—No voy a soltarte. —Esperó unos segundos y siguió acariciándole despacio, susurrándole al oído que ella estaba a su lado. Después, cuando pensó que le respiración de José Antonio era regular, intentó apartarse un poco—. Voy a cerrar la puerta.
Él levantó la cabeza y la miró aturdido, incluso confuso.
—¿Qué?
—Voy a cerrar la puerta —repitió Alexia en voz baja—. ¿Por qué no entras y te sientas en el sofá? O, si lo prefieres, puedes tumbarte en la cama —sugirió sonrojada cuando ya estaba de espaldas a él echando el cerrojo.
José Antonio no se movió de donde estaba y esperó a que Alexia volviese a darse media vuelta. Ella le cogió de la mano y tiró de él hacia el comedor. Se detuvo ante el sofá y lo empujó levemente con un dedo para que se sentase. Un gesto insuficiente para un hombre de la altura de José Antonio, pero estaba tan aturdido que se dejó caer contra los cojines floreados. Ella iba a apartarse cuando él la sujetó por la muñeca y se lo impidió.
—Solo voy a la cocina a por dos vasos de agua.
Él levantó la cabeza que hasta entonces había mantenido agachada y buscó la mirada de Alexia.
—No te vayas. No quiero agua. —Tenía la voz ronca, rasposa como los cristales rotos y le costaba tragar—. No te vayas.
Alexia notó que el corazón le subía por la garganta. Ella no estaba preparada para esa intensidad, la asustaba mucho más que lo que la había asustado mantener una relación con un hombre casado; sin embargo, sus pies se negaron a moverse y se sentó en el sofá junto a José Antonio.
—¿Quieres contarme qué ha pasado?
Ahora que la tenía a su lado le soltó la muñeca, pero entrelazó los dedos con los de ella y fijó la mirada en las manos de ambos. La de Alexia se veía firme, la suya seguía temblando.
—Ha habido un accidente —empezó distante—. No conozco los detalles, tal vez me los han contado pero ya los he olvidado. —Sacudió la cabeza y apretó durante un instante la mandíbula hasta hacerla temblar—. Hoy me tocaba estar en urgencias y han empezado a llegar ambulancias.
Se quedó en silencio, sujetaba la mano de Alexia entre las dos suyas. Ella no dijo nada, siguió sentada a su lado y esperó.
—He atendido a una niña, tenía una herida en la ceja y se la he limpiado. Me ha recordado a Gabriela, pero no le he preguntado su nombre. —Tembló y Alexia se olvidó de la distancia que estaba intentado mantener y le acarició el pelo de la nuca con la mano que tenía libre—. La he llevado a la sala de radiografías y he ido a atender a otra víctima. Le he dicho que todo saldría bien.
—José Antonio.
—Creía que era verdad. Te lo juro. No me habría apartado de su lado si hubiera visto que iba a empeorar tan rápido.
—Lo sé.
Él se giró de repente y la miró con los ojos inyectados en sangre.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé —afirmó ella, rotunda, aguantando esa mirada llena de odio y resentimiento. ¿La estaba culpando a ella de algo?
José Antonio apartó de nuevo el rostro.
—Me he olvidado de ella, ¿sabes? Me he puesto a trabajar y me he olvidado de todo; de esa niña, de que teníamos una cita —añadió con desprecio hacia sí mismo—. De todo. Me he acordado de la niña horas más tarde.
—¿Por qué te estás haciendo esto, José Antonio? ¿Te sentirás mejor si te pones furioso conmigo?
—Estoy furioso —farfulló—. Tendría que haber hecho algo más. Nunca hago lo suficiente.
Él tenía la cabeza agachada, el mentón casi le rozaba la tela del jersey que llevaba, gris con un ribete verde alrededor del pico en forma de uve. Tenía las manos entrelazadas y los brazos tan tensos que le temblaban. Al llegar, ella le había abrazado, convencida de que eso era lo que él necesitaba, pero ahora no sabía qué hacer. La curiosidad que había sentido por él de pequeña le había convertido en un residente fijo de su memoria y cuando lo vio tres años atrás en el metro sintió el innegable magnetismo de la atracción física. Pero no había vuelto a verlo desde entonces y lo que había sucedido entre ellos dos en esas últimas semanas, desde que habían vuelto a encontrarse en el parque, se propagaba como el fuego por dentro de ella. Nunca había sentido nada parecido por nadie y no se fiaba de sus instintos.
