Cuando tenía quince años, aparentaba diecinueve. E incluso veinte. No me llamaba Louki, sino Jacqueline. Era todavía más pequeña la primera vez que aproveché que mi madre no estaba para irme a la calle. Ella se iba a trabajar a eso de las nueve de la noche y no volvía antes de las dos de la mañana. Esa primera vez me preparé una mentira por si el portero me pillaba en las escaleras. Le iba a decir que tenía que ir a comprar una medicina a la farmacia de la plaza Blanche.

No había vuelto por el barrio hasta la noche en que Roland me llevó en taxi a casa de aquel amigo de Guy de Vere. Habíamos quedado allí con todos los que solían ir a las reuniones. Roland y yo acabábamos de conocernos y no me atreví a decirle nada cuando mandó parar al taxi en la plaza Blanche. Quería que anduviéramos. A lo mejor no le llamó la atención cómo le apreté el brazo. Me entraba vértigo. Me daba la impresión de que si cruzaba la plaza me iba a caer redonda. Tenía miedo. Él, que me habla con frecuencia del Eterno Retorno, lo habría entendido. Sí, todo volvía a empezar para mí, como si la cita con aquella gente no fuera sino un pretexto y le hubieran dado a Roland el encargo de devolverme al redil poquito a poco.

Fue un alivio no pasar por delante del Moulin-Rouge. Y eso que mi madre llevaba muerta cuatro años y ya no tenía yo nada que temer. Cada vez que me escapaba de casa, de noche, cuando ella no estaba, iba por la otra acera del bulevar, la del distrito IX. En esa acera no había luces. El bloque oscuro del liceo Jules-Ferry y, luego, fachadas de edificios con las ventanas apagadas, y un restaurante, pero era un local que parecía siempre en penumbra. Y, en todas las ocasiones, no podía evitar lanzar una mirada, al otro lado del terraplén, hacia el Moulin-Rouge. Cuando llegaba a la altura del Café des Palmiers y salía a la plaza Blanche, no me sentía muy tranquila que digamos. Otra vez había luces. Una noche, al pasar delante de la farmacia, vi por el escaparate a mi madre, con otros clientes. Me dije que habría salido del trabajo antes de lo que solía y que volvía a casa. Si echaba a correr, llegaría antes que ella. Me aposté en la esquina de la calle de Bruxelles para saber por qué camino iba a ir. Pero cruzó la plaza y se volvió al Moulin-Rouge.

Muchas veces tenía miedo y, para tranquilizarme, me habría gustado ir a ver a mi madre, pero la habría estorbado en el trabajo. Ahora estoy segura de que no me habría reñido, porque la noche que fue a buscarme a la comisaría de Les Grandes-Carrières no me hizo ningún reproche, no me amenazó con nada ni me vino con principios morales. Íbamos andando en silencio. En medio del puente de Caulaincourt, la oí decir, con voz desapasionada: «pobrecita mía», pero me pregunté si lo decía por mí o por ella. Esperó a que me desnudase y me acostase para entrar en mi cuarto. Se sentó a los pies de la cama y se quedó callada. Yo también. Acabó por sonreír. Me dijo: «No es que seamos muy charlatanas…», y me miraba a los ojos. Era la primera vez que se quedaba tanto rato mirándome fijamente y la primera vez que notaba yo lo claros que tenía los ojos, grises, o de un azul descolorido. Gris azulado. Se agachó y me besó en la mejilla; o, más bien, noté sus labios de forma furtiva. Y seguía clavada en mí aquella mirada clara y ausente. Apagó la luz y, antes de cerrar la puerta, me dijo: «Intenta no volver a hacerlo.» Creo que es la única vez que hubo un contacto entre nosotras, tan breve, tan torpe y, sin embargo, tan intenso que me arrepiento de no haber tenido, durante los meses siguientes, algún impulso hacia ella que hubiera vuelto a crear ese contacto. Pero ni la una ni la otra éramos amigas de demostraciones. Es posible que se comportase así conmigo, con aparente indiferencia, porque no se hacía ninguna ilusión en lo que a mí se refería. Debía de decirse que no había gran cosa que esperar puesto que me parecía a ella.

Pero, sobre la marcha, no me paré a pensar nada de eso. Vivía en el presente, sin hacerme preguntas. Todo cambió la noche en que Roland me hizo volver a aquel barrio que yo evitaba. No había puesto los pies en él desde la muerte de mi madre. El taxi se metió por la calle de La Chaussée-d’Antin y vi, al fondo del todo, el bulto negro de la iglesia de La Trinité, como un águila gigantesca que montara guardia. Me sentía mal. Nos estábamos acercando a la frontera. Me dije que quedaba cierta esperanza. A lo mejor torcíamos a la derecha. Pero no. Íbamos recto, dejamos atrás la glorieta de La Trinité, subimos la cuesta. En un semáforo rojo, antes de llegar a la plaza de Clichy, estuve a punto de abrir la puerta y salir huyendo. Pero no podía hacerle eso a Roland.

