Alexia estuvo unos cuantos días sin ver a José Antonio ni hablar con él. Lo agradeció, porque así retomó el pulso a la realidad. El sábado habían sucedido muchas cosas, había sentido demasiado y demasiado pronto. Quizás había sido por la injustificada e inoportuna aparición de Rubén, o tal vez se debía a que José Antonio siempre había sido una especie de fantasía para ella; pero, fuera por el motivo que fuese, había sentido los besos del sábado como si llevase una eternidad esperándolos.
No sabía si le gustaba perder el eje de su mundo tan poco tiempo después de haberlo recuperado. La partida de Cecilia y de Teresa, poner punto final a su historia con Rubén, aceptar el trabajo de fotógrafa… Apenas podía mantener el equilibrio y José Antonio se lo hacía perder con solo mirarla. Y si la besaba… No, sacudió la cabeza y se obligó a concentrarse en el dibujo que tenía delante. Cuando José Antonio la besaba, una voz en su interior le susurraba que solo iba a besarla él durante el resto de su vida.
El jueves recibió noticias suyas de la manera más inesperada. Salía de una clase muy pesada dispuesta a volver a casa, tomarse una aspirina y meterse en la cama, cuando la voz de él se metió por entre el dolor de cabeza. Primero pensó que se la había imaginado, pero al ver que no desaparecía se dio media vuelta y lo buscó con la mirada.
José Antonio estaba sentado en los escalones que precedían la entrada principal de la facultad y se levantó en cuanto los ojos de ella se posaron en los de él. Alexia parpadeó perpleja.
—Hola —lo saludó entonces frotándose la frente—, ¿qué haces aquí?
—Quería verte. Te echaba de menos. —Levantó una mano para apartar la de ella y acariciarle las sienes. La observó detenidamente—. ¿Qué te pasa?
—Tengo un dolor de cabeza horrible.
José Antonio le cogió el bolso que le colgaba del hombro, se lo colocó en el suyo y tiró de Alexia con cuidado para abrazarla.
—Vamos, te acompañaré a casa —susurró mientras le daba un beso en lo alto de la cabeza.
Alexia asintió y se dejó llevar cuando él empezó a caminar.
—¿Cómo sabías que estaba aquí? —le preguntó al cabo de unos minutos.
—No lo sabía. He salido de una guardia inacabable y he cogido el móvil para llamarte, pero cuando tenía el aparato en la mano he pensado que en realidad quería verte y he empezado a caminar. Supongo que es culpa de las horas de sueño que me faltan el que me haya parecido una buena idea.
—Me alegro de que hayas venido —susurró Alexia girando el rostro para mirarlo. Tenía ojeras y más barba que el sábado, y el pelo despeinado de un modo algo extraño.
—Y yo. —José Antonio se agachó despacio y le dio un beso largo—. Te echaba de menos —repitió al apartarse.
Alexia se sonrojó y suspiró para sentir más cerca las palabras de él.
El sábado anterior José Antonio ya la había acompañado a casa, así que conocía la dirección. El dolor de cabeza iba en aumento. Alexia se dejó llevar, y cuando llegaron al portal del edificio donde vivía, él le cogió las llaves y abrió la puerta por ella. Subieron en el ascensor en silencio, Alexia cerró los ojos y apoyó la frente en el torso de él para descansar.
La maquinaria se detuvo con el chirrido de costumbre y José Antonio le acarició el pelo al apartarla. La guio fuera del ascensor y abrió la puerta del apartamento.
—¿Tienes aspirinas? —le preguntó tras dejar el bolso encima de la mesa del pequeño comedor.
—En algún armario debería haber —contestó Alexia antes de sentarse en el sofá—, pero no hace falta que te molestes —farfulló con los ojos ocultos tras el antebrazo. La luz que entraba por la ventana la estaba matando.
—No digas tonterías, Lila.
Apartó el brazo al oír el nombre y lo miró. O lo intentó.
