5

Alexia guio a José Antonio por entre los cuadros sin dejar de hablar. No podía dejar de hablar. Si paraba, empezaría a pensar en los dedos de él tocándole la piel, en esos ojos que veían lo que ella intentaba ocultar y en lo absurdo que era que se sintiese tan bien cuando apenas llevaban unas horas juntos.

Había sentido lo mismo a los quince años, cuando vio a José Antonio recoger solo el diploma de la beca y caminar hasta detenerse frente a los dibujos que ella había hecho. Lo había sentido en el colegio, cuando se cruzaban en medio de un pasillo y se miraban durante un segundo. Lo había sentido en el metro, durante los breves minutos que lo estuvo dibujando.

Y lo sentía ahora, con la diferencia de que ahora, por fin, empezaba a adquirir sentido. Notaba el pulso de José Antonio latiendo por las venas de los dedos que tenían entrelazados, oía la voz de él a su lado y podía palpar que también sentía algo. No sabía qué, quizá solo fuera un interés momentáneo hacia ella, quizá fuera algo más. Quizá fuera el principio de algo maravilloso, o tal vez de un completo desastre. Pero fuera lo que fuese, iba a intentar averiguarlo.

Alexia le contó a José Antonio que los autores de las obras que estaban viendo, Alicia y Miguel, habían coincidido con ella en un par de asignaturas, y que si bien Alicia era muy simpática, Miguel, a pesar de poseer verdadero talento, se tomaba a sí mismo y a su «arte» demasiado en serio y en ocasiones podía resultar pedante. Caminaron por entre los cuadros sonriéndose, intercambiando preguntas y respuestas y esquivando miradas. Alexia le presentó a Alicia, una chica altísima con el pelo muy corto y gafas de pasta de color rojo, y José Antonio le estrechó la mano y quiso saber dónde se había inspirado para pintar las obras allí expuestas. Alicia le respondió y Alexia envidió la comodidad que desprendía José Antonio; si ella estuviera rodeada de médicos, o de futuros médicos, no sabría qué decirle a nadie. Probablemente sonreiría y diría algo agradable, pero nunca sería capaz de hacer la pregunta acertada o el comentario preciso.

Ella siempre era el pez fuera del agua. Excepto con José Antonio, pensó; con él sentía otra clase de nervios, de eso no cabía duda, pero no se sentía fuera de lugar.

Cuando Alicia se alejó para ir a hablar con otro grupo de personas que estaban observando una de sus obras, José sonrió a Alexia y siguieron deambulando por la galería como si esa fuese la quinta, o quizá la sexta, que visitaban juntos, pero no la primera.

Estaban llegando al final de la sala, mientras José Antonio contaba a Alexia que él sería incapaz de exponer de esa manera su trabajo. Bromeó diciendo que los médicos tenían unos egos muy sensibles y que se morirían si recibieran malas críticas. Alexia sacudió la cabeza y le sonrió e iba a sugerirle que quizá deberían inventar una sección de críticas médicas en los periódicos cuando se tensó y se detuvo en medio del pasillo que conducía a la salida.

José Antonio notó la reacción al instante y se paró a su lado. No le soltó la mano, apretó ligeramente los dedos, y la miró. Alexia tenía la mirada fija en un chico rubio que había justo en la entrada. El desconocido estaba hablando con una chica, pero debió de notar que lo estaban mirando y levantó la vista hacia ellos.

Alexia le soltó la mano a José Antonio y él la dejó ir porque la tensión de ella era tan evidente que no quería hacer nada para aumentarla, pero apretó los dientes y esperó sin alejarse ni un centímetro de ella. La intención inicial de José Antonio era llegar al guardarropía y preguntar entonces a Alexia si le apetecía ir a comer con él, quizá después podrían ir a alguna otra parte. O seguir paseando y saltando de una conversación a otra. Cualquier cosa con tal de alargar esas horas que estaban pasando juntos.

—¿Sucede algo? —le preguntó al ver que ella seguía inmóvil y en silencio.

—No, nada.

José Antonio asintió y no la creyó, le bastó con ver cómo levantaba la barbilla y cerraba los puños al ver acercarse al rubio de la puerta para saber que le estaba mintiendo.

—Hola, muñeca —la saludó el rubio con mirada lasciva incluida—. No sabía que ibas a venir.