Luego, cuando íbamos a pie por la calle de Les Abbesses, hacia el edificio en que habíamos quedado, recuperé la calma. Menos mal que Roland no se había dado cuenta de nada. Lamenté entonces que no fuéramos a pasear más rato por el barrio los dos. Me habría gustado enseñárselo, y también el sitio en que vivía hacía apenas seis años, y parecía tan lejano, en otra vida… Ya muerta mi madre, sólo me quedaba un vínculo que me relacionase con esa etapa, un tal Guy Lavigne, el amigo de mi madre. Me había dado cuenta de que era él quien pagaba el alquiler del piso. Aún voy a verlo de vez en cuando. Trabaja en un taller de automóviles de Auteuil. Pero casi nunca hablamos del pasado. Es tan poco charlatán como mi madre. Cuando me llevaron a la comisaría, me hicieron preguntas a las que no me quedaba más remedio que contestar, pero, al principio, lo hacía con una reticencia tal que me dijeron: «Pero qué poco charlatana eres…», como se lo habrían dicho a mi madre y a Guy Lavigne si, por algún motivo, hubieran caído en sus manos. No estaba acostumbrada a que me hicieran preguntas. E incluso me extrañaba que se interesasen por mi caso. La segunda vez, en la comisaría de Les Grandes-Carrières me topé con un poli más simpático que el de la otra vez y empecé a cogerle gusto a su manera de preguntar. Así que era algo permitido eso de confiarse, de hablar de uno mismo; y alguien, enfrente de ti, se interesaba por lo que hacías y decías. Estaba tan poco acostumbrada a una situación así que no encontraba las palabras para contestar. Salvo en las preguntas concretas. Por ejemplo: ¿A qué colegio ha ido? A las hermanas de San Vicente de Paul de la calle de Caulaincourt y a la escuela pública de la calle de Antoinette. Me daba vergüenza decirle que no me habían admitido en el liceo Jules-Ferry, pero respiré hondo y se lo confesé. Se inclinó hacia mí y me dijo con voz suave, como si quisiera consolarme: «Pues el liceo Jules-Ferry se lo pierde…» Y me quedé tan sorprendida que, al principio, me entraron ganas de reírme. Él me sonreía y me miraba a los ojos, una mirada tan clara como la de mi madre, pero más tierna, más interesada. También me preguntó por mi situación familiar. Me encontraba a gusto y conseguí darle unas cuantas informaciones, nada del otro mundo: mi madre procedía de un pueblo de Sologne, donde un tal señor Foucret, director del Moulin-Rouge, tenía una finca. Y por eso consiguió, muy joven, cuando se vino a París, un empleo en ese local. Yo no sabía quién era mi padre. Nací allí, en Sologne, pero nunca habíamos vuelto. Por eso mi madre me repetía muchas veces: «Ya no tenemos armazón…». El policía me escuchaba y de vez en cuando tomaba unas notas. Y yo sentía una sensación nueva: a medida que le daba todos esos detalles tan nimios, me iba liberando de un peso. Era como si ya no fuera conmigo, hablaba de otra persona y me aliviaba ver que anotaba algunas cosas. Si todo quedaba escrito, negro sobre blanco, eso quería decir que ya se había acabado todo, como pasa con las sepulturas en donde hay nombres y fechas grabados. Y hablaba cada vez más deprisa, se me atropellaban las palabras, Moulin-Rouge, mi madre, Guy Lavigne, liceo Jules-Ferry, Sologne… Nunca había podido hablar con nadie. Qué liberación mientras me salían todas esas palabras de la boca… Concluía una parte de mi vida, una parte que me había venido impuesta. En adelante, mi destino lo decidiría yo. Todo iba a empezar hoy y, para tomar impulso bien tomado, habría preferido que tachase todo lo que acababa de escribir. Estaba dispuesta a darle otros detalles y otros nombres y a hablarle de una familia imaginaria, la familia de mis sueños.

A eso de las dos de la mañana, vino mi madre a buscarme. El policía le dijo que no pasaba nada grave. Me seguía mirando con ojos atentos. Vagancia de menor, eso es lo que ponía en su registro. Fuera, estaba esperando el taxi. Cuando me preguntó por el colegio, se me había olvidado decirle que, durante unos meses, había ido a una escuela que me pillaba un poco más lejos, en la misma acera que la comisaría. Me quedaba a comer y mi madre venía a buscarme a media tarde. A veces se retrasaba y yo la esperaba sentada en un banco del terraplén. Allí es donde me había fijado que cada lado de la calle tenía un nombre diferente. Y aquella noche también había venido a buscarme, muy cerca de la escuela, pero a la comisaría. Qué calle tan rara, que tenía dos nombres y parecía querer desempeñar un papel en mi vida…

Mi madre le echaba de vez en cuando una ojeada intranquila al taxímetro. Le dijo al taxista que nos dejara en la esquina de la calle de Caulaincourt y, cuando sacó de la cartera las monedas, caí en la cuenta de que tenía el dinero justo para pagar la carrera. Hicimos a pie el camino que quedaba. Yo andaba más deprisa que ella y la dejaba atrás. Luego me paraba para que me alcanzase. En el puente desde el que se domina el cementerio y se puede ver desde arriba nuestra casa nos paramos un buen rato y me dio la impresión de que estaba recobrando el aliento. «Andas demasiado deprisa», me dijo. Ahora se me ocurre una cosa. A lo mejor estaba intentando llevarla algo más allá de aquella vida suya, tan limitada. Si no se hubiera muerto, creo que habría conseguido que conociera otros horizontes.

