Epílogo

Unos meses más tarde.

ÉL

Alexia ha vuelto a pintar; todavía no le ha enseñado ningún cuadro a su antiguo marchante ni tampoco a sus viejos amigos de la Facultad de Bellas Artes, pero no creo que ese momento tarde en llegar. Está tan contenta y sus obras están tan llenas de vida que tengo la sensación de que saldrán solas del estudio. No la presiono, sé que con Alexia todo lleva su tiempo y que lo hará cuando crea estar lista.

Patricia está bien, el tratamiento funcionó, o tal vez fue ella quien decidió que no se iría de aquí hasta asegurarse de que todo estaba como quería. La madre de Alexia es capaz de plantarle cara a la muerte y mucho más.

Esta noche tengo una sorpresa para Alexia y la verdad es que estoy nervioso. No puedo creerme lo nervioso que estoy.

Alexia cumplió su promesa y desde aquella tarde que hicimos el amor en su estudio no hemos vuelto a dormir separados. Patricia ni se inmutó cuando una mañana me vio salir del dormitorio de su hija; sencillamente se limitó a preguntarme cómo tomaba el café por las mañana. En realidad, dormimos unas noches en su casa y otras en la mía. Gabriela insiste en que puede dormir sola, pero ni Sebastián ni yo estamos cómodos con esa solución, así que cuando yo no estoy en casa se queda él, o Gabriela se va con él y Cecilia.

Sí, mi hermano también ha conseguido recuperar a la mujer que ama, y que al parecer lleva amando desde los dieciocho años. Sí, nuestros padres probablemente fueron el peor ejemplo del mundo, pero al final, y quizá gracias a ellos y no a pesar de ellos, tanto Sebastián como yo solo hemos amado a una mujer en el mundo.

Mónica pidió que la trasladasen a Madrid; según ella, en Cádiz ya había aprendido todo lo que tenía que aprender, y quizá fuera cierto. Quién sabe, supongo que le deseo lo mejor, pero en realidad no me importa demasiado.

Camino por las calles de Cádiz hasta llegar al estudio de Alexia y siempre sonrío cuando veo el nombre en la puerta: «Lila».

No la he convencido de que vuelva a teñirse un mechón de pelo de ese color; dice que ya no encaja con ella. Al principio no la entendía, pero por fin lo he hecho y sé a qué se refiere. Alexia ya no es la chica que llevaba un mechón de color lila y que se asustó cuando se enamoró, igual que yo no soy el chico que se asustó cuando ella le hizo daño y no supo escucharla. Y tampoco es la mujer que encontré en Nueva York, y yo no soy aquel cretino que la abandonó en ese hotel después de hacerle el amor. No somos esas personas, pero ellos forman parte de nosotros y nos han permitido llegar hasta aquí.

Y aquí es precisamente donde quiero estar, dispuesto a pasar el resto de mi vida con Alexia. Cojo aire y abro la puerta del estudio. La cierro detrás de mí y pongo el cartelito de cerrado con el horario.

—¿Alexia?

—Estoy aquí, en el estudio —me contesta, y me la imagino sonriendo y con una mancha de pintura, o varias, en el rostro.

Entro e, igual que me sucede siempre, no puedo contener las ganas de cogerla en brazos y besarla. Y no lo hago. No me contengo y la rodeo por la cintura y la beso.

Y después vuelvo a besarla, porque estar unas horas sin ella es insoportable, y porque necesito respirar entre sus labios. Nada más.

—Hola —susurro cuando nos apartamos.

—Hola —contesta ella—, te he manchado.

Me pasa el pulgar por la mejilla, y cuando lo aparta, veo que tiene rastros de color naranja. Yo tardo unos segundos en entenderlo; ha sido sentir su caricia en mi rostro y mi cuerpo ha empezado a rendirse al deseo. Tengo que decirle lo que he ido a decirle antes de que sea demasiado tarde. Sé que llega un momento en que ni siquiera yo mismo soy capaz de detenerme.

—Quiero vivir contigo, Alexia —le digo sin respirar—; quiero estar a tu lado siempre que pueda y quiero que tú estés a mi lado. Sé que quieres estar cerca de tu madre, y yo quiero seguir cuidando de Gabriela. —Me acerco a ella para cogerle las manos. Las tiene heladas y le tiemblan como cuando está nerviosa—. Por eso he pensado que, si quieres, podríamos buscar algo a medio camino entre la casa de tu madre y la mía.

—¿Y Nueva York?

La pregunta me coge tan desprevenido que me cuesta comprenderla.

—¿Nueva York? —repito confuso.

—¿No quieres irte a Nueva York? —me aclara ella.

—¡No! —suspiro—. ¿Por eso estás tan nerviosa? ¿Creías que quería irme a Nueva York? ¿Sin ti?

