Madrid, hace nueve años, tres después del encuentro en el metro.
ELLA
No volví a ver a José Antonio hasta unos cuantos años más tarde. Aunque no me había olvidado de aquel encuentro en el metro, con el paso del tiempo, la escena se transformó en una especie de sueño y había ocasiones en las que no estaba segura de que hubiese sucedido de verdad. Me pasé meses buscando su nuca en todos los vagones a los que me subía; si me había encontrado con él por casualidad una vez, bien podía volver a suceder, ¿no? No volví a verlo, ni en el metro ni paseando por la ciudad ni en ninguna parte. No terminé el dibujo, lo intenté más noches de las que recuerdo, y al final asumí que jamás lo lograría. Paseé el cuaderno durante las vacaciones de verano y cuando terminaron y tuve que abandonar Cádiz y volver a Madrid lo guardé en una caja junto con el resto de dibujos, esbozos e ideas que quería conservar de mi primer curso universitario.
Allí, en Cádiz, tampoco lo vi. No sé si estuvo en la ciudad, si fue a visitar a su familia, pero cuando entraba en un café o cuando iba a la playa lo buscaba con la mirada, y aunque no lo encontré, supongo que nunca me olvidé de él. Me había parecido una señal tropezarme con José Antonio ese atardecer en el metro de Madrid. A quién no. De todas las ciudades del mundo, de todos los metros, de todos los viernes, los dos coincidimos en ese vagón en ese momento: el chico de ojos tristes que se había parado a ver mis primeros dibujos y yo.
No debió de serlo porque no volví a verlo. Pensé en él, lo reconozco, al fin y al cabo he leído todas las historias de amor que caen en mis manos y sigo creyendo que el amor existe y que es muy difícil de encontrar. Rozando lo imposible. Pero José Antonio no volvió a aparecer en mi vida y esta siguió adelante. Si hubiésemos estado destinados a vivir una gran historia de amor, habría vuelto a encontrarme con él de inmediato. Sin embargo, y a pesar de mí misma, hay momentos en los que su mirada se aparece entre mis recuerdos. Me reconforta, me da paz saber que no se ha desvanecido del todo.
Mi padre siguió engañando a mi madre, y yo seguí sin decírselo a nadie. Todavía no sé cómo es posible que ni mamá ni Cecilia se hayan dado cuenta de que no le miro como antes, o de que no soporto hablar con él. Sin embargo, lo cierto es que desde que vine a Madrid, hace ya tres años, apenas hemos coincidido los cuatro. Sigue sin sentarme bien ocultarle la verdad a mamá, y, siempre que la veo me digo que si está triste, que si ella insinúa que tiene la menor sospecha de que está pasando algo raro, se lo diré. Pero este momento no llega nunca y ella está contenta, feliz de las cenas que comparte con papá y de las visitas a Madrid. Hace unos meses me planteé contárselo a Cecilia; mi hermana ha vuelto a Cádiz y pensé que sería mejor que se lo dijese yo a que se enterase por otro, por accidente, sin querer y sin necesitarlo. Iba a decírselo, tenía la conversación pensada hasta la última coma, iba a contarle cómo pillé a nuestro padre con esa otra mujer y que él me confirmó entonces que no tenía intención de dejarla. Algo que irónicamente sí ha sido capaz de cumplir. También iba a contarle a mi hermana que nuestro querido padre me había hecho sentir culpable por intentar destrozar su matrimonio, porque según él el daño se lo haría yo a mi madre, y no él, que era quien se estaba acostando con otra.
Al final, no le conté nada a Cecilia. No pude.
Cecilia estaba cerrando la última caja de cartón para abandonar el piso de Madrid. Había acabado la carrera de biología marina y en pocas semanas empezaba a trabajar en el puerto de Cádiz como bióloga. Estaba ilusionada, era la primera vez en mucho tiempo que la veía sonreír, así que me callé y la ayudé a bajar la caja al coche. Ahora estoy sola en Madrid; Teresa, la mejor amiga de Cecilia que compartía piso con nosotras, también acabó la carrera y aceptó un trabajo en Bruselas, en un cuerpo consular o en algún organismo europeo, me confundo constantemente.