Durante los tres o cuatro años siguientes, recorría muchas veces los mismos itinerarios, las mismas calles, pero, sin embargo, cada vez me alejaba más. Al principio, ni siquiera llegaba a la plaza Blanche. Apenas le daba la vuelta a la manzana… Primero fue aquel cine pequeñito que hacía esquina con el bulevar, a pocos metros de mi casa, en donde empezaba la sesión a las diez de la noche. La sala estaba vacía, menos los sábados. Las películas transcurrían en países lejanos, como México y Arizona. No me fijaba en absoluto en el argumento, sólo me interesaban los paisajes. Al salir, se me armaba un lío curioso en la cabeza entre Arizona y el bulevar de Clichy. Los colores de los rótulos fluorescentes y de los anuncios de neón eran iguales que los de la película: naranja, verde, esmeralda, azul noche, amarillo arena, colores demasiado violentos que me daban la sensación de seguir dentro de la película o dentro de un sueño. Un sueño o una pesadilla, dependía. Al principio, una pesadilla, porque tenía miedo y no me atrevía a ir mucho más allá. Y no era por mi madre. Si me hubiera pillado sola en el bulevar, a las doce de la noche, apenas me habría dicho una palabra de reproche. Me habría mandado volver a casa con esa voz tranquila que tenía, como si no la sorprendiera verme en la calle tan a deshora. Creo que si andaba por la otra acera, la que estaba a oscuras, era porque notaba que mi madre ya no podía hacer nada por mí.

La primera vez que me trincaron, fue en el distrito IX, al principio de la calle de Douai, en esa panadería que no cierra de noche. Era ya la una de la mañana. Estaba de pie delante de una de las mesas altas y me estaba comiendo un croissant. A partir de esa hora, siempre te encuentras gente rara en esa panadería; y muchas veces vienen del café de enfrente, Le Sans-Souci. Entraron dos polis de paisano para una comprobación de identidad. Yo iba indocumentada y quisieron saber qué edad tenía. Preferí decirles la verdad. Me hicieron subir al furgón, con un tipo alto y rubio que llevaba una chaqueta de piel vuelta. Parecía conocer a los polis. A lo mejor también él era poli. En un momento dado, me ofreció un cigarrillo, pero uno de los polis de paisano no le dejó: «Es demasiado joven…, es malo para la salud…» Me parece que lo tuteaban.

En el despacho del comisario, me preguntaron el apellido, el nombre, la fecha de nacimiento y las señas, y lo anotaron todo en un registro. Les expliqué que mi madre trabajaba en el Moulin-Rouge. «Pues entonces vamos a llamarla por teléfono», dijo uno de los polis de paisano. El que escribía en el registro le dijo el número de teléfono del Moulin-Rouge. Lo marcó mirándome a los ojos. Yo me sentía violenta. Dijo: «¿Podría hablar con Geneviève Delanque?» Me seguía clavando una mirada dura y bajé la vista. Y, luego, oí: «No…, no la moleste…» Colgó. Ahora me sonreía. Había querido meterme miedo. «Vale por esta vez —me dijo—, pero la próxima no me quedará más remedio que avisar a su madre.» Se puso de pie y salimos de la comisaría. El rubio de la chaqueta de piel vuelta estaba esperando en la acera. Me hicieron subir a un coche, atrás. «Te llevo a casa», me dijo el poli de paisano. Ahora me tuteaba. El rubio de la chaqueta de piel vuelta se bajó del coche en la plaza Blanche, delante de la farmacia. Era raro eso de verse sola en el asiento de atrás de un coche y con un tipo al volante. Se paró delante del edificio. «Váyase a dormir. Y que no se repita.» Ahora me volvía a tratar de usted. Creo que tartamudeé «muchas gracias». Fui hacia la puerta cochera y, en el momento de abrirla, me di la vuelta. Había parado el motor y no me quitaba la vista de encima, como si quisiera asegurarse de que entraba efectivamente en el edificio. Miré por la ventana de mi cuarto. El coche seguía allí parado. Esperé, pegando la frente al cristal, con la curiosidad de saber hasta cuándo iba a quedarse. Oí el ruido del motor antes de que diese la vuelta a la esquina y desapareciera. Noté esa sensación de angustia que se apoderaba de mí, muchas veces, de noche, y que era aún más fuerte que el miedo, esa sensación de que en adelante sólo iba a poder contar conmigo misma, sin recurrir a nadie. Ni a mi madre ni a nadie. Me habría gustado que el policía se quedara toda la noche de plantón delante del edificio, toda la noche y los días siguientes, como un centinela, o más bien como un ángel de la guarda que velase por mí.

Pero había otras noches en que la angustia se esfumaba y esperaba con impaciencia que se marchase mi madre para salir. Bajaba las escaleras con el corazón palpitante, como si fuera a una cita. Ya no necesitaba decirle una mentira al portero, ni buscar pretextos o pedir permiso. ¿A quién? ¿Y por qué? Ni siquiera tenía la seguridad de que fuera a volver a casa. Ya en la calle, no iba por la acera que estaba a oscuras, sino por la del Moulin-Rouge. Las luces me parecían aún más crudas que las de las películas del cine Mexico. Me entraba una borrachera y me sentía tan liviana… Había notado algo parecido la noche en que tomé una copa de champán en Le Sans-Souci. Tenía la vida por delante. ¿Cómo había podido andar encogida y pegada a las paredes? ¿Y de qué tenía miedo? Iba a conocer a gente. Bastaba con entrar en cualquier café.