—¿Lila?
—Por el mechón —contestó él abriendo y cerrando armarios de la cocina—. Las he encontrado.
Alexia sintió un cosquilleo en el estómago. Nadie se había inventado nunca una palabra cariñosa solo para ella. Sí, Lila no era ninguna invención, y puede que no fuese excesivamente original teniendo en cuenta que era el color de su mechón de pelo, pero no lo había hecho nunca nadie. Nadie se había fijado en él de esa manera. Y el modo en que José Antonio había pronunciado esas dos sílabas le haría cosquillas una eternidad y mucho más.
Oyó un sonido efervescente y volvió a abrir los ojos. José Antonio estaba frente a ella sujetando un vaso en la mano.
—¿Y cómo debo llamarte yo?
—No lo sé. ¿Ya tengo un color?
—Todavía no —contestó dolorida, aceptando el vaso con la medicina.
—Pues llámame José Antonio. —Se encogió de hombros y con los dedos capturó el extremo del mechón púrpura—. Me gusta.
—Te lo llama todo el mundo, es tu nombre. —Tragó y dejó el vaso vacío en la mesa.
Él lo cogió y lo llevó a la cocina mientras le contestaba:
—Aquí no. Mis compañeros de facultad me llaman José y en el MIR o en la consulta soy el doctor Nualart.
—Oh, vaya. Si lo prefieres, puedo llamarte José. —Fue perdiendo la voz a medida que se tumbaba en el sofá.
—Llámame como quieras, Alexia, lo único que quiero es que digas mi nombre. —Se sentó en la mesa baja que había al lado del sofá y le tocó la frente—. Tienes que meterte en la cama.
—Sí, dormiré un rato.
José Antonio sonrió al ver que Alexia se levantaba como una autómata y la acompañó al dormitorio, donde ella se tumbó vestida en la cama y se quedó dormida en el acto. Él la tapó con una manta que había en el respaldo de una silla y tuvo la tentación de coger uno de los cuadernos, cualquiera, de los que había amontonados en un rincón. Salió sin hacer ruido, y sin el cuaderno, y dejó la puerta entreabierta. Después, solo en el comedor, no se planteó la posibilidad de irse de allí ni un segundo. Sentado en el sofá se frotó la barba, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.
Estaba muy cansado, no le había mentido cuando le dijo que ni siquiera recordaba cuántas horas había estado de guardia. El sofá de Alexia no era especialmente cómodo, pero él estaba en condiciones de dormirse en cualquier parte, por eso se puso de pie y echó los brazos hacia atrás para desperezarse. No sirvió de nada. Fue a la cocina, se sirvió un poco de agua, y volvió al sofá; se sentaría un rato y descansaría, solo veinte minutos. Después comprobaría que Alexia estuviera bien y decidiría qué hacer.
Se quedó dormido dos horas, y, si no hubiese sonado el teléfono, habría dormido más. Se despertó sobresaltado y buscó el aparato, que no dejaba de sonar por los bolsillos. Reconoció el número de Cádiz y descolgó de inmediato.
—¿Sí?
—¿José? Soy yo, Gabriela.
José Antonio apretó el teléfono al reconocer la voz de su hermana pequeña. Gabriela tenía doce años, y aunque hablaba muy a menudo con ella, a José Antonio siempre lo llamaba su padre, así se saludaban brevemente, y este después le pasaba a su hermana.
—¿Sucede algo Gabriela? —No perdió el tiempo en tonterías, tenía que haber ocurrido algo grave para que lo llamase ella directamente.
—No lo sé. Ayer por la noche oí a papá y a mamá discutir.
Respiró un poco mejor, lamentablemente las discusiones de sus padres no eran ninguna novedad.
—Lo siento, Gaby —le dijo más tranquilo—. ¿Hiciste lo que te dije que hicieras la última vez que hablamos?
—Sí, me quedé en mi dormitorio y cogí un libro para distraerme.
