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Detesto decirlo, pero es verdad

cuando llega el dolor es cuando más me gusta.

FRANK FLETCHER «EL ANIMAL»,

ex-boxeador de pesos medios

Hace años, a principios de la década de los cincuenta, cuando mi padre me llevó por primera vez a un campeonato de boxeo Golden Gloves[1] en Buffalo, Nueva York, le pregunté por qué esos chicos querían pelearse, por qué estaban dispuestos a resultar heridos. Como si fuera una explicación, mi padre dijo: «Los boxeadores no sienten el dolor igual que nosotros».

El dolor, en el contexto adecuado, es algo distinto al dolor.

Consideremos: la única derrota de Gene Tunney en una carrera de trece años de grandes distinciones, ocurrió frente a un afamado boxeador, Harry Greb, quien parece haber sido, a juzgar por el saber pugilístico, el boxeador más sucio de la historia. Greb era infame por sus faltas —golpes bajos, empujones, agarrones, restregar los cordones contra los ojos del adversario, manoteos—, además de un frenético estilo de boxeo en el que los golpes eran lanzados desde cualquier dirección. (De ahí su mote de «el Molino de Viento Humano»). Greb, que murió joven, fue campeón mundial sólo durante tres años, pero una vistosísima figura de los círculos pugilísticos durante mucho tiempo. Después del primero de sus muchos combates contra Greb, Tunney, de veintidós años, quedó tan malherido que tuvo que pasar una semana en cama; había perdido casi dos litros de sangre durante el combate de quince asaltos. No obstante, años más tarde, Tunney dijo:

Greb me dio una paliza terrible. Me rompió la nariz, quizás de un empujón. Me cortó los ojos y las orejas, tal vez con sus cordones… Me dejó la mandíbula hinchada desde la sien derecha hasta la mejilla, por debajo del mentón y parte del otro lado. El árbitro —y también el ring— estaba lleno de sangre… Pero fue en ese primer combate, en el que perdí mi título nacional de peso semipesado, cuando supe que había encontrado la forma de derrotar a Harry en un futuro. La verdad es que fui afortunado. Si el boxeo de aquella época hubiese padecido a los médicos de las comisiones que tenemos hoy —que están siempre metiendo la nariz en el ring examinando heridas superficiales—, el primer combate con Greb habría sido suspendido antes de que yo descubriera cómo derrotarlo. Es posible, incluso probable, que de haber pasado eso no se hubiera oído hablar de mí nunca más.

En otras palabras, la carrera de Tunney se construyó sobre el dolor. Sin él, nunca habría ascendido a la categoría de Dempsey.

Tommy Loughran, campeón de los pesos semipesados desde 1927 hasta 1929, fue un maestro del boxeo sumamente admirado por otros boxeadores. Enfocaba el boxeo literalmente como una ciencia —al igual que Tunney—, estudiaba el estilo de sus adversarios y trazaba estrategias de desplazamientos en el cuadrilátero para cada combate, tal como hacen comúnmente los boxeadores y entrenadores de hoy. Loughran instaló espejos en su sótano para poder mirarse mientras entrenaba pues, como él decía, ningún boxeador se ve a sí mismo tal como lo ve su contrincante. Él ve a su contrincante, pero no se ve a sí mismo como contrincante. El secreto de la carrera de Loughran era que la mano derecha se le rompía con mucha facilidad, así que estaba obligado a usarla una sola vez por combate: para el golpe del K.O. o nada. «Si después de dar un golpe el tipo se volvía a levantar, el dolor me hacía más daño», decía Loughran. «Cualquiera al que le metiera un gancho de izquierda caería de bruces, pero nunca corro el riesgo, porque si me estropea la mano izquierda, estoy acabado».

Es aleccionador observar que tanto Tunney como Loughran dejaron el boxeo mucho antes de que los obligaran a retirarse. Tunney se convirtió en un próspero hombre de negocios, y Loughran en próspero broker del azúcar en el mercado de valores de Wall Street. (Esto para recordar que los boxeadores no son invariablemente estúpidos, analfabetos o borrachines).