Tal vez José Antonio no fuese extremadamente listo para esas cosas, pero podía reconocer esa clase de actitud a miles de kilómetros.

—Hola, soy José Antonio. —Tendió la mano al rubio y la colocó adrede entre este y Alexia—. Estoy con Alexia.

El rubio arqueó burlón una ceja y dejó la mirada fija en Alexia.

—¿Ah, sí?

José Antonio mantuvo la mano tendida y con la otra buscó la de Alexia. Ella, gracias a Dios, estrechó los dedos con los de él y José los notó fríos.

—Sí —sentenció—. Ya nos íbamos.

—Soy Rubén —se presentó el rubio, estrechándole brevemente la mano a José Antonio—. Yo acabo de llegar. Solo. ¿Por qué no te quedas un poco más, Alexia?

José Antonio iba a decir algo, pero notó una presión en los dedos y se calló.

—No, ya nos vamos. Adiós, Rubén —respondió Alexia, al mismo tiempo que reanudaba la marcha. Esquivó a Rubén pegándose a la pared y tiró de José decidida a llegar cuanto antes al guardarropía. El rubio se rio por lo bajo a sus espaldas. Si José hubiese sentido que tenía derecho a hacerlo, se habría dado media vuelta y le habría pedido una explicación. O le habría propinado un puñetazo.

Cogieron la cazadora de él y la chaqueta púrpura de ella y salieron a la calle. Caminaron por unas cuantas calles sin darse la mano, hasta que Alexia vio un banco cerca de unos árboles y de una farola y se sentó en él sin decirle nada a José Antonio.

Estaba abatida, carecía de la alegría que la había impregnado durante toda la mañana. José se sentó a su lado dispuesto a decir o a hacer cualquier cosa con tal de que Alexia volviese a sonreír. Esperó en silencio, no sabía en qué iba a consistir esa conversación, pero sí que tenía que empezarla ella.

—Rubén y yo tuvimos una relación sórdida y estúpida —farfulló Alexia sin mirarlo—. Daría lo que fuera para borrarla de mi pasado, pero aunque lo intente, aunque lo desee con todas mis fuerzas, sigue allí, y a él, como has podido comprobar, le encanta recordármelo y restregármelo por la cara.

José Antonio sintió de inmediato la imperiosa necesidad de darle ese puñetazo al miserable de Rubén y de borrarle aquella sonrisa tan insultante del rostro. No eran solo celos, que los sentía, era mucho más, y tenía que ver con el respeto que le inspiraba la chica que tenía al lado. Él nunca había mirado de esa manera a ninguna de las mujeres que habían estado con él. Nunca había mirado a ninguna como Rubén había mirado a Alexia. José Antonio jamás las había insultado ni degradado a un mero pasatiempo. Ahora comprendía mucho mejor la mueca de satisfacción de Rubén, y le repugnaba. Sin embargo, no le dijo nada de eso a Alexia, se lo guardó para sí mismo y se prometió que si dentro de mucho tiempo ella se lo preguntaba, se lo contaría. Ahora Alexia no necesitaba verlo enfadado o furioso.

—No tienes por qué contarme tu pasado —le dijo, porque sabía que ella necesitaba su apoyo incondicional, y tal vez incluso algo de ternura.

—Lo sé —afirmó orgullosa. Le temblaba la voz pero se giró decidida hacia él y buscó su mirada. La encontró de inmediato y José Antonio no intentó disimular la confusión. No podía imaginarse a Alexia con ese hombre.

—¿Y esa relación ya ha terminado? —le preguntó él entonces.

Alexia agachó levemente la cabeza y la sacudió con restos de tristeza y rabia contenida.

—Sí, ha terminado. —Soltó despacio el aliento e irguió el rostro para mirar de nuevo a José Antonio—. Rubén tiene treinta y seis años y está casado. Su mujer vive en Barcelona y… —se frotó la sien— no voy a justificarme. No puedo. Sabía dónde me metía y por eso lo terminé. Me cansé de que me utilizase.

José Antonio también respiró despacio. Alexia se sentía avergonzada de sí misma por haber mantenido una relación con un hombre casado, pero al mismo tiempo reconocía que lo había hecho a conciencia y durante cierto periodo de tiempo.

—Lo único que me importa es que ya no estés con él. —Buscó la mano de ella y entrelazó de nuevo los dedos.

