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Él, en esa misma cafetería.

Alexia siempre me ha sacudido por dentro. Incluso cuando yo era un adolescente furioso con el mundo y ella solo una niña de quince años con la que me cruzaba, nada accidentalmente, por el pasillo del colegio.

Nos mudamos de Madrid a Cádiz para que mi hermano mayor, Sebastián, pudiese empezar de cero, o eso es lo que nos repitió nuestra madre a toda la familia hasta la saciedad. Y yo me lo creí durante demasiado tiempo. Ahora sé que pesaba más su vergüenza y las pocas ganas que tenía de defender a su hijo mayor frente a desconocidos que no el bienestar de Sebastián. No nos fuimos a Cádiz para que Sebastián tuviese una segunda oportunidad, sino para que mi madre pudiese fingir que él no existía, que no había existido nunca. Lamentablemente todos lo intentamos durante un tiempo. Si hay algo de lo que no me siento orgulloso es de cómo reaccioné con Sebastián en esa época, y mi única excusa es que tenía quince años. Averigüé la verdad cuando Sebastián ya estaba viviendo en Chile, y fue gracias a Gabriela, porque ella, a pesar de ser todavía una niña, nunca se ha creído que nuestro hermano mayor sea culpable de las maldades que le atribuía nuestra madre.

Desde entonces no he vuelto a dejar que la edad me dicte cómo actuar. Hay errores que de momento no puedo enmendar, todavía no he encontrado la manera de retomar mi relación con Sebastián, pero puedo evitar que Alexia desaparezca de mi vida sin averiguar por qué siempre me ha afectado tanto haciendo tan poco. Necesito saberlo, no puedo seguir preguntándomelo.

La noche que recogí el diploma de la beca estaba demasiado aturdido para hablar con ella. No por la beca, esa noche aquello parecía insignificante, sino por la discusión que había mantenido con mis padres horas antes. Y hace tres años, cuando la encontré en el metro, no supe reaccionar. Quería preguntarle tantas cosas, decirle tantas cosas, tocarla un segundo, que cuando elegí por cuál de todas ellas quería empezar el vagón había reanudado la marcha y yo no sabía cómo volver a encontrarla. Igual que en Cádiz con mi hermano, reuní el valor necesario demasiado tarde. Y, como un iluso, pensé que si la había encontrado una vez volvería a encontrarla, pero no fue así.

Hasta la semana pasada.

Habría podido preguntar en Cádiz, lo sé, habría podido pedirle a mi madre o a mi padre que hablasen con sus amigos y que averiguasen la manera de contactar con Alexia en Madrid. Aunque nuestras familias se movían en ambientes muy distintos, coincidían lo necesario para tener conexiones comunes. Habría podido conseguir el número de teléfono de Cecilia, la hermana mayor de Alexia, con relativa facilidad; seguro que existía una asociación de antiguos alumnos del colegio a la que yo nunca me había suscrito y me facilitarían algún dato. Sin embargo, no hice nada de eso, no acudí a ninguna parte y no le conté a nadie que caminaba por Madrid distraído buscando el rostro de Alexia entre las miradas de los desconocidos. Podía imaginarme la reacción de mi madre si llegaba a averiguar que sentía interés por la pequeña de los Ruiz-Belmonte y quería evitármela. Se frotaría las manos si supiera que su hijo quería conocer mejor a la hija del empresario que me estaba pagando la carrera de medicina. Mi madre era incapaz de comprender que una cosa no tenía nada que ver con la otra; yo siempre me había quedado sin aliento al estar cerca de Alexia, y me había esforzado por ganar la beca porque necesitaba encontrar la manera de salir de casa. En mi mente jamás había relacionado una cosa con la otra. Yo no quería conocer a Alexia por su familia o por su dinero y me repugnaba que alguien, aunque fuera una sola persona, pudiera pensarlo. A mi padre no le pedí ayuda por el mismo motivo él no se habría frotado las manos imaginándose emparentar con los Ruiz-Belmonte Ávila, pero se lo habría contado a mi madre. Tal vez fue un error, quizá confié demasiado en la casualidad, y a lo largo de estos últimos tres años me he arrepentido mil veces de no haberle preguntado cómo encontrarla cuando la vi en el metro, pero lo único que importa ahora es que he vuelto a verla. Esta vez voy a conocerla, a hablar con ella, y no me detendré hasta entender por qué cuando Alexia me mira sé que puedo sentir.