¡Luego llegó Carmen Basilio!, adorado por su audaz estilo en el ring, su método de golpear y ser golpeado. Basilio fue campeón mundial de pesos medios y welter entre 1953 y 1957; un boxeador estoico, decidido y agresivo, dispuesto a dejarse golpear a fin de propinar poderosos contragolpes. Los observadores se maravillaban ante el castigo que Basilio parecía absorber, si bien él insistía en que no era golpeado como la gente creía. Y cuando era golpeado, duramente golpeado…

La gente no se da cuenta de cómo te afecta un golpe de K.O. cuando te pegan en la barbilla. Todo pasa en los nervios. En lo que afecta al cerebro no hay verdadera contusión. Yo recibí un golpe en la punta de la barbilla [en un combate contra Tony DeMarco en 1955]. Fue un gancho de izquierda que me pegó en la punta derecha del mentón. Lo que sucede es que te desencaja la mandíbula por el lado derecho y la empuja hacia el izquierdo, y el nervio que hay allí me paralizó todo el lado izquierdo del cuerpo, sobre todo las piernas. Se me dobló la rodilla izquierda y casi me vengo abajo, pero cuando volví a mi rincón, en la planta del pie sentía como si tuviera agujas de quince centímetros de largo, y lo que hice fue dar pisotones en el suelo, tratando de despertarlo. Cuando sonó la campana, ya estaba bien.

Basilio pertenece a la desenfrenada época de LaMotta, Graziano, Zale, Pep, Saddler, Gene Fullmer, Dick Tiger, Kid Gavilán, época en que si dos querían pelear sucio, era probable que el árbitro les autorizara, o al menos no interfiriese.

De la época de plenitud de Muhammad Ali, Norman Mailer señaló: «Parecía trabajar sobre la premisa de que había algo obsceno en que lo golpearan». Pero en posteriores combates de su carrera, como el que libró contra George Foreman en el Zaire, hasta Muhammad Ali se mostraba dispuesto a ser golpeado, y herido, con el propósito de cansar a su adversario. Los boxeadores camorreros —aquellos con «coraje», como Jake LaMotta, Rocky Graziano, Ray Mancini— no tienen mucha más opción que la de recibir terribles castigos a cambio de alguna ventaja (que no siempre se da). Y sin duda es cierto que algunos boxeadores (véase la obra autobiográfica Toro salvaje, de Jake LaMotta) propician la lesión como medio para mitigar la culpa, en un intercambio, al estilo Dostoievski, de bienestar físico por tranquilidad de espíritu. El boxeo va más de ser golpeado que de golpear, del mismo modo en que va más de sentir dolor, cuando no devastadora parálisis psicológica, que de ganar. Se ve con claridad, por las «trágicas» trayectorias de una enorme cantidad de boxeadores, que en el cuadrilátero prefieren el dolor físico a la ausencia de dolor, que es condición ideal de la vida ordinaria. Si no se puede golpear, por lo menos se puede ser golpeado, y saber que todavía se está vivo.

Podría decirse que con el boxeo se pretende primordialmente mantener un cuerpo en capacidad de entrar en combate contra otros cuerpos en buenas condiciones. No es el espectáculo público, ni el combate en sí, sino el período de riguroso entrenamiento que conduce a él lo que exige la mayor disciplina, y se considera la causa principal de las dolencias físicas y mentales de los boxeadores. (A medida que el boxeador envejece, sus parejas de entrenamiento son más jóvenes, el juego en sí se vuelve más desesperado).

