Tuve la suerte de que aquel joven fuera vecino mío de mesa en Le Condé y trabásemos conversación de forma tan espontánea. Era la primera vez que yo iba a ese local y, por edad, podía ser su padre. El cuaderno en que ha ido llevando, día tras día y noche tras noche, durante los últimos tres años, el repertorio de los clientes de Le Condé me facilitó el trabajo. Siento haberle ocultado la razón exacta por la que quería consultar ese documento que tuvo la amabilidad de prestarme. Pero ¿le mentí acaso cuando le dije que era editor de libros de arte?
Me di cuenta perfectamente de que me creía. Es la ventaja de llevarles veinte años a los demás: no saben nada del pasado de uno. Y aun cuando te hagan algunas preguntas distraídas acerca de lo que hasta ahora ha sido de tu vida, te lo puedes inventar todo. Una vida nueva. No harán comprobaciones. Según vas contando esa vida imaginaria, fuertes ráfagas de aire fresco cruzan por un lugar en el que llevabas mucho tiempo asfixiándote. Se abre una ventana de repente y el aire de alta mar hace que golpeen las contraventanas. Vuelves a tener el porvenir entero por delante.
Editor de libros de arte. Se me ocurrió sin pensar. Si me hubieran preguntado, hace más de veinte años, qué quería ser, habría tartamudeado: editor de libros de arte. Bueno, pues esta vez lo dije. Nada cambió. Todos esos años quedaron abolidos.
Sólo que no hice del todo tabla rasa del pasado. Quedan unos cuantos testigos, unos cuantos supervivientes de entre los que fueron contemporáneos nuestros. Una noche, en El Montana, le pregunté al doctor Vala su fecha de nacimiento. Somos del mismo año. Y le recordé que nos habíamos conocido tiempo ha en ese mismo bar, cuando el barrio estaba aún en todo su esplendor. Y, además, me daba la impresión de que me había cruzado con él mucho antes, en otros barrios de París, en la orilla derecha del Sena. Estaba incluso seguro de ello. Vala pidió, con voz seca, una botella pequeña de Vittel, interrumpiéndome en el preciso momento en que a lo mejor podría yo haber sacado a relucir recuerdos desagradables. Me callé. Vivimos a merced de ciertos silencios. Sabemos mucho unos de otros. Así que hacemos por no encontrarnos. Lo mejor, por supuesto, es perderse de vista definitivamente.
Curiosa coincidencia… Volví a encontrarme con Vala aquella tarde en que crucé por primera vez el umbral de Le Condé. Estaba sentado en una mesa del fondo con dos o tres jóvenes. Me lanzó la mirada intranquila del bon vivant que se topa con un espectro. Le sonreí. Le di la mano sin decir nada. Noté que la menor palabra que pudiera decir yo corría el riesgo de hacer que se sintiera incómodo frente a sus nuevos amigos. Mi silencio y mi discreción parecieron aliviarlo cuando me senté en el diván de cuero de imitación, en la otra punta del local. Desde allí, podía observarlo sin que nos cruzásemos la mirada. Hablaba a los jóvenes en voz baja, inclinándose hacia ellos. ¿Temía que oyese yo lo que les estaba diciendo? Entonces, por pasar el tiempo, me estuve imaginando todas las frases que podría haber dicho en tono falsamente mundano y le habrían cubierto la frente de gotas de sudor: «¿Sigue usted ejerciendo de matasanos?» Y, tras una pausa: «Oiga, ¿sigue teniendo la consulta en el muelle de Louis-Blériot? ¿O ha conservado la de la calle de Moscou…? Y aquella temporada en Fresnes[1], hace ya tanto espero que no tuviera demasiadas consecuencias…» Estuve a punto de largar una carcajada, allí solo, en mi rincón. No envejecemos. Con el paso de los años, muchas personas y muchas cosas acaban por parecernos tan cómicas y tan irrisorias que las miramos con ojos de niño.
En esta primera ocasión, estuve mucho tiempo esperándola en Le Condé. No se presentó. Había que ser paciente. En otra ocasión sería. Me dediqué a observar a los parroquianos. La mayoría no pasaban de los veinticinco años y un novelista del siglo XIX habría citado, refiriéndose a ellos, a la «bohemia estudiantil». Pero me parece que muy pocos debían de estar matriculados en La Sorbona o en la Escuela de Minas. Debo admitir que, al verlos de cerca, me preocupaba su porvenir.
Entraron dos hombres, con un intervalo muy breve. Adamov y aquel individuo moreno de andares dúctiles que había firmado unos cuantos libros con el nombre de Maurice Raphaël. Conocía a Adamov de vista. Hace tiempo, iba a diario al Old Navy, y tenía una mirada que no se podía olvidar. Creo que le hice algún favor para que pudiera regularizar su situación, en los tiempos en que yo tenía aún algo que ver con la Dirección Central de Informaciones Generales. En cuanto a Maurice Raphaël, también era un cliente habitual de los bares del barrio. Había quien decía que tuvo algún problema después de la guerra, con un nombre diferente. Por aquel entonces, yo trabajaba para Blémant. Ambos fueron a ponerse de codos en la barra. Maurice Raphaël se quedó de pie, muy tieso; y Adamov se subió a un taburete con una mueca de dolor. No se había fijado en mí. Por lo demás, ¿le recordaría algo aún mi cara? Fueron a reunirse con ellos en la barra tres jóvenes, dos muchachos y un chica rubia que llevaba una gabardina muy sobada e iba peinada con flequillo. Maurice Raphaël les alargaba un paquete de cigarrillos y los miraba con sonrisa divertida. Adamov se tomaba menos confianzas. Por la mirada intensa que ponía, se habría podido pensar que lo asustaban un poco.
Llevaba en el bolsillo dos fotos de fotomatón de aquella Jacqueline Delanque… En los tiempos en que trabajaba para Blémant, siempre lo sorprendía la facilidad que tenía yo para identificar a cualquiera. Me bastaba con cruzarme sólo una vez con una cara para que se me quedase grabada en la memoria, y Blémant me gastaba bromas acerca de aquel don para reconocer en el acto a una persona desde lejos, aunque estuviera de medio perfil e incluso de espaldas. Así que no estaba nada preocupado. En cuanto entrase en Le Condé, sabría que era ella.
