7

José Antonio no llamó a su padre. Iba a hacerlo, debería haberlo hecho, pero no lo hizo. Y si hubiera sabido cómo iban a desarrollarse los hechos, lo habría hecho.

Abandonó el apartamento de Alexia preocupado tanto por la conversación que había mantenido con su hermana Gabriela como por la que minutos más tarde había tenido con Alexia. Tampoco podía dejar de pensar en el beso, o peor incluso, no podía dejar de sentirlo. Él no estaba acostumbrado a sentir con tanta intensidad y una parte suya prefería no hacerlo. Otra quería liberarse de restricciones y dejarse llevar por esas emociones que Alexia le estaba despertando.

No la había llamado durante varios días, pero no había dejado de pensar en ella ni un segundo. Se la había imaginado en su apartamento al llegar a casa, cansado después de las clases y del trabajo; la había visualizado a su lado, de pie en la cocina, preparando la cena, y tumbada en la cama entre sus brazos.

Esa tarde, antes de dejarla con ese último beso, le había contado que el matrimonio de sus padres hacía años que era una farsa, una realidad que hasta ese momento él solo había dicho en voz alta en soledad; le había confesado que se sentía responsable de Gabriela y que tenía remordimientos por no haber apoyado a Sebastián.

Con sus compañeros de facultad, José Antonio solo compartía historias de clase, chistes o anécdotas sin demasiado sentido. Con las mujeres con las que había mantenido una relación había hablado de cine y de teatro, de música y de libros, pero nunca de él mismo y de su pasado, o de las dudas que cuestionaban su futuro a diario.

Las decisiones que había tomado a lo largo de su vida le habían llevado hasta allí; había sacrificado cualquier amistad durante la adolescencia en pro de los estudios, había decidido dejar a su hermana en Cádiz con sus padres y estudiar medicina en Madrid. Había tomado esas decisiones objetivamente, había analizado los pros y los contras, igual que hacía siempre. Con quince años, había castigado a su hermano mayor basándose únicamente en sus emociones y en la insistencia de su madre. Y había cometido un error. Con dieciocho años, volvió a cometer el mismo cuando confió en Sebastián y le habló de sus dudas sobre el futuro y cuando intentó pedirle perdón y este reaccionó desapareciendo al día siguiente.

La razón no podía explicar el nudo que sentía ahora en el estómago ni el peso que le oprimía el torso. Tenía veinticuatro años y nunca había contemplado la posibilidad del amor; requería una confianza que él no se veía capaz de sentir, y, sin embargo, por Alexia la sentía.

Caminó por la calle perdido en sus pensamientos con las manos en los bolsillos. Cuando llegó a su apartamento se perdió en los libros de medicina para alejarse de lo que no entendía.

Alexia se quedó en el suelo hasta que sintió que las piernas le reaccionaban y entonces se puso en pie y volvió a acostarse en la cama. Se tumbó boca arriba; el dormitorio y el piso entero estaban en silencio y los sonidos del beso de antes todavía resonaban por las paredes. Pensó en sentarse y dibujar un rato, tal vez así los latidos de su corazón se recuperarían, pero lo descartó porque terminaría dibujando los ojos de José Antonio al irse.

Esos últimos días, Alexia no había podido sacudirse de encima un mal presentimiento. Cada vez que intentaba disfrutar del momento y dejarse llevar por aquella maravillosa euforia, una vocecita en su mente le susurraba que tuviese cuidado, que José Antonio, igual que Rubén, le había pedido que ocultase su relación. Sintió un escalofrío y se tapó con la sábana. Le hubiera gustado poder decir que cuando besó a Rubén por primera vez no sabía que estaba casado, pero no sería cierto. Lo sabía, él mismo lo había dicho al presentarse en la primera clase. La historia del affaire era tan sórdida como previsible. Alexia apretó los dientes para contener las arcadas.

Rubén era profesor adjunto de la Facultad de Bellas Artes, impartía algunas clases mientras trabajaba en el doctorado. Se había casado dos años antes con la hija de un famoso y no muy respetado, pero sí rico, crítico de arte. Ella, su esposa, tenía una galería. Rubén fue encantador con toda la clase, pero con Alexia fue especial. Se acercó a ella el primer día y le dijo que tenía talento, que sus dibujos hablaban a los sentimientos de la persona que se detenía a mirarlos.

La seducción de Rubén fue magistral: recurrió a todos los tópicos; le dijo lo solo que se sentía con su esposa, lo incomprendido que estaba. Le juró que había intentado resistirse a la atracción que ella, Alexia, le despertaba, pero que era superior a sus fuerzas. Alexia se dejó conquistar en contra de sus propios consejos. Podría encontrar multitud de excusas que la justificasen: él era un hombre mayor y la sedujo; ella se sentía sola porque su hermana nunca le contaba nada y apenas había hecho amigas; era el primer hombre que le decía que necesitaba tocarla para seguir respirando.