El sábado pasado, cuando me detuve en el parque, lo hice porque de repente el aire cambió a mi alrededor, se espesó y circuló con dificultad por mis pulmones. Paré frente a aquel árbol con la intención de recuperar el aliento, apoyé las manos en el tronco, y sentí algo en mi piel. Algo que solo había sentido una vez antes, varios años atrás en el metro.

Me quedé inmóvil durante unos segundos repitiéndome que era imposible, que las casualidades de ese tipo no existen, y menos tres años más tarde. Entonces me di la vuelta y la vi, vi su mechón lila y el lápiz deslizándose por la hoja de papel; la vi a ella mordiéndose el labio inferior con las cejas arrugadas de la concentración.

Alexia.

Me acerqué a ella antes incluso de pensarlo; el lápiz cayendo al suelo me detuvo y me agaché para recogérselo. Instante que aproveché para aminorar las pulsaciones.

No tenía tiempo, mi guardia empezaba en pocas horas, tenía que irme de allí con la promesa de volver a verla o con los medios necesarios para volver a encontrarla.

He mirado su número de teléfono unas cuantas veces esta semana. No la he llamado; no quería darle la oportunidad de anular nuestra cita y quería disfrutar de las ganas de verla.

La soledad es mi compañera preferida y las ocasiones en las que he optado por otra clase de compañías siempre me han dejado indiferente. He tenido buenas amigas a lo largo de los años y con algunas he compartido cama, pero los dos siempre hemos sabido que no íbamos a enamorarnos. Supongo que desprendo que esa clase de sentimientos no están a mi alcance, y ellas nunca me lo han ofrecido. Lo cierto es que no creo que el amor exista; existen la comodidad y los instintos y las necesidades físicas, disfrazarlos de algo más complejo no tiene sentido y vivir esa clase de engaño puede hacerte mucho daño. Mis padres son prueba de ello. Sin embargo, Alexia es la única mujer, la única persona en realidad, que despierta mi curiosidad. Y no solo eso, sino también las ganas de saber más de ella, de entenderla, y de tocarla, de sentirla dentro de mí.

Hace unos años, después de bajarme del metro, me dije que no le había preguntado cómo ponerme en contacto con ella, porque me asustaba descubrir hasta dónde podíamos llegar juntos. Tal vez sea cierto, o tal vez sencillamente me olvidé, pero no volverá a sucederme.

Llego a nuestra cita puntual; quería llegar unos minutos antes, pero me han llamado del hospital a última hora y me he retrasado un poco. Un compañero quería cambiarme la guardia y he notado que le sorprendía comprobar que no podía remplazarlo porque tenía planes. Es la primera vez, así que supongo que su sorpresa está más que justificada.

Acelero el paso en los últimos metros, convencido de que Alexia no va a estar en el parque. El pesimista que hay en mí se está imaginando el plantón con prolijidad de detalles, pero, en cuanto cruzo la verja, la veo sentada en el banco y se me altera la respiración.

Alexia está allí sentada, con la mirada perdida y el ceño ligeramente fruncido sin un cuaderno de dibujo en las manos.

Le pregunto en qué estaba pensando y empezamos a hablar. Solo eso. Yo, que nunca sé qué decir, he iniciado la conversación. Podría pasarme horas preguntándole, pero cuando nos sentamos a tomar el café por fin le hago una de las preguntas que llevo años guardándome.

—Cuéntame qué significa el mechón lila.

Alexia se lo toca con dedos que tiemblan un poco y aparta la mano en cuanto se da cuenta.

—No es nada. —Levanto una ceja para animarla a seguir. Ese mechón no es «no es nada»—. Me lo hice cuando me fui de Cádiz —sigue al ver que no me ha convencido.

Es lo único que me explica; me apoyo contra el respaldo de la silla y suelto los brazos para coger la carta que hay encima de la mesa. De momento me conformaré con ese retal de información, más adelante averiguaré el resto.