—Bien hecho.
—Papá le dijo a mamá que Sebastián se había ido a Chile por su culpa, porque ella le había echado de casa.
A José Antonio se le heló la sangre. Sebastián era su hermano mayor y se suponía que se había ido de Cádiz para vivir aventuras, y no porque su madre le hubiera echado de casa. Sebastián había dejado una nota, una nota corta y superficial que puso furioso a José Antonio cuando la leyó. Él fue el primero en encontrarla; estaba solo en la cocina cuando la leyó y cuando lloró de rabia contra su hermano mayor. Se sintió estafado, engañado como un imbécil. Pensó que Sebastián le había engañado cuando días antes de desaparecer le dijo que se alegraba de que volviesen a ser amigos. Pensó que su hermano mayor se había reído de él. Pero si lo que decía Gabriela era verdad, entonces Sebastián no había hecho ninguna de esas cosas.
—¿Qué contestó mamá?
Años atrás no se habría planteado la posibilidad de que su madre hubiese echado a Sebastián, sin embargo, ahora se sentía como un estúpido por no haberse cuestionado durante más tiempo la partida de su hermano mayor.
—Se rio —contestó Gabriela, con la voz tan pequeña como su edad—. Y después le dijo a papá que dependía de ella velar por el futuro de la familia. Insultó a papá.
Oyó que su hermana empezaba a llorar.
—Tranquila, Gabriela. No pasa nada. —La impotencia y la frustración le obligaron a ponerse en pie. Le temblaban los muslos de las ganas que tenía de salir corriendo.
—¿Tú crees que es verdad?
—No lo sé —suspiró José Antonio.
—He encontrado un sobre con la dirección de Sebastián.
—¿Has encontrado?
—Bueno, estaba en el dormitorio de mamá por casualidad y lo he visto. —Ni él ni ella se creían que hubiera sido por casualidad—. Voy a escribirle.
—No sé si es buena idea —sugirió él. Tal vez Sebastián se había ido de verdad por voluntad propia y no quería saber más de ellos.
—Lo es. —A pesar de su edad, Gabriela sabía ser autoritaria y decidida cuando quería algo—. Ya se lo he dicho a papá.
—¿Y qué te ha dicho?
—Nada. Creo que deberías venir, José Antonio. —Allí estaba el verdadero motivo de esa llamada—. Papá no está bien.
Miguel Nualart se había llevado demasiadas decepciones en la vida y los años le pesaban más de lo esperado, casi tanto como la soledad y la cobardía.
—Ahora no puedo, Gabriela. Iré dentro de un mes.
—Deberías venir ahora, José, cuanto antes.
Cerró los ojos y se apretó el puente de la nariz, intentó entender la preocupación de su hermana pequeña, pero realmente le era imposible pedir unos días libres en la consulta y saltarse las clases y el MIR.
—Le llamaré y hablaré con él —sugirió al fin como compromiso—. Y si me parece que está mal, iré. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —accedió la niña a regañadientes.
—Te llamo dentro de unos días. Pórtate bien, Gabriela.
—Lo intentaré.
Colgó, y, cansado, volvió a sentarse en el sofá. Encajó la nuca con el respaldo y cerró los ojos. Llamaría a su padre más tarde y le preguntaría por la discusión que le había contado Gabriela y por su salud. Probablemente Miguel intentaría mentirle, pero al menos oiría su voz y podría juzgar mejor si su hermana estaba o no exagerando. Él había enfriado la relación tanto con su padre como con su madre, pero al primero lo echaba de menos y también echaba de menos las conversaciones que habían mantenido antes. Además, su padre había intentado arreglar las cosas. No había ido tan lejos como hablar abiertamente del tema, sino que había intentado fingir que no existía.
—No hacía falta que te quedaras.
