¿Por qué te has hecho boxeador?, le preguntaron al irlandés Barry McGuigan, campeón peso pluma.
Él respondió: «No puedo ser poeta. No sé contar historias…».
Cada combate de boxeo es una historia: un drama sin palabras, único y sumamente condensado. Incluso cuando no sucede nada sensacional: entonces el drama es «meramente» psicológico. Los boxeadores están ahí para establecer una experiencia absoluta, una pública rendición de cuentas de los límites máximos de su ser; ellos saben, como pocos podríamos saber de nosotros mismos, qué poder físico y psíquico poseen: de cuánto son capaces. Entrar al ring medio desnudo y para arriesgar la propia vida es hacer de su público una especie de voyeur… el boxeo es tan íntimo. Es salirse de la conciencia de la cordura para entrar en otra, difícil de nombrar. Es arriesgarse, y a veces alcanzar, la agonía (del griego agón, contienda) de la cual es raíz.
En el cuadrilátero de boxeo hay dos actores principales, observados por un sombrío tercero. El ceremonial toque de campana es un llamamiento a la vigilancia total para los dos boxeadores y para los espectadores. Pone en marcha, además, la autoridad del Tiempo.
Los boxeadores pondrán en el combate todo lo que son, y todo quedará expuesto: incluso secretos que ni ellos mismos pueden advertir del todo. La personalidad física, la virilidad podría decirse, que subyace en la «personalidad». Hay boxeadores poseídos de intuición tan extraordinaria, de tan misteriosa presciencia, que podría pensarse que están de algún modo rememorando sus combates, no peleando tal como los vemos. Hay boxeadores que actúan con destreza, pero mecánicamente, que no pueden improvisar para responder al cambio de la estrategia del otro; hay boxeadores que, actuando al máximo de su talento, advierten, a mitad de combate, que no será suficiente; hay boxeadores —incluso grandes campeones— cuyas carreras terminan abrupta e irrevocablemente ante nuestras miradas. Ha habido al menos un boxeador poseído de una conciencia extraordinaria e inquietante, no sólo de cada movimiento actual y anticipado de su contrincante sino también de los más sutiles cambios de ánimo del público, de los cuales parece haberse sentido personalmente responsable: Cassius Clay/Muhammad Ali, naturalmente. «La dulce ciencia del aporreamiento» celebra la naturaleza física del hombre hasta cuando dramatiza las limitaciones, a veces trágicas, más a menudo conmovedoras, de lo físico. Aunque el espectador-hombre se identifica con los boxeadores, no hay boxeador que actúe como un hombre «normal» cuando está en el ring, y no hay combinación de golpes que sea «natural». Todo es estilo.
Todo talento debe desplegarse en la lucha. Así habla Nietzsche del pasado helénico, la historia de la «contienda» —atlética, y de otra índole— mediante la cual los jóvenes griegos eran educados en la ciudadanía griega. Sin la ferocidad de la competición, incluso sin «envidia, celos y ambición» en la contienda, la ciudad helénica, al igual que el hombre helénico, degeneró. Si la muerte es un riesgo, la muerte es también el premio… para el atleta vencedor.
En el cuadrilátero de boxeo, incluso en nuestros muy humanizados tiempos, la muerte es siempre una posibilidad, lo cual explica por qué algunos preferimos ver películas o cintas de combates ya pasados, ya definidos como historia. O, en algunos casos, arte. (Aunque para prepararme a escribir este ensayo-mosaico vi las grabaciones de dos infames y recientes combates «mortales»: el de 1982 entre los pesos plumas Lupe Pintor y Johnny Owen, y la pelea de los pesos ligeros Ray Mancini y Duk Koo-Kim, el mismo año. En ambos casos los boxeadores murieron a consecuencia de su pasmosa resistencia y energía inagotable: «del corazón», como se dice en los círculos pugilísticos). En la mayoría de las ocasiones, sin embargo, la muerte en el cuadrilátero es extremadamente improbable; una rara posibilidad estadística, como tu posible muerte mañana a la mañana en un accidente automovilístico o en el próximo siniestro aéreo que reseñen los periódicos del mes que viene o en algún oscuro accidente que entrañe una caída por las escaleras o en la bañera, una fractura de cráneo, una hemorragia subaracnoides. En los combates «mortales», los espectadores suelen sostener que lo que sucedió pareció suceder, sencillamente… impredeciblemente, en cierto sentido accidentalmente. Sólo en retrospectiva aparece la muerte como algo que fue inevitable.
Si un combate de boxeo es una historia, es siempre una historia caprichosa, una en la que cualquier cosa puede suceder. Y en cuestión de segundos. ¡En fracciones de segundos! (Muhammad Ali se jactaba de ser capaz de lanzar un puñetazo a mayor velocidad de la que el ojo podía seguir, y es posible que tuviera razón). En ningún otro deporte pueden ocurrir tantas cosas en tan breve lapso, ni de modo tan irrevocable.
Que el combate de boxeo sea una historia sin palabras no significa que no tenga texto ni lenguaje, que sea de algún modo «bruta», «primitiva», «inarticulada»; ocurre que el texto se improvisa en la acción; el lenguaje es un diálogo de la más refinada especie entre los boxeadores (podría decirse que tan neurológico como psicológico: un diálogo de reflejos detonados en fracciones de segundos) en una respuesta conjunta a la misteriosa voluntad del público, que es siempre que el combate valga la pena para que la cruda parafernalia del escenario —cuadrilátero, luces, cuerdas, la lona manchada, los mismos y atentísimos observadores— quede borrada, olvidada. (Como en el teatro o en la iglesia, el escenario queda borrado, idealmente, mediante la acción trascendente). Los anunciadores de la primera fila le dan al mudo espectáculo una unidad narrativa; sin embargo, en tanto que actuación pública, el boxeo es, claramente, más afín a la danza o la música que a la narrativa.
Pasar de una pelea preliminar ordinaria a un «combate del siglo» como aquellos entre Joe Louis y Billy Conn, Joe Frazier y Muhammad Ali, Marvin Hagler y Thomas Hearns, es como pasar de escuchar a medias una guitarra perezosamente tañida, a oír el Clave bien temperado de Bach perfectamente ejecutado, y eso también es parte del misterio de la historia: ocurre tanto, tan rápidamente y con tal sutileza de infarto que no puede absorberse sino para saber que algo profundo está aconteciendo y que acontece más allá de las palabras.