El doctor Vala se volvió hacia la barra y nos cruzamos la mirada. Hizo un gesto amistoso con la mano. De repente me entraron ganas de ir hasta su mesa y decirle que tenía que hacerle una pregunta confidencial. Podría habérmelo llevado aparte y haberle enseñado las fotos: «¿La conoce?» La verdad es que me habría resultado útil saber algo más de aquella chica por boca de uno de los parroquianos de Le Condé.
Fui a su hotel en cuanto supe la dirección. Escogí las horas bajas de la tarde. Había más probabilidades de que hubiera salido. O, al menos, eso esperaba. Así podría preguntar en recepción unas cuantas cosas acerca de ella. Era un día de otoño soleado y había decidido ir a pie. Empecé el camino en los muelles y me fui metiendo poco a poco tierra adentro. En la calle de Le-Cherche-Midi me daba el sol en los ojos. Entré en Le Chien qui fume y pedí un coñac. Me sentía ansioso. Miraba, desde detrás del cristal, la avenida de Le Maine. Tenía que tirar por la acera de la izquierda y llegaría a la meta. No había razón alguna para estar ansioso. Según iba por la avenida, recobré la calma. Estaba casi del todo seguro de que no estaría y, además, esta vez no iba a entrar en el hotel para hacer preguntas. Lo rondaría, como se hace en una localización. Tenía por delante todo el tiempo que quisiera. Era mi trabajo.
Cuando llegué a la calle de Cels decidí salir de dudas. Una calle tranquila y gris que me recordó no un pueblo, o un suburbio, sino una de esas zonas misteriosas a las que se da el nombre de «tierras del interior». Me fui derecho a la recepción del hotel. No había nadie. Aguardé alrededor de diez minutos, con la esperanza de que no apareciese ella. Se abrió una puerta y una mujer morena con el pelo corto y toda vestida de negro se acercó al mostrador de recepción. Dije con voz amable:
—Busco a Jacqueline Delanque.
Pensaba que se habría registrado con el nombre de soltera.
Me sonrió y cogió un sobre de uno de los casilleros que tenía detrás.
—¿Es usted el señor Roland?
¿Quién era el individuo aquel? Asentí más o menos con la cabeza, por si acaso. Me alargó el sobre en el que ponía, escrito en tinta azul: Para Roland. El sobre no estaba cerrado. En una hoja grande de papel leí:
Roland, estaré en Le Condé, ven a partir de las 5. O, si no, llámame a AUTEUIL 15-28 y déjame un recado.
Firmaba Louki. ¿Un diminutivo de Jacqueline?
Doblé la hoja, la metí en el sobre y se lo devolví a la mujer morena.
—Disculpe… Ha habido un error… No es para mí.
No se inmutó y colocó la carta en el casillero con un ademán maquinal.
—¿Hace mucho que vive aquí Jacqueline Delanque?
Titubeó un momento y me contestó con tono afable:
—Alrededor de un mes.
—¿Sola?
—Sí.
La notaba indiferente y dispuesta a responder a cuanto le preguntase. Clavaba en mí una mirada en la que había un gran cansancio.
—Muy agradecido —le dije.
—No hay de qué.
Prefería no entretenerme más. El tal Roland podía estar al llegar. Volví a la avenida de Le Maine y la anduve en sentido contrario al de hacía un rato. En Le Chien qui fume pedí otro coñac. Busqué en la guía la dirección de Le Condé. Estaba en el barrio de L’Odéon. Las cuatro de la tarde; tenía algo de tiempo por delante. Así que llamé a AUTEUIL 15-28. Una voz seca, que me recordó la de la información horaria: «Taller La Fontaine. ¿En qué puedo servirle?» Pregunté por Jacqueline Delanque. «Ha salido un momento… ¿Quiere dejarle un recado?» Me entró la tentación de colgar, pero me forcé a contestar: «No, muchas gracias.»
Lo primero es fijar del modo más exacto posible los itinerarios de las personas, para entenderlas mejor. Me iba repitiendo en voz baja: «Hotel de la calle Cels. Taller La Fontaine. Café Condé. Louki.» Y, luego, ese tramo de Neuilly, entre el bosque de Boulogne y el Sena, donde me citó aquel individuo para hablarme de su mujer, llamada Jacqueline Choureau, de soltera Delanque.
No me acuerdo de quién le había aconsejado que recurriera a mí. Da lo mismo. Seguramente debió de encontrar mi dirección en la guía. Tomé el metro mucho antes de la hora de la cita. Era línea directa. Me bajé en Sablons y anduve durante casi media hora por las inmediaciones. Acostumbro a pasarle revista a la zona sin meterme enseguida en el meollo del asunto. Antes, Blémant me lo reprochaba y opinaba que era una pérdida de tiempo. Lo que hay que hacer es tirarse al agua, me decía, en vez de andar rondando el borde de la piscina. Yo opinaba lo contrario. Nada de ademanes demasiado bruscos, sino pasividad y morosidad, con lo cual deja uno que se le meta dentro, despacio, el espíritu de la zona.
Flotaba en el aire un aroma a otoño y a campo. Fui siguiendo la avenida que corre a lo largo del Jardín de Aclimatación, pero por el lado de la izquierda, el del bosque y el camino para jinetes; y me habría gustado que aquello fuera un simple paseo.
El Jean-Pierre Choureau aquel me había llamado por teléfono con voz inexpresiva para quedar conmigo. Se limitó a darme a entender que se trataba de su mujer. Según me iba acercando a su domicilio, me lo imaginaba caminando como yo, siguiendo el camino para jinetes y dejando atrás el picadero del Jardín de Aclimatación. ¿Qué edad tendría? Me había parecido que tenía un timbre de voz juvenil, pero las voces siempre resultan engañosas.