Abrió los ojos y vio a Alexia de pie, frente a la puerta de su dormitorio. Se había cambiado; llevaba un pantalón holgado de color gris con una camiseta también ancha, blanca, con unas flores dibujadas en el centro.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó levantándose.
—Mejor.
Entrelazaron los dedos y ella tiró de él de nuevo hacia el sofá.
—Deberías comer algo —sugirió José Antonio, e intentó levantarse. Alexia le puso una mano en la rodilla para detenerle.
—Gracias por quedarte.
José Antonio tragó saliva antes de contestar.
—De nada.
—He oído el teléfono —siguió Alexia. Cambió adrede el tema de conversación porque notó que él estaba preocupado y sentía la necesidad de ayudarlo—. ¿Quieres contármelo?
Acertó con la frase, que cogió desprevenido a José. Él desvió la vista hacia algún lugar detrás de Alexia. Tras unos segundos, asintió y volvió a mirarla.
—Era mi hermana Gabriela. Ayer oyó discutir a mis padres y está preocupada.
—Oh, lo siento. —Le acarició los nudillos igual que había hecho él con ella el otro día en el restaurante.
—No es nada nuevo. Mis padres llevan años así, desde que nos fuimos de Madrid para instalarnos en Cádiz. Recuerdo que, durante el primer trayecto a Cádiz, pensé que con cada kilómetro que nos alejábamos de casa más enfadada veía a mi madre y más distantes estábamos todos.
—Tuvo que ser difícil mudarse a esa edad.
—Yo tenía quince años, Sebastián dieciocho recién cumplidos y Gabriela tres. Ella no se acuerda de Madrid ni de nada de lo que sucedió en esa época. Yo, sin embargo, lo recuerdo todo a la perfección —suspiró—. Nos fuimos de Madrid en cuanto terminó el juicio de Sebastián; le habían detenido porque formaba parte de una banda de adolescentes que atracaba taxistas y en su último atraco el taxista en cuestión murió después de que uno de los amigos de Sebastián lo apuñalase. Mi hermano salió libre. —Suspiró tras recitar parte de la historia, convencido de que Alexia la había oído de pequeña en Cádiz—. Sebastián estaba avergonzado de sí mismo, ahora lo sé, y dispuesto a reconducir su vida y salir adelante. Pero yo le eché la culpa de todo; por su culpa tuve que dejar el colegio y perdí a mis amigos. Estuve años sin hablarle. Estaba furioso con él, y Sebastián aguantaba todas mis provocaciones sin decir nada. Poco a poco volvimos a hablar, o, mejor dicho, poco a poco volví a hablarle y durante los tres años que Sebastián estuvo en Cádiz recuperamos nuestra relación. Dejando a un lado la etapa en la que formó parte de esa banda callejera, Sebastián era un excelente hermano mayor. Siempre estaba dispuesto a escucharme. Por eso me puse furioso cuando una noche desapareció de Cádiz sin más, sin decirme ni una palabra. Durante un tiempo pensé que había vuelto a las andadas, a la mala vida, pero ahora sé que no. Tuvo que haberle sucedido algo, lo sé. Igual que sé que cuando era un adolescente no fue el único responsable de la destrucción de nuestra familia. —Soltó la mano de la de Alexia y con ambas se frotó la frustración—. Sebastián se fue de Cádiz la noche previa a la gala en la que tu padre me entregó el diploma de la beca. Recuerdo que, cuando le dije que la había ganado, me abrazó y me dijo que se sentía muy orgulloso de mí. Me dijo que iba a acompañarme a recoger el ilustre diploma. A la mañana siguiente, cuando vi que se había ido, me sentí como un imbécil. Y, más tarde, discutí con mis padres. Mi padre no es el que era desde que Sebastián se fue, y mi madre ha dejado de fingir y ya no oculta su frialdad ni su ambición. Odio que Gabriela esté allí sola con ellos.