—No, ya no estoy con él. Jamás volveré a estar con él —afirmó Alexia rotunda—. Me ha costado mucho y hay un par de momentos de los que no me siento nada orgullosa. Cuando mi hermana y Teresa se fueron del piso… —tragó saliva—, me llevó su tiempo adaptarme a la soledad y Rubén apareció y volví a creerme sus mentiras.

José Antonio sopesó lo que ella le estaba contando. Él sentía una fuerte e innegable atracción hacia Alexia, no solo física sino también en el alma, comparable a la fascinación que puede sentir un niño por los dragones o por un arco iris. Pero Alexia le estaba demostrando que no era una criatura mitológica, sino una mujer real. Una mujer real que, a pesar de sus veintiún años, había cometido un error y cargaba con las consecuencias del mismo sobre sus espaldas sin echarle la culpa a nadie, excepto a ella.

¿Valía la pena estar en ese banco con ella? ¿Iba a correr el riesgo de pasar un minuto más a su lado? Él podía levantarse e irse, podía intentar olvidar ese sábado que ya se había convertido en su mejor recuerdo. Quizá sería lo más cauto, lo mejor para los dos.

—¿Por qué me estás contando todo esto, Alexia?

—Porque… —Ella tragó saliva y apartó la mirada un segundo. Después, tras asentir y coger aire, volvió a colocar los ojos en los de José y siguió adelante—: Porque miraste mis cuadros, porque nos encontramos en el metro, porque… —apretó los dedos que no le había soltado— porque me gustas y me gusta como me siento estando contigo. No tenía intención de contarte lo de Rubén en nuestra primera cita, y no digo que esto haya sido nuestra primera cita —se apresuró a añadir nerviosa—, pero me ha llamado «muñeca» y me ha mirado. —Se mordió el labio.

—Te ha desnudado con la mirada —terminó José por ella.

—Sí. —Alexia cerró los ojos unos segundos—. Tú me has dado la mano y he pensado que no te mereces que te arrastre a mi melodrama ni que te mienta o te engañe como hicimos Rubén y yo con su esposa. Después de lo que sucedió con Rubén, me prometí que siempre sería sincera con la persona que estuviese a mi lado —añade avergonzada—. Quiero que sepas que tarde o temprano te lo habría contado, si tú y yo… —suspiró— si tú y yo hubiésemos seguido viéndonos.

José Antonio vio la lágrima que resbaló por la mejilla de Alexia antes de que ella la sintiese y levantó la mano que tenía libre para secarla con el pulgar. Ella se quedó sin aliento al sentir la yema del pulgar en su piel y abrió los ojos. Nunca le había mirado así nadie, como si el siguiente latido de su corazón dependiese de él, y José Antonio no pudo evitar perder parte de su propio ser en esa mirada.

Soltó uno a uno los dedos que tenía entrelazados con Alexia y a ella le brillaron los ojos, le tembló el labio inferior y se lo mordió para contener el llanto. José capturó el rostro entre las dos manos y la acarició suavemente, temblando.

—Voy a besarte —susurró él en voz baja—. ¿Puedo?

Él podría haber agachado la cabeza y capturar sus labios; ella probablemente no se habría negado, pero, después del modo en que la había tratado ese otro hombre, quería que Alexia se sintiese especial. Perfecta. Única. Necesitaba que ella supiera que ese beso, y cualquiera que pudiesen compartir, no era un capricho o una manera de pasar el rato, o un instrumento para hacer daño a una tercera persona. Ese beso era eso, un beso.

El beso más intenso y sincero de toda su vida.

A Alexia le escocieron los ojos de la emoción. No derramó ninguna lágrima, las contuvo y asintió. Al mover la cabeza, José apretó ligeramente las manos encima de las mejillas de ella y le sonrió. Empezó con suavidad, depositó los labios encima de los de ella y esperó a que el aliento de Alexia rozase el suyo. Cuando lo hizo, movió la lengua despacio en busca del sabor de la boca de ella y Alexia le devolvió un suspiro. Notó las manos de ella en su cintura, sujetándose de los vaqueros, sintió que flexionaba los dedos y que le temblaban los brazos, y entonces se permitió sentir y no controlar nada. Se dejó llevar por las minúsculas e imparables reacciones que Alexia le causaba, empezando por la presión que le oprimía el pecho y terminando por el deseo que no parecía tener fin.