Conocí a una chica un poco mayor que yo que se llamaba Jeannette Gaul. Una noche en que me dolía la cabeza entré en la farmacia de la plaza Blanche para comprar Véganine y un frasco de éter. Cuando iba a pagar, me di cuenta de que no llevaba dinero. Aquella chica rubia de pelo corto y con gabardina con la que se me había cruzado la mirada —ojos verdes— se acercó a la caja y pagó por mí. Me sentía apurada, no sabía cómo darle las gracias. Le propuse que viniera a casa para devolverle el dinero. Tenía siempre algo de dinero en la mesilla de noche. Me dijo: «No…, no…, la próxima vez.» Ella también vivía en el barrio, pero más abajo. Me miraba y me sonreía con los ojos verdes. Me propuso que tomase algo con ella cerca de su casa y acabamos en un café, más bien en un bar, de la calle de La Rochefoucauld. El ambiente no tenía nada que ver con el de Le Condé. Las paredes estaban forradas de madera clara, y también la barra y las mesas. Y había algo así como una vidriera, que daba a la calle. Los taburetes eran de terciopelo rojo oscuro. Y la luz, tamizada. Detrás de la barra había una mujer rubia de unos cuarenta años a quien la tal Jeannette Gaul conocía bien, porque la llamaba Suzanne y la tuteaba. Nos sirvió dos Pim’s champagne.

—¡A su salud! —me dijo Jeannette Gaul.

Seguía sonriendo y me daba la impresión de que con aquellos ojos verdes me escudriñaba para adivinar qué cosas me pasaban por la cabeza. Me preguntó:

—¿Vive por aquí?

—Sí, algo más arriba.

Había en el barrio múltiples zonas y yo me sabía todas sus fronteras, incluso las invisibles. Como estaba intimidada y no sabía muy bien qué decirle, añadí: «Sí, vivo más arriba. Aquí estamos sólo en las primeras cuestas.» Frunció el entrecejo: «¿Las primeras cuestas?» La intrigaban esas dos palabras, pero no había dejado de sonreír. ¿Serían los efectos del Pim’s champagne? Se me había pasado la timidez. Le expliqué qué quería decir «las primeras cuestas», esa expresión que había aprendido, como todos los demás niños de las escuelas del barrio. A partir de la glorieta de La Trinité empiezan «las primeras cuestas». Y ya no se para de subir, hasta el Château des Brouillards y el cementerio Saint-Vincent, antes de volver a bajar hacia las afueras, hacia Clignancourt, al norte del todo.

—Sí que sabes cosas —me dijo.

Y la sonrisa se le volvió irónica. De pronto había empezado a tutearme, pero me parecía normal. Le pidió a la tal Suzanne otras dos copas. Yo no estaba acostumbrada a beber y una copa era ya demasiado para mí. Pero no me atreví a rechazarla. Para acabar antes me tomé el champán de un solo trago. Me seguía observando en silencio.

—¿Estudias?

No sabía si contestar o no. Siempre había soñado con ser estudiante, por la palabra, que me parecía elegante. Pero aquel sueño se convirtió en algo inaccesible el día en que no me admitieron en el liceo Jules-Ferry. ¿Fue por la seguridad que me daba el champán? Me incliné hacia ella y, quizá para convencerla mejor, acerqué la cara a la suya:

—Sí, soy estudiante.

En esta primera ocasión, no me fijé en los clientes que nos rodeaban. Nada que ver con Le Condé. Si no fuera porque me da miedo encontrarme con ciertos fantasmas, me gustaría volver una noche al sitio ese para entender bien de dónde vengo. Pero hay que ser prudente. Además está la posibilidad de encontrarse con la puerta cerrada a cal y canto. Cambio de dueño. Todo aquello no tenía mucho porvenir.

—¿Estudiante de qué?

Me había pillado desprevenida. El candor de su mirada me dio bríos. Estaba claro que ni podía pensar que le estaba mintiendo.

—De lenguas orientales.

Parecía impresionada. Nunca me pidió, más adelante, detalles acerca de mis estudios de lenguas orientales, ni de los horarios de las clases, ni de dónde estaba la escuela. Habría debido caer en la cuenta de que no iba a ninguna escuela. Pero creo que era para ella —y también para mí— algo así como un título nobiliario que yo llevaba y que se hereda sin tener necesidad de hacer nada para ello. A quienes frecuentaban el bar de la calle de La Rochefoucauld me presentaba como «la Estudiante» y es posible que aún lo recuerden allí.

Aquella noche me acompañó hasta mi casa. Yo también quise saber a qué se dedicaba ella. Me dijo que había sido bailarina, pero que tuvo que dejar aquel oficio por culpa de un accidente. ¿Bailarina de ballet? No, no exactamente, pero sí se había formado como bailarina de ballet. Ahora me hago una pregunta que, por aquel entonces, ni se me habría ocurrido: ¿habría sido tan bailarina como yo estudiante? Íbamos por la calle de Fontaine, en dirección a la plaza Blanche. Me explicó que «de momento» estaba «asociada» con la tal Suzanne, una antigua amiga suya y algo así, hasta cierto punto, como su «hermana mayor». Llevaban entre las dos el local donde habíamos estado aquella noche, que también era restaurante.

