What time is it? —«Macho Time!»
HÉCTOR «MACHO MAN» CAMACHO,
campeón WBC de pesos ligeros
Yo no quiero noquear a mi adversario.
Quiero pegarle, alejarme, y mirar cómo le duele.
Yo quiero su corazón.
JOE FRAZIER,
ex-campeón mundial de pesos pesados
Una proposición de cuento de hadas: el campeón de los pesos pesados es el hombre más peligroso de la tierra, el más temido, el más hombre. Su pareja adecuada es, con toda probabilidad, la princesa de cuento de hadas a quien los espejos declaran la mujer más bella del mundo.
El boxeo es una actividad puramente masculina y habita un mundo puramente masculino. Lo cual no quiere sugerir que la mayoría de los hombres estén definidos por ello: con toda evidencia, la mayoría de los hombres no lo están. Y si bien hay mujeres boxeadoras —hecho éste que parece sorprender, alarmar, divertir—, el papel de la mujer en el deporte siempre ha sido sumamente marginal. (En el momento en que esto se escribe, la boxeadora norteamericana más famosa es la campeona negra Lady Tiger Trimiar, con su cabeza rasurada y su teatral atuendo atigrado). En los combates pugilísticos, el papel de la mujer se limita al de la chica del cartel y al de ocasional cantante del himno nacional: funciones estereotípicas por lo general desempeñadas de forma estereotipadamente femenina y plácida: aparte de eso las mujeres no tienen un sitio natural en el espectáculo. Las chicas del cartel, con sus bañadores y sus zapatos de tacón alto, chicas con el glamour de los años cincuenta, complementan a los boxeadores, con sus pantalones y su calzado de gimnasio, pero no han de ser tomadas en serio: su exhibición en público no entraña riesgo alguno y es puramente decorativa. El boxeo es para hombres, y va de hombres, y es hombres. Una celebración de la perdida religión de la masculinidad, tanto más incisiva por ser perdida. En este mundo, cierta clase de fuerza —acompañada, naturalmente, de inteligencia y destreza infatigablemente desarrolladas— determina la masculinidad. Del mismo modo en que un boxeador es su cuerpo, la masculinidad de un hombre es el uso que da a su cuerpo. Pero también es su triunfo sobre el uso que otro le da a su cuerpo. El Adversario es siempre hombre, el Adversario es el rival de la masculinidad propia, realizada completa y combativamente. Sugar Ray Leonard dice, hablando de su vuelta al cuadrilátero para luchar contra otro hombre, Marvin Hagler: «Quiero a Hagler. Necesito a ese hombre». Thomas Hearns, terminantemente derrotado por Hagler, dice haber estado obsesionado con él: «Me hace mucha falta la revancha… no he pasado un minuto ni una hora sin pensar en ello». De ahí la característica repugnancia de las mujeres por el boxeo, de por sí acompañada de un intenso interés y curiosidad por la fascinación que en los hombres produce. Que los hombres peleen entre sí para determinar la valía (es decir, la masculinidad) excluye a las mujeres de forma tan absoluta como la experiencia femenina de dar a luz excluye a los hombres. A propósito: ¿existirá tal vez alguna relación?
En cualquier caso, se considera que la agresión a secas es competencia peculiar del hombre, así como la crianza es competencia peculiar de la mujer. (La boxeadora viola este estereotipo y no puede ser tomada en serio: es parodia, es historieta animada, es monstruosa. De tener una ideología, es susceptible de ser feminista). El psicólogo Erik Erikson descubrió que cuando las niñas juegan con bloques crean, por lo general, espacios interiores agradables y entradas atractivas, mientras que los niños tienden más a apilar los bloques lo más alto que pueden para luego mirar cómo se desploman: «la contemplación de las ruinas», observa Erikson, «es una especialidad masculina». Al margen de la hipnótica elegancia y belleza de un gran combate de boxeo, es el catastrófico final lo que todos aguardan y esperan: los bloques apilados a la máxima altura posible, para luego derribarlos espectacularmente. Las mujeres, cuando observan un combate pugilístico, tienden a identificarse con el boxeador que pierde, o el que está herido; los hombres suelen identificarse con el ganador. Existe un punto en el que los espectadores varones son capaces de identificarse con el combate, podría decirse, como en una experiencia platónica abstraída de sus individuos; si habían favorecido a uno u otro de los boxeadores, y ese boxeador está perdiendo, pueden trasladar su lealtad al vencedor, o, mejor dicho, la «lealtad» se desplaza, se aleja de la volición consciente. De esta manera el ritual de la lucha es siempre honroso. Nunca se pone en duda el elevado valor del combate.
El propio vocabulario del boxeo sugiere un mundo patriarcal conquistado por adolescentes. Este mundo es joven. Su foco es la juventud. Su foco es, por supuesto, el macho/machismo elevado más allá de la parodia. Entrar en el claustrofóbico mundo del boxeo profesional, incluso como espectador, es entrar en lo que parecería ser una destilación del mundo masculino, vacío ya de mujeres, con sus fantasías, esperanzas y estratagemas magnificadas como en un espejo distorsionador, o en un sueño.