Cuando Alexia vio a Rubén en la puerta de la sala de exposiciones se habría puesto a gritar. No era justo. Había pasado unas horas maravillosas con José Antonio y ahora Rubén iba a echarlas a perder como todo lo que tocaba. «Porque tú se lo permites». No, esta vez no iba a permitírselo, no iba a dejar que Rubén se acercase a José Antonio. La idea de que ellos dos estuviesen en el mismo espacio físico ya le resultaba inconcebible, tenía que irse de allí cuanto antes y sin que Rubén los viera. Pero una parte de ella no pudo evitar mirarlo, el muy cretino había acudido a la exposición cuando antes siempre se había negado a acompañarla a actos similares. Y Rubén la vio y le sonrió, y tras ver a José Antonio se acercó a ella desnudándola con la mirada, con el único objetivo de humillarla ante su acompañante. Alexia salió derrotada del local. Era imposible que José Antonio no se hubiese dado cuenta de que entre ella y Rubén había existido algo; iba a tener que contárselo. Y cuando José Antonio supiese la sórdida verdad, se iría y no volvería a verlo.

José Antonio no se había ido, lo único que le había preguntado era si su relación con Rubén ya había terminado. Y después la había besado.

Seguía besándola. La besaba como si no le importase nada excepto besarla, como si todo empezase y terminase en ese beso. Le sujetó el rostro entre las manos y se acercó despacio a sus labios, atesorando cada instante. No fue un beso lento; aunque empezó de esa manera, fue un beso profundo, auténtico, con el fuego contenido y la promesa de ser memorable. Alexia se sujetó de la cintura de los vaqueros de José Antonio, quería tocarlo pero no se atrevía, y le temblaban demasiado las manos para hacerlo. Se dejó llevar por la respiración entrecortada de él, por la fuerza y la ternura de sus labios, por su sabor que ya no olvidaría nunca, y se preguntó qué habría pasado si José Antonio y ella hubiesen coincidido antes.

Se estremeció al imaginarlo y él se dio cuenta. No dejó de besarla, apartó las manos que aún tenía en su rostro y las deslizó por su espalda para acercarla a su torso. Interrumpió el beso un segundo para mirarla a los ojos. Los de él brillaban tanto que eran líquidos. Iba a decirle algo, quizás iba a preguntarle si tenía frío o si estaba bien, pero Alexia no quería oír esas preguntas, solo quería volver a besarlo por si el destino cometía la crueldad de separarlos igual que había hecho antes. Levantó las manos de la cinturilla de los pantalones antes de que él pudiese decir una sola palabra y le sujetó el rostro del mismo modo que había hecho él antes.

Alexia besó a José Antonio. Ella había besado antes a otros hombres, nunca había besado a ninguno como besó en aquel banco a José Antonio. Alexia siempre había tenido la sensación de estar desempeñando un papel, con todo el mundo excepto con él. Con José Antonio era ella de verdad. Podía sentirlo en su piel, en sus labios, en la respiración de José Antonio que se entrecortaba cuando ella le tocaba. Notó que él le sujetaba las muñecas y se tensó; durante un horrible segundo pensó que tal vez a él no le había gustado, o que le había incluso molestado que ella le sujetase y le besase, pero cuando se atrevió a abrir los ojos, José Antonio se acercó a ella y le dio un beso suave antes de volver a apartarse.

—No podemos seguir aquí —susurró acercándola a su torso para abrazarla—. ¿Qué te parece si te llevo a comer algo?

Alexia sintió que le acariciaba el pelo y el gesto trajo consigo de vuelta las lágrimas de antes. Intentó contenerlas, pero al ver que no lo conseguía optó por disimularlas. Lo segundo tampoco lo consiguió.

—No llores, Alexia. —La apartó con cuidado y la miró con una sonrisa todavía húmeda de sus besos.

—Siento haber estropeado nuestra primera cita. —Alexia se mordió el labio en cuanto terminó la frase, pero José Antonio se agachó y depositó un beso justo encima de la zona castigada.

—No la has estropeado —susurró al apartarse.

Se puso en pie y le tendió la mano para ayudarla. Juntos caminaron de nuevo por las calles de Madrid y Alexia notó el cambio que se produjo en José Antonio ahora que se habían besado; él aprovechaba cualquier excusa para tocarla. No eran caricias provocativas, sino roces destinados a hacerla enloquecer.