Le habían fallado demasiadas veces.
—No puedo ni imaginarme tu trabajo, José Antonio —se atrevió a decirle, acercándose un poco más a él—. Y no puedo decirte si hiciste lo correcto o si podrías haber hecho algo más. —Vio que él aflojaba un poco los dedos, un gesto casi imperceptible que a Alexia no le pasó por alto: la estaba escuchando—. ¿Por qué quieres ser médico?
José Antonio volvió a apretar las manos y zarandeó la cabeza.
—No puedo ser otra cosa. Nunca he querido ser otra cosa.
Esa respuesta revelaba más por su brevedad que por sus palabras. No había terminado. José Antonio estaba buscando cómo continuar y Alexia esperó acariciándole el pelo de la nuca. Él le despertaba la hasta entonces desconocida necesidad de reconfortar a otra persona, de encontrar la manera de borrar la preocupación y la tristeza de su alma.
—Odio aceptar lo inevitable —siguió sin mirarla, con el cejo fruncido y los ojos fijos en sus nudillos—. No sé rendirme, y odio con todo mi ser sentirme impotente. —Su voz desprendía la certeza que solo posee quién habla de lo que ha experimentado—. No sé cuándo sucedió exactamente ni cómo, pero recuerdo que estaba en mi antiguo dormitorio, aquí en Madrid, antes de mudarnos a Cádiz. Vivíamos en un piso muy pequeño con paredes de papel, podía oír las discusiones de los vecinos, y las de mis padres. —Soltó las manos y se frotó la frustración y el cansancio—. Decidí que tenía que estudiar medicina, que así todo tendría más sentido, que encontraría la manera de detener o impedir tragedias inevitables. —Apartó las manos del rostro—. Suena estúpido y presuntuoso.
La miró justo entonces y Alexia pensó que jamás había visto a nadie tan carente de presunción como el hombre desencajado que tenía delante. A ella le costó tragar, el corazón le entorpecía la garganta. No sabía qué hacer con tanta sinceridad, y una parte de ella no acababa de creérsela.
—Suena a que estás cansado —dijo al fin, cuando encontró la voz.
José Antonio enarcó una ceja y los ojos negros intentaron colarse de nuevo en los castaños de ella, pero Alexia no se lo permitió y él se dio por vencido. Se frotó de nuevo el rostro y se apretó el puente de la nariz.
—Sí, lo estoy. —Se echó hacia atrás y descansó la cabeza en el respaldo del sofá con los ojos cerrados—. Siento haber venido aquí de esta manera y siento haberme olvidado de que teníamos una cita —dijo, sorprendiéndola.
—No te preocupes. —Alexia se puso de pie porque no podía seguir a su lado y se balanceó nerviosa sobre los talones—. Estoy acostumbrada a que me den plantón, y no por un motivo tan noble como el tuyo.
José Antonio abrió los ojos y movió el cuello hasta dar con ella.
—¿Lo dices en serio? Dios, lo siento —se apartó del respaldo y entrelazó las manos encima de los muslos.
—No pasa nada. No tendría que haber dicho eso. —Se dirigió arrepentida a la cocina y abrió el grifo del agua—. Ha sido una frase muy poco acertada —farfulló en voz baja.
Alexia limpió la taza que había dejado antes en el fregadero y la dejó secándose encima de un trapo. El gesto rutinario le recordó que apenas una hora antes estaba furiosa con el mismo hombre que ahora la tenía tan alterada. En su mente le había insultado y había dado por terminada su incipiente relación; le había clasificado de grosero y mentiroso y se había dicho a sí misma que le daba igual no volver a verlo nunca más.
Pero él había llegado con los ojos rojos por lágrimas que se había negado a derramar por una niña pequeña —de la misma edad de su hermana— que había muerto en el hospital. Él había salido del trabajo, exhausto y abatido, y había ido a verla. A ella. Le había dicho que la necesitaba, le había susurrado pegado al oído que solo ella podía ayudarlo.