Me preguntó si vivía sola. Sí, sola con mi madre. Quiso saber la profesión de mi madre. No pronuncié las palabras «Moulin-Rouge». Le respondí, con tono seco: «Contable.» Bien pensado, mi madre podría haber sido contable. Tenía la formalidad y la discreción adecuadas.

Nos despedimos delante de la puerta cochera. Nunca volvía de buena gana por la noche a aquella casa. Sabía que un día u otro me iría para siempre. Contaba mucho con la gente a la que iba a conocer y que pondría fin a mi soledad. Aquella chica era la primera persona a la que había conocido y a lo mejor me ayudaba a levar anclas.

—¿Nos vemos mañana?

Pareció sorprenderla la pregunta. Se la había hecho con demasiada brusquedad, sin conseguir disimular la preocupación.

—Pues claro. Cuando quieras…

Me lanzó una de aquella sonrisas tiernas e irónicas, la misma que hacía un rato, cuando le estaba explicando qué quería decir eso de «las primeras cuestas».

Tengo fallos de memoria. O, más bien, algunos detalles se me vienen a la cabeza desordenados. Hace cinco años que no quería pensar en nada de todo que volviese a encontrarme con algunos rótulos fluorescentes: Aux Noctambules, Aux Pierrots… Ya no sé cómo se llamaba el sitio de la calle de La Rochefoucauld. ¿Le Rouge Cloître? ¿Chez Dante? ¿Le Canter? Sí. Le Canter. Ningún parroquiano de Le Condé habría ido a Le Canter. En la vida hay fronteras imposibles de cruzar. Y, sin embargo, me quedé muy sorprendida al reconocer, las primeras veces que fui a Le Condé, a un cliente a quien había visto en Le Canter, un individuo que se llama Maurice Raphaël y al que apodan el Jaguar… Claro que no podía adivinar que el hombre aquel era escritor… No se diferenciaba en nada de los que jugaban a las cartas y a otros juegos en la salita del fondo, detrás de la verja de hierro forjado. Lo reconocí. Y me di cuenta de que a él no le sonaba mi cara de nada. Mejor. Qué alivio…

Nunca entendí qué hacía Jeannette Gaul en Le Canter. Muchas veces tomaba nota de lo que pedían los clientes y se lo traía. Se sentaba con ellos. A la mayoría los conocía. Me presentó a uno, alto y moreno, con cara de oriental, muy bien vestido y que parecía que tenía estudios, un tal Accad, el hijo de un médico del barrio. Iba siempre con dos amigos, Godinger y Mario Bay. A veces jugaban a las cartas y a otros juegos con hombres de más edad en la salita del fondo. Y la cosa duraba hasta las cinco de la mañana. Uno de los jugadores era, por lo visto, el dueño de Le Canter. Un hombre que rondaba los cincuenta años, con el pelo gris y corto, muy bien vestido también, con aspecto muy serio, del que me había dicho Jeannette que «había sido abogado». Me acuerdo de cómo se llamaba: Mocellini. De vez en cuando, se levantaba e iba a reunirse con Suzanne detrás de la barra. Algunas noches la sustituía y servía personalmente las consumiciones como si estuviera en su casa, en su piso, y todos los clientes fueran amigos suyos. Llamaba a Jeannette «niña» o «Calavera», aunque yo no entendía por qué; y las primeras veces que fui a Le Canter me miraba con cierta desconfianza. Una noche, me preguntó qué edad tenía. Me eché más edad, le dije que «veintiuno». Me miraba fijamente, frunciendo el entrecejo, no me creía. «¿Está segura de que tiene veintiún años?» Yo estaba cada vez más apurada y dispuesta a decirle la edad que tenía de verdad, pero, de repente, sus ojos perdieron toda la severidad. Me sonrió y se encogió de hombros. «Bueno, digamos que tiene veintiún años.»

Jeannette tenía una marcada preferencia por Mario Bay. Llevaba gafas oscuras, pero no era por hacerse el interesante. La luz del día le hacía daño a la vista. Manos delicadas. Al principio, Jeannette lo había tomado por un pianista de esos que, según me dijo, dan conciertos en Gaveau o en Pleyel. Tenía alrededor de treinta años, como Accad y Godinger. Pero, si no era pianista, ¿a qué se dedicaba? Él y Accad tenían mucha intimidad con Mocellini. Según Jeannette habían trabajado con Mocellini cuanto todavía era abogado. Y ahora seguían trabajando para él. ¿En qué? Tienen sociedades, me decía. Pero ¿qué significaba eso de «sociedades»? En El Canter, nos invitaban a su mesa y Jeannette aseguraba que Accad estaba loco por mí. Me di cuenta, desde el principio, de que Jeannette quería que saliera con él, quizá para reforzar los vínculos de ella con Mario Bay. Pero a mí me daba más bien la impresión de que a quien le gustaba yo era a Godinger. Era moreno, como Accad, pero más alto. Jeannette lo conocía menos que a los otros dos. Por lo visto, tenía mucho dinero y un coche que aparcaba siempre delante de Le Canter. Vivía de hotel e iba muchas veces a Bélgica.

