantos desertores de las bases norteamericanas, la escalera oscura de los jardines de Le Vert Galant y aquella inscripción en la pared cochambrosa de la calle Mazarine, que leía cada vez que iba al colegio: NO TRABAJÉIS NUNCA.
Cuando Louki alquiló una habitación algo más al sur, por la zona de Montparnasse, yo me quedé por las inmediaciones de L’Étoile. Quería evitar cruzarme con fantasmas en la orilla izquierda. Salvo en Le Condé y en la librería Véga, prefería no parar mucho por mi antiguo barrio.
Y además había que conseguir dinero. Louki vendió un abrigo de pieles que debía de ser un regalo de su marido. Ya no le quedaba más que una gabardina, demasiado fina para hacerle frente al invierno. Leía los anuncios por palabras, como poco antes de casarse. Y, de vez en cuando, iba a Auteuil a ver a un antiguo amigo de su madre, que era mecánico en un taller. Y yo apenas me atrevo a contar a qué trabajo me dedicaba yo. Pero ¿por qué ocultar la verdad?
Un tal Béraud-Bedoin vivía en la manzana de casas que estaba enfrente de mi hotel. En el número 8 de la calle de Sagon, para ser precisos. Un piso amueblado. Nos cruzábamos con frecuencia y ya no me acuerdo de la primera vez que trabamos conversación. Un individuo de aspecto artero, con el pelo ondulado, vestido siempre con cierto rebuscamiento y fingiendo un desenfado mundano. Estaba sentado frente a él, en una mesa del café restaurante de la calle de Argentine, una tarde de aquel invierno en que caía la nieve sobre París. Le había contado que quería «escribir» cuando me hizo la pregunta habitual: «¿Y a qué se dedica?» En cuanto a él, Béraud-Bedoin, no entendí muy bien que digamos cuál era su razón social. Lo acompañé esa tarde a su «oficina», «que cae muy cerca de aquí», según me dijo. Nuestros pasos iban dejando huellas en la nieve. Bastaba con andar de frente hasta la calle Chalgrin. He mirado una guía antigua, de aquel año, para saber dónde «trabajaba» exactamente el Béraud-Bedoin aquel. A veces, nos acordamos de algunos episodios de nuestras vidas y necesitamos pruebas para tener la completa seguridad de que no lo hemos soñado. Calle de Chalgrin, 14. «Ediciones comerciales de Francia.» Debía de ser ahí. Ahora no me siento con valor para ir y reconocer el edificio in situ. Soy demasiado viejo. Aquel día, no me hizo subir a su oficina, pero nos volvimos a ver al día siguiente, a la misma hora y en el mismo café. Me propuso un trabajo. Consistía en escribir varios folletos referidos a sociedades u organismos de los que era más o menos representante o agente publicitario y que imprimiría su editorial. Me pagaría cinco mil francos de entonces. Él firmaría esos textos y yo le haría de negro. Me proporcionaría toda la documentación precisa. Y así fue como redacté unas diez obritas, Las aguas minerales de La Bourboule, El turismo en la Costa de Esmeralda, Historia de los hoteles y los casinos de Bagnoles-de-l’Orne, y monografías dedicadas a los bancos Jordaan, Seligmann, Mirabaud y Demachy. Cada vez que me sentaba a mi mesa de trabajo, temía quedarme dormido de aburrimiento. Pero era bastante sencillo, bastaba con dar forma a las notas de Béraud-Bedoin. Me quedé sorprendido la primera vez que me llevó a la sede de las Ediciones comerciales de Francia: una habitación en la planta baja y sin ventanas, pero a la edad que tenía yo, no se hace uno demasiadas preguntas. Te fías de la vida. Dos o tres meses después, dejé de saber de mi editor. Sólo me había pagado la mitad de la cantidad prometida, y tenía de sobra. Un día —por qué no mañana, si me encuentro con fuerzas— tendría quizá que peregrinar por las calles de Saigon y de Chalgrin, una zona neutra en la que Béraud-Bedoin y las Ediciones comerciales de Francia se evaporaron junto con la nieve de aquel invierno. Pero no, bien pensado, la verdad es que no tengo valor para hacerlo. Me pregunto incluso si existen aún esas calles y si no se las ha tragado ya para siempre la materia oscura.