¿A qué drama o a qué infierno conyugal iba a arrastrarme? Notaba que me invadía el desaliento y no estaba ya muy seguro de querer acudir a aquella cita. Me interné en el bosque, cruzándolo en dirección al estanque Saint-James y del lago pequeño al que acudían los patinadores en invierno. Era el único paseante y me daba la impresión de estar lejos de París, allá por Sologne. Conseguí una vez más sobreponerme al desaliento. Una vaga curiosidad profesional me movió a interrumpir el paseo a bosque traviesa y volver a la linde de Neuilly. Sologne. Neuilly. Me imaginaba largas tardes de lluvia para los Choureau aquellos, en Neuilly. Y, allá, en Sologne, se oían las trompas de caza al crepúsculo. ¿Montaba ella a mujeriegas? Me eché a reír al acordarme del comentario de Blémant: «Usted, Caisley, arranca demasiado deprisa. Habría debido dedicarse a escribir novelas.»
Vivía al final del todo, en la Puerta de Madrid, en un edificio moderno con un portal grande y acristalado. Me había dicho que entrase hasta el fondo y a la izquierda y que vería su nombre en la puerta. «Es un piso en la planta baja.» Me sorprendió la tristeza con la que dijo «planta baja». Vino, luego, un silencio prolongado, como si se arrepintiese de aquella confesión.
—¿Y cuál es la dirección exacta? —le pregunté.
—Avenida de Bretteville, 11. ¿Lo ha apuntado bien? El 11… ¿Le viene bien a las cuatro?
Tenía ahora la voz más firme y casi se le notaba una entonación mundana.
Una plaquita dorada en la puerta: Jean-Pierre Choureau. Debajo, vi una mirilla. Llamé. Y me quedé esperando. En aquel portal desierto y silencioso, me dije que llegaba demasiado tarde. Que se había suicidado. Me avergoncé de haber pensado eso y volvieron a entrarme ganas de mandarlo todo a la porra y de salir de aquel portal y seguir paseando al aire libre, por Sologne. Volví a llamar; esta vez di tres timbrazos breves. La puerta se abrió en el acto, como si hubiera estado detrás, observándome por la mirilla.
Un hombre moreno de unos cuarenta años, con el pelo corto y mucho más alto que la media. Llevaba un traje azul marino y una camisa azul cielo con el cuello abierto. Me condujo hacia lo que podría llamarse el cuarto de estar, sin decir palabra. Me indicó un sofá, detrás de una mesa baja, y nos sentamos uno al lado del otro. Le costaba hablar. Para que dejara de sentirse violento, le dije con el tono de voz más suave que pude: «¿Así que se trata de su mujer?»
Intentaba hablar despreocupadamente. Me lanzaba una sonrisa apagada. Sí, su mujer había desaparecido hacía dos meses, después de una pelea trivial. ¿Era yo la primera persona con quien hablaba después de esa desaparición? El cierre metálico de una de las cristaleras estaba bajado y me pregunté si aquel hombre se había enclaustrado en su piso durante dos meses. Pero, dejando de lado el cierre, no había rastro alguno de desorden ni de dejadez en aquel cuarto de estar. Y él, tras un momento de vacilación, iba adquiriendo cierta seguridad.
—Quiero que esta situación se aclare lo antes posible —acabó por decirme.
Lo miré de más cerca. Ojos muy claros y cejas negras, pómulos altos, perfil correcto. Y, en el porte y los ademanes, una energía deportiva que acentuaba el pelo corto. Era fácil imaginarlo a bordo de un velero, con el torso al aire, navegando en solitario. Y, pese a tanta firmeza y seducción aparentes, su mujer lo había dejado.
Quise saber si durante todo aquel tiempo había intentado localizarla. No. Ella lo había llamado por teléfono dos o tres veces para confirmarle que no pensaba volver. Le desaconsejaba con vehemencia que intentase establecer contacto con ella y no le daba explicación alguna. Tenía una voz diferente. Ya no era la misma persona. Una voz muy sosegada, muy segura, que lo dejaba completamente desconcertado. Se llevaba con su mujer casi quince años. Ella tenía veintidós y él, treinta y seis. Según me iba dando esos detalles, notaba en él una reserva, una frialdad incluso, que era sin duda fruto de eso que se llama buena educación. Ahora tenía que hacerle preguntas cada vez más concretas y no sabía si merecía la pena. ¿Qué quería exactamente? ¿Que volviera su mujer? ¿O intentaba sencillamente saber por qué lo había dejado? ¿A lo mejor le bastaba con eso? Aparte del sofá y de la mesa baja, no había ningún mueble en el cuarto de estar. Los ventanales daban a la avenida, por donde pasaban muy pocos coches, de modo que no resultaba molesto que el piso estuviera en la planta baja. Iba cayendo la tarde. Encendió la lámpara de tres patas y pantalla roja que estaba junto al sofá, a mi derecha. La luz me obligó a guiñar los ojos; era una claridad blanca que hacía que el silencio pareciera aún más profundo. Creo que estaba esperando mis preguntas. Se había cruzado de piernas. Para ganar tiempo, saqué del bolsillo interior de la chaqueta el bloc y el bolígrafo y tomé unas cuantas notas: «Él, 36 años. Ella, 22. Neuilly. Piso en la planta baja. No hay muebles. Ventanales que dan a la avenida de Bretteville. No pasan coches. Unas cuantas revistas encima de la mesa baja.» Esperaba sin decir nada, como si yo fuera un médico que estuviera escribiendo una receta.
—¿Apellido de soltera de su mujer?
—Delanque. Jacqueline Delanque.
Le pregunté fecha y lugar de nacimiento de la tal Jacqueline Delanque. Y también la fecha en que se habían casado. ¿Tenía permiso de conducir? ¿Y un trabajo regular? No. ¿Le quedaba familia? ¿En París? ¿En provincias? ¿Un talonario de cheques? A medida que me respondía, con voz triste, yo iba tomando nota de todos esos detalles que muchas veces son los únicos que dan testimonio de que una persona viva ha pasado por la tierra. A condición de que se encuentre un día el bloc donde alguien los anotó con una letra pequeña y que cuesta leer, como la mía.