Alexia asiente; odio que sigan apareciendo esos pequeños atisbos de inseguridad.

—Podría acompañarte.

—¿Tú quieres ir a Nueva York?

—No —contesta sin dudar, corrigiendo mi asunción de antes y demostrándome que se siente segura de sí misma y de mí.

—Entonces, no vamos. Y si algún día nos lo replanteamos, nos lo replanteamos juntos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —conviene ella.

—Está bien. Pero para calmar mi pobre e inseguro ego, ¿te importaría confirmarme que aceptas vivir conmigo?

Lo he conseguido; he conseguido hacerla sonreír.

—Acepto.

Agacho la cabeza y vuelvo a besarla. Alexia me rodea de inmediato la cintura con las manos y me acerca a ella.

Me aparto porque todavía no he terminado.

—En realidad —le digo tras carraspear—, quería preguntarte algo más.

—Ah, bueno —coge un trapo y se limpia la pintura de las manos—, ¿de qué se trata?

—Hace años, cuando coincidimos en Madrid, en el parque, dijiste que el destino se empeñaba en separarnos y yo te pedí que no le dieras la razón. ¿Te acuerdas?

—Por supuesto que me acuerdo. Parecías estar muy seguro de ti mismo, ni siquiera se me pasó por la cabeza no acudir a nuestra cita. Además, me moría de ganas de verte.

Siento el calor extendiéndose por mi piel a medida que Alexia me recorre con la mirada.

—Yo también me moría de ganas de verte —confieso, y ella me sonríe y se acerca a mí—. ¿Todavía crees que el destino está empeñado en separarnos?

—No —me contesta de inmediato—, si lo está, no me importa. No voy a darle la razón.

—Entonces, quédate con esto. —Saco la cajita del bolsillo del pantalón y se la doy. Veo que ella la abre con las manos temblorosas y que al ver su contenido busca mi mirada. La de ella está llena de lágrimas, la mía probablemente también—. Llámalo como quieras, anillo de compromiso, de casada, de pareja, de alma gemela. Me da igual. Lo único que quiero es que te lo pongas y que no te lo quites nunca.

—Es lila —balbucea tocando la piedra preciosa en el centro.

—Lo sé, ¿de qué otro color iba a ser? —Me acerco a ella y le sujeto el rostro con las manos de esa manera que sé que tanto le gusta, aunque no me lo ha dicho nunca—. No me hace falta casarme, sé que a ti no te gusta la idea. Sí, estoy tan dentro de ti que lo sé sin que hayas tenido que decírmelo nunca. Igual que tú sabes que no me importa lo más mínimo ir a Nueva York. Tú y yo, Alexia, nos pertenecemos. Dime que eres mía y que te pondrás el anillo. Y que vivirás conmigo para que deje de comportarme así y pueda hacerte el amor siempre que quiera.

—¿Solo por eso? —me pregunta entre lágrimas pero con una sonrisa.

—No, dime que sí porque me amas tanto como yo a ti.

—Te amo. —No puedo contenerme y la beso, y cuando me aparto para coger el anillo y ponérselo, ella me susurra—: Pero no te amo tanto como tú, te amo más.

—Oh, no, Alexia —le pongo el anillo y le beso el dedo—, ahora voy a tener que demostrarte lo equivocada que estás.

La oigo reírse antes de cogerla en brazos y llevarla a esa cama donde tantas veces le he hecho el amor desde que estamos juntos. Y cuando me tumbo encima de Alexia, buscando su calor, desesperado como siempre por estar con ella, comprendo que el destino jamás ha tenido la menor posibilidad de separarnos.

Después de hacer el amor, y después de hacerlo otra vez, Alexia está acurrucada en mis brazos. Su mano descansa en mi torso, cerca de donde mi corazón siempre ha latido por ella. Creo que está dormida, pero me pregunta con voz soñolienta:

—José Antonio…

—¿Sí? —Le acaricio la espalda.

—¿Qué crees que habría pasado si no me hubieran contratado para hacer la exposición del hospital? Quizá no habríamos vuelto a vernos nunca —susurra.

Por el modo en que se me retuercen las entrañas, sé que esa opción es imposible. Jamás lo habría permitido.

—Habríamos vuelto a vernos —le aseguro abrazándola con fuerza.

—¿Cómo lo sabes? —Alexia apoya la barbilla en mi torso y me mira a los ojos. Veo que está preocupada de verdad, que no es una conversación al azar.

Levanto la cabeza para darle un beso y después vuelvo a dejarla caer en la almohada para continuar.

