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Nosotros los luchadores entendemos las mentiras.

¿Qué es una finta?

¿Qué es un gancho izquierdo

por golpe corto?

¿Qué es un hueco?

¿Qué es pensar una cosa y hacer otra…?

JOSÉ TORRES,

ex-campeón mundial del peso semipesado

Uno de los elementos básicos de la trama del boxeo es la mentira. Se trata del cultivo sistemático de una doble personalidad: la personalidad en sociedad, la personalidad en el ring. Igual que el gran maestro del ajedrez canaliza sus poderosos impulsos agresivos en el tablero, que es el mundo en minúsculas, también el boxeador «nato» canaliza su fuerza en el cuadrilátero, contra el Adversario. Y en el ring, si es un buen boxeador y no un simple trabajador cualificado, cultivará aún otra personalidad dividida: desbaratar la estrategia que el Adversario ha concebido para él. Los boxeadores, al igual que los ajedrecistas, deben pensar sobre el terreno: tienen que improvisar en plena pelea, por decirlo de alguna manera.

(Y es seguramente el ajedrez de campeonato, y no el boxeo, nuestro juego más peligroso, al menos en lo que respecta al riesgo psicológico. La megalomanía y la psicosis suelen acechar al gran maestro cuando éste ya no puede descargar sobre el tablero sus extraordinarios poderes mentales).

En agosto de 1985, tras su inesperada victoria frente al peso superligero del WBC Billy Costello, el virtualmente desconocido «Rayo» Lonnie Smith le dijo a un reportero de The Ring que su modelo para el boxeo era el ajedrez: el boxeo es un «juego de control, y, como en el ajedrez, este control puede irradiar en círculos desde el centro, o en círculos hacia el centro… Toda la acción del boxeo se desarrolla en círculo; pueden ser pequeños círculos en medio del cuadrilátero o círculos amplios a lo largo de las cuerdas, pero siempre en círculo. El hombre que gana es el que controla la acción del círculo». El estilo de Smith contra Costello en el ring era tan descaradamente temperamental —evocador por momentos de Muhammad Ali y de Jersey Joe Walcott— que el hasta entonces invicto Costello, conocido como duro pegador, quedó totalmente desmoralizado, rezagado, superado. (Como cuando fue derrotado algunos meses más tarde por un furioso Alexis Argüello, quien «jubiló» a Costello del ring).

Cassius Clay/Muhammad Ali, el más polémico de los campeones, fue inicialmente un brillante estratega del cuadrilátero, un prodigioso joven cuya rapidez con manos y pies lo convertía prácticamente en un blanco imposible para los golpes de sus adversarios. Qué dicha la del joven Ali: en la inimitable arrogancia de un peso pesado que bailoteaba en torno a sus desconcertados adversarios con los guantes a la altura de la cadera, invitándolos a golpear… a intentarlo. (Qué dicha, en todo caso, la del Ali de películas y grabaciones, aún en sombría yuxtaposición con el Ali de hoy, pasado de peso, hasta regordete, de hablar y reacciones entorpecidas por el mal de Parkinson). El estilo del joven boxeador, enfrentado a un «mortífero» golpeador como Sonny Liston, consistía simplemente en adelantarse a sus ideas y maniobras: nunca antes, y nunca después, ha desplegado un peso pesado un estilo semejante, una inimitable combinación de inteligencia, sagacidad, gracia, irreverencia, astucia. Era tan deslumbrante el talento de Ali en su juventud que no estaba del todo claro si de hecho él tenía lo que los boxeadores llaman «coraje»: la capacidad de seguir peleando cuando se ha sido lesionado. En años posteriores, ya reducida la velocidad de Ali, emergió un boxeador nuevo y más complejo, un boxeador más grande aún, podría decirse, como en la trilogía de combates con Joe Frazier, de los cuales aquél perdió el primero.

Sugar Ray Leonard, el más carismático de los boxeadores posteriores a Ali, cultivaba un estilo que consistía en un vertiginoso equilibrio de contrarios, con su capa exterior de arrogancia callejera y juguetona (evocadora, por cierto, de la de Ali), y con todo el talento de Leonard; sólo en sus más arduos combates (con Hearns y Durán) se revelaba como el boxeador inteligentemente feroz que era. Habiendo perdido una vez frente a Durán, no pudo perder por segunda vez: su orgullo no se lo permitía. Así como el orgullo no permitió a Durán seguir boxeando cuando intuyó que había pasado su punto más alto. (Aunque, en este momento, Leonard ha declarado públicamente su intención de regresar para un combate de altura: él es el único que sabe cómo derrotar a Marvin Hagler. Cuestión de ego, dice Leonard, como si necesitáramos que nos lo dijera).