Le resbaló el vaso que estaba limpiando y se rompió al golpear el fregadero.
—Mierda.
Se cortó al coger los trozos de cristal y metió instintivamente la mano bajo el chorro de agua.
No le oyó levantarse del sofá ni andar por el breve pasillo, y tampoco detectó que entrase en la cocina. Sintió directamente que se le erizaba la piel, empezando por la mano con el corte que sujetó él con cuidado y terminando por la punta de los dedos de los pies.
—Déjame a mí. —Movió la mano de Alexia bajo el agua e inspeccionó la herida con cuidado. Después la apartó y la cubrió con una servilleta blanca que había encima de una cesta de mimbre—. ¿Dónde tienes el botiquín?
—En el segundo armario —susurró.
José Antonio dejó la mano de Alexia envuelta en la encimera. Cerró el grifo y abrió el armario que ella le había señalado con la mirada. Sacó una caja metálica de color blanco con una cruz roja y apartó las tijeras y unas vendas en busca del líquido antiséptico y unas tiritas. Cuando lo encontró, cerró la cajita y curó la herida de Alexia sin decir nada. Era un silencio agradable, pero Alexia creía poder oír los latidos de su corazón en la diminuta cocina.
Él no le soltó la mano, acarició la tirita con el índice y después entrelazó los dedos con los de ella. Soltó el aliento por entre los dientes y vació la mente de todo excepto de Alexia; estaba tan alterado por lo que había sucedido en el hospital y por los recuerdos que lo habían asaltado tras aquella conversación, que ella era lo único que parecía tener sentido.
Alexia tenía la cabeza agachada; antes le había acariciado la nuca y se había sentado a su lado, pero algo la había hecho levantarse y alejarse. José Antonio no sabía qué había sido, pero la distancia que estaba creando Alexia iba más allá de lo físico, y, aunque fuera inexplicable, le dolía. Levantó despacio la mano que tenía libre y colocó dos dedos bajo el mentón de Alexia para alzarle el rostro y encontrar su mirada.
Ella notó el pulso y a la vez algo inseguro de los dedos de José Antonio en la barbilla y no pudo evitar morderse el labio inferior. Buscó los ojos negros de él. Tal vez si los veía taimados y fríos le resultaría más fácil entenderlo. Pero no lo estaban; brillaban con un fuego cálido sin que él hiciese nada para evitarlo.
—Alexia —suspiró su nombre.
Ella, igual que él había hecho antes, buscó tocarlo y colocó la mano en su cintura. José Antonio exhaló e inhaló lentamente, el torso bajó y subió sin que él dejase de mirarla. Las llamas de los iris chispearon y unas motas rojizas se fundieron. Empezó a agachar la cabeza, detuvo los labios encima de los de Alexia y sintió que la piel de su boca acariciaba suavemente la de ella. Intentó estar quieto, incluso retirarse, pero necesitaba recuperar el sabor de Alexia, tener su aliento mezclado con el suyo, guardarse uno de los suspiros de ella bajo la piel, y solo podía tener todo eso con un beso.
Movió la lengua despacio, alargando el placer de esa dulce tortura, dejando que la presión que le impedía respirar cuando estaba cerca de ella le atenazase, consintiendo que el corazón se le acelerase y amenazase con salírsele del pecho. Ella tenía que devolverle el beso, tenía que sentirla temblar aunque fuese un segundo y entonces la besaría como necesitaba realmente.
Alexia apretó los dedos que tenía en la cintura de José Antonio y se humedeció el labio que él estaba besando.
«Por fin».
José Antonio extendió los dedos que tenía en el rostro de ella para sujetarlo y besarla profundamente. Los dientes tropezaron con los de ella y, probablemente por primera vez en la vida, no intentó contenerse y dejó que sus labios expresasen lo que su mente, y el resto del cuerpo, tenían que contener de momento.
Que la necesitaba.
Que no sabía qué le estaba sucediendo con ella, pero que iba a averiguarlo. A ella le contaría toda la verdad, poco a poco, sí, pero no le ocultaría nada.