Pensé que no iba a gustarme vivir sola, y la verdad es que las echo mucho de menos a las dos, pero estoy bien, pinto y dibujo mucho y no hay nadie que me mire como si estuviera loca. Río menos, cierto, y a menudo hablo sola, aunque al mismo tiempo siento que esta soledad me está obligando a hacerme mayor. Eran muchos los temas que les consultaba a diario a Cecilia y a Teresa.
Para compensar la pérdida del alquiler de Teresa, me busqué un trabajo, y desde hace meses voy a un pequeño estudio de fotografía cuatro tardes por semana, donde tengo el honor de hacer de ayudante (cargar las cámaras) en bodas, bautizos y comuniones. No es el trabajo de mi vida, y mi jefe es insoportable y carece completamente de gusto, pero hay días, cuando el señor Rebollo no está, que puedo practicar con los objetivos y los filtros y aprendo algo. La fotografía, igual que la pintura o el dibujo, es otra manera de contar una historia y empieza a fascinarme.
Necesito contar historias a través de los trazos que salen de mis manos, o de cualquier manera. Las palabras en sí mismas nunca han sido lo mío. Me siento torpe con ellas y suelen parecerme incompletas, como si les faltase una dimensión. Se me da bien reír, sonreír, cantar, incluso fingir una alegría que no siento, pero me cuesta enfrentarme a los sentimientos honestos, a las consecuencias de la realidad. Tal vez sea porque las únicas veces que lo he intentado no ha servido de nada y he acabado rompiéndome algo por dentro. O tal vez se deba a que fui una consentida, sí, el síndrome de hija pequeña existe, o tal vez porque no soporto el desengaño, las discusiones y los llantos. No lo sé, la cuestión es que siempre he sabido que necesito expresarme con los colores y con imágenes y no con palabras.
Era un sábado por la mañana, igual que hoy, y yo estaba sentada en un banco similar al que ocupo ahora, pero a mi lado tenía dos lápices negros pequeños y con una mano sujetaba el tercero, y más largo, encima del cuaderno. Fue hace una semana, siete días exactos. Ni uno más ni uno menos. Estaba dibujando un árbol, un roble, las ramas que configuraban la copa y las hojas que había esparcidas en el suelo a su alrededor. No era un árbol especialmente bonito, pero la luz del sol y de las nubes que bailaban encima le conferían una textura mágica, irreal. Parecía sacado directamente de un cuento de hadas, de esos que me regalaba la abuela cuando me portaba bien, y habría jurado que en medio del tronco se abriría de un momento a otro una trampilla de la que saldría un duende o tal vez una comadreja con levita.
Busqué de inmediato un lugar donde sentarme sin perder esa luz y dejé mi bolso sin demasiado cuidado a mi lado. Saqué los utensilios de dibujo del interior y empecé a dibujar. No sé si él llegó diez minutos o dos horas más tarde, lo único que sé es que segundos antes de que apareciera creí notar que cambiaba el viento, pues un escalofrío me recorrió el cuerpo, pero no se movió ni una brizna a mi alrededor.
Tenía la mirada fija en un montón de hojas caídas en el suelo, cuando una sombra se interpuso. Iba a quejarme, a pedirle al intruso que se apartase y que me dejase seguir dibujando. Levanté la mirada y me olvidé del enfado. Giré la página del cuaderno y cambié el tema del dibujo. El músculo de la pierna apoyada en el suelo estaba tenso y el de la otra, levantada y apoyada contra el árbol, también. Él estaba de espaldas, con las palmas de las manos en el tronco y la cabeza agachada entre los hombros.