—La semana pasada dijiste que tenías guardia —empieza ella con la mirada fija en el dedo índice de su mano derecha, que está recorriendo una veta de la madera.

—Sí.

—Recuerdo que cuando te dieron la beca era para estudiar medicina.

Me reconforta que se acuerde; es agradable averiguar que no soy el único que ha atesorado momentos del otro.

—Sí, estoy terminando la carrera. Siempre quise ser médico.

—Yo siempre he querido dibujar —contesta levantando al fin la vista—. Me alegro de que estés haciendo realidad tu sueño.

Es poca la gente que comprende que ejercer la medicina siempre ha sido para mí un sueño. Y nadie en tan poco tiempo.

—Sí —carraspeo—, aunque sin la beca no lo habría logrado.

—Yo no estoy tan segura. Tienes la mirada de alguien extremadamente decidido, da un poco de miedo. —Se sonroja al final de la frase.

Cojo la taza que segundos atrás ha dejado un camarero frente a mí y me la acerco a los labios.

—¿Miedo?

—No es malo. —Sonríe tímidamente pero no titubea—. Es extraño. Es como si en el fondo de tus ojos brillase un fuego que nunca se apaga. —Alexia deja la taza, ella también la ha cogido antes, y aparta levemente la mirada—. Lo siento, no pretendía insultarte.

—No me has insultado —me apresuro a decirle—. Y lo cierto es que sí que soy decidido, pero me gusta creer que soy capaz de cambiar de opinión y de adaptarme. Tu descripción me ha hecho sonar implacable.

—¿No lo eres?

Una presión se coloca justo encima de mi torso y me impide respirar. Pienso en mi hermano y en cómo lo traté durante años, y en la relación que mantengo con mis padres. No es posible que Alexia sepa hasta qué punto se está metiendo bajo mi piel.

—No siempre —me permito confesarle.

Alexia recupera la taza y bebe un poco de café.

—Cuando nos vimos en el metro, me dijiste que te gustaba el mechón lila, que era yo —dice con los labios ocultos tras la pieza de cerámica.

—Lo recuerdo.

—¿Por qué lo dijiste?

—Porque es cierto, no te imagino con ningún otro color.

Me sonríe de un modo distinto, le bailan los ojos y a mí el corazón. ¿Qué diablos está pasando?

—Yo tampoco. —Juega con los dedos unos segundos antes de seguir hablando—. Hay gente que siempre me recuerda un color.

—¿Ah, sí?

—Sí, mi hermana es el rojo.

—¿Qué color soy yo?

Me mira, me mira de verdad, y noto los ojos metiéndose bajo mi piel, acercándose a mi pulso y a demasiados secretos.

—No lo sé aún.

Suelto el aliento y el alivio por entre los dientes. El «aún» flota entre los dos.

—Todavía puedes averiguarlo —digo en voz más baja que antes.

—Es absurdo. —Suspira burlándose de sí misma—. Nunca le había contado esto a nadie. Otorgarle a la gente un color no es lo mismo que ponerle un apodo. Hasta ahora mismo lo había considerado mi secreto más íntimo y habría jurado que me lo llevaría a la tumba conmigo. Al parecer —farfulla—, a ti no voy a poder ocultarte nada.

La presión de antes reaparece y la miro a los ojos. Alexia me hizo compañía sin saberlo en una de las peores noches de mi vida y que ahora me haya regalado esa pequeña parte de ella aumenta las ganas que tengo de seguir conociéndola. Conociéndonos juntos.

—Deduzco que acerté con lo de bellas artes —le digo tras encontrar la voz—. ¿La Facultad de Bellas Artes es tan bohemia como nos imaginamos los estudiantes de medicina?

—Ni mucho menos, ahora tenemos aulas llenas de ordenadores. —Ella también necesitaba aligerar la conversación, pero no las miradas—. Yo soy de las que prefiere el lápiz y la caja de colores.

—Los dibujos que había en la sala donde se celebró la entrega de la beca eran preciosos.

—¿Cómo sabes que eran míos? —Noto que, para ella, esa pregunta es tan necesaria como para mí muchas otras.