Ahora tenía que llegar a preguntas más delicadas de esas que lo introducen a uno en la intimidad de un ser sin pedirle permiso. ¿Con qué derecho?
—¿Tiene usted amigos?
Sí, había unas cuantas personas a las que veía con bastante regularidad. Las había conocido en una escuela de comercio. Y algunos, además, habían sido compañeros de estudios en el liceo Jean-Baptiste-Say.
Incluso había intentado montar un negocio con tres de ellos antes de entrar a trabajar en la sociedad inmobiliaria Zannetacci, como socio gerente.
—¿Sigue usted trabajando ahí?
—Sí, en el número 20 de la calle de La Paix.
¿Qué medio de locomoción usaba para ir a trabajar? Todos los detalles, incluso el más inane en apariencia, resultan reveladores. Iba en coche. De vez en cuando hacía viajes de trabajo. Lyon. Burdeos. La Costa Azul. Ginebra. ¿Y Jacqueline Choureau, de soltera Delanque, se quedaba sola en Neuilly? A veces se la había llevado, cuando había ido a la Costa Azul. Y si se quedaba sola, ¿a qué se dedicaba? ¿No había realmente nadie que pudiera proporcionarle una información cualquiera referida a la desaparición de Jacqueline, señora de Choureau, Delanque de soltera, y de darle el menor indicio? «No sé, una confidencia que le hubiera hecho a alguien un día en que hubiese estado deprimida…» No. Nunca le habría contado intimidades a nadie. Le reprochaba con frecuencia lo poco originales que eran sus amigos. También es verdad que todos le llevaban quince años.
Llegaba ahora a una pregunta que me agobiaba de antemano, pero que no me quedaba más remedio que hacer:
—¿Cree usted que tenía un amante?
Mi propio tono de voz me pareció un tanto brusco y algo bobo. Pero así eran las cosas. Frunció el entrecejo.
—No.
Titubeó, me miraba a los ojos como si esperase que yo le diera ánimos o si estuviera buscando las palabras. Una noche, uno de sus ex amigos de la Escuela de Comercio vino a cenar aquí con un tal Guy de Vere, un hombre mayor que ellos. Aquel Guy de Vere era muy versado en ciencias ocultas y propuso traerles unas cuantas obras sobre el tema. Su mujer asistió a varias reuniones e incluso a algo así como unas conferencias que daba con regularidad el tal Guy de Vere. Él no había podido acompañarla porque era una temporada de mucho trabajo en las oficinas de Zannetacci. A su mujer le interesaban aquellas reuniones y aquellas conferencias y solía hablarle de ellas, aunque él no acababa de entender de qué iba la cosa. Le prestó, de entre los libros que le había aconsejado Guy de Vere, el que le parecía más fácil de leer. Se llamaba Horizontes perdidos. ¿Entró en contacto con Guy de Vere después de la desaparición de su mujer? Sí, lo llamó por teléfono varias veces, pero no sabía nada. «¿Está seguro?». Se encogió de hombros y clavó en mí una mirada cansada. El Guy de Vere aquel había sido muy evasivo y se dio cuenta de que no podría sacarle ninguna información. ¿Nombre exacto y dirección de ese hombre? No sabía su dirección. Y no venía en la guía de teléfonos.
Yo andaba buscando qué más preguntas podía hacerle. Hubo un silencio, pero no pareció molestarlo. Sentados juntos en aquel sofá, estábamos en la sala de espera de un dentista o de un médico. Paredes blancas y desnudas. Un retrato de mujer colgado encima del sofá. Estuve a punto de coger una de las revistas de la mesa baja. Me invadió una sensación de vacío. Debo decir que en aquel momento notaba la ausencia de Jacqueline Choureau, de soltera Delanque, de una forma tal que me parecía definitiva. Pero no era cosa de ser pesimista desde el primer momento. Y, además, ¿este cuarto de estar no daba la misma impresión de vacío cuando estaba presente aquella mujer? ¿Cenaban allí? Entonces sería seguramente en una mesa de bridge que, luego, se doblaba y se guardaba. Quise saber si se había marchado en un arrebato, dejándose unas cuantas cosas. No. Se había llevado su ropa y los libros que le había prestado Guy de Vere, todo ello metido en una maleta de cuero granate. Aquí no quedaba ya ni rastro de ella. Incluso las fotos en que salía —unas pocas fotos de vacaciones— habían desaparecido. Por la noche, solo en el piso, se preguntaba si había estado casado alguna vez con aquella Jacqueline Delanque. La única prueba de que todo aquello no había sido un sueño era el libro de familia que les entregaron después de la boda. Libro de familia. Repitió esas palabras como si no entendiera ya qué querían decir.
Era inútil que fuera a ver las otras habitaciones del piso. Dormitorios vacíos. Armarios empotrados vacíos. Y el silencio, que apenas turbaba el paso de algún coche por la avenida de Bretteville. Las veladas debían de hacerse largas.
—¿Se llevó la llave?
Él negó con la cabeza. Ni siquiera existía la esperanza de oír una noche, en la cerradura, el ruido de la llave que anunciaba su regreso. Y, además, creía que nunca más llamaría por teléfono.
—¿Cómo la conoció?
La contrataron en Zannetacci para sustituir a una empleada. Un trabajo de secretaria interina. Él le dictó unas cartas para unos cuantos clientes y así fue como se conocieron. Se vieron fuera de la oficina. Le dijo que estudiaba en la Escuela de Lenguas Orientales, donde iba a clase dos días por semana; pero nunca pudo saber qué lengua concreta estudiaba. Lenguas asiáticas, decía ella. Y, al cabo de dos meses, se casaron en el Ayuntamiento de Neuilly y actuaron como testigos dos colegas de la empresa Zannetacci. No asistió nadie más a lo que él consideraba un mero trámite. Fueron a comer con los testigos muy cerca de la casa, en la orilla del bosque de Boulogne, en un restaurante al que solían ir los clientes de los picaderos próximos.