Respiraba despacio, controladamente. Flexionó los hombros y casi toqué la fuerza que escapó de ellos. Tenía que dibujarle, no pude evitarlo.
Él flexionó los brazos, la parte superior de su cuerpo se acercó al árbol unos segundos y después se alejó. Llevaba camiseta blanca de manga corta y pantalones también cortos. Una fina capa de sudor le cubría la parte trasera de las piernas y la tela blanca se le pegaba entre los omoplatos. Soltó una mano y se la pasó por el pelo.
Iba a quejarme por el cambio de postura, pero entonces se dio media vuelta e, igual que años atrás, me sonrió.
—¿Alexia?
No sé si el culpable fue su voz o sus ojos, pero el lápiz me resbaló de entre los dedos y cayó al suelo justo delante de mis pies.
Él, sin dejar de sonreírme, se acercó y se agachó para recogerlo.
Me costó tragar saliva y durante unos segundos temí no ser capaz de contestarle.
—Hola, José Antonio —balbuceé al fin.
Se incorporó con la sonrisa intacta y balanceó el lápiz ante mis ojos.
—Siempre me dibujas.
Cerré el cuaderno de inmediato y me negué a contestarle. Él ensanchó un poco más la sonrisa y yo levanté la mano para recuperar mi lápiz.
Me encanta ese lápiz.
—Dibujaba el árbol —afirmé, intentando controlar mi sonrojo.
Él giró la cabeza lo justo para echar un vistazo al árbol que, efectivamente, yo había estado dibujando… antes de que él apareciese y decidiese empezar a dibujarlo a él.
—Todavía llevas el mechón púrpura —dijo al mirarme de nuevo.
No me tocó el pelo, se cruzó de brazos y levantó una ceja a la espera de mi respuesta.
—Sí.
Me había acostumbrado a ver esa nota de color junto a mi rostro y a mi mirada. Me sentía acompañada y me daba ánimos, igual que tener a un amigo siempre cerca. Supongo que llegará el día en que dejará de identificarme o que su compañía se volverá molesta o tal vez superflua.
—Me gusta.
—Gracias. —En ese preciso momento dejé de ser una mujer de veintiún años para convertirme en una adolescente y me aparté el mechón para colocármelo detrás de la oreja.
—¿Sueles venir por aquí? —preguntó—. Yo corro por aquí todos los sábados.
Era obvio que se preocupaba por su físico, aunque no de una manera obsesiva; el calzado deportivo que utilizaba no tenía pretensiones y no llevaba ningún artilugio de esos que miden las pulsaciones o las calorías que consumes. Me había fijado en todos esos detalles al dibujarlo, lo hago siempre. Y, a juzgar por las miradas de dos mujeres que pasaron corriendo por nuestro lado, no era la única que se había fijado en él esa mañana.
—No —le contesté tras carraspear—, es la primera vez.
—Ah, eso explica que no hayamos coincidido antes. —Se quedó en silencio y cogió aire, diría que para recuperar fuerzas, pero sería una estupidez. José Antonio no parecía necesitarlas para nada, y menos para hablar conmigo—. Mira —empezó tras soltar los brazos y pasarse las manos por el pelo—, hace años, cuando coincidimos en el metro, ¿te acuerdas?
—Sí. —Me sorprendió que él se acordase.
—Me sentí como un estúpido por no preguntarte dónde vivías o si podíamos volver a vernos algún día —aclaró con rapidez.
—Oh.
Sí, dije esa tontería, una simple onomatopeya, y él sonrió.
—Así que… ¿te apetece tomar un café conmigo?
—¿Ahora?
—No, ahora no. —Se apartó un poco de mí y se señaló con las manos—. Tengo que ir a casa, mi guardia empieza dentro de una hora y mañana trabajo. ¿Qué te parece el próximo sábado? Aquí mismo, a las once de la mañana.