Agujeros negros en la memoria. Y, además, detalles que se me vienen a la cabeza, detalles tan concretos como anodinos. Godinger vivía de hotel e iba mucho a Bélgica. La otra noche estuve repitiendo esa frase idiota como si fuera el estribillo de una canción de cuna que canturreas en la oscuridad para tranquilizarte. ¿Y por qué llamaba Mocellini a Jeannette Calavera? Detalles que ocultan otros, mucho más penosos. Me acuerdo de la tarde, pocos años después, en que Jeannette vino a verme a Neuilly. Hacía alrededor de quince días que me había casado con Jean-Pierre Choureau. Nunca he podido llamarle más que Jean-Pierre Choureau, seguramente porque era mayor que yo y porque él me trataba de usted. Jeannette llamó tres veces, como le había dicho yo. Por un momento estuve tentada de no abrir, pero era una bobada, porque sabía mi teléfono y mis señas. Entró, colándose por la puerta entornada, y fue como si se metiese de matute en el piso para robar. En el salón, echó una ojeada a las paredes blancas, a la mesa baja, al montón de revistas, a la lámpara de pantalla roja, al retrato de la madre de Jean-Pierre Choureau encima del sofá. No decía nada. Movía la cabeza. Quería ver la casa. Pareció sorprenderla que Jean-Pierre Choureau y yo tuviésemos habitaciones separadas. En mi cuarto, nos echamos las dos encima de la cama.

—¿Así que es un chico de buena familia? —me dijo Jeannette.

Y se echó a reír.

No había vuelto a verla desde el hotel de la calle de Armaillé. Aquella risa me hacía sentirme incómoda. Tenía miedo de que me hiciera retroceder hasta la época de Le Canter. Y eso que, cuando había ido a verme el año anterior a la calle de Armaillé, me había dicho que había roto con los otros.

—Un auténtico cuarto de jovencita…

Encima de la cómoda, la foto de Jean-Pierre Choureau en un marco de cuero granate. Se levantó y se inclinó hacia el marco.

—Es más bien guapo… Pero ¿por qué dormís en habitaciones separadas?

Volvió a echarse a mi lado encima de la cama. Entonces le dije que prefería verla en otra parte. Temía que no se sintiera a gusto en presencia de Jean-Pierre Choureau. Y, además, no podríamos hablar libremente.

—¿Tienes miedo de que venga a verte con los otros?

Se rio, pero con risa menos sincera que antes. Era cierto; incluso en Neuilly tenía miedo de toparme con Accad. Estaba asombrada de que no hubiera dado con mi rastro cuando vivía en el hotel de la calle de L’Étoile y, luego, en la calle de Armaillé.

—Tranquila… Hace ya mucho que no están en París… Se han ido a Marruecos…

Me acariciaba la frente como si quisiera calmarme.

—Supongo que no le has hablado a tu marido de las juergas de Cabassud…

No puso ironía alguna en lo que acababa de decir. Al contrario, me llamó la atención aquella voz triste. Era un amigo suyo, Mario Bay, el individuo de las gafas oscuras y las manos de pianista, el que usaba esa palabra, «juergas», cuando nos llevaban Accad y él a pasar la noche a Cabassud, una hostería cerca de París.

—Qué tranquilo es esto… No como Cabassud… ¿Te acuerdas?

Detalles ante los que quería cerrar los ojos, como pasa con una luz cegadora. Y, sin embargo, cuando salimos de casa de los amigos de Guy de Vere y volvía de Montmartre con Roland, tenía los ojos bien abiertos. Todo era más nítido, más cortante, me deslumbraba una luz más cruda y acababa por acostumbrarme a ella. Una noche, en Le Canter, estaba con Jeannette sentada a una mesa, cerca de la puerta, en esa misma luz. Ya no quedaba nadie más que Mocellini y los que estaban jugando a las cartas en la sala del fondo, detrás de la verja. Mi madre debía de llevar ya mucho rato en casa. Me preguntaba si le preocuparía mi ausencia. Casi echaba de menos aquella noche en que vino a buscarme a la comisaría de Les Grandes-Carrières. Tenía el presentimiento de que, a partir de ahora, nunca más podría venir a buscarme. Me había ido demasiado lejos. Se apoderaba de mí una angustia que intentaba contener y que me impedía respirar. Jeannette arrimó su cara a la mía.

—Estás muy pálida… ¿Te encuentras bien?

Quería sonreírle para tranquilizarla, pero me daba la impresión de que lo que hacía era una mueca.

—No… No es nada…

Desde que me iba de casa por las noches, me daban ataques breves de pánico, o más bien «bajones de tensión» como había dicho el farmacéutico de la plaza Blanche una noche en que intenté explicarle qué notaba. Pero, cada vez que decía una palabra, me parecía equivocada o anodina. Más valía callarse. De repente, me entraba una sensación de vacío por la calle. La primera vez fue delante del bar-estanco que había al lado del Cyrano. Pasaba mucha gente, pero eso no me tranquilizaba. Me caería redonda y esa gente seguiría su camino sin hacerme caso. Bajón de tensión. Corte de corriente. Tenía que forzarme para volver a anudar los hilos. Aquella noche, entré en el estanco y pedí sellos, postales, un bolígrafo y un paquete de cigarrillos. Me senté en la barra. Cogí una postal y empecé a escribir. «Un poco más de paciencia. Creo que se me va a pasar.» Encendí el cigarrillo y pegué un sello a la postal. Pero ¿a quién se la mandaba? Me habría gustado escribir unas cuantas palabras en todas las tarjetas, palabras tranquilizadoras: «Hace bueno; las vacaciones, estupendas; espero que también a vosotros os vaya bien. Hasta pronto. Besos.» Es muy temprano y estoy sentada en un café, a la orilla del mar. Y les escribo postales a unos amigos.