La personalidad en sociedad, la personalidad en el ring. Pero existen muchas personalidades y, naturalmente, muchos boxeadores: desde el tímido, introvertido y dolorosamente inexpresivo Johnny Owen (el peso gallo galés que murió tras un asalto contra Lupe Pintor en 1979), hasta el a menudo maníaco Muhammad Ali en sus mejores tiempos (a quien Norman Mailer comparó con un loro de 1,83 m. que no para de chillar que está en el centro del escenario: «Ven a por mí, idiota. No puedes, porque no sabes quién soy yo»); desde las legendarias bravatas de John L. Sullivan a las relativas modestias de Rocky Marciano y Floyd Patterson. (Patterson, el más joven ganador del título de los pesos pesados, tenía fama de ser una persona no violenta que una vez ayudó a un contrincante a recoger su protección dental de la lona. «No me gusta ver sangre», explicaba Patterson. «Es distinto cuando soy yo quien sangra, eso no me molesta, porque no puedo verlo». No fue contrincante, físicamente ni en ningún otro sentido, para el siguiente campeón de los pesos pesados, Sonny Liston). Por cada boxeador de la reputación de un Roberto Durán hay seguramente una docena que son simplemente «buenos tipos»: Ray Mancini, Milton McCory, Mark Breland, Gene Hatcher, y muchos más. Antes de perder sus combates decisivos y empezar su carrera de descenso, el joven peso medio de Chicago, John Collins, fue a menudo publicitado como una verdadera personalidad escindida, un «Dr. Jekyll/Mr. Hyde» del ring; el interrogante fundamental (y seguramente solapado) es el siguiente: ¿Cómo puede un joven tan agradablemente cortés como tú volverse tan malo en el ring? La respuesta de Collins fue suficientemente franca: «Cuando estoy en el ring estoy luchando por mi vida».

Podría teorizarse que la lucha activa en ciertas personas no sólo es una corriente adrenalínica exquisitamente placentera, sino también una personalidad atávica que, cuando va acompañada de una especie de instintiva inteligencia de los tejidos, de una velocidad neurológica desconocida por el hombre y la mujer «comunes y corrientes», hace al boxeador nato, al gran campeón en potencia, al boxeador inequívocamente dotado. Una personalidad de proscrito o de fuera de la ley, a la que se ha dado el extravagante calificativo de «instinto asesino». (Si bien hablar de instinto siempre es hablar en términos vagos, ya que no se puede aislar el «instinto» de la confluencia de factores —salud, clase económica, relaciones familiares, buena o mala suerte— que determinan una vida). Se reconoce al boxeador de instinto asesino cuando la multitud salta de sus asientos en una marejada de delirio en respuesta al ataque que ha lanzado a su adversario, al margen de que éste sea el favorito o un «buen tipo» al que nadie quiere en verdad ver gravemente herido.

En nuestra especie existe el instinto de lucha, pero ¿existe el instinto de matar? ¿Tendría un asesino «nato» la disciplina, por no hablar de integridad moral, para someterse a los rigores del boxeo a fin de ejercer su instinto? Seguro que existen maneras más sencillas: las leemos a diario en los periódicos. Es evidente que el luchador, al igual que la multitud a la que encarna, reacciona con excitación al ver sangre —first blood, es una expresión de los tiempos del Prize Ring inglés—, pero suele haber espectadores aficionados que exigen a gritos la suspensión del combate cuando éste ha llegado al cénit de la acción. El público de boxeo en un vasto escenario como el Madison Square Garden me hace pensar en una ola gigantesca que contiene olas contrarias y contracorrientes, voces aisladas pero fuertes que ofrecen resistencia al movimiento, más fuerte, hacia la violencia exaltada. Estos disidentes se muestran severamente críticos frente a los árbitros que permiten que el combate se prolongue demasiado.

(Creo recordar a mi padre instando a que se interrumpiera un combate: «¡Ha terminado! ¡Ha terminado! ¿Qué sentido tiene?». ¿Sería Marciano aporreando a un contrincante hasta la sumisión, o Carmen Basilio, o Kid Gavilán? De eso hace mucho tiempo; estábamos en casa, el sangriento combate había sido televisado y, por ende, esterilizado. En realidad, no es posible imaginar el impacto de los golpes en la cabeza y el cuerpo de un hombre a través de la pantalla del televisor, con sus dimensiones espectralmente aplanadas…).