Aquí nos volvemos a encontrar a través del espejo. Los valores se invierten, se vuelven de dentro afuera: el boxeador no es valorado por su humanidad sino por ser un «matador», un «aporreador», un «hombre/puñetazo», un «animal», por ser «salvaje», «inmisericorde», «devastador», «feroz», «cruel», «homicida». Los contrincantes no son simplemente derrotados, como en un juego, sino también «derribados», «atiesados», «almidonados», «congelados», «destruidos», «aniquilados». Hasta los veteranos periodistas deportivos de una publicación tan respetable como The Ring tienden a mostrarse despiadados con un boxeador que haya sido derrotado. Gran parte del atractivo que Roberto Durán ejercía sobre los intelectuales aficionados al boxeo, no menor al que producía en aquellos a quienes se podía suponer sus admiradores naturales, era que daba la impresión de querer matar de verdad a sus contrincantes: en su plenitud fue conocido como el «asesino de cara de bebé», el de los «ojos apagados» y expresión inalterable que una vez dijera, tras haber noqueado a un adversario de nombre Ray Lampkin, que no se había entrenado para la pelea: que la próxima vez mataría a su hombre. (Según la leyenda, en cierta ocasión Durán derribó a un caballo de un solo golpe). Sonny Liston fue otro campeón alabado por su agresividad, tan diferente en espíritu que parecía pertenecer a otra subespecie; ver cómo Liston superaba a Patterson en grabaciones de sus combates a principios de los sesenta es ver la derrota de la «civilización» por algo tan elemental y primario que no puede ser nombrado. La masculinidad en esos términos es estrictamente jerárquica: dos hombres no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo.
Actualmente, Mike Tyson, de veinte años de edad, el muy elogiado protégé de Cus D’Amato, está siendo preparado para ser el hombre más peligroso de la categoría de los pesos pesados. A él se refieren con admiración y lo llaman «toro joven»; su fuerza es prodigiosa, al menos tal como ha demostrado frente a oponentes lo bastante desventurados e inmóviles; entra al ruedo sin bata —«me siento como un guerrero»— y brillante de sudor. Ni siquiera lleva calcetines. Su modelo pugilístico no es Muhammad Ali, el más brillante de los tiempos modernos, sino Rocky Marciano, sin gracia, de pies pesados, indomable, el hombre del derechazo masivo, que estaba dispuesto a encajar cinco puñetazos con tal de colocar uno. Fue después de haberle roto la nariz a Jesse Ferguson en un reciente combate, cuando Tyson dijo a los reporteros que su estrategia consistía en intentar hundirles la nariz en el cerebro…
¡Los nombres de los boxeadores! Machismo como poesía pura.
Aunque hemos tenido, en otra época, a «Gentleman Jim» Corbett (campeón mundial de los pesos pesados entre 1892 y 1897); y al primer campeón negro de los pesos pesados, Jack Johnson (1908-1915), que se hacía llamar «Arturito» para humorizar su poderoso físico y su salvaje estilo en el ring. (Johnson era la pesadilla de los blancos: el negro que se burlaba de sus contrincantes blancos al tiempo que los humillaba con sus puños). Ya en tiempos más recientes tuvimos a «Sugar Ray» Robinson y a su más joven tocayo «Sugar Ray» Leonard. Y a Tyrone Crawley, un pugilista pensador que se hace llamar «el Mariposa». Pero en la mayoría de los casos el nombre de un boxeador se escoge para que sugiera algo más feroz: Jack Dempsey, de Manassa, Colorado, era «el Matón de Manassa»; el formidable Harry Greb era «el Molino de Viento Humano»; Joe Louis era, por supuesto, «el Bombardero Moreno»; Rocky Marciano, «el Rompeladrillos de Brockton»; Jack LaMotta, «el Toro del Bronx»; Tommy Jackson, «Huracán» Jackson; Roberto «Mano’ e’ Piedra» Durán y, para variar, «el Matoncito». Más recientes son Ray «Boom-Boom» Mancini; Thomas «Golpeador» Hearns; James «Piedra Dura» Green; Al «Terremoto» Carter; Frank Fletcher «el Animal»; Donald Curry «el Cobra»; Aaron Pryor «el Halcón»; Tim Witherspoon «el Terrible»; «Rompehuesos» Smith; Johnny Bum-phus «Bump City»; Lonnie «Rayo» Smith; Barry McGuigan «el Ciclón de Clonos»; Gene «Perro Rabioso» Hatcher; Livingstone Bramble, «el Toro del Infierno»; Héctor «Macho Man» Camacho. «El Maravilloso» Marvin Hagler se cambió el nombre legalmente para llamarse Marvelous Marvin Hagler antes de que su combate contra Thomas Hearns le diera fama nacional.
José Torres dijo en una ocasión que el machismo del boxeo es una condición de la pobreza. Pero sin duda no es condición exclusiva de la pobreza. Ni siquiera de la adolescencia. Yo lo considero como el anverso de lo femenino, la negación de lo femenino en el hombre, que tiene su ambiguo atractivo para todos los hombres, por «civilizados» que sean. Es un remanente de otra era, una época anterior en que la personalidad física era prioritaria y la masculinidad del guerrero su más alta expresión.