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… En el establo una oquedad cuadrada hecha de rostros a la luz de la linterna, las caras blancas en tres lados, las caras negras en el cuarto, y en el centro dos de los negros salvajes [de Stupen] peleando, desnudos, no peleando como pelean los blancos, con reglas y armas, sino como los negros pelean, para herirse mucho y rápido el uno al otro.

WILLIAM FAULKNER,

Absalón, Absalón.

Hace algún tiempo uno de los estados del sur adoptó un nuevo método de pena capital. El gas venenoso suplantó a la horca. En sus primeras etapas se instalaba un micrófono en el interior de la hermética cámara de la muerte para que los observadores científicos pudieran escuchar las palabras del preso que agonizaba… La primera víctima fue un joven negro. En cuanto la píldora cayó en el recipiente y el gas salió en volutas hacia lo alto, por el micrófono llegaron estas palabras: «Sálvame, Joe Louis. Sálvame, Joe Louis. Sálvame, Joe Louis…».

MARTIN LUTHER KING JR.,

citado por Chris Mead:

CAMPEÓN JOE LOUIS,

Un héroe negro en la América blanca

Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez?

Yo fui negro una vez… cuando era pobre.

LARRY HOLMES,

ex-campeón WBC de pesos pesados

La primera impresión que se percibe es la de que cuando los boxeadores profesionales combaten parecen estar enfadados el uno con el otro, pues sus gestos denotan enfado, incluso rabia. Si no es así, ¿por qué golpear y tratar de herir a otra persona? Naturalmente, esta impresión inicial conduce a error: boxear es «un trabajo» para la mayoría de los boxeadores, y la emoción tiene o debería tener poco que ver con ello. Y así es: los campeones más prósperos, desde Jack Dempsey hasta Larry Holmes, han insistido en que peleaban sólo por dinero. Reconocer otros motivos sugeriría la vulnerabilidad del machismo[2].

Sin embargo, en un sentido más profundo, los boxeadores están enfadados, tal como indica un conocimiento superficial de sus vidas. Y es que el boxeo, fundamentalmente, tiene que ver con la rabia. De hecho, es el único deporte en el que la rabia es aceptada, ennoblecida. Es la única actividad humana en la que la rabia puede ser traspuesta inequívocamente en arte.

Algunos observadores —varios de ellos hombres— consideran que los boxeadores están enojados porque son hombres; y el enfado, para los hombres, es un medio para afirmar la dominación sobre otros hombres, una herramienta, se podría decir, de la interacción varonil. Con todo, es razonable suponer que los boxeadores pelean porque los objetos legítimos de su rabia no les son accesibles. No hay sistema político en el que el espectáculo de dos hombres que pelean no sea una imagen chocante, si bien no intencionada, de la impotencia política de la mayoría de los hombres (y mujeres): Se pelea contra lo que está más cerca, lo que está disponible, lo que está dispuesto a pelear con uno. Y, si se puede, se hace por dinero.

Si los boxeadores en cuanto clase están enojados, habría que ser voluntariamente ingenuo para no saber por qué. En su inmensa mayoría, ellos constituyen la parte marginada de nuestra solvente sociedad, son los hijos de los ghettos pobres donde la rabia, si no la furia, es apropiada, aún más, tal vez, que la mansedumbre y abnegación cristianas. (Era sólo en la cárcel donde Sonny Liston, uno de los veinticinco hijos de una familia de cosecheros del Arkansas rural, encontraba suficiente la comida). Allí donde hay paz, teoriza Nietzsche, el hombre de guerra se ataca a sí mismo; pero ¿qué es exactamente «la paz»; dónde hallarla en ghettos de indecible miseria y malestar? Puede que el boxeo sea una forma cruel de autoagresión, pero es la manera más inmediata de trascender el propio destino. Ir a la guerra, como Marvin Hagler, y hacer en ella millones de dólares, es inequívocamente norteamericano.

La historia del boxeo —o de la lucha— en los Estados Unidos es en gran parte la misma historia del negro de Norteamérica. No hace falta decir que allí las fuerzas armadas de los últimos tiempos están constituidas, en su gran mayoría, por jóvenes negros; la mayor parte de los soldados que lucharon y murieron en Vietnam, eran negros. Tal vez sea menos sabido que en el sur de los Estados Unidos, antes de la guerra civil, los blancos dueños de esclavos solían poner a sus esclavos negros a pelear entre sí, y que hacían apuestas. Para impedir que los esclavos se fugaran, o, quizás, para hacer poéticamente gráficas las circunstancias de la degradación de los negros, les ponían en el cuello anillas de hierro sujetas a una cadena. A menudo los combates eran a muerte. Los espectadores, naturalmente, eran blancos y del sexo masculino.