Alexia respondió al beso, tiró de la cintura de José Antonio y lo atrajo hacia ella. Plantó cara a la pasión de él con la suya igual de sincera y le entregó las caricias y los suspiros que él tanto necesitaba. Y su sabor, ese sabor que iba extendiéndose por todo el cuerpo de José Antonio, impregnándole los pulmones, colándose por los poros de su piel y circulando espeso por sus venas.
—Alexia —gimió. Tenía que apartarse de ella ahora que todavía era capaz de hacerlo—. Alexia.
Un último beso suave en los labios. El último, se prometió.
Ella no le dejó cumplir la promesa cuando se puso de puntillas y buscó sus labios.
—Dios, no —farfulló José Antonio dando un paso hacia atrás. Apretó con cuidado la mano herida de ella y la miró a los ojos. Los dos tenían los labios húmedos y la respiración entrecortada—. Será mejor que me vaya.
No se soltaron, ni siquiera lo intentaron.
—No.
La negación de Alexia detuvo el pulso de José Antonio.
—¿No?
—No. Quédate aquí. Es tarde y estás muy cansado… y no quiero que te vayas —confesó con un ligero temblor en el mentón y la mirada decidida.
José Antonio la miró, le acarició el pómulo con el pulgar que seguía en el rostro de ella y bajó la voz como si las palabras dichas en voz alta fueran a entrometerse entre ellos.
—¿Estás segura?
Alexia iba a decirle que no, probablemente se lo habría dicho si los latidos de su propio corazón no hubiesen estado resonando en su cabeza o si sus pulmones hubiesen sido capaces de coger aire. ¿De verdad estaba dispuesta a arriesgarse de esa manera?
Asintió, las emociones la abrumaban, pero por encima de todas estaba la necesidad de averiguar por qué José Antonio era tan diferente, por qué se estaba convirtiendo en parte de ella en tan poco tiempo. Tiró de las manos que tenían entrelazadas y caminó hacia el dormitorio. Encendió la luz y aquel entorno tan suyo la reconfortó: los cuadernos, las tazas llenas de lápices, pinceles y rotuladores.
—Ponte cómodo. —Aflojó los dedos, y, cuando los recuperó, se apartó un mechón de pelo de la cara—. Vuelvo enseguida.
No esperó a que él le contestase, se dirigió al baño y oyó que él se sentaba en la cama. Tardó unos minutos, se plantó frente al espejo del baño y buscó en su propia mirada alguna explicación. No la encontró. Optó por lavarse los dientes y quitarse los pendientes. Los dejó en un platito rosa de porcelana junto a su colonia y volvió a dormitorio.
José Antonio estaba tumbado en la cama, tenía un brazo doblado bajo su nuca a modo de almohada y el otro extendido junto al cuerpo. Se había quitado los zapatos y el jersey, pero se había quedado con los vaqueros, los calcetines y una camiseta blanca. Los ojos cerrados no temblaban bajo los párpados y la respiración era pausada. Alexia notó que se le anudaba más el estómago; él parecía estar recuperando cierta paz. Y lo había logrado ella dejándole entrar un poco más en su vida, siendo sincera.
—Ven. —La voz ronca de José Antonio se abrió paso por la tenue luz del dormitorio y acarició a Alexia.
Ella avanzó despacio, tal vez si aceleraba el paso él desaparecería en el aire o se convertiría en un monstruo. Se sentó en la cama y lo miró. Él levantó la mano y le acarició el rostro también fascinado e incrédulo. A los dos les estaba costando mucho asumir que estaban allí juntos, compartiendo esa parte tan íntima de sus almas.
Alexia movió el rostro en busca de la caricia de la palma de José Antonio y se tumbó despacio a su lado. Le rodeó la cintura con un brazo y el otro lo encajó entre su torso y el de ella. La mejilla descansó en el hombro de él podía notar el calor que desprendía la piel bajo el algodón e inhaló poco a poco. Él le acarició el pelo y la espalda con delicadeza, cada movimiento más lento y tembloroso que el anterior, hasta que la abrazó y ambos se quedaron dormidos.