—De acuerdo —acepté sin darme la posibilidad de echarme atrás. Después de aquel encuentro en el metro, había fantaseado demasiado con el hombre que ahora tenía delante. Habían pasado tres años, ahora él estaba aquí, sudado e inexplicablemente atractivo, y no iba a permitir que él y yo volviéramos a convertirnos en una posibilidad perdida. Igual que con mis dibujos, tenía que convertirse en algo real o desaparecer para siempre.
José Antonio se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó un móvil.
—¿Puedo pedirte el número de teléfono? De momento tengo el sábado libre, pero no sería la primera vez que me cambian una guardia sin avisar y no me gustaría darte plantón.
—Claro. —Le recité el número y un segundo más tarde me sonó el teléfono. El timbre cesó de inmediato, aunque giré el rostro en busca del aparato que navegaba perdido dentro de mi bolso.
—He sido yo —me confirmó guardándose el suyo de nuevo en el bolsillo—. Así tú también puedes llamarme si te sucede algo, no quiero tardar tres años más en verte, Alexia. No voy a volver a dejar nuestros encuentros en manos del destino.
—Quizá no estamos destinados a encontrarnos. —No sé por qué dije eso, no lo sé. Se me encogió el estómago al terminar la frase y José Antonio entrecerró los ojos.
—Pues vamos a poner a prueba el destino, tú y yo. ¿Qué te parece? Te espero aquí el sábado. Dime que vendrás para que pueda irme. La última vez sucedió lo mismo, te encontré segundos antes de tener que estar en otra parte. No me gustó entonces y no me gusta ahora. Dime que vendrás, por favor.
Estaba tan seguro, me miraba tan decidido que me limité a asentir. Entonces la tensión abandonó ligeramente sus hombros y se dispuso a reanudar la marcha.
—Ven, Alexia, no le des la razón al destino —me dijo en voz alta ya de espaldas y acelerando el paso. Llegando tarde adondequiera que fuese.
Le hice caso y no le he dado la razón al destino, al menos de momento. Estoy aquí en el parque, en el lugar exacto donde nos encontramos hace una semana, y son casi las once de la mañana. Faltan cinco minutos.
Ayer por la noche estaba nerviosa; fingía no estarlo, pero lo estaba. Si Cecilia y Teresa hubiesen estado en casa se habrían reído de mí con razón. Las eché mucho de menos. A lo largo de los tres años que hemos vivido juntas, hemos compartido muchas historias y secretos, muchos consejos bienintencionados y discusiones absurdas, y algunas muy serias. Ahora ellas están empezando una nueva etapa en sus vidas, y yo también. Ayer eché de menos que opinasen sobre mi elección de ropa y los cientos de preguntas que me habrían hecho acerca de él, pero también me gustó estar sola y dejarme llevar por la impaciencia y las dudas. Siempre que he salido con algún chico he tenido a Cecilia y a Teresa a mi lado ejerciendo de entrenadoras personales y terapeutas incansables. Las dos compartían mis alegrías y me consolaban en mis penas, y probablemente yo me apoyaba en exceso en ellas.
Ayer viví sola mis nervios y esta mañana me he vestido y he salido de casa sin recibir su sello de aprobación. Ha sido distinto, más silencioso, y al mismo tiempo me ha parecido más sincero y auténtico, como si todo esto me estuviese pasando más de verdad.
—¿En qué estás pensando?
Ha venido. Ha venido. Ha venido. El corazón me golpea las costillas y se me anuda el estómago. Como siempre que oigo su voz.
Giro levemente la mitad superior del cuerpo y le veo acercarse. Lleva vaqueros y un camiseta negra y camina decidido hacia mí. Lleva el pelo más largo de lo que había creído en un principio y es tan negro que tengo ganas de tocarlo y descubrir su tacto. Las cejas las tiene muy bien dibujadas y le confieren una seriedad permanente, tal vez por eso sus sonrisas quitan el aliento, porque le transforman completamente el rostro. Tiene una cicatriz en el puente de la nariz y otra en la ceja que todavía no puedo preguntarle cómo se ha hecho, y una barba incipiente intenta oscurecerle las mejillas. El rasgo que más le lleva la contraria a José Antonio son sus labios y él los aprieta sin cesar.