José Antonio también notó el cambio que se había producido en Alexia, pero el de ella se debía tanto a la desafortunada aparición de Rubén como al beso que ellos dos habían compartido. Encontrar a Rubén en esa sala de exposiciones le había robado parte de la alegría, la había vuelto más cauta, más severa consigo misma. Y también más triste. A José Antonio le habría gustado pelearse con Rubén solo por haber intentado humillar a Alexia de esa manera, y también por cómo la había tratado a lo largo de su relación. Dios, Alexia le había dicho que Rubén tenía treinta y seis años, eso eran quince años más que ella. José no sabía cuándo había empezado su relación o cuántos meses había durado, pero le parecía que la diferencia de edad y el que él fuese profesor de la universidad le daban una ventaja considerable frente a Alexia que el muy desgraciado había sabido utilizar y aprovechar al máximo. Alexia no le había contado que él era profesor, pero José, tras recordar la actitud de Rubén al entrar en la sala y el modo en que saludó a las personas que encontró a su paso, dedujo que lo era.

El otro cambio de Alexia, el que se debía al beso que acababan de compartir, era más discreto y mucho más hermoso. Se notaba en su manera de sonreírle, en su mirada y en como se le erizaba la piel del cuello cuando se rozaban.

Fueron a un restaurante tranquilo y, en busca de un tema menos conflictivo y doloroso que la aventura que había mantenido con un hombre despreciable, Alexia le preguntó a José Antonio por su vida en Madrid. Él le contó que había vivido en una residencia universitaria y había compartido piso con dos estudiantes de medicina hasta que unos meses atrás decidió alquilar un pequeño estudio para él solo. Le explicó que había compaginado la universidad con el trabajo desde el principio, aunque durante esos primeros años los trabajos habían sido de lo más dispares y ninguno de ellos había estado ni remotamente relacionado con la medicina. Ahora, siguió al terminar, hacía malabares para asistir a las clases que le quedaban, acabar el MIR y cumplir con su trabajo en la consulta donde le había contratado para suplencias y todo lo que se les pasase por la cabeza.

A José Antonio nunca le había inquietado estar tan ocupado, lo había preferido en realidad, pero allí, sentado en una de las mesas de aquel pequeño restaurante con una camarera que tecleaba mensajes en el móvil cada dos segundos, se preguntó a qué renunciaría para ver a Alexia.

A lo que fuese necesario.

Por su parte, ella le explicó que hasta el momento había compartido piso con su hermana Cecilia y con Teresa, la mejor amiga de esta. Ahora las dos habían acabado los estudios y una había encontrado trabajo en Cádiz y la otra en Bruselas, con lo que Alexia se había quedado sola. Las echaba mucho de menos, le confesó, aunque al mismo tiempo estaba aprendiendo a disfrutar de esa nueva etapa.

Al oír el nombre de Cecilia, la realidad se entrometió y José Antonio recordó que tanto él como Alexia tenían familia en Cádiz y que estas se conocían, y en un impulso que no intentó contener le capturó la mano y le acarició los nudillos.

Ella dejó una frase sin terminar.

—¿Puedo pedirte un favor? —le pidió él entonces.

—Claro.

—No le cuentes a tu hermana que estás conmigo. —Le apretó los dedos al notar que se tensaba y lo miraba confusa y dolida, aunque lo último intentó ocultarlo—. No quiero que mis padres lo sepan.

Alexia soltó los dedos despacio y cogió el vaso de agua para beber un poco. De repente le resultaba imposible tragar; ella ya había sido un secreto una vez y no pensaba volver a serlo. No era romántico ni sensual, a ella la había convertido en nada y le había costado mucho convencerse de que se merecía algo mucho mejor. Todavía había días que tenía que recordárselo.

—Lo siento —dijo José Antonio—. No debería habértelo pedido así. —Soltó el aire y le tendió la mano—. Dame la mano, por favor. —La miró a los ojos, muy adentro—. Por favor.

Alexia aceptó y colocó los dedos encima de la palma que él le ofrecía.

—Gracias. —José Antonio le tocó la piel, sincero.

—Rubén me prohibió que le contase a Cecilia, o a cualquiera, que nos veíamos —confesó Alexia humillada. Otra vez.