Los «collares de lucha de esclavos», como se les llama, son a veces expuestos como artefactos de una historia específica del sur de los Estados Unidos y a veces como instrumentos de tortura.

Ahora que los boxeadores más sobresalientes son negros, hispanos o mexicanos, el hombre puramente «caucasiano» empieza a parecer anémico en el ring; un campeón de piel blanca (el enormemente popular Barry MacGuigan, por ejemplo) tiene algo de anomalía, y los boxeadores de piel blanca (Gerry Cooney, Matthew Hilton, Gene Hatcher y otros) son muy buscados. Uno de los atletas más famosos de Canadá es el joven peso welter Shawn O’Sullivan, de figura tan inquietantemente blanca en el cuadrilátero que, en su primer combate, televisado para un público norteamericano, los espectadores tuvieron la impresión casi inmediata de que su negro contrincante, el más experimentado Simon Brown, lo derrotaría con facilidad. Las angustias de épocas anteriores —que los negros demostrarían ser más «viriles» que los blancos si se les permitía luchar en combates públicos y justos— parecen haberse concretado en verdades.

Tal vez no sea de todos conocido que existió un campeonato negro por el título de pesos pesados desde 1902 hasta 1932, cuando muchos blancos (entre ellos John L. Sullivan, Jim Jeffries, Jack Dempsey) se negaban a pelear con negros. (En 1925 Dempsey se negó rotundamente a enfrentarse a Harry Wills —«la Amenaza Negra»— en un combate por el título que muchos observadores le instaron a librar). Uno se pregunta: ¿quiénes eran los verdaderos campeones mundiales de aquellos años? Y, ¿qué valor tienen los récords históricos cuando indicaban de forma tan flagrante los prejuicios de una raza dominante? En fecha tan reciente como 1982, tras décadas de ejemplares boxeadores negros —desde Jack Johnson hasta Joe Louis, Sugar Ray Robinson, Muhammad Ali—, el campeón de los pesos pesados Larry Holmes desató una oleada de calumnias e insultos racistas cuando defendió su título contra el sobrevalorado y sobrepromocionado retador Gerry Cooney, la Esperanza Blanca (cuya foto antes del combate, y no la de Holmes, apareció en la portada de la revista Time). Se dice que el día de la pelea, en Las Vegas, el servicio secreto del presidente Reagan instaló un teléfono especial en el camerino de Cooney, de modo que este boxeador blanco pudiera ser felicitado de inmediato en caso de ganar; no se instaló teléfono alguno en el camerino del campeón negro.

Mucho se ha hablado de la legendaria amargura de Holmes, como si haber ganado millones de dólares —y también haber hecho ganar millones de dólares a otros— tuviera que haber limpiado pulcramente las humillaciones del pasado. Se trata seguramente de una imposibilidad psicológica. Al mancillar la memoria de Rocky Marciano tras la primera de sus dos polémicas derrotas frente a Michael Spinks, bien puede ser que Holmes hubiera estado atacando a todos los campeones blancos: «… seré técnico: Rocky Marciano no podría haber usado mi suspensorio».

Hombres y mujeres sin razones personales o de clase para sentir rabia tienden a descartar, cuando no a condenar piadosamente, las emociones de los demás. ¿Por qué tal descontento? ¿Por qué el desasosiego? ¿Por qué tan estridente? Sin embargo, este mundo se concibe en rabia —y en odio, y en hambre— tanto como se concibe en amor: ésa es una de las cosas de que trata el boxeo. Es algo tan sencillo que podría pasarse por alto.

Aquellos cuya agresión es enmascarada, u oblicua, o fallida, siempre la condenarán en otros. Estos son de los que tienden a considerar «primitivo» el boxeo… como si habitar la carne no fuese una proposición primitiva, radicalmente inadecuada para una civilización apoyada en y siempre subordinada a la fuerza física: misiles, cabezas nucleares. El silencio terrible en el cuadrilátero del boxeo es el silencio de la naturaleza antes del hombre, antes del lenguaje, cuando el solo ser físico era Dios.

Sea como fuere, la rabia no es una respuesta apropiada para ciertos hechos intolerables de la vida, no es una malignidad sin motivo, como en las tragedias clásicas, sino un impulso completamente motivado y socialmente coherente. La impotencia asume muchas formas: una de ellas es el temerario derroche de potencia física.