—¿No lo eran? —Sé que lo eran, pero algo dentro de mí me lleva a flirtear y a alargar el momento.

—Sí, pero no estaba mi nombre por ninguna parte.

—Lo supe en cuanto los vi. —Ahora soy yo el que le sonríe—. Pero la verdad es que se lo pregunté a una señora al salir para confirmarlo.

—Mi padre insistió en colgarlos. No son de mis preferidos. —Se encoge de hombros. No es una falsa modestia en busca de halagos.

—Son los únicos que he visto. —Me arriesgo a colocar la mano junto a la de Alexia, encima de la mesa—. Cuando quieras puedes enseñarme más, y si eres pésima, prometo decírtelo. —Levanto la mano y le toco los nudillos con el dedo índice. Ella no la aparta y la veo respirar despacio.

—Hay dibujos que no enseño nunca a nadie, pero podría enseñarte otros.

—Los que tú quieras.

Muevo el índice una vez, tocándole la piel un segundo, lo suficiente como para comprobar que nunca me ha afectado tanto nadie.

Es absurdo. Y maravilloso. Y sí, nunca nadie me ha afectado tanto.

—¿Te apetece ir a una exposición? No es importante —añade apresuradamente—; es de unos compañeros de clase. Es aquí cerca y han abierto hace una hora. He pensado que podríamos acercarnos, si quieres, claro.

El ofrecimiento nos sorprende a ambos y acepto antes de que Alexia se replantee haberme invitado.

—Claro, suena interesante. —Cojo la cuenta que el camarero ha dejado en la mesa junto con las tazas y busco el dinero para pagarla. Alexia ha metido la mano en el bolso, pero he negado con un gesto para detenerla—. Vamos. Después, si te apetece, podemos comer algo.

A ella se le cae el bolso al suelo, pero al levantarlo acepta mi sugerencia.

Salimos del café y caminamos por la calle. La escucho mientras me cuenta que la sala de arte pertenece a un profesor de la facultad que la presta a los alumnos que están interesados en exponer. Ella no lo ha hecho nunca porque de momento no se siente cómoda, aunque no descarta hacerlo en el futuro.

—Yo estaré a tu lado —le digo y le cojo la mano en medio de la calle.

Alexia se tensa unos segundos y me mira a los ojos. Ella dice que los míos son decididos, fuertes, pero los suyos a mí siempre me han parecido honestos, sinceros, incapaces de ocultar o de mentir. Por eso me perdía, y me pierdo, en ellos.

No suelta la mano, no sé si son mis ojos o lo fuerte que la aprietan mis dedos, pero no se aparta y seguimos andando. No dice nada sobre mi última frase. «Yo estaré a tu lado». Al decirla le he prometido algo que nunca antes le he prometido a nadie, aunque ella no lo sabe. Le he prometido que no le fallaré.

Caminamos por las calles de Madrid, ella sigue contándome que la exposición a la que me lleva solo durará dos semanas y que después otros alumnos de la Facultad de Bellas Artes utilizarán el local para dar unas conferencias. Me pregunta un par de cosas acerca de mis estudios, si ya he elegido especialización y si tuve dudas al respecto. Le contesto que no, la oncología siempre me ha fascinado. Luchar contra uno mismo tiene mucho sentido para mí.

Es lo que mejor sé hacer, casi lo único.

Llegamos a la sala de exposiciones; es un local alargado y blanco y entrar en él es como penetrar en un túnel. Una chica vestida de negro nos dice que podemos dejar los abrigos en un improvisado guardarropía que hay junto al baño y nos dirigimos hacia allí. No puedo quitarme el abrigo sin soltarle la mano, obviamente, lo hago con tanta naturalidad como me es posible a pesar de que nunca antes he hecho nada parecido. Sí, le he dado la mano a chicas antes, a demasiadas, pienso al sentir la ausencia de los dedos de Alexia en los míos. Ella deja también su chaqueta púrpura y se cuelga el bolso en bandolera. Después, alarga la mano para coger la mía y tirar de mí.

Puede llevarme adonde quiera. Por primera vez en mi vida no me importa dónde termine, lo único que necesito es que sea con ella.