Tommy Hearns era un gallito
y yo tenía algo para él.
MARVIN HAGLER
No hay deporte más físico, más directo que el boxeo. Ningún deporte despliega tan poderoso homoerotismo: la confrontación en el cuadrilátero —desnudarse—, el combate acalorado y sudoroso que es en parte danza, cortejo, apareamiento… la persecución frecuente, urgente de un boxeador al otro en el violento y natural movimiento del combate hacia el knockout: sin duda gran parte del atractivo del boxeo deriva de su imitación de una especie de amor erótico en el que un hombre se impone al otro en una exhibición de fuerza y voluntad superiores. El pregonado celibato del boxeador en entrenamiento constituye, con mucho, parte de la tradición pugilística: en lugar de centrar sus energías y fantasías en una mujer, el boxeador las enfoca en un adversario. Donde ha sido la Mujer, ha de ser el Contrincante.
Como dijo el Bundini de Ali, Brown: «Tienes que alcanzar la erección, y a partir de ahí has de mantenerla. Tienes que esforzarte por no perderla y cuidar de no correrte».
La mayoría de los combates, como quiera que se libren, terminan con un abrazo entre boxeadores una vez que ha sonado la última campana: es un gesto de respeto mutuo y aparente afecto que al observador se le antoja más que mecánico. Rocky Marciano a veces besaba a sus contrincantes en agradecimiento por el combate. Podríamos preguntarnos si el combate de boxeo conduce irresistiblemente a ese momento: el abrazo público de dos hombres que, en otras circunstancias, jamás se acercarían el uno al otro con semejante pasión. Si bien es cierto que muchos hombres se muestran profundamente despectivos con la debilidad (como urgidos a disociarse de ella: como en un combate en el que uno o ambos luchadores se niegan a pelear), la mujer se siente impresionada por la admiración —a veces elevada a temor reverente— que experimenta por el hombre que mostrara un gran coraje a pesar de estar perdiendo el combate. Y expresarán ternura por los boxeadores lesionados, aunque se limite a un comentario sobre las fotografías: la imagen de Ray Mancini tras su segunda derrota frente a Livinsgstone Bramble, por ejemplo, en la que el rostro de Mancini aparecía odiosamente golpeado (las fotos aparecidas en Sports Illustrated y en otras publicaciones eran sangrientas, casi pornográficas); la fotografía repetidamente impresa del derrotado Thomas Hearns siendo llevado hasta su rincón en brazos de un negro enorme (un guardaespaldas, es de suponer) en atuendo solemnemente formal: Hearns, el «Hombre Golpe», ahora indefenso, semi-inconsciente, con aspecto de Cristo negro bajado de la Cruz. Estas son imágenes poderosas, acuciantes, inquietantes, cruelmente hermosas, intrincadamente ligadas al atractivo primordial del boxeo.
Con todo, sugerir que los hombres pudieran amarse y respetarse en un sentido directo, sin el violento ritual del combate, es malinterpretar la pasión más grande del hombre: por la guerra, y no la paz. El amor, si ha de haberlo, viene después.