Dando por sentado lo anterior, es sin embargo cierto que el boxeador que actúe a modo de conducto por el que se consuman las agresiones incoadas del público será por cierto un boxeador muy popular. Más que los combates «concienzudos», son las peleas más aparatosas las que tienen mayor posibilidad de ser calurosamente recordadas en la leyenda pugilística: Dempsey-Firpo, Louis-Schmeling II, Zale-Graziano, Robinson-LaMotta, Pep-Saddler, Marciano-Charles, Ali-Frazier y, más recientemente, Hagler-Hearns. Sonny Liston ocupa una posición sui generis por la truculencia de su personalidad pugilística: el aire de duro camorrero que presentó al mundo negro no menos que al blanco. (Liston fue arrestado diecinueve veces y cumplió pena de cárcel en dos ocasiones, la segunda por robo a mano armada). Puede ser que el ex-campeón Larry Holmes se viera a sí mismo en ese papel: el negro impulsado por la más profunda amargura a hacer daño allí donde hiciera falta. Y, durante un tiempo, el rastafari Livingstone Bramble, cuya vendetta de Ray Mancini parece haberse alimentado en una inquina sin fundamento.

El único asesino confeso de prestigio pugilístico parece haber sido el campeón de los pesos welter Don Jordan (1958-1960), quien afirmaba haber sido asesino a sueldo cuando era un muchacho en su República Dominicana natal. «¿Qué tiene de malo matar a un ser humano?», preguntó Jordan retóricamente en una entrevista. «La primera vez que matas a alguien vomitas, te sientes como un perro… La segunda no sientes nada». Según su propio testimonio, Jordan mató o ayudó a matar a más de treinta hombres en la República Dominicana, sin ser aprehendido. (De hecho, parece ser que lo hizo al servicio del gobierno). Después de que Jordan y su familia se trasladaran a California, mató a un hombre por razones «personales», crimen por el cual fue enviado al reformatorio a la edad de catorce años. «Quemé a un hombre como si fuera un animal… Lo clavé al suelo. Le até las manos y los brazos, lo envolví en papel y lo quemé como a un animal. Me dicen: “Tú eres un enfermo mental”». En el reformatorio le enseñaron a boxear: entró en el campeonato Golden Gloves y ganó todos sus combates; luego compitió en los Juegos Olímpicos, donde sus resultados fueron peores. Bajo la égida de la Cosa Nostra se hizo profesional y su carrera, si bien meteórica, tuvo una vida breve.

En su obra autobiográfica Toro salvaje, Jake LaMotta atribuye su éxito como boxeador —fue durante poco tiempo campeón de los pesos medios, 1949-1951, pero boxeador popular por muchos años— a que no le daba importancia a la posibilidad de morir en el ring. Durante once años creyó equivocadamente haber matado a un hombre en un atraco y, sin confesarlo pero sintiéndose culpable y queriendo ser castigado, LaMotta se lanzó al boxeo tanto para ser herido como para herir. Su pasado es paralelo al de Rocky Graziano —en el reformatorio juvenil habían sido amigos—, pero su desesperación era más intensa que la de Graziano (cuya autobiografía se titula, literalmente, Alguien me quiere allí arriba, suposición de lo más optimista). LaMotta dijo en una entrevista: «Habría luchado con cualquiera. No me importaba quién fuera. Hasta quise pelear con Joe Louis. Sencillamente no me importaba… Pero eso me hizo ganar. Me dio una agresividad que mis adversarios no habían visto nunca. Me pegaban, pero a mí no me importaba ser golpeado». Cuando LaMotta se enteró de que su víctima no había muerto, su gusto por el boxeo se desvaneció, y fue entonces cuando su trayectoria inició su abrupta pendiente de descenso. Gracias a la confesión de LaMotta y a la película Toro Salvaje, fragmentariamente basada en ella, LaMotta se ha incorporado al folklore boxístico: él es el fulgurante luchador barriobajero cuya integridad le permitirá perder adrede sólo un combate (en una época en la que eso se hacía rutinariamente), pero con tan irónico desdén que la comisión de boxeo le retira la licencia.