En cuanto Rubén se la llevó a la cama, todo cambió. Durante unas semanas mantuvo el juego de la seducción, pero no tardó en cansarse y demostrar su verdadera personalidad. Rubén estaba enamorado de la seducción, le excitaba conseguir lo imposible; la hija de un famoso crítico, una alumna, la secretaria del decano… Y una vez que lo conseguía, se aburría y solo volvía a encapricharse de ese objeto o persona descartada si estaba solo y necesitaba sentirse importante, bien consigo mismo.

Alexia lo comprendió todo una noche, cuando Rubén, aburrido con ella, contestó el teléfono y le cambió la voz y el rostro al hablar. Le había llamado una mujer y a ella le estaba hablando como a Alexia antes de convertirse en amantes. Alexia rompió la relación esa misma noche, antes de que Rubén se fuese del piso en busca de la desconocida del teléfono, pero a él no pareció importarle demasiado y tampoco se lo tomó muy en serio. Rubén volvió en varias ocasiones y Alexia le dejó volver, hasta que meses atrás se vio un día en el espejo y no le gustó lo que vio. Se sintió avergonzada de sí misma y tuvo que apartar la mirada.

En esta ocasión, Rubén sí la tomó en serio. Debió de ver en sus ojos que ella por fin lo veía tal como era, pensó Alexia. La insultó y le dijo que se arrepentiría y, como era de esperar, le aseguró que cuando ella quisiera volver, tendría que ganárselo.

Mentiría si dijera que no temía que eso fuese a suceder.

Las consecuencias de su relación con Rubén también llegaron a la facultad. A pesar de que ella no se lo contó abiertamente a nadie, los susurros y las miradas que de vez en cuando le lanzaban por el pasillo eran más que evidentes. Por suerte, se iban desvaneciendo, gracias al nuevo encaprichamiento de Rubén y a la discreción de Alexia.

Esa etapa de su vida había quedado atrás; las relaciones secretas habían quedado atrás. El único motivo por el que José Antonio le había pedido que no le contase a Cecilia ni a nadie de Cádiz que se estaban viendo era evitar las especulaciones de su madre. Y solo sería temporal.

José Antonio la había besado en medio de la calle. José Antonio la rodeaba con el brazo y caminaba a su lado a plena luz del día.

Le pesaron los párpados y poco a poco se quedó dormida.

Era viernes. A José Antonio, esa mañana le había tocado estar en urgencias del Gregorio Marañón, y de momento era un día tranquilo. Había pensado varias veces en Alexia y en la cena de esa noche. Estaba tan impaciente que miraba el reloj cada dos minutos en un intento de acelerar el paso del tiempo. Sonreía, circunstancia que no había pasado por alto a sus compañeros, y las cosas que normalmente le molestaban o le preocupaban le parecían invisibles esa mañana.

Las sirenas estridentes de dos ambulancias, no, de tres, le hicieron reaccionar y salir de inmediato de esa nube de felicidad. Corrió hacia la puerta de urgencias antes de que uno de los médicos encargados del MIR ordenase a gritos que lo hicieran.

—Ha habido un accidente —oyó que decía un enfermero—. Un choque en uno de los túneles.

—Un autobús escolar y varios coches —añadió otra voz.

A José Antonio se le heló la sangre y aceleró el paso. Llegó a la entrada y tiró de la primera camilla que salía de una de las ambulancias. Era una niña de unos doce años, igual que su hermana Gabriela. Le habían puesto una mascarilla para ayudarla a respirar y tenía el cuerpo quemado y una herida que no dejaba de sangrar en la frente.

Durante un instante se quedó paralizado. Esa podía ser Gabriela. La niña de la camilla tosió y gimió de dolor, y José Antonio salió de su estado de estupefacción y se puso a trabajar. Llevó la camilla a uno de los boxes de urgencias y le curó la herida mientras al mismo tiempo inspeccionaba visualmente el cuerpo de la pequeña en busca de más, y empezó a hablarle. Le contó que él tenía una hermana tan guapa y tan valiente como ella. La auscultó. El ruido de los pulmones no le gustó y la llevó a la sala de radiografías. Allí se ocupó de ella otro médico y José Antonio corrió a ocuparse de otro de los heridos en el accidente. Eran muchos; las camillas inundaban ahora los pasillos de la planta, el olor a humo se había pegado a la ropa y al ambiente, y el sonido del dolor no desaparecía.

Pasaron horas, el personal médico del hospital atendió sin cesar a las víctimas de esa desgracia hasta el último minuto. José Antonio había perdido la cuenta de las desgracias que había presenciado; en su interior no dejaba de repetirse lo que algunos de sus profesores les habían aconsejado: no dejéis que os afecte el dolor o la pérdida o no podréis hacer vuestro trabajo. Lo intentó, intentó ponerse esa coraza de distanciamiento y buscar la objetividad, y quizá lo logró durante algunos minutos. Salió del quirófano donde habían estado operando a una de las últimas víctimas. Estaba exhausto, y al ver el reloj de la pared comprendió por qué. Eran las diez de la noche, la primera ambulancia había llegado a las ocho de la mañana y todavía quedaban heridos por atender.