Me miraba con ojos apurados. Por lo visto, le habría gustado darme explicaciones más extensas acerca de aquella boda. Le sonreí. No necesitaba explicaciones. Hizo un esfuerzo, como si se arrojase al agua:
—Uno intenta crearse vínculos, ya me entiende…
Sí, claro que lo entendía. En esa vida que, a veces, nos parece como un gran solar sin postes indicadores, en medio de todas las líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría dar con puntos de referencia, hacer algo así como un catastro para no tener ya esa impresión de navegar a la aventura. Y entonces creamos vínculos, intentamos que sean más estables los encuentros azarosos. Yo callaba, con la vista fija en la pila de revistas. En el centro de la mesa baja, un cenicero grande con un letrero: Cinzano. Y un libro en rústica que se llamaba: Adiós, Focolara. Zannetacci, Jean-Pierre Choureau, Cinzano, Jacqueline Delanque, Ayuntamiento de Neuilly, Focolara. Y había que encontrarle un sentido a todo aquello…
—Y además era alguien que tenía mucho encanto… Para mí fue un flechazo…
No bien hizo esa confidencia en voz baja pareció arrepentirse. En los días anteriores a la desaparición, ¿le había notado algo de particular? Pues sí, cada vez le hacía más reproches en lo referido a su vida cotidiana. La vida de verdad no era eso, decía. Y cuando él le preguntaba en qué consistía exactamente la VIDA DE VERDAD, ella se encogía de hombros, sin contestar, como si supusiera que no iba a enterarse de nada de lo que le explicase. Y, luego, recuperaba la sonrisa y el buen talante y casi se disculpaba por haberse puesto de mal humor. Ponía cara de resignación y le decía que en el fondo todo aquello no tenía mayor importancia. A lo mejor algún día entendía qué era la VIDA DE VERDAD.
—¿Seguro que no tiene ninguna foto de ella?
Una tarde iban paseando por la orilla del Sena. Él pensaba coger el metro en Châtelet para ir a la oficina. En el bulevar de Le Palais pasaron delante de la tiendecita de fotos de carnet. Ella necesitaba hacerse fotos para renovar el pasaporte. Él la esperó en la acera. Al salir, le dio las fotos porque le dijo que igual las perdía. Cuando llegó a la oficina, metió las fotos en un sobre y se le olvidó llevárselas a Neuilly. Tras la desaparición de su mujer, se dio cuenta de que allí seguía el sobre, en su despacho, entre otros documentos administrativos.
—¿Me espera un momento?
Me dejó solo en el sofá. Ya había oscurecido. Miré el reloj y me sorprendió que las agujas marcasen sólo las seis menos cuarto. Me daba la impresión de que llevaba allí muchísimo más tiempo.
Dos fotos en un sobre gris en el que, a la izquierda, estaba impreso: «Immobilière Zannetacci (France), 20, rue de la Paix, Paris Ier». Una foto de frente y otra de perfil, como les pedían antes en la jefatura de policía a los forasteros. Y eso que el apellido: Delanque, y el nombre: Jacqueline, no podían ser más franceses. Dos fotos que tenía cogidas entre el pulgar y el índice y que miré en silencio. Pelo negro, ojos claros y uno de esos perfiles tan puros que prestan encanto incluso a las fotos antropométricas. Y aquéllas tenían toda la grisura y la frialdad de las fotos antropométricas.
—¿Me las deja una temporada? —le pregunté.
—Sí, claro.
Me metí el sobre en un bolsillo de la chaqueta.
Llega un momento en que ya no hace falta oír a nadie. Él, Jean-Pierre Choureau, ¿qué sabía en realidad de Jacqueline Delanque? No gran cosa. Apenas habían vivido un año juntos en aquella planta baja de Neuilly. Se sentaban juntos en aquel sofá, cenaban uno frente a otro y, a veces, con los antiguos amigos de la Escuela de Comercio y del liceo Jean-Baptiste-Say. ¿Basta eso para intuir todo cuanto sucede en la cabeza de alguien? ¿Veía ella aún a gente de su familia? Hice un último esfuerzo para preguntárselo.
—No. Ya no le quedaba familia.
Me puse de pie. Me lanzó una mirada intranquila. Seguía sentado en el sofá.
—Tengo que irme ya —le dije—. Es tarde.
Le sonreí, pero parecía realmente sorprendido de que quisiera dejarlo.
—Lo llamaré lo antes posible —le dije—. Espero poder darle noticias pronto.
Se levantó a su vez, con ese ademán de sonámbulo con el que, hacía un rato, me había guiado hasta el cuarto de estar. Se me vino a la cabeza una última pregunta:
—¿Se llevó dinero al irse?
—No.
—¿Y cuando lo llamaba, después de la huida, no le aclaraba nada acerca de cómo vivía?
—No.
Andaba hacia la puerta de la calle con aquel paso tieso que tenía. ¿Podía contestar aún a mis preguntas? Abrí la puerta. Estaba detrás de mí, petrificado. No sé qué vértigo me entró, qué ráfaga de amargura, pero le dije con tono agresivo:
—Seguro que tenía usted la esperanza de envejecer con ella…
¿Fue para despertarlo de aquel entumecimiento, de aquel abatimiento? Abrió unos ojos como platos y me miró asustado. Yo estaba en el vano de la puerta. Me acerqué a él y le puse la mano en el hombro.
—No dude en telefonearme. A cualquier hora.
Se le relajó la cara. Tuvo fuerzas para sonreír. Antes de cerrar la puerta, me saludó con el brazo. Me quedé mucho rato en el descansillo y se apagó la luz de las escaleras. Me lo imaginaba sentándose solo en el sofá, en el mismo sitio que antes. Con gesto maquinal, cogía una de las revistas apiladas encima de la mesa baja.