Tradicionalmente, el boxeo tiene fama de cambiar la vida de los jóvenes de los ghettos y de los marginados en general. Es imposible calcular cuántos boxeadores han surgido realmente de tales orígenes, pero podría aventurarse que se trata de cerca del 99%, incluso actualmente. (Se dice que Muhammad Ali fue una excepción porque sus orígenes no eran desesperadamente paupérrimos, lo cual permite explicar, quizás, su confianza ilimitada de los primeros tiempos). Mientras en algunos centros juveniles del área de Detroit se daban clases de tenis, en los barrios de Joe Louis y Ray Robinson se daban clases de boxeo, naturalmente. ¿Con qué finalidad iban a aprender a jugar al tenis chicos negros pobres? LaMotta, Graziano, Patterson, Liston, Héctor Camacho, Mike Tyson: todos ellos aprendieron a pelear en cautiverio, por decirlo de algún modo. (Liston, delincuente más avanzado que los demás, empezó a tomar clases de boxeo cuando cumplía condena por segunda vez en la penitenciaría estatal de Missouri, por atraco a mano armada). El boxeo es el equivalente moral de la guerra de la que, en un contexto radicalmente distinto, hablaba William James, y posee la virtud —¡una virtud muy norteamericana!— de proporcionar grandes cantidades de dinero tanto a quienes lo practican como a sus apoderados, no todos los cuales son blancos.

Uno de los argumentos típicos para no abolir el boxeo es que de hecho proporciona una válvula de escape a la rabia de la juventud marginal, principalmente negra o hispana, que puede ganarse la vida por sus propios medios peleándose entre sí en lugar de luchar contra la sociedad.

La cuestionable expresión «instinto asesino» fue acuñada para referirse a Jack Dempsey en sus mejores tiempos: sus famosos primeros combates con Jess Williard, Georges Carpentier, Luis Firpo («el Toro Salvaje de la Pampa»), y otros boxeadores menos conocidos a quienes derrotó salvaje y contundentemente. ¿Ha existido alguna vez un boxeador realmente parecido al joven Dempsey?, al parecer la mismísima encarnación del hambre, la rabia, la voluntad de hacer daño; el espíritu del fronterizo del Oeste que se traslada al Este para hacer fortuna. Siendo el más crudo de los personajes de pesadilla, la imagen de Dempsey ha ido refinándose gradualmente hasta convertirse en un mito norteamericano de reconfortantes dimensiones. El asesino del ring se convierte en el restaurateur de Nueva York, en un éxito de los negocios, en «el más gentil entre los hombres».

Dempsey fue el noveno de los once hijos de un depauperado mormón, cosechero y trabajador ambulante de ferrocarriles en Colorado; no tardó en abandonar su hogar y se abrió paso por los campamentos mineros y los pequeños pueblos del Oeste, comenzó a pelear por dinero cuando era poco más que un niño. Se dice, en temeroso elogio, que sus parejas de entrenamiento corrían el riesgo de ser gravemente lesionados: a Dempsey no le gustaba compartir el ring con nadie. Si sigue siendo el campeón más espectacular (y más querido) de la historia es, en parte, porque peleó cuando las reglas del boxeo eran más bien informales vistas desde nuestros parámetros; por ejemplo, cuando a un boxeador le era permitido golpear a su adversario mientras éste intentaba ponerse en pie, como en el extraño asalto con Williard, y el aún más caprichoso con Luis Firpo, que si se los compara con los actuales combates de pesos pesados como el de Holmes y Spinks, estos últimos parecen minués. Mientras algunos campeones del boxeo (Tunney, por ejemplo) tenían que cultivar y alimentar su agresividad, en el caso de Dempsey era directa y natural: en el ring actuaba como si tuviera la intención de matar a su adversario. La velocidad de su ataque y su evidente desprecio por las estrategias de defensa lo hicieron querido por las multitudes exaltadas que nunca antes habían visto algo semejante.

(El primer combate que Dempsey libró por el título, en 1919, contra el envejecido campeón Jess Williard, fue calificado en su momento de «homicidio pugilístico» y sin duda hoy habría sido suspendido en el primer asalto… en los primeros treinta segundos del primer asalto. Williard, de treinta y siete años, muy fuera de forma, casi treinta y dos kilos más pesado que Dempsey —quien tenía veinticuatro años—, no presentó defensa alguna a su retador. Aunque las películas muestran a un Williard asombrosamente resistente, por no decir temerario, levantándose repetidamente de la lona mientras Dempsey lo derriba, hacia el final del combate tenía la mandíbula rota, el pómulo partido en dos, la nariz aplastada, seis dientes rotos a nivel de la encía, un ojo cerrado a golpes, graves daños en el abdomen. Ambos luchadores estaban cubiertos de sangre… de Williard. Años después Kearns, el despedido apoderado de Dempsey, confesó, tal vez engañosamente, que había «cargado» los guantes de su representado: le había tratado la trencilla de las manos con una sustancia a base de talco que al humedecerse se ponía dura como cemento).

Fue el estilo de lucha de Dempsey —rápido, despiadado, siempre directo y machacón— lo que cambió para siempre el boxeo norteamericano. Hasta Jack Johnson parece noble en comparación.