El artista percibe cierta afinidad, aunque oblicua y parcial, con el boxeador profesional en este aspecto del entrenamiento. La fanática subordinación del ser a un destino deseado. Podría compararse el espectáculo público de un combate de boxeo, limitado en el tiempo (que podría ser tan breve como unos ignominiosos cuarenta y cinco segundos: ¡tiempo récord para una pelea por un título!), con la publicación del libro de un escritor. Lo «público» no es más que la fase final de un largo, arduo, agotador y a menudo desesperante período de preparación. En efecto, una de las razones de la habitual atracción de escritores serios por el boxeo (desde Swift, Pope y Johnson, hasta Hazlitt, Lord Byron, Hemingway y Norman Mailer, George Plimpton, Ted Hoagland, Wilfrid Sheed, Daniel Halpern, y otros) es el sistemático cultivo del dolor de ese deporte en aras de un proyecto, de una meta vital: la voluntaria trasposición de la sensación que conocemos como dolor (físico, psicológico, emocional) a su polo opuesto. Si eso es masoquismo —y dudo que lo sea, o que sea simplemente eso—, es también inteligencia, astucia, estrategia. Es un acto de autodeterminación consumada: el restablecimiento constante de los parámetros de nuestro ser. No sólo aceptar, sino además propiciar lo que la mayoría de los seres sanos evitan —dolor, humillación, pérdida, caos—, es experimentar el momento presente como algo, en cierto sentido, ya pasado. Aquí y ahora no son sino parte de la construcción del allí y entonces: dolor ahora, pero control, y en consecuencia triunfo, después. Y el mismo dolor es milagrosamente traspuesto por obra de su contexto. Ciertamente, podría decirse que el «contexto» lo es todo.

El novelista George Garret, boxeador aficionado de hace algunas décadas, rememora su período de entrenamiento:

Aprendí algo… acerca de la hermandad de los boxeadores. La gente se dedicó a esta actividad brutal y a menudo autodestructiva por una amplia variedad de razones, casi todas amargamente antisociales y rayanas en lo psicótico. La mayoría de los luchadores de los que supe algo eran personas heridas que sentían una urgencia profunda y poderosa de herir a otras a riesgo de herirse verdaderamente. Al principio, lo que sucedía era que en casi todos los casos se exigía tanta disciplina y destreza, tantas otras cosas en las que concentrarse además de las propias motivaciones originales, que éstas terminaban por tornarse borrosas y vagas, a menudo olvidadas, perdidas por completo. Muchos luchadores buenos y experimentados (como ha sido frecuentemente observado) se vuelven afables y simpáticos… Están acostumbrados a dejar sus peleas en el ring. E incluso allí, en el ring, resulta peligroso invocar demasiada rabia. Puede ser un estimulante, pero es muy oneroso en energía. La mayoría de las veces resulta poco práctico encolerizarse.

De todos los boxeadores, parece haber sido Rocky Marciano (que sigue siendo el único campeón norteamericano invicto de los pesos pesados) quien se entrenaba con la más monástica devoción; sus métodos de entrenamiento se han hecho legendarios. En contraste con boxeadores atolondrados como Harry Greb, «el Molino de Viento Humano», que se mantenía en forma porque no paraba de boxear, Marciano deseaba alejarse del mundo, incluso de su mujer y su familia, hasta tres meses antes de un combate. Aparte de la agotadora y rigurosa prueba física de ese período y de la obsesiva preocupación por la dieta, el peso y el tono muscular, Marciano se concentraba en una sola cosa: el combate por venir. Cada minuto de su vida estaba definido en términos del instante del inicio del combate. En su campo de entrenamiento jamás se mencionaba el nombre de su adversario en presencia de Marciano, y tampoco se hablaba de boxeo. Llegado el último mes, Marciano no escribía cartas, pues las cartas pertenecían al mundo exterior. Durante los últimos diez días antes del combate no miraba su correspondencia, no recibía llamadas telefónicas, no se encontraba con nuevas amistades. La última semana anterior al combate se abstenía de dar la mano; no viajaba en coche, por corto que fuera el trayecto. ¡Nada de nuevos alimentos! ¡Nada de soñar con la mañana siguiente a la pelea! Pues todo lo que no fuera el combate tenía que ser excluido de la conciencia. Cuando Marciano entrenaba con un saco de boxeo veía a su contrincante frente a él, cuando corría veía a su adversario correr junto a él, sin duda cuando dormía lo «veía» sin cesar: como el monje o la monja enclaustrados deciden, por un acto de fanática voluntad, «ver» sólo a Dios.

¿Es demencia —o mera disciplina— esta subordinación absoluta del ser? Comoquiera que sea, a Marciano le dio resultado.