Fuera, era de noche. No se me iba de la cabeza aquel hombre, en su planta baja y con la luz cruda de la lámpara. ¿Tomaría algo antes de irse a la cama? Me preguntaba si tendría cocina. Debería haberlo invitado a cenar. A lo mejor, sin que le preguntase yo nada, habría dicho una palabra, habría hecho una confesión que me hubiese hecho dar antes con la pista de Jacqueline Delanque. Blémant me repetía siempre que a todos los individuos, incluso al más obcecado, les llega un momento en que «cantan de plano»: era la expresión que usaba siempre. Nos correspondía a nosotros esperar ese momento con muchísima paciencia, intentando provocarlo, claro, pero de forma casi insensible. Blémant decía «con alfilerazos sutiles». La impresión que tiene que darle al individuo es que está ante un confesor. Resulta difícil. Ahí se ve el oficio. Había llegado a la Puerta de Maillot y quería seguir andando algo más, en la tibieza de la noche. Por desgracia, los zapatos nuevos me hacían muchísimo daño en el empeine. Así que, al llegar a la avenida, me metí en el primer café y escogí una de las mesas próximas a la cristalera. Me desaté los zapatos y me quité el del pie izquierdo, que era el que más daño me hacía. Cuando vino el camarero, no me resistí al breve instante de olvido y dulzura que iba a darme un Izarra verde.
Me saqué del bolsillo el sobre y estuve mirando mucho rato las dos fotos de carnet. ¿Dónde estaría ahora? ¿En un café, como yo, sentada sola a una mesa? Seguramente se me ocurría eso por la frase que había dicho él hacía un rato: «Uno intenta crear vínculos…» Encuentros en una calle, en una estación de metro en hora punta. En momentos de ésos habría que sujetarse mutuamente con unas esposas. ¿Qué vínculo podría resistir a esa oleada que nos arrastra y nos lleva a la deriva? Un despacho anónimo en donde dictamos una carta a una taquimecanógrafa interina, una planta baja de Neuilly cuyas paredes blancas y vacías recuerdan a eso que se llama «un piso piloto» y en donde no dejaremos rastro alguno de nuestro paso… Dos fotos de fotomatón, una de frente, la otra de perfil… ¿Y con eso es con lo que hay que crear vínculos? Había alguien que podía ayudarme a buscar: Bernolle. No había vuelto a verlo desde los tiempos de Blémant, salvo una tarde, hacía tres años. Iba a coger el metro y pasaba por delante de Notre Dame. Algo así como un vagabundo salió del hospital Hôtel-Dieu, y nos cruzamos. Llevaba una gabardina con las mangas rotas, un pantalón que sólo le llegaba al tobillo y unas sandalias viejas sin calcetines. Iba sin afeitar y tenía la melena negra demasiado larga. Sin embargo, lo reconocí, Bernolle. Lo seguí con intención de hablar con él. Pero andaba deprisa. Entró por la puerta grande de la jefatura de policía. Titubeé un momento. Era demasiado tarde para alcanzarlo. Entonces, decidí esperarlo en la acera. A fin de cuentas, habíamos sido jóvenes a un tiempo.
Salió por la misma puerta con un abrigo azul marino, un pantalón de franela y zapatos negros de cordones. No era ya el mismo hombre. Pareció molesto cuando me acerqué a él. Iba recién afeitado. Fuimos andando por el muelle sin decirnos nada. Cuando nos sentamos a una mesa, un poco más allá, en Le Soleil d’Or, me lo contó todo. Todavía lo utilizaban para tareas de información, bueno, nada del otro mundo, un trabajo de soplón y de topo en el que hacía de vagabundo para ver y oír mejor lo que sucedía a su alrededor, disimulando delante de edificios, en mercadillos de segunda mano, en Pigalle, por los alrededores de las estaciones e incluso en el Barrio Latino. Sonrió con tristeza. Vivía en un apartamento del distrito XVI. Me dio su número de teléfono. No hablamos ni por un momento del pasado. Había dejado a su lado, en el diván, la bolsa de viaje que llevaba. Se habría quedado muy sorprendido si le hubiese dicho qué había dentro: una gabardina vieja, un pantalón demasiado corto y un par de sandalias.
Esa misma noche, después de la cita de Neuilly, lo llamé. Desde aquel encuentro, había recurrido a él unas cuantas veces para informaciones que me hacían falta. Le pedí que me encontrase algo concreto relacionado con la llamada Jacqueline Delanque, señora de Choureau. No podía decirle mucho más acerca de ella, salvo la fecha de nacimiento y la de su boda con un tal Jean-Pierre Choureau, que vivía en el número 11 de la avenida de Bretteville, en Neuilly, socio gerente en Zannetacci. Tomó nota. «¿Nada más?» Parecía decepcionado. «Y supongo que esta gente no aparecerá en los archivos judiciales porque no habrá dormido nunca en la cárcel», añadió con voz desdeñosa. ¿Dormido? Intenté imaginarme el dormitorio de los Choureau en Neuilly, ese dormitorio al que debería haber echado una ojeada por prurito profesional. Un dormitorio vacío para siempre, una cama en la que ya nadie dormiría.
Durante las siguientes semanas, Choureau me telefoneó varias veces. Hablaba siempre con voz inexpresiva y siempre que llamaba eran las siete de la tarde. A lo mejor es que a esa hora, solo en su planta baja, necesitaba hablar con alguien. Yo le decía que tuviera paciencia. Me daba la impresión de que no tenía ya gran confianza en nada y que, poco a poco, iría aceptando la desaparición de su mujer. Recibí una carta de Bernolle:
Querido Caisley:
En los archivos judiciales no hay nada. Ni en Choureau, ni en Delanque.
Pero hay que ver lo que son las casualidades: un trabajo engorroso de estadística de los diarios de registros de las comisarías de los distritos IX y XVIII, que me han encargado, me ha permitido dar con unos cuantos datos que le vendrán bien.
En dos ocasiones me he topado con «Delanque, Jacqueline, de 15 años». La primera, en el registro de la comisaría del barrio de Saint-Georges, hace siete años; y la otra, unos cuantos meses después, en la de Les Grandes-Carrières. Motivo: vagancia de menor.