—Porque te amo, Alexia. Me enamoré de ti cuando apenas tenía quince años y siempre has estado en mi corazón. Siempre he sido capaz de encontrarte. Te habría encontrado, créeme. El día que rompí con Mónica —la siento tensarse en mis brazos y la acaricio hasta que se relaja—, le dije que no me parecía justo seguir con ella porque no estaba dispuesto a que nuestra relación siguiera avanzando. Ella me contestó que le daba igual, que de momento estaba bien así y que en su futuro más inmediato no se planteaba jugar a las familias. ¿Y sabes qué pensé? Pensé que yo jamás querría dar aquel paso con ella. Y lo mismo me ha sucedido siempre con todas las mujeres que he estado.

—No sé si quiero seguir oyendo esto, José Antonio —farfulla apoyando de nuevo la mejilla en mi torso.

—No, escúchame, Alexia. Con esas mujeres tenía que obligarme a llamarlas, a quedar con ellas, a cumplir con los —busco la palabra— «requisitos mínimos» de una relación. Pero contigo —suspiro y me río de mí mismo—, contigo no puedo parar. Cada vez que te veo tengo ganas de desnudarte y entrar dentro de ti y no salir jamás. Cuando estamos hablando, como ahora, en mi mente se amontonan las preguntas que quiero hacerte sobre tu pasado o sobre cualquier tontería. Cuando dices algo sobre tu futuro, incluso la cosa más ridícula, como por ejemplo que la semana que viene tienes que ir al dentista, me pregunto si puedo acompañarte, si estaré a tu lado. Cuando me incluyes en una conversación con tu madre, o con tu hermana, y das por hecho que yo formo parte de ella, te cogería en brazos y te besaría allí mismo hasta dejarte sin aliento. —Veo que ella ha vuelto apoyar el mentón en mi torso y que me mira—. Y cuando pienso en mi futuro, busco desesperado la manera de meterte en él y no dejarte escapar. —Le cojo la mano con el anillo y le doy un beso—. Y seguiré haciéndolo hasta el día que me muera. Así que créeme, Alexia, si no te hubieran contratado como fotógrafa, te habría encontrado.

—Te amo, José Antonio —me dice con una lágrima resbalándole por la mejilla.

—Y yo a ti, Alexia. —Vuelvo a incorporar la cabeza y le doy un beso—. Ámame un poco más.

Y se coloca encima de mí y me hace el amor como solo ella es capaz de hacérmelo.

ELLA

Miro a José Antonio; está dormido a mi lado. Mi mano descansa encima de su torso y el anillo con la piedra color lila destaca en su piel morena. De repente, recuerdo una conversación que tuvimos en Madrid justo al principio y siento la imperiosa necesidad de despertarle.

Le beso en los labios y él suspira despacio.

—¿Te acuerdas de cuando me preguntaste de qué color eras? —le digo apartándome un poco.

—¿Qué?

Me mira confuso mientras parpadea, pero después me sujeta el rostro con las manos y tira de mí para besarme de nuevo. Este segundo beso me resulta casi imposible de interrumpir, me pierdo en él de inmediato, pero me recuerdo que lo que voy a decirle es importante.

—En Madrid, hace años, me preguntaste de qué color creía que eras —le explico y José Antonio entrecierra los ojos al recordarlo.

—Sí, es cierto. Me dijiste que tú eras lila y que tu hermana era… ¿rojo?

—Sí, así es, Cecilia es el rojo —le recompenso con un breve beso en el torso—. ¿Quieres saber qué color eres tú?

Noto que se le acelera el corazón.

—Sí, claro que quiero saberlo —confiesa con la voz ronca acariciándome la espalda.

—El blanco.

—¿El blanco?

Me aparto de su torso, apoyo las manos a ambos lados de la cabeza de José Antonio y le miro a los ojos; a juzgar por su tono de voz, no termina de gustarle el color con el que le identifico.

—Sí, el blanco —le repito.

—¿No te parece muy soso? ¿No puedo ser el azul marino, el verde de los bosques o el gris que está tan de moda?

—No. —Agacho la cabeza y le beso el rostro entre palabra y palabra—. Eres el blanco, porque es el único color que no tiene ni un ápice de oscuridad. Eres el blanco porque es el único color que no puede conseguirse mezclando los demás.

Mueve le rostro en busca de mis labios y le dejo besarme. El color empieza a gustarle.

—Alexia…

—Eres el blanco porque para mí siempre lo has significado todo, incluso cuando cometí ese estúpido error. —Me tiembla la voz y él me acaricia el labio inferior—. Eres el blanco porque sin ti yo no podría existir.

—Yo sin ti tampoco, Alexia. Es más, sin ti, no quiero existir. Te amo.

—Yo también te amo.

Vuelvo a besarle y después de hacer el amor me levanto y empiezo a pintar.

Será un cuadro precioso.