En la actualidad
ÉL
No sé por qué insisto en hacerme esto. Sé que si entro en ese bar la encontraré bailando con otro y que a mí se me revolverán las entrañas. Ella me verá y bailará, y flirteará con el desgraciado de turno sin dejar de mirarme a los ojos. Y yo le aguantaré la mirada.
Soy así de estúpido.
Pero hoy necesito verla.
La señora Pallarés tenía noventa años y no ha sufrido; su muerte no tendría que afectarme tanto. Suelto el aliento y me meto las manos en los bolsillos de los vaqueros para no pasármelas por enésima vez por el pelo. Estoy furioso y, aunque la muerte de esa anciana tenga «lógica», me niego a convertirme en uno de esos médicos a los que no les importa perder un paciente.
No estudié medicina para convertirme en un coleccionista de estadísticas; aunque suene a tópico, estudié medicina para salvar vidas… y para estar en casa lo menos posible.
Dios, si hubiese estado en casa tal vez habría podido evitar que Sebastián se fuese.
No, esta noche no voy a pensar en lo que le sucedió a mi hermano.
Llevo caminando más de cuarenta minutos. He tenido el acierto de no coger la moto. Si ella no está en el bar terminaré bebiendo, y gracias a las horas que me pasé en urgencias mientras hacía el MIR sé que en el estado en que terminaré no podré conducir.
Me detengo frente a la puerta del bar. Una extraña luz celeste se cuela por las ventanas del local y le dan un aire más decadente del que probablemente tiene en realidad. Levanto la mano pero la detengo antes de coger el tirador de metal.
Todavía estoy a tiempo de irme.
Debería irme.
Solo terminaré haciéndome más daño.
Da igual, al menos así sentiré algo.
Tiro de la puerta y el ruido me golpea de inmediato. No hay humo en el local, obviamente, pero la música está tan alta y las luces son tan extrañas que me cuesta acostumbrarme. Camino directamente hacia la barra y pido una cerveza.
El camarero, un chico que he visto un par de veces en el hospital por culpa de algún cliente, me saluda con un gesto y coloca una cerveza bien fría delante de mí. Me siento en el taburete y el cansancio me derrumba los hombros. Sujeto el vaso con los dedos y veo que me tiembla ligeramente el pulso.
Todo esto es ridículo. Llevo prácticamente dos días sin dormir y no recuerdo la última vez que comí algo caliente. Tendría que estar en casa, en la cama, y no aquí.
Saco un billete del bolsillo y lo dejo en la barra junto a la cerveza intacta. Me pongo en pie sin esperar a que el camarero recoja el dinero y me dirijo hacia la salida.
Y entonces la veo.
No está bailando con nadie. Está sola, apoyada en una de las columnas que hay dentro del local. Nunca he sabido exactamente para qué son, me recuerdan a un garaje.
En la mano sujeta un taco de billar, pero es la única que está jugando en esa mesa. En realidad, ya no queda ninguna bola sobre el tapete.
Tengo que seguir caminando. No me ha visto.
Noto el instante exacto en que ella levanta la cabeza y me ve, porque me falta el aire durante un segundo.
Al siguiente, la sangre se acelera por mis venas y flexiono los dedos para contener la reacción inmediata de todo mi cuerpo.
Me recorre con los ojos. Lo hace siempre, porque sabe que me pone furioso… Y otras cosas. No disimula, nunca lo ha hecho, y la odio por ello.
¿Por qué solo le importa eso?
Saca la lengua muy despacio y se humedece el labio inferior.
Voy a salir. No pienso volver a entrar en su juego, es demasiado doloroso y ni mi mente ni mi corazón pueden soportarlo más tiempo.
Ella cree que este es uno de nuestros encuentros de siempre. Lo sé porque me sonríe y se aparta de la columna para dirigirse hacia mí muy despacio.
Tal vez es culpa mía por haber accedido esa primera vez. Y las otras.
Por no haberle dicho la verdad, pero es imposible que ella no lo sepa.
Que no lo vea.
Que no lo sienta.
Voy a irme.
Acelero ligeramente el paso y ella se da cuenta de que me pasa algo. Mierda, por qué tiene que ver dentro de mí.
—¿Estás bien, José Antonio?
Está frente a mí, levanta una mano y me acaricia la mejilla.
No la creo. No puedo creerla. Odio que sea cariñosa cuando sé perfectamente que lo nuestro es una farsa.
—Perfectamente —le contesto apretando los dientes.
Ella no se aparta. ¿Por qué no se aparta? Desliza la mano que tiene en mi mejilla hasta el pelo y enreda los dedos en él.
Se nos acelera la respiración y yo flexiono los dedos para no tocarla.
—No es verdad. Cuéntame qué te ha pasado.
—¿Por qué? —Entrecierro los ojos—. ¿Acaso te importa?
Creía que con esa frase conseguiría que se apartase, pero para variar su reacción es justo la contraria.
—Esta noche estás distinto.
—Puede ser —reconozco. Es la primera vez que me planteo seriamente no seguir con esto—. Me voy.
Ella me mira y durante unos segundos creo que va a decir algo, que intentará impedírmelo, pero se encoge de hombros y se da media vuelta para volver hacia la mesa de billar.
—Adiós, Alexia.
Salir de ese bar esa noche es probablemente una de las cosas más dolorosas que he hecho en la vida, porque cuando empecé a andar supe que si cruzaba esa puerta sin volver a besarla no lo haría nunca más en la vida.
Y no lo he hecho.