Le he preguntado a Leoni si había algo relacionado con los hoteles. Hace dos años, Jacqueline Delanque vivió en el Hotel San Remo, en el 8 de la calle de Armaillé (distrito XVII) y en el Hotel Métropole, en el 13 de la calle de L’Étoile (distrito XVII). En los registros de Saint-Georges y de Les Grandes-Carrières pone que vivía en casa de su madre, en la avenida de Rachel (distrito XVIII).
Actualmente, vive en el Hotel Savoie, en el 8 de la calle de Cels, en el distrito XIV. Su madre falleció hace cuatro años. En el extracto de la partida de nacimiento, expedido por el Ayuntamiento de Fontaines-en-Sologne (Loir-et-Cher), cuya copia le remito, se especifica que nació de padre desconocido. Su madre trabajaba de acomodadora en el Moulin-Rouge y tenía un amigo, un tal Guy Lavigne, que trabajaba en el taller de automóviles La Fontaine, en el 98 de la calle de La Fontaine (distrito XVI) y la ayudaba económicamente. Jacqueline Delanque no parece tener un trabajo fijo.
Esto es, mi querido Caisley, todo lo que he ido recogiendo para usted. Espero que nos veamos dentro de poco, pero con la condición de que sea cuando no vaya con la ropa de trabajo. A Blémant le habría hecho mucha gracia ese disfraz de vagabundo. A usted, supongo que no tanta. Ya mí, ninguna.
Ánimo con el trabajo.
BERNOLLE
Ahora lo que tenía que hacer era llamar por teléfono a Jean-Pierre Choureau para decirle que el misterio estaba resuelto. Intento recordar en qué momento preciso decidí no hacerlo. Había marcado ya las primeras cifras de su número cuando colgué de golpe. Me agobiaba la perspectiva de volver a aquella planta baja de Neuilly a media tarde, como la otra vez, y esperar con él, bajo la lámpara de pantalla roja, a que se hiciera de noche. Desdoblé el plano Taride de París, tan sobado, que tengo siempre en mi despacho al alcance de la mano. A fuerza de buscar cosas en él, se me ha roto en muchas ocasiones por los bordes, y siempre lo pegaba poniéndole celo a la desgarradura, igual que se venda a un herido. Le Condé Neuilly. El barrio de L’Étoile. La avenida de Rachel. Por vez primera en mi vida profesional sentía la necesidad, según investigaba, de ir a contracorriente. Sí, estaba haciendo en sentido inverso el camino que había seguido Jacqueline Delanque. Jean-Pierre Choureau no contaba ya para nada. No había sido sino un figurante y lo miraba alejarse para siempre, con una cartera negra en la mano, rumbo a las oficinas de Zannetacci. En el fondo, la única persona interesante era Jacqueline Delanque. Había habido muchas Jacquelines en mi vida… Ésta iba a ser la última. Cogí el metro, la línea Norte-Sur, como la llamaban, la que unía la avenida de Rachel a Le Condé. A medida que iban pasando las estaciones, yo retrocedía en el tiempo. Me bajé en Pigalle. Y, una vez allí, anduve por el terraplén del bulevar con paso ágil. Una tarde soleada de otoño en que habría apetecido hacer proyectos de futuro y en la que la vida habría vuelto a empezar a partir de cero. Bien pensado, era en esa zona donde había empezado la vida de Jacqueline Delanque… Tenía la impresión de haber quedado con ella. A la altura de la plaza Blanche, se me aceleró un poco el corazón y me notaba emocionado, e incluso intimidado. Hacía mucho que no me pasaba algo así. Seguía avanzando por el terraplén, cada vez más deprisa. Habría podido andar con los ojos cerrados por este barrio que me era tan familiar: el Moulin-Rouge, Le Sanglier Bleu… ¿Quién sabe? Me habría cruzado con aquella Jacqueline Delanque hacía mucho, por la acera de la derecha, cuando iba a buscar a su madre al Moulin-Rouge, o por la acera de la izquierda, a la hora de la salida de clase del liceo Jules-Ferry. Ya había llegado. Se me había olvidado el cine de la esquina de la avenida. Se llamaba Mexico, y no llevaba ese nombre por casualidad. Era un nombre que daba ganas de viajar, de escaparse o de huir… Se me había olvidado también lo tranquila y silenciosa que era la avenida de Rachel, que lleva al cementerio, pero nadie piensa en el cementerio, todo el mundo se dice que al llegar al final saldrá al campo e incluso, con un poco de suerte, a un paseo marítimo.
Me detuve ante el número 10 y luego, tras titubear un momento, entré en el edificio. Pensé en llamar en la puerta acristalada del portero, pero me contuve. ¿Para qué? En un cartelito pegado en uno de los cristales de la puerta estaban, en letra negra, los nombres de los inquilinos y el piso en que vivía cada uno. Saqué del bolsillo interior de la chaqueta el bloc y el bolígrafo y tomé nota de los nombres:
Deyrlord (Christiane)
Dix (Gisèle)
Dupuy (Marthe)
Esnault (Yvette)
Gravier (Alice)
Manoury (Albine)
Mariska
Van Bosterhaudt (Huguette)
Zazani (Odette)
Habían tachado el nombre Delanque (Geneviève), al que sustituía el de Van Bosterhaudt (Huguette). La madre y la hija habían vivido en el quinto piso. Pero, según cerraba el bloc, ya sabía que todos aquellos detalles no me iban a servir para nada.
Fuera, en los bajos del edificio, había un hombre en el umbral de una tienda de telas que se llamaba La Licorne. Cuando alcé la cabeza hacia el quinto piso, oí que me decía con voz fina:
—¿Busca algo, caballero?