—Lo siento, lo siento. —Se puso de pie y se acercó a ella. Se agachó hasta que su mirada quedó a la altura de la Alexia sin importarle que estuviesen en medio de un restaurante rodeados de gente—. Lo siento. —Le sujetó el rostro entre las manos—. Por mí puedes contárselo a quien quieras. —Le dio un suave beso en los labios, Alexia lo aceptó y suspiró, pero no fue a más.

—¿Por qué me lo has pedido? —le preguntó ella en voz baja cuando él dejó de besarla.

—No quiero que lo sepa mi madre.

Alexia abrió confusa los ojos y José Antonio le acarició el rostro una última vez antes de levantarse y volver a su asiento. Empezó a hablar en cuanto se sentó:

—Mi madre está obsesionada con el dinero. Cuando gané la beca —siguió impertérrito, ocultando unas emociones arraigadas muy adentro—, vi cómo es realmente. No quiero que se meta en esto, créeme. Si se lo cuentas a tu hermana, ella puede contárselo a alguien de Cádiz, aunque sea sin querer, y si mi madre se entera de que estamos juntos, convertirá nuestra relación en algo que no es.

—¿En qué?

—En una relación interesada. Vamos, Alexia, tu padre y tu madre me están pagando la carrera de medicina. No puedes negar que es lo primero que pensará cualquiera que nos vea juntos.

—Ganaste una beca.

—En la empresa de tu familia —insistió, y no logró ocultar la frustración.

No era ninguna explicación, pensó Alexia. Sonaba casi tan convincente como cuando Rubén le dijo que no podía saberlo nadie porque no lo entenderían o porque así podían vivir su amor más «intensamente». Sin embargo, la mirada de José Antonio no era taimada ni estudiada como la que tenía Rubén la noche que mantuvieron esa conversación. La mirada de José Antonio contenía tristeza y trazas de odio, y también muchos secretos. El corazón de Alexia le susurraba que podía confiar en él; su mente, sin embargo, recordaba el dolor del engaño de Rubén y le aconsejaba que fuese cauta.

No lo fue, por José Antonio no podía ser cauta. Y tal vez no le haría falta, confió en secreto.

—De acuerdo —accedió—. No se lo diré.

No se lo contaría a su hermana. De momento.

Terminaron de comer; esa última conversación ayudó a Alexia a poner cierto límite a las ilusiones que había empezado a dibujar en su mente y se distanció un poco de José Antonio. Recordó que apenas lo conocía y que, aunque sintiera una conexión muy especial con él, lo mejor sería ir despacio. Al salir del restaurante, José Antonio, ajeno a los pensamientos de Alexia, volvió a cogerle la mano y, sin previo aviso, la hizo girar hasta quedar frente a él.

La luz del atardecer los iluminaba; los ojos de José Antonio seguían teniendo secretos, pero le pidieron sin palabras que lo entendiera, igual que él la había entendido antes respecto a su pasado con Rubén. Alexia no podía permitir que ese fiasco de relación estropease la que justo ahora acababa de empezar con José Antonio.

Iba a decirle que confiaba en él, pero no pudo, porque José Antonio la besó. Soltó la mano que tenía en la de ella, la rodeó con ambas por la cintura y la pegó a él para besarla con el fuego que había logrado contener en su mirada pero se había escapado por el resto de su cuerpo. La abrazó con tanta fuerza que incluso llegó a levantarla del suelo y Alexia sintió que volaba, y se dejó llevar por el beso. Los labios se negaban a separarse, sus alientos dependían ya el uno del otro, los suspiros que flotaban en el aire se perdían al tocarles la piel.

La dejó en el suelo despacio, y sin soltarle la cintura se echó hacia atrás y la miró.

—No quiero ocultarte, quiero besarte en plena calle —afirmó—. Y quiero que me beses. Quiero conocerte, descubrir por qué eres la única parte de mi pasado que quiero tener en mi futuro. Lo único que te pido es que por ahora no le hables de nosotros a nadie de Cádiz.

Alexia asintió, no solo porque no pudiera negarse, que no podía, sino también porque durante un horrible segundo pensó que todavía era demasiado pronto y que si José Antonio terminaba haciéndole tanto daño, o más, que Rubén, se ahorraría la humillación de que Cecilia lo supiera.