—Por eso estabas tan triste esa noche —recordó Alexia—. No recuerdo mucho a Sebastián, pero si se esforzó tanto por arreglar las cosas contigo, seguro que le importas y que tiene sus motivos para no haberte contado por qué se fue. Ya lo verás, algún día volverá y todo esto tendrá sentido. —Habló despacio, dejando que las palabras llegasen a su ritmo a José Antonio—. Y a Gabriela no la conozco, pero te he oído hablar de ella y sé que es un niña lista y muy valiente. Y está con sus padres; por muy mal que estén entre ellos, no le harán daño.
—Sé que físicamente no le sucederá nada malo, pero no soporto que viva con esas discusiones y esos reproches flotando constantemente a su alrededor. Nos llamamos con frecuencia y voy a verla siempre que puedo, pero no basta.
—Eres un buen hermano, José Antonio. —Volvió a tocarle la rodilla y él apartó las manos de la cara para mirarla.
—Ahora tal vez, pero no siempre lo he sido. Le fallé a Sebastián, no supe estar a su lado. Si mi hermano hubiese sabido que de verdad podía confiar en mí, me habría pedido ayuda y no habría desaparecido en medio de la noche. Por eso cuido tanto a Gabriela, no voy a cometer el mismo error otra vez.
—Me parece que eres demasiado exigente contigo mismo.
Con la mirada, él le dejó claro que no lo creía y se levantó para ir a la cocina en busca de un vaso de agua. Lo llevó hasta el sofá y se lo ofreció a Alexia, dando el tema anterior por zanjado.
—Bebe un poco. —Esperó a que ella dejase el vaso para volver a hablar—. ¿Te apetece ir a cenar conmigo mañana?
—Claro.
—¿Paso a recogerte a las nueve?
José Antonio se había puesto las manos en los bolsillos después de pasárselas de nuevo por el pelo. Estaba nervioso, impaciente por llamar a su padre y comprobar que la preocupación de Gabriela era infundada. Hablar con Alexia de sus padres le había alterado. Él jamás hablaba de sus sentimientos, no sabía cómo hacerlo y se sentía demasiado expuesto. La única persona con la que en alguna ocasión había intentado ser él mismo había sido con su hermano y este no tuvo ningún reparo en desaparecer en medio de la noche sin decirle nada. Sebastián se había ido sin despedirse, sin darle la menor explicación, y le había dejado sintiéndose como un estúpido por haberle contado sus temores y sus preocupaciones. La segunda persona con la que se estaba atreviendo a ser sincero era Alexia y ella podía hacerle mucho más daño que su hermano si lo traicionaba.
—Perfecto.
José Antonio asintió y se dirigió hacia la puerta. Oyó un ruido a su espalda seguido por unas pisadas y un segundo más tarde notó la mano de Alexia en su antebrazo.
—Espera un segundo —susurró ella.
Él se detuvo y se giró despacio. Alexia le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas. Los labios le rozaron los suyos y detectó el olor a menta de la pasta de dientes. Jamás le había parecido sensual hasta ese momento.
Un beso suave y mentolado.
—Gracias por quedarte.
—No me las des.
Había intentado irse de allí sin besarla porque no sabía si sería capaz de contenerse si la tocaba. Ahora sabía la respuesta: no lo era. Le sujetó el rostro con las manos y con la fuerza de los labios separó los de ella para besarla del modo que necesitaba. Era una locura y la sentían los dos. Alexia se pegó a él y le devolvió el beso con igual o más intensidad. La lengua de José Antonio la sedujo y no se detuvo hasta que la obligó a suspirar y un temblor empezó en lo alto de su espalda y viajó por todo su cuerpo.
Entonces la soltó, casi tan de repente como había empezado aquel beso, y la miró con ojos negros iridiscentes.
—Vendré mañana —se despidió con voz ronca, y, cuando desapareció tras la puerta, Alexia se apoyó en ella y se dejó caer al suelo.
Las piernas no podían sujetarla después de ese beso y de esa mirada.