—¿Cómo te encuentras? ¿Estás mejor? —me dijo Jeannette.

Había arrimado aún más la cara.

—¿Quieres que salgamos a que te dé el aire?

Nunca me había parecido la calle tan desierta y silenciosa. La iluminaban faroles de otros tiempos. Y pensar que bastaba con subir la cuesta para encontrarse, a pocos cientos de metros, con el gentío de los sábados por la noche, los rótulos fluorescentes que anunciaban «Los mejores desnudos del mundo» y los autocares de turistas delante del Moulin-Rouge… Me daba miedo todo aquel barullo. Le dije a Jeannette:

—Podríamos quedarnos a mitad de la cuesta…

Anduvimos hasta el sitio en que empezaban las luces, el cruce que está al final de la calle de Notre-Dame-de-Lorette. Pero dimos media vuelta y recorrimos la calle en cuesta en dirección contraria. Iba notando cierto alivio a medida que andaba cuesta abajo, por la acera en que no había luces. Bastaba con dejarse ir. Jeannette me apretaba el brazo. Llegamos casi al final de la cuesta, al cruce de La Tour-des-Dames. Me dijo:

—¿No quieres que tomemos un poco de nieve?

No entendí qué quería decir exactamente, pero me llamó la atención la palabra «nieve». Me daba la impresión de que iba a empezar a nevar de un momento a otro y que el silencio que nos rodeaba sería aún más profundo. Nada más se oiría cómo crujían nuestros pasos en la nieve. En alguna parte sonaban las campanadas de un reloj y, no sé por qué, pensé que tocaban a misa del gallo. Jeannette me guiaba. Yo dejaba que me llevase. Íbamos por la calle de Aumale y no se veía luz en ninguna de las casas. Podía pensarse que no había sino una única fachada negra a cada lado de la calle y de principio a fin.

—Ven a mi habitación…, vamos a tomar algo de nieve…

En cuanto llegásemos, le preguntaría qué quería decir eso de tomar un poco de nieve. Hacía más frío por culpa de aquellas fachadas negras. ¿Acaso estaba soñando y por eso oía con tanta claridad el ruido de nuestros pasos?

A partir de entonces, hice muchas veces ese mismo camino, sola o con Jeannette. Iba a reunirme con ella en su habitación durante el día, o pasaba allí la noche cuando nos entreteníamos demasiado en Le Canter. Era un hotel de la calle de Laferrière, una calle, por la zona de las primeras cuestas, que hace ángulo y en donde te sientes apartada de todo. Un ascensor con puerta enrejada. Subía despacio. Vivía en el último piso, o más arriba. A lo mejor el ascensor no se paraba nunca. Me cuchicheó al oído:

—Ya verás…, ya verás qué bien…, vamos a tomar un poco de nieve…

Le temblaban las manos. En la penumbra del corredor, estaba tan nerviosa que no lograba meter la llave en la cerradura.

—Venga…, prueba tú, que yo no puedo.

Tenía la voz cada vez más entrecortada. Se le cayó la llave. Me agaché para recogerla, a tientas. Conseguí que entrase en la cerradura. La luz estaba encendida, una luz amarilla que caía de un plafón. La en el filo de la cama y hurgó en el cajón de la mesilla de noche. Sacó una cajita metálica. Me dijo que aspirase el polvillo blanco que llamaba «nieve». Al cabo de un momento me entró una sensación de frescura y de liviandad. Estaba segura de que la angustia y el sentimiento de vacío que me entraban por la calle no iban a volver nunca. Desde que el farmacéutico de la plaza Blanche me había mencionado los bajones de tensión, creía que tenía que negarme a ceder, que luchar contra mí misma, que intentar controlarme. No podemos librarnos de esa forma de pensar, nos educaron sin miramientos. Camina o revienta. Si me caía, los demás seguirían andando por el bulevar de Clichy. No tenía que hacerme ilusiones. Pero, a partir de ahora, las cosas iban a cambiar. Además, las calles y las fronteras del barrio me parecían de pronto demasiado estrechas.

Una librería-papelería del bulevar de Clichy abría hasta la una de la madrugada. Mattei. Un nombre en el escaparate y nada más. ¿El nombre del dueño? Nunca me atreví a preguntárselo a aquel hombre moreno que llevaba bigote y una chaqueta príncipe de Gales y estaba siempre leyendo, sentado detrás de su escritorio. Cada vez que los clientes compraban postales o un bloc de papel de cartas le interrumpían la lectura. A las horas en que iba yo no había casi clientes, salvo, a veces, algunas personas que salían de Minuit Chansons, que era la puerta de al lado. Casi siempre estábamos solos, él y yo, en la librería. En el escaparate había siempre los mismos libros y me enteré enseguida de que eran novelas de ciencia ficción. El dueño me aconsejó que las leyera. Me acuerdo de los títulos de algunas: Un guijarro en el cielo, Polizonte a Marte, Los corsarios del vacío. Sólo conservo una: Los cristales soñadores.