Prefiero ir a pie, Campos Elíseos arriba, un atardecer de primavera. La verdad es que ahora ya no existen los Campos Elíseos, pero, de noche, todavía pueden dar el pego. A lo mejor oigo tu voz que me llama por mi nombre en los Campos Elíseos… El día en que vendiste el abrigo de pieles y la esmeralda cabujón me quedaban alrededor de dos mil francos del dinero de Béraud-Bedoin. Éramos ricos. El futuro era nuestro. Aquella tarde tuviste el detalle de ir a reunirte conmigo en el barrio de L’Étoile. Era verano, el mismo verano en que nos encontramos en los muelles con Calavera y os vi a las dos acercaros. Fuimos al restaurante que está en la esquina de la calle de François Ier con la de Marbeuf. Habían sacado mesas a la acera. Aún era de día. Ya no había tráfico y se oían el susurro de las voces y el ruido de los pasos. A eso de las diez, cuando íbamos Campos Elíseos abajo, me pregunté si alguna vez iba a hacerse de noche y si no iría a ser ésta una noche blanca, como las de Rusia y los países nórdicos. Íbamos sin meta, teníamos toda la noche por delante. Aún quedaban manchas de sol bajo los soportales de la calle de Rivoli. Estaba empezando el verano; pronto nos iríamos. ¿Adónde? Aún no lo sabíamos. Quizá a Mallorca; o a México. Quizá a Londres o a Roma. Los lugares no tenían ya importancia alguna. Se confundían unos con otros. La única meta de nuestro viaje era ir AL CORAZÓN DEL VERANO, a ese sitio en que el tiempo se detiene y las agujas del reloj marcan para siempre la misma hora: mediodía.
Al llegar al Palais-Royal ya había caído la noche. Nos paramos un momento en la terraza de Le Ruc-Univers antes de continuar con la caminata. Un perro nos siguió por toda la calle de Rivoli, hasta Saint-Paul. Luego, se metió en la iglesia. No estábamos nada cansados y Louki me dijo que podría seguir andando toda la noche. Estábamos cruzando por una zona neutra, inmediatamente antes de L’Arsenal, unas cuantas calles desiertas que invitaban a preguntarse si vivía alguien en ellas. En el primer piso de un edificio, nos llamaron la atención dos ventanales iluminados. Nos sentamos en un banco, enfrente, y no podíamos dejar de mirar esos ventanales. Era de la lámpara con pantalla roja que había al fondo del todo de la que brotaba aquella luz amortiguada. Se divisaba un espejo con marco dorado en la pared de la izquierda. Las demás paredes estaban vacías. Yo acechaba alguna silueta que cruzase por detrás de las ventanas; pero no, aparentemente no había nadie en aquella habitación, de la que no se sabía si era el salón o un dormitorio.
—Deberíamos llamar a la puerta de esa casa —me dijo Louki—. Estoy segura de que alguien nos está esperando.
El banco estaba en el centro de algo así como un terraplén que formaba el cruce de dos calles. Años después, iba en taxi que circulaba, bordeando L’Arsenal, en dirección a los muelles. Le dije al taxista que me dejase allí. Quería volver a ver el banco y el edificio. Tenía la esperanza de que las dos ventanas del primer piso seguirían iluminadas, después de tanto tiempo. Pero estuve a punto de perderme por esas callecitas que van a dar a las tapias del cuartel de Les Célestins. Aquella otra noche, le dije a Louki que no merecía la pena llamar. No habría nadie. Y, además, estábamos bien allí, en aquel banco. Hasta oía correr una fuente en alguna parte.