—Vete a casa un rato, José —le dijo el doctor Valero deteniéndose a su lado. El hombre, que estaba tan agotado como él, apoyó la espalda y la cabeza en la pared y cerró los ojos—. Duerme y vuelve mañana a primera hora; no sirves de nada en este estado.

José Antonio movió los hombros hacia atrás y estiró los brazos con las manos entrelazadas.

—Esta mañana he atendido a una niña, tendría unos doce años.

El doctor Valero asintió y arqueó una ceja sin abrir los ojos.

—¿Sí?

—La dejé en la sala de radiografías —siguió José Antonio—. ¿La has visto?

—Creo que sí. —Se apartó de la pared y se apretó el puente de la nariz—. ¿Tenía una herida en la ceja?

—Sí, la misma —le confirmó José.

El rostro del doctor Valero, un hombre afable de cuarenta años con una profunda vocación, se vació de emoción antes de mirar al que era uno de sus alumnos preferidos y un joven al que admiraba.

—Ha muerto.

El doctor Valero le explicó brevemente las complicaciones que había sufrido la pequeña; le aseguró que habían hecho todo lo posible para salvarla, pero José Antonio no oyó nada. Empezó a andar y salió del hospital.

Caminó por las calles de Madrid sin fijarse por dónde iba. Al detenerse en un semáforo, vio que la señora que tenía al lado lo miraba de un modo extraño y se percató de que todavía llevaba puesta la bata blanca. Se la quitó furioso y la lanzó a la basura que milagrosamente había también en esa acera. La brisa nocturna le erizó la piel, hacía un poco de frío y él se había dejado la cazadora en el hospital, junto con el resto de sus pertenencias. Le dio igual. Había leído multitud de artículos sobre cómo afrontar la primera muerte en su trabajo, cientos de ellos, pero ninguno mencionaba ese dolor mordiéndole el alma, las ganas de gritar como un poseso o de ponerse a llorar, o de darle una paliza a alguien. Salió del hospital sin rumbo fijo pero con un objetivo: detener el dolor y el odio que estaba creciendo en su interior. El dolor lo esperaba, no sabía qué hacer con él pero lo esperaba, pero el odio no. Odiaba al mundo en general, a los padres de esa niña por haber elegido esa ruta esa mañana y no otra distinta, a la constructora del puente, a los conductores de los otros coches, al universo, a sí mismo. Alguien tenía que hacerse responsable de la muerte de esa niña. El doctor Valero no podía tener razón; el mundo era una absoluta mierda si una niña de doce años moría en la mesa de un quirófano y todos se exculpaban diciendo que «habían hecho todo lo posible».

Sus ojos enrojecidos por la rabia y las lágrimas que se negaba a derramar por absurdas reconocieron el portal y trepó por la escalera. Golpeó la puerta y llamó al timbre al mismo tiempo. Esa hoja de madera le molestaba, se interponía en su camino.

Alexia abrió la puerta; tenía el cejo fruncido y los labios apretados como si estuviese muy enfadada, pero en cuanto vio el rostro y la mirada de José Antonio la de ella se descompuso.

—Alexia —susurró su nombre un segundo antes de abrazarla con todas sus fuerzas. Necesitaba sujetarse a ella para no ahogarse en la tormenta de dolor y de rabia que lo estaba sacudiendo por dentro.

—Tranquilo, tranquilo, estoy aquí.

Alexia se asustó al ver que José Antonio temblaba tanto y aparcó en su mente las preguntas que quería hacerle para abrazarlo y darle el apoyo que necesitaba. No sabía qué le había sucedido, pero tenía la piel helada y la mirada ardiente y Alexia supuso que tenía que ser algo grave y profundo. Le acarició la espalda con una mano y con la otra la nuca, él se estremeció y no la soltó, hundió el rostro en el cuello de ella y respiró profundamente. Cada bocanada de aire parecía dolerle y apretaba la mandíbula con obstinación.

José Antonio no podría contener durante más tiempo la rabia, la frustración, el dolor y la necesidad de sentir que estaba vivo y que no era un monstruo sin alma al que le estaban desgarrando la piel para llegar a la superficie.

—Solo podía pensar en ti, cuando me ha dicho que la niña había muerto; solo podía pensar en ti —le confesó entonces sin moverse ni un centímetro.

—¿Qué niña?

José Antonio soltó el aire por entre los dientes, erizándole la piel a Alexia, antes de responder.

—No sé su nombre. —Apretó los dedos en la espalda de ella—. Ni siquiera sé su nombre. Oh, Dios mío.

—No pasa nada, no pasa nada.

Dio un paso hacia atrás sin dejar de abrazarlo y él la siguió instintivamente.

—No me sueltes, Alexia. No me sueltes nunca.