A la derecha, en los estantes próximos al escaparate, estaban los libros de segunda mano que trataban de astronomía. Me fijé en uno con la portada naranja medio rota: Viaje por el infinito. Ése también lo sigo teniendo. Aquel sábado por la noche en que quise comprarlo era la única clienta en toda la librería y apenas se oía el barullo del bulevar. Sí que se veían, detrás del cristal, algunos letreros fluorescentes e incluso ese blanco y azul de «Los mejores desnudos del mundo», pero parecían tan lejanos… No me atrevía a molestar a aquel hombre que estaba leyendo, sentado y con la cabeza inclinada. Allí me quedé, sin hacer ruido, alrededor de diez minutos antes de que volviera la cabeza hacia mí. Le alargué el libro. Sonrió: «Ah, ése está muy bien… Muy bien… Viaje por el infinito.» Me disponía a pagarle el libro, pero alzó el brazo: «No, no… se lo regalo. Y le deseo que tenga un buen viaje.»

Sí, aquella librería no fue sólo un refugio, sino, además, una etapa de mi vida. Muchas veces me quedaba hasta la hora de cerrar. Había un asiento junto a las estanterías o, más bien, una escalerilla de cierta altura. Me sentaba en ella para hojear los libros y los álbumes ilustrados. Me preguntaba si el dueño era consciente de mi presencia. Al cabo de unos días, sin dejar la lectura me decía una frase, siempre la misma: «¿Qué? ¿Encuentra algo que la haga feliz?» Más adelante, alguien me afirmó con mucho aplomo que lo único que no se puede recordar es el timbre de las voces. Y, sin embargo, todavía hoy oigo con frecuencia aquella voz con acento parisino —el de las calles en cuesta— diciéndome: «¿Qué? ¿Encuentra algo que la haga feliz?» Y esa frase no ha perdido nada ni del agrado con que la decía ni del misterio que había en ella.

Por las noches, al salir de la librería, me sorprendía encontrarme en el bulevar de Clichy. No me apetecía mucho bajar hasta Le Canter. Los pies me llevaban hacia arriba. Ahora me agradaba subir las cuestas o las escaleras. Contaba todos los peldaños. Al llegar al número 30 sabía que estaba salvada. Mucho después, Guy de Vere me hizo leer Horizontes perdidos, la historia de unas personas que suben por las montañas del Tíbet, hacia el monasterio de Shangri-La, para descubrir los secretos de la vida y de la sabiduría. Pero no merece la pena ir tan lejos. Me acuerdo de mis paseos nocturnos. Para mí, Montmartre era el Tíbet. Me bastaba con la cuesta de la calle de Caulaincourt. Allá arriba, frente al Château des Brouillards, respiraba por primera vez en la vida. Un día, al amanecer, me escapé de Le Canter, donde estaba con Jeannette. Esperábamos a Accad y a Mario Bay, que querían llevarnos a Cabassud junto con Godinger y otra chica. Me asfixiaba. Me inventé un pretexto para salir a tomar el aire. Eché a correr. En la plaza, todos los rótulos fluorescentes estaba apagados, incluso el Moulin-Rouge. Dejé que se apoderase de mí una embriaguez que ni el alcohol ni la nieve hubieran podido proporcionarme nunca. Subí la cuesta hasta el Château des Brouillards. Estaba completamente decidida a no volver a ver a la banda de Le Canter. Más adelante, he sentido la misma embriaguez cada vez que he roto con alguien. No era de verdad yo misma más que mientras escapaba. No tengo más recuerdos buenos que los de huida o de evasión. Pero la vida siempre volvía por sus fueros. Cuando llegué a la avenida de Les Brouillards, estaba segura de que alguien había quedado conmigo por esta zona y sería un nuevo punto de partida para mí. Hay una calle, algo más arriba, donde me gustaría mucho volver en alguna ocasión. Por ella iba la mañana aquella. Allí era donde había quedado. Pero no sabía en qué número. Daba igual. Estaba esperando una señal que me lo indicase. Allá arriba, la calle acababa en pleno cielo, como si condujese al borde de un precipicio. Caminaba con esa sensación de liviandad que, a veces, sentimos en sueños. Ya no le tenemos miedo a nada, todos los peligros son irrisorios. Si las cosas se ponen feas de verdad, basta con despertarse. Somos invencibles. Caminaba, impaciente por llegar al final, allá donde no había más que el azul del cielo y el vacío. ¿Qué palabra podría expresar mi estado de ánimo? Sólo puedo recurrir a un vocabulario muy pobre. ¿Embriaguez? ¿Éxtasis? ¿Embeleso? En cualquier caso, la calle me resultaba familiar. Me parecía que ya la había recorrido anteriormente. No tardaría en llegar al filo del precipicio y me arrojaría al vacío. ¡Qué dicha flotar en el aire y saber por fin cómo era esa sensación de ingravidez que llevaba toda la vida buscando! Me acuerdo con una claridad tan grande de aquella mañana, y de aquella calle y del cielo, al final del todo…

Y luego la vida siguió, con altos y bajos. Un día en que estaba fatal, en la tapa del libro que me había prestado Guy de Vere, Louise de la Nada, sustituí con bolígrafo ese nombre por el mío, Jacqueline de la Nada.