ELLA
Siempre que está cerca lo siento en mi piel. Es como si llevase la vida durmiendo y él fuera el único capaz de despertarme, pero no como la princesa de un cuento de hadas sino como si estuviese a punto de precipitarme en el abismo y solo él fuera capaz de sujetarme y salvarme. Sí, supongo que esta es la mejor manera de describirle: José Antonio me salvó la vida, y yo se la estoy destrozando.
José debería odiarme y estoy segura de que una parte de él lo intenta con todas sus fuerzas, y aunque él crea que es una desgracia todavía no lo ha logrado. Y yo soy un monstruo por alegrarme de ello. Tendría que alejarme de él, evitar que pudiese encontrarme; tendría que hacerle tanto daño, más si cabe, que no quisiera volver a buscarme.
Pero no puedo. Por más que me digo a mí misma que es lo que tengo que hacer, que si le amo como sé que le amo no tengo más remedio que dejarle para siempre, no puedo. ¿Quién podría arrancarse el corazón de cuajo? Yo no soy tan fuerte. No tengo a nadie. Solo le tengo a él. Antes me torturaba con imágenes de José descubriendo la verdad, con que venía a buscarme y me besaba entre lágrimas y me decía que todo iba a salir bien, que por fin sabía qué había sucedido esa horrible noche y que nada ni nadie iba a separarnos jamás. Ahora sé que eso no sucederá, esa clase de milagros no les suceden a las chicas como yo.
Yo le rompí el corazón al mejor hombre del mundo y tengo que pagar por ello. Además, él tiene ahora su vida, su profesión, y sin duda algún día formará la familia perfecta con la mujer perfecta.
No puedo respirar durante un segundo y me escuecen los ojos. Será mejor que deje de pensar en él y en sueños imposibles. Me acerco al billar y cojo un taco. Hay dos tipos observándome, uno lo hace con bastante descaro y se incorpora con la clara intención de acercarse a mí. Yo camino despacio, me detengo frente a una de las columnas que entorpecen el interior del bar, y clavo la mirada en la de ese tipo desagradable. Espero que entienda el mensaje, esta noche no quiero hablar con nadie.
Entonces sucede, esa sensación que me recorre la piel y me detiene el corazón para luego acelerarlo. Me falta el aire y me tiemblan las manos y tengo que clavar los pies en el suelo para no correr hacia él y abrazarlo. José Antonio está aquí.
Durante lo que dura un latido me atrevo a ser feliz y le miro a los ojos.
Oh, Dios mío.
¿Qué le ha pasado?
José Antonio tiene el alma en los ojos. Son tan expresivos que desde esa horrible noche me duele mirarlos, porque fue en ellos donde vi lo que él sentía por mí de verdad. Esos ojos nunca van a su favor, siempre le delatan. Se oscurecen de deseo, arden de rabia, se convierten en el océano cuando sienten dolor. Tal vez por eso suelo evitarlos, pero hoy me está resultando imposible.
Hoy, ahora, José Antonio me está mirando de verdad. Esa máscara de fingida indiferencia que suele adoptar cuando no podemos evitar coincidir ha caído del todo. No está ocultando lo que siente. No sé qué le ha pasado para dejarle así, tan desnudo, tan herido.
Me acerco a él sin pensarlo; en realidad, sin poder evitarlo. Por José Antonio seré capaz de destrozarme la vida, así que es absurdo pensar que soy capaz de quedarme quieta sin tocarlo cuando sé que me necesita y que se está maldiciendo a sí mismo por necesitarme.
—¿Estás bien, José Antonio?
Levanto una mano para acariciarle la mejilla. Me gustaría tener derecho a abrazarlo, poder preguntarle directamente por qué está así, qué le ha pasado para desgarrarlo por dentro de esa manera. Mis entrañas se retuercen y mi corazón me odia por mantener las distancias, aunque es lo que tengo que hacer. No puedo echarlo todo a perder ahora.
—Perfectamente —me miente y vuelve a mirarme con odio.
Es lo que me merezco, lo que yo misma he creado, y, sin embargo, siempre que recibo una de esas miradas, muero de nuevo. José no siempre ha sido capaz de mantener esa clase de control sobre sus emociones y el único modo que tengo de recordárselo es haciéndole sentir algo tan inevitable y tan cierto como que a pesar de todo lo que ha sucedido entre nosotros, a pesar de nosotros mismos, nos deseamos.
—No es verdad. Cuéntame qué te ha pasado.
—¿Por qué? —Entrecierra los ojos—. ¿Acaso te importa?
«Claro que me importa. Tú eres lo único que me importa».
No puedo decirle eso y tengo que carraspear y humedecerme el labio para obligarme a pronunciar la siguiente frase:
—Esta noche estás distinto.
Me atrevo a mirarle otra vez y el aire que ha entrado en mis pulmones al verlo caminar hacia mí se detiene de repente y empieza a quemarme.
—Puede ser —dice ajeno al terror que fluye ahora por mis venas.
Es la última vez que le veo, pienso con el corazón en la garganta.
—Me voy —termina la frase y me mata sin saberlo.
Le miro, ¿qué otra cosa puedo hacer? Ya no vivo, dejé de hacerlo hace tiempo, pero durante un segundo le siento temblar. José Antonio va a irse para siempre… Si me ve llorar… ¡No, tengo que impedírselo! Aguanto la respiración y me doy media vuelta.
—Adiós, Alexia.
Tengo que clavar los dedos en la mesa de billar para no correr tras él.
No salir del bar esa noche, no perseguir a José Antonio por la calle, sujetarle por los hombros, obligarle a mirarme, a escucharme de una vez por todas, a besarme, es lo más doloroso que he hecho en la vida, porque a diferencia de las otras veces que le había visto alejarse de mí, incluso que le había obligado a hacerlo, ahora sabía que no iba a volver.
Y no ha vuelto.