No voy a dibujarle nunca, recuerdo de repente.
¿Por qué?
—Hola. —Se detiene frente a mí y me sonríe—. ¿En qué estás pensando?
—En mi hermana —contesto con lo más parecido a la verdad, no voy a decirle que le estaba recorriendo con la mirada, seguro que se ha dado cuenta.
—Cecilia. Me acuerdo de ella. ¿Cómo está?
—Bien. —Me levanto del banco con el bolso en el hombro—. Ha vuelto a Cádiz. Es bióloga marina —le explico.
—Me alegro por ella, creo recordar que siempre le gustó mucho el mar.
—¿Nunca fuisteis amigos?
Hemos empezado a caminar, él está a mi lado. No me toca, ni siquiera me roza, y sin embargo siento su presencia. No me había sucedido nunca, me desconcierta ser tan consciente de que está junto a mí. Es como si le hubiese visto justo ayer y al mismo tiempo le hubiese echado muchísimo de menos durante siglos. Aprieto el asa del bolso con la mano derecha y la izquierda la meto en el bolsillo de la delgada chaqueta violeta que llevo encima del vestido.
—No —me contesta José Antonio—, pero tampoco nos llevábamos mal. Yo no tenía amigos en el colegio. Tu hermana y yo hablamos en varias ocasiones y siempre me pareció interesante. Por eso me acuerdo de que le gustaba el mar.
Cecilia le parecía interesante. El estómago me ha caído a los pies y me sudan las palmas de las manos.
—Cecilia se ha mudado a Cádiz —le recuerdo. Si todo esto es una estrategia para quedar con mi hermana, mejor saberlo cuanto antes.
—Ya me lo has dicho. —Le veo sonreír—. Yo apenas voy por allí.
Nos detenemos en un semáforo y me doy cuenta de que no sé adónde vamos. Él gira la cabeza y me mira. No es incómodo, pero sí intenso.
—¿No echas de menos a tu familia y a tus amigos? —le pregunto; tengo que hacer algo para fingir que la sangre no me corre a toda velocidad por las venas.
—Solo echo de menos a mi hermana Gabriela, pero a ella sí que voy a verla siempre que puedo. Tiene doce años.
—Creo que la vi una vez. —El afecto que siente por su hermana flota incluso en el aire. El tono de voz le ha cambiado, es más dulce, y los ojos le brillan de un modo distinto.
—Con el MIR y el trabajo apenas me queda tiempo libre, y cuando tengo me gusta pasarlo con ella.
—No tienes por qué justificarte —añado. No quiero que se sienta incómodo por haber reconocido que echa de menos a su hermana pequeña, es evidente que la adora, pero tengo la sensación de que es él el que no sabe qué hacer con esa clase de relación. En mi caso, a pesar del engaño de mi padre y de la profunda decepción que supuso para mí descubrir la verdad, me siento cómoda mostrando y recibiendo afecto. Confianza, eso no sé si soy capaz de sentirlo por nadie. Es demasiado arriesgado.
—No lo hago. —Se encoge de hombros—. He pensado que podríamos tomar un café aquí.
Se detiene frente a una puerta roja que pertenece a un pequeño café con aires literarios. He pasado por delante del local varias veces, pero nunca he entrado porque, aunque me ha llamado repetidamente la atención, siempre he sentido que todavía no había llegado el momento.
—Claro —acepto y entro en el local cuando él me abre la puerta y me la sujeta.
Nos sentamos, me quito la chaqueta y la cuelgo en el respaldo junto con mi bolso, que casi roza el suelo. Él ocupa la silla frente la mía y se cruza de brazos igual que hizo en el parque una semana atrás para mirarme.
—Cuéntame qué significa el mechón lila.