En lo que se refiere al «instinto asesino», Joe Louis era una anomalía que ninguna de sus biografías —ni siquiera la más reciente, la meticulosamente documentada Campeón Joe Louis, un héroe negro en la América blanca, de Chris Mead— ha explicado por completo, si es verdad que puede explicarse cualquiera de nuestros motivos, excepto en los términos psicológicos y sociológicos más generales. Louis era un hombre modesto y más que discreto fuera del ring, pero dentro era una especie de máquina de golpear: tan desprovisto de emociones (en apariencia) que hasta sus parejas de entrenamiento se asustaban frente a él. «Son sus ojos», dijo uno. «Están en blanco y miran fijo, siempre mirándote. Esa mirada vacía… eso es lo que te pone mal». A diferencia de su notorio antecesor Jack Johnson y de su aún más notorio sucesor Muhammad Ali, Joe Louis se vio obligado a vivir su «negritud» en secreto, si es que la vivió de alguna manera; ser un héroe negro en la Norteamérica blanca en la época en que Joe Louis alcanzó la mayoría de edad no debió de ser tarea fácil. La impasible expresión de Louis y su mirada de asesino eran con toda probabilidad aspectos de su estrategia más que apreciaciones fiables de su psique. Y el descenso al desequilibrio mental —paranoia— de sus últimos años fue, seguramente, consecuencia de las presiones que soportó, cuando no una desmesurada, aunque poéticamente válida, respuesta al escrutinio de los demás, ejercido sobre él durante décadas.

Una de las más polémicas leyendas del boxeo está relacionada con la muerte de Benny «Kid» Paret a manos de Emile Griffith en un combate de pesos welter celebrado en el Madison Square Garden en 1962. Según la historia, Paret provocó a Griffith mientras se pesaban llamándolo maricón[3] y esa noche murió, efectivamente, a manos de Griffith en el ring. Al recordar este hecho, años más tarde, Griffith dijo que se había limitado a seguir las instrucciones de su entrenador: golpear a Paret, lesionar a Paret, no dejar de golpear a Paret hasta que el árbitro le dijese que parara. En cuyo momento, tal como resultaron las cosas, Paret estaba prácticamente muerto. (Falleció diez días después).

Sin embargo, hay otros expertos en boxeo, presentes en el combate, que insisten en que la muerte de Paret fue accidental: «sucedió, sencillamente».

Hoy en día los encuentros pugilísticos suelen ser controlados con extremo cuidado por árbitros y médicos que observan desde primera fila: un reciente combate entre los pesos welter Don Curry y James Green fue suspendido por el árbitro porque Green, momentáneamente incapacitado, había bajado los guantes y podría haber sido golpeado; un combate entre los pesos pesados Mike Weaver y Michael Dokes fue interrumpido no habiendo transcurrido dos minutos del primer asalto, antes de que el desafortunado Weaver pudiera comenzar. Salvo contadas excepciones —acuden inmediatamente a la memoria las peleas por el título entre Sandoval y Cañizales, entre Bramble y Crawley—, los árbitros han venido asumiendo cada vez mayor autoridad en el ring, hasta tal punto que a veces parece que el drama del boxeo ha comenzado a cambiar: X no noqueará a su adversario, sino que el árbitro suspenderá el combate antes de que pueda hacerlo. En las peleas más violentas, la imagen predominante es la del árbitro que se cierne por la periferia del cuadrilátero, entrando para abrazar al hombre debilitado o indefenso en un gesto de paternal solicitud. Esta imagen entraña una gran fuerza emocional; no tan sensacional como el golpe de muerte, pero sugerente, quizás, de una ética del ring que evoluciona para aproximarse a la ética de la vida diaria. Es como si, en términos míticos, hermanos cuya misteriosa animosidad los ha llevado a batallar fueran salvados —absueltos de su enemistad de guerreros— por la sabiduría de su padre y protector. Yo salí del combate de ocho minutos de duración entre Hagler y Hearns con la visión del perplejo Hearns, de pie pero no del todo consciente, salvado por el árbitro Richard Steele de lo que habría terminado siendo una lesión grave, si no la muerte, habida cuenta de la extraordinaria ferocidad del combate de Hagler aquella noche, y de la rabia personal que parecía haber imbuido al ambiente. («Era la guerra», dijo Hagler). El combate termina con Hearns abrazado a Steele: la tragedia evitada en el último momento.

Por supuesto, son muchos los que desprecian tales acontecimientos. Es la feminización del deporte, dicen.