Debería haberle preguntado por Geneviève y Jacqueline Delanque, pero sabía que sólo me habría contestado cosas muy superficiales, detallitos de «superficie», como decía Blémant, sin ahondar nunca en las cosas. Bastaba con oír aquella voz fina y fijarse en aquella cara de garduña y en la dureza de la mirada: no, no podía esperarse nada de él, salvo los «informes» que daría un simple soplón. O, si no, me diría que no conocía ni a Geneviève ni a Jacqueline Delanque. Me entró una rabia fría contra aquel individuo de cara de comadreja. A lo mejor es que veía en él, de repente, a todos esos supuestos testigos a los que había interrogado durante las investigaciones que había llevado a cabo y nunca se habían enterado de nada de lo que habían visto, por necedad, por maldad o por indiferencia. Me acerqué pisando con fuerza y me planté delante. Le sacaba unos veinte centímetros y pesaba el doble que él.
—¿Está prohibido mirar las fachadas?
Me clavó los ojos duros y amedrentados. Me habría gustado asustarlo aún más.
Y luego, para calmarme, me senté en un banco del terraplén, a la altura del comienzo de la avenida, enfrente del cine Mexico. Me quité el zapato izquierdo.
Hacía sol. Estaba absorto en mis pensamientos. Jacqueline Delanque podía contar con mi discreción, Choureau no iba a saber nunca nada del Hotel Savoie, de Le Condé, del taller La Fontaine y del tal Roland, seguramente el moreno de chaqueta de ante que aparecía en el cuaderno. «Louki. Lunes 12 de febrero 23.00. Louki 28 de abril 14.00. Louki con el moreno de chaqueta de ante.» Según iba pasando las páginas de aquel cuaderno, fui subrayando siempre su nombre con lápiz azul y copié, en hojas sueltas, todas las indicaciones que tenían que ver con ella. Y las fechas. Y las horas. Pero Louki no tenía motivo alguno para preocuparse. Yo no pensaba volver más a Le Condé. La verdad era que tuve la suerte, las dos o tres veces que la estuve esperando en una de las mesas de ese café, de que ella no fuera aquel día. Me habría resultado violento espiarla sin que se diera cuenta, sí, me habría dado vergüenza mi cometido. ¿Con qué derecho entramos con fractura en la vida de las personas? ¡Y qué desfachatez la nuestra al mirarles en los riñones y en los corazones! ¡Y al pedirles cuentas! ¿A título de qué? Me quité el calcetín y me masajeé en el empeine. El dolor se me iba calmando. Cayó la tarde. Supongo que, antes, era a esta hora cuando Geneviève Delanque se iba a trabajar al Moulin-Rouge. Su hija se quedaba sola, en el quinto piso. A eso de los trece o los catorce años, una noche, después de irse su madre, salió de casa cuidándose muy mucho de no llamar la atención del portero. Ya en la calle, no fue más allá de la esquina de la avenida. Al principio se conformó con la sesión de las diez del cine Mexico. Luego volvía, subía las escaleras sin dar al automático de la luz y cerraba la puerta lo más despacio posible. Una noche, al salir del cine, fue un poco más allá, hasta la plaza Blanche. Y cada noche fue algo más lejos. Vagancia de menor, como ponía el registro de las comisarías de Saint-Georges y de Les Grandes-Carrières, y estas dos últimas palabras, aquellas canteras, me recordaban una pradera bajo la luz de la luna, pasado el puente de Caulaincourt, allá lejos, detrás del cementerio, una pradera donde, por fin, se podía respirar al aire libre. Su madre fue a buscarla a la comisaría. Ya había tomado impulso y, a partir de ahora, nadie podía frenarla. Vagancia nocturna hacia el oeste, si me guiaba por los pocos indicios que había recogido Bernolle. De entrada, el barrio de L’Étoile; y, luego, aún más al oeste, Neuilly y el bosque de Boulogne. Pero ¿por qué se casó con Choureau? Y otra huida, pero esta vez hacia la Rive Gauche, como si cruzar el río la amparase de un peligro inminente. Y, no obstante ¿aquella boda no había sido también un amparo? Si hubiese tenido paciencia para quedarse en Neuilly, a la larga nadie se habría acordado ya de que tras una tal señora de Jean-Pierre Choureau se ocultaba una tal Jacqueline Delanque cuyo nombre figuraba por partida doble en los diarios de registros de las comisarías.
Desde luego, continuaba preso aún de mis antiguos reflejos profesionales, esos que hacían decir a mis colegas que seguía investigando incluso mientras dormía. Blémant me comparaba con aquel malhechor de la posguerra a quien llamaban «el hombre que fuma dormido». Tenía siempre al filo de la mesilla de noche un cenicero con un cigarrillo encendido. Dormía a trompicones y, cada vez que se despertaba brevemente, alargaba el brazo hacia el cenicero y le daba una calada al cigarrillo. Y, cuando se acababa, encendía otro con ademán de sonámbulo. Pero, por la mañana, ya no se acordaba de nada y estaba convencido de que había dormido profundamente. A mí también, sentado en este banco, ahora que era de noche, me daba la impresión de que estaba soñando y, en sueños, seguía tras la pista de Jacqueline Delanque.
O, más bien, notaba su presencia en aquel bulevar cuyas luces brillaban como señales, sin que pudiera yo descifrarlas del todo ni sin saber desde lo pretérito de qué años me las enviaban. Y esas luces me parecían aún más brillantes porque el terraplén estaba en penumbra. Brillantes y lejanas a la vez.
Me había vuelto a poner el calcetín y había metido de nuevo el pie en el zapato izquierdo; y me fui de ese banco en donde de buena gana me habría pasado toda la noche. Y caminaba por el terraplén, como ella a los quince años, antes de que la pillaran. ¿Dónde y en qué momento se fijaron en ella?
Jean-Pierre Choureau acabaría por cansarse. Atendería sus llamadas unas cuantas veces más y le daría algunos indicios imprecisos, todos falsos, por supuesto. París es grande y resulta fácil hacer que alguien se pierda. Cuando tuviera ya la impresión de que lo había despistado, dejaría de coger el teléfono. Jacqueline podía contar conmigo. Iba a darle tiempo para que se pusiera definitivamente fuera de su alcance.
Ahora mismo, ella también caminaba por algún lugar de esta ciudad. O estaba sentada a una mesa, en Le Condé. Pero no tenía nada que temer. Yo no volvería a ir a ese punto de cita.