—¿Estás seguro? —dijo Louki—. Yo no oigo nada…
Éramos nosotros dos quienes vivíamos en aquel piso de enfrente. Se nos había olvidado apagar la luz. Y habíamos perdido la llave. El perro de hacía un rato debía de estar esperándonos. Se había quedado dormido en nuestro cuarto y ahí se quedaría, esperándonos, hasta el final de los tiempos.
Más adelante, íbamos caminando hacia el norte y, para no derivar demasiado, nos pusimos una meta: la plaza de La République: pero no estábamos seguros de ir en la dirección correcta. Daba igual, siempre podríamos coger el metro y volver a la calle de Argentine si nos perdíamos. Louki me dijo que había estado muchas veces en aquel barrio cuando era pequeña. El amigo de su madre, Guy Lavigne, tenía un taller de automóviles por aquellos alrededores. Sí, por la zona de La République. Nos íbamos parando delante de todos los talleres, pero nunca era aquél. Louki no se acordaba ya de por dónde se iba. La próxima vez que fuese a ver al tal Guy Lavigne a Auteuil, tendría que preguntarle la dirección exacta de su antiguo taller, antes de que aquel individuo desapareciese también. Parecía una nadería, pero era importante. De otra forma, acaba uno por quedarse sin puntos de referencia en la vida. Se acordaba de que su madre y aquel Guy Lavigne la llevaban los sábados, después de Pascua, a que subiera en las atracciones de La Foire du Trône. Iban a pie por un bulevar interminable que se parecía al bulevar por el que íbamos ahora nosotros. Seguramente era el mismo. Pero, en tal caso, nos estábamos alejando de la plaza de La République. Aquellos sábados iba andando con su madre y con Guy Lavigne hasta la entrada del bosque de Vincennes.
Eran casi las doce de la noche y se nos iba a hacer muy raro encontrarnos ante las verjas del zoo. Podríamos divisar a los elefantes en la penumbra. Pero allá, ante nosotros, se abría un claro luminoso en cuyo centro se alzaba una estatua. La plaza de La République. Según nos íbamos acercando, sonaba una música cada vez más fuerte. ¿Un baile? Le pregunté a Louki si estábamos a 14 de julio. Ella tampoco lo sabía. Desde hacía una temporada, confundíamos los días y las noches. La música venía de un café, casi en la esquina del bulevar y de la calle de Le-Grand-Prieuré. Había unos cuantos clientes sentados en la terraza.
Se había hecho demasiado tarde para coger el último metro. Nada más pasar el café, había un hotel cuya puerta estaba abierta. Una bombilla desnuda iluminaba unas escaleras muy empinadas con peldaños de madera negra. El vigilante nocturno ni nos preguntó los nombres. Se limitó a decirnos el número de una habitación en el primer piso. «A partir de ahora, a lo mejor podríamos vivir aquí», le dije a Louki.
Una cama individual, pero no nos resultaba demasiado estrecha. Ni visillos ni contraventanas. Habíamos dejado la ventana entornada porque hacía calor. Abajo, había callado la música y oíamos carcajadas. Louki me dijo al oído:
—Tienes razón. Deberíamos quedarnos siempre aquí.
Imaginé que estábamos lejos de París, en algún puertecito del Mediterráneo. Todas las mañanas, a la misma hora, íbamos por el camino de las playas. Se me ha quedado grabada la dirección del hotel: calle de Le-Grand-Prieuré, 2. Hotel Hivernia. Durante todos los años cetrinos que vinieron a continuación, a veces me pedían mis señas o mi número de teléfono, y yo decía: «Lo mejor será que me escriban al Hotel Hivernia, en el número 2 de la calle de Le-Grand-Prieuré. Y me harán llegar la carta.» Debería ir a buscar todas esas cartas que llevan tanto tiempo esperándome y que se han quedado sin responder. Tenías razón, deberíamos habernos quedado siempre allí.